Vida de Yukio Mishima. La fatalidad de lo sublime


En julio de 1970 un médium vaticina a Yukio Mishima una larga vida. Por estas fechas, el escritor japonés acude a un astrólogo del rito Shichūsuimei para escuchar una predicción semejante; en esta ocasión el adivino le anuncia que será el próximo ganador del premio Nobel y lo señala como posible presidente del Japón. Apenas cuatro meses más tarde, cercano ya el invierno, Mishima asalta el cuartel de Ichigaya junto a tres jóvenes cadetes de su ejército privado. Se propone cumplir con la liturgia más trágica que conoce la tradición japonesa: el seppuku, un suicidio ritual que, según cree el novelista, despertará de su letargo al viejo Japón. Entre los japoneses, el final de Mishima carece del romanticismo que le aplican muchos observadores occidentales. Pese a que su talento es reconocido de forma unánime, el escritor es visto como un excéntrico, o aún peor, como un desequilibrado que se tomó en serio sus propias fantasías. El hecho es que Mishima pudo haberse limitado a obedecer el dictado de Shichūsuimei, y aspirar al poder en su país. Pero optó por un camino terrible, y eligió una muerte de resonancias épicas que, a su modo de ver, despojaría de su máscara al Japón moderno. Para su desgracia, el gesto del escritor no fue comprendido por una sociedad democrática y acomodada, cansada de la violencia y deseosa de alcanzar la prosperidad sin tener que echar la vista atrás. Por más que Mishima observara con nostalgia el código samurai, las costumbres del Japón feudal eran algo que, en 1970, ya sólo tenía sentido en el cine, en las teleseries, en los museos y en las fantasías de los ultraderechistas. Si observamos los testimonios de la época, queda claro que el acto protagonizado por Mishima en el cuartel de Ichigaya fue visto con desaprobación, como si se tratara del último desatino de un demente. En este punto las incógnitas son difíciles de responder. ¿Por qué un escritor cosmopolita, famoso y atractivo decidió suicidarse de un modo tan espectacular? ¿Era Mishima un neoimperialista o tan sólo quiso plantear una sangrienta performance? ¿Qué le llevó a tomar una determinación tan irrevocable? Como sucede en casos como éste, los datos biográficos pueden ayudarnos a comprender, siquiera un poco mejor, a uno de los personajes más peculiares y apasionantes del Japón contemporáneo.





Hazme una máscara La biografía de Yukio Mishima está bien documentada, aunque no carece de puntos oscuros. Sabemos que viene al mundo en Tokio el 14 de enero de 1925. Su primera infancia transcurre bajo la atenta mirada de su abuela Natsuko, una enigmática mujer que, al tiempo que le priva de la compañía materna y le prohibe jugar con los otros niños, le descubre un mundo de grullas de papel y acuarelas, de amigas cuidadosamente escogidas y, sobre todo, de libros. Natsuko, una entusiasta de la obra de Kōyō Ozaki, logra que su nieto domine el arte de la escritura apenas cumplidos los cinco años. Por desgracia, la salud del pequeño Kimitake Hiraoka –verdadero nombre del escritor–, quebradiza en extremo, claudica ante una grave enfermedad que a punto está de acabar con su vida. Mishima ingresa en 1931 en la Escuela de Nobles (Gakushuin) donde no destacará hasta alcanzar el ciclo medio, época en la que ya disfruta de la compañía de su madre. Admirado por compañeros de cursos superiores, el pequeño genio pronto colabora en la revista de la escuela. En 1939 fallece su abuela. Ese mismo año deja inconclusa su primera novela, Mansión. Poco tiempo después, fascinado por nuevas constelaciones, acude a Ryuko Kawaji, quien le enseña los secretos de la poesía mientras algunos profesores de la Gakushuin apoyan su carrera literaria. Son tiempos de guerra y el joven Mishima conoce la pasión de los Roman-ha de Yojuro Yasuda. Su acendrado patriotismo está a punto de verse recompensado en el combate, pero un médico le declara inútil para el servicio y se