(Castillo de Loyola, 24 de octubre de 1491 + Roma, 31 de julio de 1556) Su nombre era Iñigo López de Loyola, que cambió entre 1537 y 1542 por
el de Ignacio «por ser más universal», o «más común a las otras
naciones». Según la tradición, fue el último de los ocho hijos varones
de Beltrán Ibáñez de Oñaz, señor de Loyola, y Marina Sánchez de Licona.
Sobre
su fecha de nacimiento oscilaron las opiniones de los contemporáneos.
En su epitafio, tras seria deliberación, se fijó su muerte a los 65 años
de edad, lo que equivalía a decir que había nacido en 1491. Nada cierto
se sabe sobre su primera educación familiar. Su padre debió de fallecer
antes de 1506; su madre, poco después de otorgar testamento el 23
octubre 1507. Por estos años, el joven Iñigo se incorporó en Arévalo
(Ávila) a la familia del contador mayor [ministro de Hacienda] de los
reyes, Juan Velázquez de Cuéllar. Allí pasó unos diez años, en los
cuales tuvo ocasión de acompañar al contador durante sus viajes a la
corte y otros lugares. Con los libros de su protector pudo adquirir una
cierta cultura y perfeccionar su escritura, que le mereció ser
considerado «muy buen escribano». Tras la caída en desgracia y sucesiva
muerte de Velázquez de Cuéllar en 1517, su viuda, María de Velasco, se
preocupó del porvenir de Iñigo y le dio 500 escudos y dos caballos, para
poder dirigirse a Navarra y servir como gentilhombre al virrey, Antonio
Manrique de Lara, duque de Nájera. Allí dio muestras de hombre
«ingenioso y prudente en las cosas del mundo» y de tener «grande y noble
ánimo y liberal», como escribió Juan Alfonso Polanco, sobre todo en dos
ocasiones: cuando ayudó a la pacificación de algunas villas de
Guipúzcoa, divididas por el nombramiento de Cristóbal Vázquez de Acuña
como corregidor, y cuando la villa de Nájera se sublevó contra su señor
durante la rebelión de las Comunidades (1520-1522).
Tomó parte en la defensa de Pamplona al ser atacada (1521) por el
ejército francés. Incitó a sus compañeros de armas a resistir en el
castillo, pero fue herido por una bala que le rompió una pierna y le
lesionó la otra. Desde Niccolo Orlandini, la tradición ha situado la
providencial herida en el 20 mayo 1521, lunes de Pentecostés. La
rendición del castillo se produjo el 23 ó 24 del mismo mes. La herida de
Iñigo fue grave, como consta por la deposición del alcaide del
castillo, Miguel de Berrera. Tras las primeras curas, practicadas por
los franceses, fue llevado por sus paisanos a su casa de Loyola, donde
sufrió una dolorosa operación, soportada con gran fortaleza. Su estado
fue empeorando y el 28 junio fue el día crítico, pero aquella misma
noche empezó a mejorar. Una vez repuesto, quiso que le cortasen un hueso
de la pierna, que le habría impedido calzarse una bota «muy justa y muy
polida» que deseaba llevar.
II. CONVERSIÓN y PEREGRINACIONES (1521-1524)
Rompiendo la resistencia que le opuso su hermano mayor, salió de
Loyola en febrero 1522, con el plan de dirigirse a Barcelona y de allí a
Roma, para procurarse el necesario permiso del Papa en orden a su
peregrinación. Se detuvo en el santuario mariano de Aránzazu, donde
probablemente hizo voto de castidad. Él nos dice que este voto lo hizo
en el camino hacia Montserrat, donde se preparó por un tiempo a una
confesión general, que duró tres días, y a la vela de armas, que realizó
ante la imagen de la Virgen morena en la noche del 24 al 25 marzo 1522.
El 25 marzo «en amaneciendo, partió por no ser conocido, y se fue, no
el camino derecho de Barcelona, donde hallaría muchos que le conociesen
y le honrasen, mas desvióse a un pueblo, que se dice Manresa». Su idea
era quedarse en Manresa algunos días en un hospital y anotar algunas
cosas en un libro «que él llevaba muy guardado y con el que iba muy
consolado»- De hecho, su estancia en Manresa se prolongó unos once
meses, y puede dividirse en tres períodos: uno de calma casi en un mismo
estado interior; el segundo, de terribles luchas interiores, dudas y
escrúpulos acerca pasadas, con tentaciones de suicidio; el tercero
consolaciones e ilustraciones divinas, que tuvieron por objeto el
misterio de la Eucaristía y otros. Por efecto de estas luces llegó a
decir que, aunque no hubiese la Sgda. Escritura, él creería en los
artículos de la fe solamente por la luz que había recibido en Manresa.
