Carlos Fraenkel: «Enseñar Platón en Palestina»
Profesor de Filosofía en Oxford, Carlos Fraenkel busca en sus ensayos
acomodar la Historia del pensamiento y sus protagonistas clásicos al
devenir contemporáneo. En «Enseñar Platón en Palestina» ensaya sus
presupuestos en tierra hostil
Carlos Fraenkel decidió convertirse en un filósofo aventurero en un
mundo dividido por los integrismos religiosos. Mientras trabajaba textos
filosóficos árabes y hebreos para su tesis doctoral quiso reforzar sus
conocimientos de árabe con un intercambio lingüístico con estudiantes
egipcios: «Ellos querían salvar mi alma y evitar que ardiera en el
infierno, convirtiéndome al islam. Yo quería salvarles de perder su vida
real por una ilusoria vida eterna, convirtiéndoles a la visión secular
del mundo en que me había criado», recuerda. La partida de los
«convencimientos» acabó en tablas. Ni Fraenkel (Berlín, 1971) se hizo
musulmán ni sus amigos egipcios se volvieron ateos, pero quedaron dos
preguntas en el aire que marcarían la trayectoria de este profesor de
las universidades de Oxford y McGill en Montreal: ¿Puede resultar útil
la filosofía, fuera de los confines de la academia? ¿Y puede ayudar la
filosofía a convertir las tensiones que surgen de la diversidad en
cultura del debate? Para responder a ambas cuestiones, Fraenkel
desarrolló entre 2006 y 2011 cinco talleres filosóficos: en la
universidad palestina de Jerusalén Este, en la universidad islámica en
Indonesia, con los miembros de la comunidad hasídica en Nueva York, con
los alumnos de un instituto afro-brasileño en Salvador de Bahía y en una
comunidad indígena mohawk en Norteamérica. Reunidos en el libro
«Enseñar Platón en Palestina» (Ariel), los debates tienen como
denominador común, según el autor, la búsqueda conjunta de la verdad
revisando creencias que parecen ciertas e inamovibles. En el caso
palestino, Fraenkel afrontó la previsible antítesis entre Occidente e
islam, pero intentó que el debate naciera del propio islam y la variedad
de sus intérpretes: desde pensadores heterodoxos como Abu Bark al-Razi
hasta la ortodoxia de Ibn Taymiya. El primero se refería a Sócrates como
el «imán» de su autobiografía filosófica y el segundo consideraba la
lógica griega una adulteración del islam puro.
¿El ágora ateniense puede resucitar en cualquier rincón?
En el siglo V antes de nuestra era, Sócrates llevó la filosofía a las
calles de Atenas y yo quiero hacer lo mismo en el siglo XXI. Una
filosofía aplicable a a comunidades divididas: desde el conflicto entre
árabes e israelíes en Oriente Medio a las luchas sociales de Brasil y
las secuelas del colonialismo en las tribus indias de la América del
Norte. Sin una mínima base filosófica resulta difícil conversar. La
filosofía ha de estar presente en los programas escolares. La diferencia
con Sócrates es que cuando abordo temas filosóficos intento ser más
cortés con mis interlocutores y no tratarlos de ignorantes como hacía
él. Por eso lo mataron… ¡Yo no quiero acabar así!
Me habla de Sócrates, pero su libro se titula «Enseñar Platón en Palestina».
Lo confieso: Platón suena mejor combinado con Palestina, de ahí el
título, pero mi modelo filosófico es más socrático que platónico. Platón
era un elitista que metía a todo el mundo en su caverna. Yo aspiro a lo
contrario: globalizar el saber. De todas formas, Sócrates no dejó nada
escrito y lo que sabemos de él nos llegó a través de Platón. En
Palestina cautivé a mis alumnos con la lectura y discusión de sus obras,
en especial «La República». Cuando se enteraron del desdén que sentía
Platón por la democracia, se quedaron tan sorprendidos como mis alumnos
de Montreal. Señalaron, con algo de incomodidad, similitudes entre el
gobierno ideal platónico e instituciones teocráticas de Irán, como el
líder supremo, el Consejo de Guardianes y la Asamblea de Expertos.
Harán falta muchas de esas clases para llegar a la paz en Oriente Medio.