truncan sus posibilidades de morir con alguna escuadrilla kamikaze. Ya se ha graduado en la Gakushuin y estudia leyes en Tokio. Sus inquietudes siguen orientándole hacia el mundo de las letras. Yasunari Kawabata descubre su talento y Mishima logra publicar sus primeras páginas, aunque sin obtener el éxito deseado. Mientras trabaja en el Ministerio de Hacienda, sueña con alcanzar el paraíso pagano, a imagen un Wilde o un Radiguet, seducido como estaba por el trágico final de ambos. En julio de 1949 se publica Confesiones de una máscara, obra iniciada por Mishima en noviembre del año anterior y que el propio escritor define, durante una entrevista con el crítico Takeo Okuno, como “una confesión sincera, sin ninguna ficción”. Confesiones de una máscara viene a ser una autobiografía apasionada y catártica, en la que se descubren las esencias ocultas del joven autor: el sadismo, la homosexualidad... Asimismo, delata una fuerte influencia de una obra de Osamu Dazai editada un año atrás, Ya no humano, la novela-confesión de un hombre frustrado que orienta sus pasos hacia el nihilismo en el Japón de la posguerra. Dazai (1909-1948) y Mishima parecen hijos de un mismo y terrible avatar. Ambos se mostraban descontentos con la democracia impuesta por los americanos tras la derrota, con un Emperador que había dejado de ser el descendiente de la diosa Amaterasu para transformarse en un simple mortal. En esto, curiosamente, chocaban con la mayoría del pueblo japonés, encantado con el nuevo régimen de libertad y creciente bienestar del que ahora disfrutaban. De igual modo, ambos trataron en su obra el declinar del viejo orden: Dazai desde su izquierdismo militante, Mishima desde su heterodoxia, ya teñida de imperialismo. Ambos eligieron, en suma, la misma estética de la autodestrucción, si bien Dazai prefirió el alcohol y las drogas a la férrea disciplina practicada por su admirador. En todo caso, el suicidio de Osamu Dazai, luego de cuatro intentos frustrados, influyó decisivamente en el ánimo de Mishima, el único con los arrestos suficientes para criticar el estilo del reverenciado autor de obras como Tsugaru o Los cien paisajes del monte Fuji cuando éste se encontraba completamente alcoholizado. Cuentan los testigos que el joven Mishima miró gravemente a los ojos del maestro para decirle: “Señor Dazai, a mí no me gusta su literatura”. Quizá en ese instante Mishima no fue del todo sincero, pero su reacción es comprensible, sobre todo si se tiene en cuenta que el lamentable estado del maestro Osamu le repelió sobremanera. Tanto es así que a partir de entonces se mostró cada vez más resuelto en la idea de alcanzar la sublimidad estética a través del sacrificio honorable.



Mishima concluye en 1950 Sed de amor. El elogio de la crítica es generalizado. Un año más tarde, publica Colores prohibidos e inicia el que será su primer viaje a Occidente gracias al apoyo del diario Asahi Shimbun. A su regreso, Mishima es un hombre nuevo, inquieto por alcanzar el éxito literario, pero también por cultivar su físico y mostrarlo como una obra de arte más. De ahí en adelante, frecuenta los gimnasios y practica el culturismo con auténtica devoción. Escribe El pabellón de oro cuando ya sus obras conocen varias traducciones. Por la misma época, sus lazos con el teatro se estrechan, y no ceja en su empeño de revitalizar el clásico Nō. Fruto de su matrimonio con Yoko Sugiyama, nace su primera hija, NorikoMishima inicia por esta época un disciplinado entrenamiento en el arte del kendo, la esgrima japonesa. En la sociedad japonesa, se inicia un periodo de conflictos y revueltas que produce en Mishima reacciones de particular agudeza: a obras como Después del banquete siguen otras como Patriotismo, la estremecedora narración de los últimos momentos del teniente Shinji Takeyama, muerto según el ritual del seppuku en presencia de su esposa Reiko. Por donde quiera que vaya, la polémica acompaña al escritor, tanto