La más extraordinaria de estas gracias fue la que suele llamarse “eximia
ilustración”, que recibió a orillas del río Cardoner, una vez que se
dirigía al monasterio de San Pablo. No precisó a su confidente, el P.
Luis Gonçalves da Càmara lo que allí se le comunicó, pero sí que desde
aquel momento “Le parecía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto que tenía antes". Añadió que, si juntase todas las ayudas que había recibido de Dios hasta entonces (en 1555), «no le parece haber alcanzado tanto como de aquella vez sola».
A esta ilustración aludía, con toda probabilidad, al fin de su vida
cuando, al ser preguntado por algunas cosas introducidas en la CJ, se
refería a «un negocio que pasó por mí en Manresa). Lo que allí vio,
probablemente, fue el nuevo rumbo que había de imprimir a su vida:
cambiar el ideal del peregrino solitario por el de trabajar en bien de
las almas, con compañeros que quisiesen seguirle en la empresa. En este
sentido deben entenderse las meditaciones del Reino y de las Banderas,
de los Ejercicios, en las que Jerónimo Nadal vio una estrecha relación
con el fin que se había de dar a la Compañía de Jesús. En este tiempo de
Manresa hizo «cuanto a la substancia», según expresión de Diego Laínez,
los Ejercicios Espirituales, que practicó antes de escribirlos. Como
dice Polanco «después el uso y experiencia de muchas cosas le hizo más
perfeccionar su primera invención; que, como mucho labraron en su misma
ánima, así él deseaba con ellos ayudar a otras personas”.
En febrero 1523 dejó Manresa para ir a Barcelona, desde donde, hacia
el 20 marzo, se embarcó para Gaeta, para proseguir viaje a Roma. El
documento pontificio concediéndole el permiso para peregrinar a
Jerusalén lleva la fecha del 31 marzo 1523. Después de pasar en Roma la
fiesta de Pascua (5 abril), el 13 ó el 14 emprendió el viaje a Venecia.
Allí participó, junto con los demás peregrinos, en la procesión del día
de Corpus. No teniendo dinero para pagarse el viaje a Jerusalén ni
queriendo servirse de los buenos oficios del embajador de España,
gracias a la recomendación de un español que le había socorrido a su
llegada a Venecia, tuvo una audiencia con el dux Andrea Gritti, quien
mandó que fuese admitido en el barco que llevaba a Chipre al nuevo
embajador de la Serenísima. De la peregrinación a Jerusalén se tienen
detalles, además de los consignados por Iñigo en sus memorias, por las
relaciones escritas por dos de sus compañeros: el zuriqués Meter Füssly y
el estrasburgués Philipp Hagen. Embarcándose en Venecia el 14 de julio
de 1523, llegaron a Jerusalén el 4 de septiembre. Iñigo siguió a sus
compañeros en la visita a los Santos Lugares. Pero su intención secreta
era quedarse allí establemente, en parte para satisfacer a su devoción y
en parte para ejercitar su apostolado con sus habitantes. Con todo, el
provincial de los franciscanos, encargados de la Custodia de la Tierra
Santa, se opuso tenazmente a aquel proyecto por el peligro que corría la
seguridad personal de los forasteros en la región. Iñigo se vio, pues,
forzado a renunciar a su sueño y emprender el viaje de vuelta. Salió de
Jerusalén el 23 de septiembre y, tras muchas peripecias, llegó a Venecia
a mediados de enero de 1524.
III. ESTUDIOS (1524-1535)
Durante todo el viaje estuvo pensando qué haría en adelante. Su
decisión fue estudiar en Manresa, bajo la dirección de un monje
cisterciense del monasterio de San Pablo, pero cuando fue a visitarlo,
se enteró de que había muerto. Se instaló entonces en Barcelona, donde
una bienhechora, Isabel Roser, se comprometió a cuidar de su sustento, y
un maestro de gramática, el bachiller Jerónimo Ardévol, a enseñarle
gratis. Así, a sus 33 años, empezó a estudiar latín. Tropezó con una
dificultad, que resolvió con el recurso al discernimiento espiritual.