Por desgracia parece que Oriente Medio todavía no esté preparado para
salvarse, pero la filosofía aporta argumentos racionales que pueden ser
comprendidos sin tener en cuenta compromisos religiosos o nacionales. El
examen socrático analiza las nociones que dan forma a nuestras vidas...
La filosofía no es «eurocéntrica». Se integró en la cultura de Oriente
Medio antes de que las tribus que dominaban Europa tras la caída del
imperio romano -sajones, francos, godos, lombardos- conocieran la
filosofía griega por las traducciones latinas de textos árabes.
Sus viajes le llevaron de Jerusalén Este, a Indonesia, Brasil, Brooklyn y Canadá. ¿Cómo se acomodaba a cada lugar?
Mis vínculos familiares con Brasil y Alemania, el conocimiento de las lenguas árabe y hebrea, así como sus respectivas tradiciones religiosas me permitieron impartir los seminarios sin necesidad de intérpretes. Sócrates y Platón pertenecen por igual a la cultura occidental y oriental: como ya he dicho, Platón ya se tradujo al árabe en la Edad Media.
Usted postula una cultura del debate y un etnocentrismo crítico. El modelo de democracia occidental no puede aplicarse como una franquicia -el fiasco de Irak así lo demuestra- pero, ¿no cree que al islam le hace falta una reforma religiosa y un Voltaire?
La somalí Hirsi Ali sería esa reencarnación de Voltaire, pero me temo que nadie le escucha… El islam es diverso: en Turquía se impuso el laicismo con Ataturk, aunque ahora Erdogan pretende ganar espacios para la religión. La constitución indonesia habla de monoteísmo y no de islamismo: desde la caída de Suharto, académicos se planten hacer compatibles islam y democracia. Indonesia es un laboratorio donde se tantean fórmulas sobre esa relación. La filosofía puede ayudar
Usted postula una cultura del debate y un etnocentrismo crítico. El modelo de democracia occidental no puede aplicarse como una franquicia -el fiasco de Irak así lo demuestra- pero, ¿no cree que al islam le hace falta una reforma religiosa y un Voltaire?
La somalí Hirsi Ali sería esa reencarnación de Voltaire, pero me temo que nadie le escucha… El islam es diverso: en Turquía se impuso el laicismo con Ataturk, aunque ahora Erdogan pretende ganar espacios para la religión. La constitución indonesia habla de monoteísmo y no de islamismo: desde la caída de Suharto, académicos se planten hacer compatibles islam y democracia. Indonesia es un laboratorio donde se tantean fórmulas sobre esa relación. La filosofía puede ayudar
En Indonesia cambió a Platón por Maimónides...
Impartía las clases en una universidad islámica estatal de Macasar, provincia de Silawesi, a mucha distancia de Yakarta. El 87 por ciento de los indonesios son musulmanes y el 13 por ciento restante, hindúes, cristianos y budistas. Me interesaba establecer una relación entre la «verdad absoluta» que allí encarna el islam y esas minorías religiosas descendientes de las épocas coloniales. Todas comparten un rasgo común: el monoteísmo. Analizadas en la tradición no dejan de ser versiones de una misma religión porque todas tienen un Dios y un Profeta. De ahí mi apuesta por Maimónides.
El malo de «El nombre de la rosa», de Umberto Eco, es un monje que mata a quien lea el tratado sobre la risa de Aristóteles. Caricaturas de Mahoma, Charlie Hebdo… La sátira, el sentido del humor en general, ¿no es otra asignatura pendiente en el mundo islámico?
Cuando sale este asunto siempre recurro a un relato de Jorge Luis Borges, «La búsqueda de Averroes»: la tragedia y la comedia son irreconciliables porque en muchas culturas no se conoce la función del teatro. En los casos que usted menciona se produce una colisión entre la libertad de expresión y creencias religiosas que no toleran ser satirizadas. Eso siempre ha ocurrido, también en la religión católica, a lo largo de la historia. Lo que no es admisible es que el contencioso se resuelva con bombas y pistolas: esa violencia no es inherente al islam sino a una de sus corrientes más radicales.
