Bloomsbury en las Alpujarras

Brenan recibió varias visitas de sus amigos del círculo de Bloomsbury a su casa en Yegen: el matrimonio Woolf, el extraño triángulo amoroso de Dora Carrington, Lytton Strachey y Ralph Partridge, o el filósofo Rusell, que estuvo a punto de morir .


Se había levantado un fuerte viento. Atardecía y pronto habría que encender los candiles. Gerald Brenan encendió la chimenea y sirvió queso y vino a sus invitados. El matrimonio Woolf se sorprendió de lo veloz que avanzaba la noche negrísima. El crepúsculo era apenas un breve suspiro, un fugaz momento, un abrir y cerrar de ojos mientras se contemplaba el paisaje.

Era el mes de abril de 1923 y Virginia y Leonard Woolf habían viajado desde Londres hasta este perdido lugar en el fin del mundo. Qué exótico celebrar una tertulia del Círculo de Bloomsbury en esta apartada aldea de España donde aún no llegaba ni el ferrocarril ni el automóvil. Un lugar atrapado en ámbar, en el líquido viscoso del no-tiempo, como un lugar fosilizado y olvidado en el que no avanzaban los relojes.



Gerald Brenan admiraba al matrimonio Woolf y, al mismo tiempo, los temía, sobre todo a Virginia. No podía evitar sentirse inferior, como si cualquier frase que pronunciara estuviera condenada a ser rechazada por estos escritores exquisitos, estos niños esnob y cultísimos acostumbrados a ver cómo caía la tarde lenta y educadamente en el tranquilo barrio de Bloomsbury. Este círculo de autores que intentaba boicotear la moral victoriana en la que, por otro lado, se sentían tan a gusto. Aquí en este paisaje salvaje y remoto, entre higueras y olivares, sobre riscos y arroyos de aguas dulces y heladas, echaban de menos las ceremonias victorianas, tan precisas, medidas y previsibles.



Charlan durante horas. Virginia Woolf está sorprendida por la virulencia del discurso literario de Brenan. Defiende por encima de todo el Ulises de Joyce y ella no lo soporta. Gerald la observa asomarse a la puerta. Allí se queda unos minutos, protegida del viento que a ella le parece tan violento como las palabras de este Brenan que parece haber cambiado mucho desde las tertulias en Londres, cuando era muy joven. «Se me parece como una dama inglesa nacida en el campo, esbelta, escrutando la distancia con ojos muy abiertos, olvidada por completo de sí misma», escribirá el escritor sobre la impresión que le causó aquella Virginia asomada a un paisaje de océanos de aire, con nubes «como ballenas o enormes barcos varados».



El matrimonio Woolf no será el único que visite a este Brenan perdido en el paraíso. Ahora mismo está esperando a otros amigos en la estación. Luego irán a Órgiva en autobús. Allí acaba la carretera y empieza el pasado. Tienen que viajar como si estuvieran en el siglo XIX, como esos viajeros asombrados y aterrorizados ante la posibilidad de que en los caminos de rueda aún los asalten bandoleros. Desde allí a Yegen, donde el escritor inglés tiene su casa-refugio, se tarda ocho o nueve horas en mula.



Los visitantes son Dora Carrington, Ralph Partridge y Lytton Strachey. Un trío fascinante y extraño en el que Brenan pasa a formar parte. Gerald ama a la pintora Dora Carrington y mantendrán una relación, pero ella está enamorada de Lytton Strachey, que en realidad es homosexual y ama al mujeriego Ralph Partridge con quien Dora se casará para mantener el insólito triángulo en el que Brenan intenta acoplarse. Una historia que terminará mal, porque Dora y Gerald romperán su relación en 1928 y al morir Lytton Strachey de cáncer, la pintora se suicidará incapaz de vivir sin él.


El viaje hasta Yegen será un infierno, sobre todo, para Lytton Strachey que sufre un ataque de hemorroides y tiene que ir tumbado boca abajo sobre la mula. Se marea al ver los barrancos y precipicios, pero queda lo peor cuando llega a la casa de Brenan y descubre que el retrete es un agujero que da directamente a un corral de gallinas. Strachey describirá este viaje por las Alpujarras como el de un auténtico viaje a los infiernos, algo que precisamente provocará la fascinación de los viajeros modernos a los que ya se le habían agotado los paraísos previsibles y buscaban lugares remotos, peligrosos y salvajes.



En 1934 Gerald Brenan ya está casado con la poeta Gamel Woolsey y recibe al filósofo Bertrand Russell que llega acompañado por una joven llamada Patricia Spence. La visita de Rusell es una de las más delirantes y casi terminará en tragedia porque el pensador come de una lata en mal estado y estará a punto de morir. En su Memoria personal recordaba Brenan:«Llamaron al médico que lo curó dándole un suero procedente de sangre de caballo y, para explicárselo, se puso a cuatro patas, relinchó y coceó». Curiosa escena en La Alpujarra para el padre de la filosofía analítica y Nobel de Literatura.



Fuente: www.elmundo.es