Cuando se ponía a estudiar, le venían grandes ilustraciones espirituales
que, al estorbarle en el estudio, vio que no procedían del buen
espíritu. Prometió, entonces, en la iglesia de Santa María del Mar, a su
maestro que asistiría a sus lecciones por dos años, mientras encontrase
pan y agua para sustentarse. Con esta reacción eficaz venció aquella
tentación contra sus estudios. Sin embargo, no pudo menos de dar
desahogo a su celo,
conversando con personas espirituales y dando los
ejercicios a algunas de ellas. Además, reunió a sus tres primeros
compañeros, que le siguieron a Alcalá y Salamanca.
Llegó a París el 2 febrero 1528 y decidió repetir los estudios de
humanidades en el colegio de Montaigu. Para su alojamiento escogió el
hospicio de Santiago, destinado a los peregrinos de Compostela, pero, a
causa de la distancia del colegio, tuvo que procurarse otra habitación.
Pensó ponerse al servicio de algún profesor, pero no lo halló. Decidió
entonces ir cada año a Flandes a pedir ayuda económica a los mercaderes
españoles de Brujas y Amberes. Estos viajes los hizo en 1529, 1530 y
1531.
Este último año fue a Londres, volviendo con más dinero que
otras veces. Con lo que recaudaba, podía no sólo proveer a su
mantenimiento, sino aun ayudar a otros estudiantes.
Al regreso del primero de estos viajes intensificó sus conversaciones
espirituales y dio los ejercicios a tres estudiantes, que cambiaron
totalmente su vida. Esto disgustó al rector del colegio de Santa
Bárbara, que amenazó a Iñigo con el castigo llamado la sala, consistente
en azotar al castigado en una sala del colegio. Delatado al inquisidor
Mateo Ory, Iñigo se presentó ante él, que le dijo que en efecto se le
habían quejado sobre su conducta, pero que no pensaba imponerle ninguna
sanción. Cursó la filosofía en el colegio de Santa Bárbara, donde tuvo
como compañeros al saboyano Pedro Fabro y al navarro Francisco Javier.
Maestro de todos ellos era Juan Peña, de la diócesis de Sigüenza. Los
estudios filosóficos comprendían tres cursos: los dos primeros trataban
las súmulas y la lógica, el tercero la física, metafísica y ética de
Aristóteles. Iñigo obtuvo el grado de bachiller en Artes en 1532, el de
licenciado en 1533 y el de maestro en 1535, aunque el diploma lleva la
fecha de 14 marzo 1534, al estar datado al modo de París, donde el año
comenzaba a partir del día de Pascua, que en 1534 cayó en el 5 abril.
Estudió teología durante año y medio, teniendo que interrumpirla por
motivos de salud.
IV. HACIA LA FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS (1535-1540)
Iñigo salió de París para su tierra natal a principios de abril. Al
motivo de cuidar de su salud, se añadía el de visitar a los parientes de
sus compañeros españoles, que no pensaban volver a su tierra, y
resolver allí sus asuntos pendientes. Llegado a Azpeitia, estuvo tres
meses, viviendo en el hospital, sin querer hospedarse en su casa de
Loyola, a pesar de los ardientes ruegos de su hermano. Aprovechó aquella
estancia para promover por todos los medios que pudo el bien espiritual
y moral de sus paisanos. Hizo que se tocasen cada día las campanas de
la parroquia y de las ermitas del término de Azpeitia para que al
oírlas, todos rezasen un Padre nuestro, Ave María y Gloria Patri por los
que estuviesen en pecado mortal. Cortó los abusos del juego, los
amancebamientos y uniones ilícitas. Promovió la creación de una obra
para el socorro de los pobres vergonzantes. Logró poner fin a una larga
controversia que oponía al clero y al patrono de la parroquia de
Azpeitia con un convento de monjas de la Tercera Orden de san Francisco.
Estando él allí y actuando como testigo, se firmó el 18 mayo 1538 un
acuerdo entre las partes.
Iñigo salió de Azpeitia el 23 julio 1535 y se dirigió al pueblo de
Obanos (Navarra), donde entregó una carta de Javier a un hermano suyo.
Pasó a Almazán (Soria), y visitó al padre de Laínez. Otras etapas de su
viaje fueron Sigüenza, Madrid y Toledo. En la cartuja de Vall de Cristo
(Segorbe) visitó a su antiguo ejercitante de París, Juan de Castro.