por su heterodoxia política, siempre incomprendida, como por su exhibicionismo provocador. Escribe sus artículos en la revista Hihyō a lo largo del año 1965. Es precisamente uno de los colaboradores habituales de la publicación, el extraño Rintarō Nichinuma, quien señala a Mishima un camino ya intuido por él: “Muérase –le dice–. Su literatura debe alcanzar la perfección absoluta mediante el suicidio”. Mishima conoce su candidatura al premio Nobel cuando prepara el primer volumen de la tetralogía El mar de la fertilidad. Son momentos de renovada inquietud política para el escritor; sus amigos Seiji Tsutsumi y Kôshiro Izawa llegan a escucharle que planea presentarse a las elecciones. Hastiado de los círculos literarios en Japón, decide viajar a la India en compañía de su mujer. En una tierra de maestros del misticismo y de terribles injusticias sociales, Mishima prefiere la compañía de los militares hindúes de alta graduación, interesado por conocer los secretos de la organización castrense. A Mishima le aguardan en Tokio los jóvenes y desquiciados guerreros que integran su ejército particular, la Sociedad del Escudo. Ni que decir tiene que los escritores más sensatos observan a esta organización radical con desdén e incomodidad. Comienza el año 1968, y Mishima se enfrasca en la lectura de textos clásicos del Confucianismo como Nihon Yōmeigaku No Tetugaku, del filósofo Tetsujiro Inoue. Apenas un año más tarde dirá a Izawa: “Ya no quiero el premio Nobel y tampoco necesito puesto honorario alguno. No es época de desear cosas así”. Defiende en un simposio organizado por la Nihon Bunka Kaigi la ponencia titulada Ciudadano y sociedad: Ilusión de una nación sin poder. La tesis alrededor de la que articula su discurso propone una sociedad en la que la iniciativa individual esté garantizada. Según Mishima, cuando los poderes materiales alcanzan la psicología profunda de los individuos, todo el sistema se escora hacia el desastre. Como ejemplo de fracaso en este sentido el escritor propone los Estados Unidos, aunque bien sabe que su propio país camina en una dirección similar. El 6 de marzo de 1970, envía una carta demencial a Fusao Hayashi en la que dice: “Con esta paz me parece que Japón comienza a dormirse. Si el país, tal como imagino, descuida lo esencial y se torna un Japón enmascarado, la fisonomía del verdadero Japón se olvidará. Esto es algo que me duele en lo más hondo”. ¿Acaso Mishima cree que una actitud belicosa es la única forma de expresar la esencia japonesa? Algo de ello hay en su pensamiento, sin duda, aunque sus conciudadanos no estén por la labor. Desde hace unos meses, ha unido su destino al de su obra magna, El mar de la fertilidad. La última entrega llegará a la editorial el mismo día de su muerte. Impulsado por vientos de otra era, Mishima ultima junto a algunos miembros de la Sociedad del Escudo los preparativos del que será su drama final. En la mañana del 25 de noviembre, el maestro y tres de sus discípulos –entre ellos Masakatsu Morita, el amante de Mishima– entran en el despacho del general de las Fuerzas de Defensa, Mashita. Inmovilizan al militar y exigen que Mishima sea escuchado. Desde el parapeto del cuartel, observado por una multitud de curiosos asombrados, el escritor comienza un delirante discurso que será silenciado por los constantes insultos de los soldados de la guarnición. Oídos por los japoneses del momento –tan moderados como conservadores– las palabras de Mishima suenan a proclama destemplada: habla de heroísmo exaltado, de lealtad al Emperador y de orgullo nacional. Finalmente, las burlas del público hacen mella en su ánimo. Es entonces cuando el escritor decide poner fin a la estremecedora representación mostrando la sinceridad de su espada. Hunde el filo en su vientre, pero la muerte tarda demasiado en llegar. En el éxtasis del dolor, su cabeza se desprende gracias al oportuno tajo que le propina uno de sus asistentes.