Impartía las clases en una universidad islámica estatal de Macasar, provincia de Silawesi, a mucha distancia de Yakarta. El 87 por ciento de los indonesios son musulmanes y el 13 por ciento restante, hindúes, cristianos y budistas. Me interesaba establecer una relación entre la «verdad absoluta» que allí encarna el islam y esas minorías religiosas descendientes de las épocas coloniales. Todas comparten un rasgo común: el monoteísmo. Analizadas en la tradición no dejan de ser versiones de una misma religión porque todas tienen un Dios y un Profeta. De ahí mi apuesta por Maimónides.
El malo de «El nombre de la rosa», de Umberto Eco, es un monje que mata a quien lea el tratado sobre la risa de Aristóteles. Caricaturas de Mahoma, Charlie Hebdo… La sátira, el sentido del humor en general, ¿no es otra asignatura pendiente en el mundo islámico?
Cuando sale este asunto siempre recurro a un relato de Jorge Luis Borges, «La búsqueda de Averroes»: la tragedia y la comedia son irreconciliables porque en muchas culturas no se conoce la función del teatro. En los casos que usted menciona se produce una colisión entre la libertad de expresión y creencias religiosas que no toleran ser satirizadas. Eso siempre ha ocurrido, también en la religión católica, a lo largo de la historia. Lo que no es admisible es que el contencioso se resuelva con bombas y pistolas: esa violencia no es inherente al islam sino a una de sus corrientes más radicales.
En su encuentro con los judíos hasídicos de Brooklyn abordó el difícil equilibrio entre la ortodoxia hebraica y el sentido crítico de Spinoza…
Los hasídicos de Nueva York llevan una doble vida: de cara afuera son lectores ortodoxos del Talmud, asiduos de la sinagoga y cumplidores de los preceptos de la Torah… Pero de puertas adentro son tan incrédulos como Voltaire. Son los llamados «marranos»: temerosos de Dios en público, librepensadores en secreto. En una de nuestras reuniones les pregunté cómo responderían Platón, Maimónides y Spinoza a la afirmación de Iván, en «Los hermanos Karamazov», de Dostoeivski: si Dios ha muerto, todo está permitido… Tomaron nota y me dijeron que ya tenían algo en que ocupar su mente cuando fueran a la sinagoga…
De todos esos viajes llegó a la conclusión de que hemos de liberarnos de eso que al-Gazali denominaba el «taqlid»…
Pertenecer a una religión no excluye la posibilidad de aceptar que podemos estar equivocados. La cultura del debate es un camino intermedio entre la guerra y la paz que se opone a la laicidad y al multiculturalismo: a los primeros porque intentan eliminar del todo las creencias y a los segundos porque intentan valorar todo por igual. Con la filosofía disponemos de herramientas para concebir nuestra autonomía como un valor social e individual, en lugar de seguir en el «taqlid»: la autoridad de los padres, profesores y otras influencias sociales, desde los medios de comunicación, la moda y el «marketing» hasta la retórica política y la ideología religiosa.
Los hasídicos de Nueva York llevan una doble vida: de cara afuera son lectores ortodoxos del Talmud, asiduos de la sinagoga y cumplidores de los preceptos de la Torah… Pero de puertas adentro son tan incrédulos como Voltaire. Son los llamados «marranos»: temerosos de Dios en público, librepensadores en secreto. En una de nuestras reuniones les pregunté cómo responderían Platón, Maimónides y Spinoza a la afirmación de Iván, en «Los hermanos Karamazov», de Dostoeivski: si Dios ha muerto, todo está permitido… Tomaron nota y me dijeron que ya tenían algo en que ocupar su mente cuando fueran a la sinagoga…
De todos esos viajes llegó a la conclusión de que hemos de liberarnos de eso que al-Gazali denominaba el «taqlid»…
Pertenecer a una religión no excluye la posibilidad de aceptar que podemos estar equivocados. La cultura del debate es un camino intermedio entre la guerra y la paz que se opone a la laicidad y al multiculturalismo: a los primeros porque intentan eliminar del todo las creencias y a los segundos porque intentan valorar todo por igual. Con la filosofía disponemos de herramientas para concebir nuestra autonomía como un valor social e individual, en lugar de seguir en el «taqlid»: la autoridad de los padres, profesores y otras influencias sociales, desde los medios de comunicación, la moda y el «marketing» hasta la retórica política y la ideología religiosa.