Prosiguió a Valencia, desde donde se embarcó para Italia.
Pasó todo el año 1536 en Venecia, completando sus estudios teológicos
y ejercitando el apostolado con conversaciones y Ejercicios. Allí vivió
con las limosnas que le enviaron sus amigos de Barcelona y fue acogido
en su casa por un señor «muy docto y bueno», que parece haber sido
Andrea Lippomano, prior de la Trinidad. Mientras tanto, esperaba a sus
compañeros que salieron de Paris el 15 de noviembre de 1536. Tras un
viaje de cincuenta y cuatro días en medio de las inclemencias del
invierno llegaron a Venecia el 8 enero 1537. Todos ellos, menos Ignacio,
salieron el 16 marzo para Roma, a pedir permiso al Papa para peregrinar
a la Tierra Santa. Lo obtuvieron el 27 abril, al mismo tiempo que la
licencia para recibir las órdenes sagradas los no sacerdotes, de parte
de cualquier obispo, aunque fuese fuera de las cuatro Témporas del año.
El día de Corpus, 31 mayo, participaron en la procesión, junto con los
demás peregrinos de Jerusalén. Pero este año no salió ningún barco con
peregrinos, por los insistentes rumores de guerra con los turcos.
Ignacio y sus compañeros recibieron las órdenes de mano de Vicente
Negusanti, obispo de Arbe (actual Rab, Croacia). Ignacio difirió la
celebración de su primera misa año y medio, hasta la noche de Navidad de
de 1538. Deseaba prepararse mejor para acto tan importante, aunque
quería, además, celebrarlo en Belén o en otro de los lugares de la
Tierra Santa. El grupo de compañeros tuvo que reconocer finalmente que
la proyectada peregrinación era imposible y, en consecuencia, decidió
ponerse a disposición del Papa. Pero antes de salir de Venecia Ignacio
tuvo que resolver un caso judicial. Había sido acusado de ser un
fugitivo de España y de París, perseguido por la Inquisición. El legado
pontificio Verallo confió la causa a su vicario Gaspar de’Dotti, quien
instituyó un proceso en toda regla, tras el cual pronunció una sentencia
absolutoria, el 13 octubre 1537. Ignacio emprendió el viaje a Roma, con
Fabro y Laínez, a fines de octubre. Durante todo el viaje experimentó
muchos sentimientos espirituales, especialmente al recibir la comunión.
Uno prevaleció sobre los demás: una gran confianza de que Dios les sería
propicio en Roma. Al llegar a un lugar, llamado La Storta, a 16,5
kilómetros de Roma por la vía Cassia, tuvo una experiencia espiritual de
excepcional trascendencia. Relata en su Autobiografía (n. 96) que
"haciendo oración, tuvo tal mutación en su alma y ha visto tan
claramente que el Padre le ponía con Cristo, su Hijo, que no sería capaz
de dudar de que el Padre le ponía con su Hijo". Con esta expresión
reveló la unión que desde entonces sintió con Cristo. Laínez completó
estos datos, añadiendo que la visión fue trinitaria, y que en ella el
Padre, dirigiéndose al Hijo, le decía: " Yo quiero que tomes a éste como
servidor tuyo" y Jesús, a su vez, volviéndose hacia Ignacio, le dijo:
"Yo quiero que tú nos sirvas" (FontNarr 2:133). La idea del servicio
divino, tan central en los ejercicios, recibía una confirmación
definitiva. Aparte del influjo que ejerció en la vida interior de
Ignacio, esta visión tuvo claras repercusiones en la fundación de la CJ,
empezando por el nombre de la nueva Orden, un nombre que era todo un
programa: ser compañeros de Jesús, alistados bajo su bandera, para
emplearse en el servicio de Dios y bien de los prójimos.