¿El último samurai? Mishima ha sido tachado, antes y después de su muerte, de fanático ultraderechista. Desde el punto de vista político, su postura inquieta mucho a los liberales japoneses, y también disgusta profundamente a la derecha moderada. En todo caso, la auténtica fuente de inspiración ideológica de Mishima no es el fascismo italiano, como tampoco lo es el nacionalsocialismo –pese a sus simpatías por alguna sociedad germanófila durante su juventud– o el neoimperialismo asumido por algunos japoneses desde la posguerra. Muy al contrario, las ideas que iluminan el pensamiento de Mishima proceden de un tiempo anterior a la llegada de los occidentales, cuando la clase guerrera nipona aún seguía el dictado de Confucio: “Conocer aquello que es justo y no hacerlo demuestra la falta de valor”. Hijos de una educación espartana, aquellos samurais seguían los preceptos del Bushido, el código caballeresco vigente en las islas hasta el periodo de apertura a Occidente. En el combate, los caballeros no sólo medían su valentía con el acero; también tenían oportunidad de mostrar su talla espiritual y aun intelectual. Así ocurrió, por ejemplo, en la batalla del río Koromo, a fines de siglo XI. Sadato, jefe del Ejército del Este, huía acosado por Yoshile, general enemigo, cuando éste le advirtió del deshonor en que estaba cayendo. Recitó Yoshile un verso y Sadato, volviendo grupas su caballo, le respondió con otro aún más hermoso. Después de esto, Yoshile, emocionado por el temple de su contrincante, dejó partir a Sadato. Hermoso, ¿no es cierto? Por supuesto, este tipo de planteamientos se mueven en el campo del imaginario colectivo. Dicho de otro modo: es como si un escritor occidental creyera en las bondades del código caballeresco que reflejan las novelas del Ciclo Artúrico. Pese a las desigualdades sociales y a la pobreza generalizada, este espíritu se mantuvo vivo en la fantasía de Japón hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial gracias al Hagakure, una obra debida a quien fuera asistente de Nabeshima Mitsushigue hasta 1700, el maestro Yōchō Yamamoto (1659-1719). Era el jefe de los Nabeshima nieto del gran samurai Naoshigue, héroe de la batalla de Sekigahara y fundador del clan. Muerto Mitsushigue, quiso Yamamoto seguir su señor en el último viaje, pero le fue negado el privilegio del seppuku, y por ello resolvió hacerse monje. Y fue precisamente en su retiro de Kurotshi Baru donde un pupilo, Tashiro Tsuramoto, recogió sus palabras a lo largo de siete años hasta completar el Hagakure, el breviario de ética samurai que siglos después guiaría la vida de Yukio Mishima. De toda su obra, tres son los textos que nacen con una mayor influencia de las enseñanzas del Hagakure. A saber: Colores Prohibidos (1951), Las vacaciones del novelista (1955) y Sobre el Hagakure (1967). Pero si en el grueso de su obra esta contribución se revela sólo tangencialmente, en la vida de Mishima la inspiración del Hagakure es una constante casi obsesiva… como bien puede desprenderse sus palabras: “El shogun Teika Fujiwara dice que el verdadero camino de la poesía supone cuidarse a uno mismo. Con otras palabras: el auténtico sentido del arte es la vida misma”. El escritor confesó por vez primera en público su devoción por el texto de Yamamoto en Las vacaciones del novelista, un artículo vehemente, deudor de aquellos apasionantes comentarios sobre el Bushido que en 1900 escribió Inazo Nitobe. “Comencé a leer el Hagakure –dice Nitobe– durante la guerra, y todavía hoy lo leo de cuando en cuando. Es un libro extraño de una moralidad sin par; su ironía no es la deliberada ironía de un cínico sino una ironía que surge naturalmente de la diferencia entre el conocimiento de la propia conducta y la decisión a tomar”. En Sobre el Hagakure Mishima defiende la idea de sobresalir en la pluma y la espada. El escritor sospecha que en toda obra literaria “se oculta siempre un punto de cobardía”, por lo que resuelve experimentar en la realidad todo lo que hasta entonces sólo se ha atrevido a plasmar en sus obras. “El mundo espontáneo y hermoso del Hagakure –dirá– siempre remueve la ciénaga literaria”. Hasta el último día de su vida, Mishima tendrá siempre presente la regla sagrada, feroz y ciega del código de Yamamoto: “Cuando hay que decidir entre una opción de vida y una opción de muerte, debemos escoger siempre la muerte”.



Mishima en la gran pantalla En Kioto el turista tiene una parada obligada: el templo dorado o Kinkakuji, donde los occidentales nos fotografiamos con feliz dedicación. Muchos de sus visitantes desconocen que la edificación tuvo que ser reconstruida después de que le prendiese fuego un desequilibrado. El incidente, aparte de una tragedia para el patrimonio nacional, sirvió para que el cine y la literatura reflexionasen sobre los motivos del pirómano. El bonzo culpable de quemar el templo se llamaba Mizoguchi, y hoy lo recordamos interpretado por el actor Raizo Ichikawa en el largometraje El pabellón de oro (Enjo, 1958), de Kon Ichikawa. En este film, el bondadoso prior del monasterio de Rokuonji (Ganjiro Nakamura) acoge al acomplejado Mizoguchi en el seno de su orden, pero éste acaba desarrollando una morbosa obsesión por el Kinkakuji, el pabellón dorado, obra clásica del periodo Muromachi. Mishima, autor de la novela homónima en que se basa el film, pone en boca del joven unas palabras que éste dice para sí mientras, cumpliendo con sus tareas de novicio, barre el jardín: “Tu belleza se sostiene por un hilo que no consigo ver, que presiento, pero que se me escapa todavía. Más aún que aquel cuya imagen yo guardo siempre en mí, es el verdadero Pabellón de Oro el que te suplico me descubras en toda su belleza. Si es cierto que no hay nada sobre la tierra que pueda comparársete, dime por qué tú eres tan bello, por qué tú no puedes hacer otra cosa que serlo”. Resuelto a ejecutar un acto que subvierta ese mundo que gira alrededor de la extraordinaria belleza del santuario, Mizoguchi decide incendiar el pabellón: “Si el Pabellón de Oro arde... Sí, si él arde, ¡qué cambio en el universo de estos pobres tipos! ¡Lo de arriba abajo, revuelta la regla de oro de sus existencia! ¡Inoperantes sus leyes!”.



