Los regeneracionistas en la crisis de Europa

Los regeneracionistas en la crisis de Europa

Hoy mismo, cuando nos enfrentamos a una crisis que solo puede entenderse en su magnitud si se la relaciona con las lesiones que ha provocado en nuestra conciencia nacional, vuelven a aparecer, en tertulias, tribunas y conferencias, quienes advierten contra los presuntos desvaríos del regeneracionismo. Desde la confortable butaca académica del pragmatismo se atreven a despreciar el elogio que en estos días de reiterada desesperanza colectiva hacemos algunos de aquel grupo de españoles que se planteó el problema de España, precisamente para buscar solucionar aquellos problemas concretos que había de abordar nuestra nación.

Sobre los hombres del 98, sobre la leal rectificación realizada por los del 14, caen las acusaciones de esteticismo inmoral, de vaguedad en las propuestas y exageración en los análisis, de impaciencia en la estrategia y confusión en los objetivos. En las palabras de estos modernos normalizadores, nuestros patriotas de aquella España en crisis aparecen como personajes excéntricos y airados, peregrinos en el desierto de su propia ensoñación lírica, hablando a solas con el espejismo de un país imaginario. La prosa de los censores del regeneracionismo, amortajada en la temperatura ambiental de un informe forense, quiere presentarse ahora como el tono que corresponde a la sensatez, a la racionalidad, a la repulsa de una carga emocional que desbarató nuestro esfuerzo por integrarnos en la Europa liberal, parlamentaria, moderna y moderada.

Egoísmo narcisista

Al 98 se le impone el precario estado de la alucinación estética y la ridícula exhibición del egoísmo narcisista. A Costa se le atribuye un desequilibrio emocional que le ciega la visión de las verdaderas bases del progreso.

A Ortega se le reprocha un permanente estado de exageración analítica y Azaña es propuesto como modelo de la impotencia radical del sectarismo. Y todo se hace aludiendo al buen sentido, en el sagrado nombre de la moderación y, claro está, en beneficio de ese secular recelo que España ha sentido por los intelectuales.

Fruto de esa actitud es la deformada imagen que quiere ofrecérsenos de aquellos formidables pensadores, de aquella meditación colectiva y diversa con la que nuestra nación pretendió enfrentarse a su destino. Y, en esta serie que trata de seguir precisamente la línea que une la inquietud regeneracionista con las mejores esperanzas de una recuperación de nuestra conciencia nacional, en los años de la transición política, no podía quedar en silencio la reivindicación de quienes ahora algunos presentan como seres incongruentes con su tiempo, dañinos para el futuro y, en buena medida, responsables de la catástrofe de 1936.

En esta plenitud del primer bienio republicano que estamos examinando, ha podido verse de qué modo se pulsaban las advertencias lanzadas por quienes se habían formado en los recintos apasionados y rigurosos de la crisis de la Restauración

En 1932 han hablado los hombres de todas las tendencias del republicanismo radical, la izquierda republicana, el catolicismo social, el regionalismo catalán, el liberalismo moderado, el sindicalismo independiente, el socialismo reformista, el tradicionalismo actualizado. De sus palabras nos conmueve la sensata y nada ingenua confianza en la necesidad de regenerar y modernizar España. Su abierto afán de construir una nación justa, consciente, libre, capaz de integrar su cultura singular en el ámbito en peligro de la civilización occidental. Indigencia ideológica

Estas voces nos permiten descubrir de nuevo el paisaje cálido de España, forjador de una literatura espléndida que era mucho más que entretenimiento formal. Estas palabras nos ofrecen una voluntad conmovedora de hacer España desde las ruinas procaces de su propia indigencia ideológica, de su pérdida de fe en el destino de una nación. Los hombres del 98 hablaron con solemnidad porque se dirigían a un país que había caído en el desprecio de su propia historia. Los hombres como Ortega hablaron con vehemencia porque interpelaban a una sociedad que se resistía a entablar el diálogo con la cultura moderna.

Los hombres como Azaña, como Lerroux, como Herrera o como Cambó desearon dar soluciones políticas a una España en la que la convivencia debía ser el fruto de un inmenso trabajo de democratización, de tolerancia y de organización cívica de nuestro país. Sus errores individuales, las sombras de sus trayectorias, no ensucian el cuadro de conjunto que nos ofrece aquella España que trataba de incorporarse sobre sí misma, sobre su propia hechura histórica, sobre su ingente riqueza cultural. Una España que intentaba salir de su conciencia abatida con una ilusión que nada tenía de tramposa imaginería.

No fueron excéntricos

¿Cómo puede decirse que estos hombres eran unos seres excéntricos en comparación con el pensamiento moderno, cuando todo el continente estaba entregándose al totalitarismo y no tardaría en enfilar el rumbo atroz de una guerra que le costó a la civilización europea su posición dominante en el mundo? En 1932, cuando la República empezaba a mostrar los conflictos que aún estaban a tiempo de ser solucionados, resonaba la propuesta de una España que quiso ser contemplada como empresa, como destino a cumplir, como herencia a consagrar en una fiel embestida contra el futuro.

Unamuno reclamaba el respeto al idioma; Ortega exigía la permanencia de la soberanía nacional; Maeztu entonaba un hermoso himno a la Hispanidad como catálogo espiritual de la derecha española; Marañón defendía la posibilidad de un liberalismo español; Herrera elaboraba el proyecto del catolicismo social y popular; Prieto definía los límites del socialismo reformista; Cambó asignaba al regionalismo su función de engrandecer la idea de España; Pestaña trataba de poner las bases de un sindicalismo obrero independiente.

Estos fueron, diversos y demasiadas veces enfrentados, los objetivos de unos hombres nacidos en el gran giro intelectual que nos proporcionó el regeneracionismo. Fueron congruentes con una defensa de Europa que los propios europeos se encargaron de echar por la borda en dos guerras mundiales y al servicio de dos ideologías totalitarias. Fueron una avanzadilla que nadie, ni siquiera la elegancia expositiva de algunos académicos actuales, podrá colocar en una vergonzosa retaguardia, en una anacrónica melancolía.