En noviembre 1537, Ignacio entró definitivamente en Roma. Allí,
mientras los otros compañeros se dedicaban a otras tareas apostólicas,
él daba Ejercicios. Merecen señalarse los que dio en Montecassino al
doctor Pedro Ortiz, durante la cuaresma de 1538. En este año tuvieron
que sufrir los ataques de algunas personas influyentes, que esparcieron
rumores contra su vida y doctrina, repitiendo la acusación de que eran
fugitivos, ya procesados en otras ciudades por la Inquisición. La
consecuencia fue que los fieles se iban alejando de ellos; pero el mayor
peligro consistía en que, si las calumnias prosperaban, les sería
imposible realizar los proyectos que iban madurando. Por eso Ignacio
quiso firmemente que se instruyese un proceso formal, acabado con una
sentencia. Procuró y obtuvo una audiencia del Papa en Frascati, que
mandó al gobernador de Roma, encargado de la justicia, que instruyese un
regular proceso. Fue providencial el por aquel tiempo coincidiesen en
Roma todos aquellos que habían juzgado a Ignacio en Alcalá, París,
principales del nuevo Instituto. Fueron aprobadas por los seis Padres
presentes en Roma. Tras este paso, el 8 abril se procedió a la elección
de su primer General, que recayó, por voto unánime, en Ignacio. Éste
había dado el suyo a aquel que tuviese más votos. Conocida su elección,
pidió que se repitiese después de una más madura reflexión. Pero la
segunda votación, del día 13, arrojó el mismo resultado. Entonces,
Ignacio pidió tiempo para deliberar, y puso el asunto en manos de su
confesor, el franciscano Teodosio de Lodi, del convento de San Pedro in
Montorio. Allí Ignacio, en una confesión que duró tres días, expuso a su
confesor toda su vida y su estado presente, con enfermedades y miserias
corporales. El franciscano fue de parecer que debía aceptar y, a
petición de Ignacio redactó un informe escrito. Entonces, Ignacio aceptó
la designación. Era el 19 abril. Tras la elección del General, el 22
del mismo mes hicieron todos los presentes la profesión en la basílica
de San Pablo extramuros; los ausentes la hicieron en fechas y lugares
diferentes.
V. ACTIVIDAD EN ROMA COMO GENERAL (1540-1556)
Salvo brevísimas ausencias, Ignacio permaneció en Roma el resto de su
vida. Resumiendo su actividad durante el generalato, pueden
distinguirse en él dos aspectos: su apostolado directo en la ciudad de
Roma y su acción de gobierno de la Compañía de Jesús.
No quiso tener hábito propio ni coro ni
penitencias impuestas por regla ni tiempos determinados de oración para
los jesuitas formados. Todo ello para que los jesuitas tuviesen aquella
movilidad y disponibilidad que exigía su forma de vida y su proyecto
apostólico. Por lo mismo, no admitió una rama femenina de la CJ ni quiso
aceptar el cuidado habitual de religiosas sujetas a su obediencia.
Tampoco admitió dignidades eclesiásticas o civiles.
Ignacio fue, a un mismo tiempo, un incansable hombre de acción y un
ferviente contemplativo. Su más noble ideal fue promover la mayor gloria
de Dios por todos los medios a su alcance. Como hombre de gobierno,
dirigió a sus súbditos con prudencia y discreción. Amaba a todos con
amor de padre, y todos se sentían amados por él. Puso un acento especial
en la virtud de la obediencia, tanto como ejercicio de virtud, como por
ser instrumento de cohesión y eficacia en la labor apostólica. En su
vida personal fue un gran contemplativo, que experimentó especiales
comunicaciones divinas. Su unión con Dios adquirió un tono más elevado
en la celebración de la Misa, durante la cual fue dotado del don de
lágrimas. A veces no podía celebrarla por la debilidad de su salud, a la
que perjudicaban tan fuertes emociones.
Además del tiempo dedicado a la oración formal, practicaba y
recomendaba a los demás el ejercicio de buscar a Dios en todas las cosas
o, como escribió Nadal con frase feliz, fue "contemplativo en la acción".
Su salud se resintió toda la vida de las ásperas penitencias
practicadas después de su conversión. Siempre tuvo dolores de estómago;
pero la autopsia, que le practicó el mismo día de su muerte el cirujano
Realdo Colombo, demostró que su enfermedad consistía en una litiasis
biliar, con reflejos que repercutían en el estómago. Murió en la
madrugada del 31 julio 1556. Su cuerpo fue sepultado en la pequeña
iglesia de Santa Maria de la Strada y, en sucesivas traslaciones,
depositado en el actual altar de dedicado a él en la iglesia del Gesù
(Roma). Beatificado el 27 julio 1609 fue canonizado por Gregorio XV el
12 marzo 1622 junto con Francisco Javier, Teresa de Jesús, Isidro
Labrador y Felipe Neri. Pío XI le nombró (1922) patrono de los
Ejercicios Espirituales y de las obras que los promueven.
www.jesuitas.es
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