Lo que me interesa en este punto es comprender cómo un espacio realizado en 1394 puede conservar su significado de origen vigente en el siglo XX. Para empezar, disponemos del heterodoxo tradicionalismo mantenido por Mishima, reflejado en la novela y en el argumento del film inspirado en ésta. Quede claro que el caso de Mishima se le escapa al público occidental no especializado, y éste acaba teniendo la impresión de que todo Japón opinaba como él. Sobre este particular, Mishima escribía lo siguiente: “Los japoneses siempre han sido un pueblo con una severa consciencia de la muerte bajo la superficie de sus vidas cotidianas. Mas el concepto japonés de la muerte es puro y claro, y en ese sentido es diferente de la muerte como algo repugnante y terrible tal como es percibida por los occidentales. El dios de la muerte de la Europa medieval (el Padre Tiempo), sosteniendo una larga guadaña, jamás ha existido en la imaginación japonesa. (...) La muerte para Jôchô (Yamamoto) tiene el brillo infrecuente, claro y fresco del cielo azul entre las nubes”. Menos radical que el literato nipón a la hora de valorar el supuesto criterio japonés sobre la muerte, Peter Payne, circunscribiéndose al ámbito de las artes marciales, reconoce que en la tradición budista, las prácticas preparatorias, que consisten en recordar la existencia de la muerte, están consideradas como las grandes motivaciones que uno encuentra en el camino; de aquí que resulten esenciales. Tomar conciencia de la realidad y la inevitabilidad de la propia muerte puede ser una fantástica fuente de energía y puede hacer aflorar insospechados niveles de motivación que conduzcan a un cambio radical. Por esta vía, llegamos a la justificación estética que Mishima esgrime a la hora de suicidarse de forma ritual. En cuanto a la percepción actual del rito suicida por parte de los japoneses modernos, conviene subrayar que resulta casi coincidente con la que nosotros podamos tener de los duelos de honor o las ordalías. Con todas las connotaciones que quieran traerse a colación, el seppuku es una solemne antigüedad. Asociarlo con magnitudes como el actual índice de suicidios es una frivolidad inconsistente. El verdadero seppuku –el que retrata el cine de época– desapareció con la casta de los samurais y, todo lo más, con la Segunda Guerra Mundial. Los espectadores japoneses lo contemplan como algo peculiar de su pasado, comprensible pero tan lejano en el tiempo como el resto de la iconografía que aparece en los films de guarropía. No obstante, ya hemos visto que el 25 de noviembre de 1970 ese modelo ritual era puesto nuevamente de actualidad por Mishima. Es evidente el desequilibrio psicológico y sentimental que lo afectaba, reflejado en un film que él mismo dirigió y guionizó, El rito del amor y de la muerte (Yūkoku, 1965), adaptación de su relato Patriotismo, publicado por vez primera en Japón en enero de 1961.


