El dinero y el mito del trueque
Ese es el mito que aprende cada estudiante de economía, que el dinero crece a partir del trueque.
La idea es que el intercambio monetario resuelve el problema de la
doble coincidencia de deseos, que una persona que está interesada en
comerciar tiene que encontrar a alguien que quiere lo que él tiene y que
tiene lo que él quiere. El dinero hace el comercio mucho más fácil, o
eso cuentan, y por lo tanto se convierte en un ejemplo notable tanto del
ingenio humano como del progreso económico.
El hecho es que, como explica Ilana E.
Strauss, la historia es falsa. Los seres humanos no inventaron el dinero
para resolver las dificultades del trueque. El trueque resulta ser un
mito histórico.
Varios antropólogos han señalado que
esta economía de trueque nunca ha sido presenciada por los
investigadores que han viajado a las partes no desarrolladas del mundo.
“No hay ejemplo de una economía de trueque, pura y simple, nunca se ha
descrito, por no hablar de la aparición desde la misma del dinero”,
escribió la profesora de antropología de Cambridge, Caroline Humphrey,
en un trabajo de 1985. “Todo la etnografía disponible sugiere que no ha
habido nunca una cosa así”.
Humphrey no está sola. Otros académicos,
entre ellos el sociólogo francés Marcel Mauss, y el economista político
de Cambridge, Geoffrey Ingham, han sostenido durante mucho tiempo
argumentos similares.
Cuando apareció el trueque, no era como
parte de una economía puramente de trueque, y el dinero no salió de eso,
sino que más bien eso surgió del dinero. Después de la caída de Roma,
por ejemplo, los europeos utilizaban el trueque como un sustituto de la
moneda romana que el pueblo se había acostumbrado a usar. “En la mayoría
de los casos que conocemos, [el trueque] se lleva a cabo entre las
personas que están familiarizados con el uso del dinero, pero que, por
una razón u otra, no tienen una gran cantidad alrededor”, explica David
Graeber, profesor de antropología de la Escuela de Economía de Londres.
Un buen ejemplo es el tipo de cambio descrito por Fibonacci en su Liber Abbaci.
Dedicó el noveno capítulo al “trueque de mercancías y cosas similares”.
Pero no era un trueque pre-monetario. En su lugar, como explica Randy
K. Schwartz,
“Un trueque a menudo se registraba
como tal en un libro de registro o cuentas, como si las monedas reales
hubieran sido intercambiadas, cuando en realidad no había monedas
involucradas.
Debido a que las monedas eran
todavía escasas, la costumbre generalizada entre los comerciantes era
fijar el precio de permuta de un bien “marcando” el precio en efectivo
en un determinado porcentaje. Los dos trocadores tenían que ponerse de
acuerdo sobre la tasa marcada antes de tiempo, o de lo contrario uno se
sentiría engañado”.
En otras palabras, este era el
intercambio que tenía el dinero como unidad de cuenta, pero que, debido a
que las monedas eran escasas, tomó la forma de intercambio directo de
bienes, digamos, lana por paños.
Y hay muchos otros ejemplos en el
registro histórico y antropológico de formas de intercambio que
excluyeron el dinero – la centralización y redistribución, los dones, el
potlatch, el comercio en los bordes de y entre las sociedades no
monetarias, y así sucesivamente. Pero no había ninguna economía de
trueque original, que luego fue superada por el uso del dinero.
Eso es un mito que comenzó con Adam Smith:
“Pero cuando la división del trabajo
empezó a tomar lugar, este poder de intercambio debió frecuentemente
sufrir tropiezos y atascos. Supongamos que un hombre tiene de una cierta
mercancía de sobra, y otro dispones de menos de lo que necesita. El
primero estaría encantado pues, de disponer de lo que le sobra, y el
segundo de adquirirlo. Pero si el segundo no dispone de alguna mercancía
en exceso que el primero necesite, ningún intercambio puede ser
realizado entre los dos. El carnicero tiene en su tienda más carne de la
que él puede consumir, y el cervecero y el panadero estarían deseosos
de poder adquirir una parte de ella. Pero ellos no tienen nada más que
ofrecerle al carnicero que los excedentes de su propia producción. Pero
si ellos no tienen nada que ofrecer a cambio que las producciones de sus
propios negocios, y el carnicero está ya provisto de la cerveza y el
pan que necesita, no se podrá concretar ningún intercambio. Él no podrá
ser su proveedor ni ellos sus clientes, y ninguno de los tres podrá
prestar ningún servicio al otro. En este caso, no se podrá realizar
entre ellos ningún intercambio. Él no puede ser comerciante, ni ellos
sus clientes. Los tres serían poco útiles entre ellos. Para evitar los
inconvenientes de situaciones similares, cualquier hombre prudente, en
cualquier período de la sociedad posterior al primer establecimiento
inicial de la división del trabajo, se ha esforzado en manejar sus
propios asuntos de tal manera que tenga a su disposición, en cualquier
momento, además del peculiar producto de su propia industria, una cierta
cantidad de alguna mercancía que ellos imaginasen que pocas personas
podrían rechazar en intercambio del producto de su propia industria.