Dicha película dramatiza la visión que Mishima tenía del seppuku, una inmolación que el literato se encargó de resaltar con gran economía de recursos escenográficos –el decorado es prácticamente un escenario de teatro noh–. A los compases del Liebestod, de Tristán e Isolda, la banda sonora recalca un altisonante romanticismo que formaba parte del mundo interior de su creador. El rito del amor y de la muerte se rodó los días 15 y 16 de abril de 1965, presentándose en la Filmoteca de París en septiembre de 1965. El estreno en Japón, celebrado durante el Festival de Cine de Tours, en enero de 1966, soliviantó a no pocos espectadores, dada la crudeza extrema de sus imágenes. El tema central del film tiene como referente histórico el fallido golpe de estado que tuvo lugar el 26 de febrero de 1936. Tres días después, el Emperador ha optado por desentenderse de los sublevados, pese a que estos proponen un ideario imperalista y coherente con el orden del Viejo Japón. Todos ellos serán tratados como simples amotinados. El texto del relato original, puesto casi literalmente en imágenes por Mishima, nos dice que “el teniente Shinji Takeyama, del Batallón de Transportes, profundamente perturbado al saber que sus colegas más cercanos estaban en connivencia con los amotinados, e indignado ante la inminente perspectiva del ataque de tropas imperiales contra tropas imperiales, tomó su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las entrañas (...) Su esposa, Reiko, lo siguió clavándose un puñal hasta morir. La nota de despedida del teniente consistía en una sola frase: ‘¡Vivan las Fuerzas Imperiales!’. La de su esposa, luego de implorar el perdón de sus padres por precederlos en el camino a la tumba, concluía: ‘Ha llegado el día para la mujer de un soldado’. Los últimos momentos de esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses”. Claro está que el film y el relato anticipan esa decisión que Mishima tomaría en un sentido semejante al de la pareja protagonista…, al menos en apariencia. Aunque pocos le hicieron caso, alegó el escritor que su muerte era un aldabonazo para despertar a su patria de un letargo que iba alejándola de sus verdaderas esencias. Cabe resaltar en estas líneas el elogio que en su película hizo Mishima del rito del seppuku, pero es más difícil argumentar que en su caso el suicidio fuera exclusivamente un acto de afirmación nacionalista.



John Nathan, que trató durante años al escritor, se plantea las mismas dudas: “A pesar de la larga tradición de seppuku con que cuenta Japón, los japoneses apenas sí estaban en mejores condiciones que nosotros los occidentales para comprender lo que Mishima había hecho consigo mismo: todos los que le conocían, japoneses y occidentales por igual, se sentían obligados a buscar una explicación, precisamente porque era tan imposible imaginar lo que Mishima tenía que haber estado pensando mientras se clavaba el acero en el costado. Los que eran capaces de creer que había obrado simplemente por entusiasmo patriótico, tenían ya una explicación hecha a la medida: hay una larga y sangrienta tradición de héroes mártires en la causa imperial. Otros hablaban de una enfermedad mortal, de que su talento estaba agotado o, simplemente, de locura. Pocos, sorprendentemente pocos, decían en voz baja que Mishima era un masoquista, que podría haber encontrado placer en el dolor”. Nathan tiene mucha razón, pero permítanme que regrese al film dirigido por el novelista. Mishima privilegia en su película al protagonista masculino, convertido en una especie de samurai de uniforme que sabe cumplir diligentemente con las reglas del honor. Todo en él es de una enorme pureza y su acto desafía la comprensión del espectador con una lógica trágica y, a la par, incontestable. Evidentemente, Takeyama quedará convertido en un cliché, intercambiable con otros samurais cinematográficos en idéntica disposición suicida. Pero surge entonces la pregunta de hasta dónde llega la ficción cinematográfica y dónde comienza el ejercicio exhibicionista. Mishima es también el actor que da vida al teniente, cumpliendo así un sueño y, en mi opinión, fijando en el celuloide la misma tragedia que él estaba dispuesto a protagonizar en la realidad. ¿Es, pues, una tentativa de sinceridad en medio de la ficción cinematográfica? Esa sinceridad probablemente era el mayor anhelo de Mishima. Cumplir en la realidad sus fantasías. Hacer de ellas una verdad constatable por el público. Y el seppuku era la metáfora perfecta, puesto que es un rito cuyo cumplimiento concluye con la más dolorosa aniquilación. Como apunta el doctor Vallejo-Nágera, “sinceridad es precisamente la palabra escrita en el kakemono caligráfico que está detrás de Mishima en El rito del amor y de la muerte, y en una entrevista con la prensa internacional de Tokio poco antes de su suicidio, preguntado por el seppuku, explica que su finalidad es precisamente mostrar la sinceridad. Añade: es el modo más doloroso de morir (...) Esta forma de suicidio es una invención japonesa. Los extranjeros no pueden copiarla”.