Muchas diferentes mercancías
probablemente fueron sucesivamente imaginadas y probadas para este
propósito. Se ha dicho que en las rudas etapas de la sociedad el ganado
fue imaginado y empleado como instrumento de comercio. Y aunque el
ganado ha tenido algún inconveniente, incluso en los tiempos más
primitivos, nos encontramos con cosas que a menudo se valoran en función
del número de cabezas de ganado por las que habían sido intercambiadas.
Dice Homero que la armadura de Diómedes costó sólo nueve bueyes, pero
la de Glauco costó cien. Se dice que la sal es uno de los instrumentos
usuales de comercio en Abisinia; una especie de conchas en algunas
partes de las costas de la India; bacalao seco en Terranova; tabaco en
Virginia; azúcar en algunas partes de nuestras colonias en las Indias
Occidentales; los cueros, curtidos o no, en algunos otros países; y me
dicen que hoy en día hay una aldea en Escocia, donde no es raro que un
trabajador lleve clavos en lugar de dinero en la panadería o en el pub.
Sin embargo, en todos los países y por
razones irresistibles, parece que los hombres por fin han determinado
dar la preferencia, para este uso, a los metales por encima de cualquier
otra mercancía. Los metales no sólo puede ser mantenidos con la más
mínima pérdida que cualquier otra mercancía no perecedera – escasas
mercaderías son menos perecederos que los metales – pero pueden también,
sin ningún tipo de pérdida, ser subdivididos en numerosas partes, al
tiempo que, mediante la fusión, pueden las partes ser reunidas de nuevo,
y esta es la principal cualidad los hace especialmente aptos para ser
instrumentos del comercio y la circulación. El hombre que quiere comprar
sal, por ejemplo, y no tiene otra cosa excepto ganado que ofrecer en
cambio, se ve obligado a comprar sal a cambio por un toro entero o una
oveja entera. Difícilmente podrá comprar menos de esta cantidad, porque
lo que él ofrece a cambio por la sal difícilmente podrá ser subdividido
sin pérdida. Y si él tiene en mente comprar el doble o el triple de sal,
se verá obligado a comprar sal por el valor de dos o tres toros, o dos o
tres ovejas. Si, al contrario, en lugar de ovejas o bueyes, él tuviera
metales para dar a cambio, podría fácilmente ajustar la cantidad exacta
de metal a la cantidad de mercancía que él necesita”.
Es un mito que se sigue enseñando a cientos de miles de estudiantes de economía cada semestre.
Ocupa la misma posición que la historia
de Robinson Crusoe. En ambos casos, se trata de un mito que comienza con
individuos con intereses propios que toman decisiones – comerciar con
dinero o establecer una división del trabajo – que, al mismo tiempo,
serán en beneficio propio y de la sociedad en su conjunto.
Pero, por supuesto, hay muchas cosas que
faltan en estas historias de origen mítico. No hay explotación o
inestabilidad; ninguna deuda, desigualdad de poder o coerción del
Estado; no hay relaciones sociales o arraigo de la economía dentro de
la sociedad.
En su lugar, lo que ofrece la economía
dominante a partir de Smith, y continúan ofreciendo los estudios de hoy
en día, es una historia sobre los míticos -no reales, ni históricos –
orígenes del capitalismo.
Cuanto antes reconozcamos esas historias
como lo que son, antes podremos seguir adelante con el negocio de
imaginar y crear instituciones económicas alternativas.
David Ruccio