Una filosofía masoquista Mishima aplica los contenidos del Hagakure a la realidad de su tiempo; comenta, critica, aconseja... Por cada paso errado de la juventud –pendiente de modas y ritmos que él aún considera extranjeros–, el arcaico Mishima propone una máxima, una referencia épica que sirva de aviso para evitar el desastre. Maestro de armas y sueños, Mishima insiste en un retorno al antiguo Imperio, pero no se refiere ya al humillado Mikado de Hiro Hito, sino al de las viejas dinastías: aquel que fortalecieron personajes tan fundamentales en la historia del Japón como Oda Nobunaga. A su modo, es como si un francés reivindicase a Carlomagno. Tras haber velado armas junto a un puñado de fieles de la Sociedad del Escudo, el escritor medita sobre los contenidos del breviario, conocedor del tormentoso devenir que le sugiere. Mishima distingue tres filosofías diferentes en el Hagakure: 1) Filosofía del acto: La consecuencia última del acto es la muerte. 2) Filosofía del amor: En el espíritu profundo japonés amor y muerte están en una misma línea. El amor más sublime es el profesado al Emperador. 3) Filosofía viva: La honradez absoluta es el patró de toda conducta. “Para el hombre de acción –señala Mishima–, la vida se presenta frecuentemente como un círculo que ha de ser completado añadiendo un último punto. A cada momento, él continúa descartando tales círculos, incompletos por la asusencia del punto, y prosigue su camino, encarando una sucesión de círculos semejantes”. Quizá buscaban este último punto muchos de aquellos desgraciados kamikazes que volaron hacia una muerte segura cuando la guerra ya estaba perdida. ¿Se sintió frustrado Mishima por haber cambiado la gloria en el combate por una acomodada vida como novelista? Esta es su repuesta: “La vida de un artista o filósofo se muestra como una acumulación de círculos concéntricos progresivamente ensanchados. Pero cuando la muerte llega finalmente, ¿quién habrá alcanzado un mayor grado de realización? ¿El hombre de acción o el artista? Yo pensaría que una muerte que en un instante completa el mundo personal con el añadido de un solo punto proporcionaría, con mucho, un más intenso sentimiento de realización”. En la muerte, como en la vida, el guerrero pretende alcanzar la permanencia a través del cumplimiento de determinados propósitos.

Mishima ha sido afortunado en el mundo de las letras, ha sabido burlar los convencionalismos y los prejuicios de una sociedad que él sabe extraviada, y ha firmado con sangre el epílogo de una vida intensa, síntesis de inefables contrastes.


Obras de Yukio Mishima publicadas en español Confesiones de una máscara (仮面の告白Kamen no kokohaku, 1948). Sed de amor (愛の渇きAi no Kawaki, 1950). Colores prohibidos (禁色Kinjiki, 1954). El rumor del oleaje (潮騒Shiosai, 1956). El pabellón de oro (金閣寺Kinkakuji, 1956). Después del banquete (宴のあとUtage no ato, 1960). El marino que perdió la gracia del mar (午後の曳航Gogo no eiko, 1963). Madame de Sade (サド侯爵夫人, 1965). El mar de la fertilidad (豊饒の海Hojo no umi, 1964-1970). Tetralogía compuesta por los títulos siguientes: Nieve de primavera (春の雪Haru no yuki). Caballos desbocados (奔馬Honba). El templo del alba (暁の寺Akatsuki no tera). La corrupción de un ángel (天人五衰Tennin gosui).

 Bibliografía empleada HASEGAWA, Izumi y TAKEDA, Katsuhiko: Mishima Yukio Jiten (Diccionario de Yukio Mishima), Meijishoin Tokio, 1976. KOSAKABE, Motohide: Mishima Yukio To Hagakure (Yukio Mishima y el Hagakure), en Hihyo To Kenkyu Mishima Yukio (Yukio Mishima: Crítica e investigación), Hougashoten, Tokio, 1974. MIYOSHI, Yukio: Mishima Yukio Hikkei (Lo esencial de Yukio Mishima), en Bessatsu Kokubungaku (Suplemento Literario nº 19), Gakutôsha, Tokio, 1983. MORI, Yasuko (ed.): Kindainihon Bungei Kanshô Jiten (Diccionario de Literatura Contemporánea Japonesa), Gyôsei, Tokio. NATHAN, John: Mishima. Biografía, Seix Barral, Barcelona, 1985. NOGUCHI, Takehiko: Mishima Yukio Jiten (Diccionario de Yukio Mishima), en Bessatsu Kokubungaku (Suplemento Literario nº 19"), Gakutôsha, Tokio, 1983. SCOTT STOKES, Henry: Vida y muerte de Yukio Mishima. Muchnik Editores. Barcelona, 1985.