Las grandes novelas de madurez
En 1885, el mismo año de El cisne de Vilamorta y uno antes de Los Pazos de Ulloa, Pardo Bazán publicó La dama joven, la primera demostración de su maestría en la narración breve.Sólo por ella merecería figurar entre los grandes cuentistas o relatobrevistas españoles de su época, entre los que destacan, a mi juicio, Clarín y Alarcón. Pero La dama joven, la mejor de su veintena de "nouvelles", tiene ese algo que hace inolvidable una historia vulgar: una belleza local, costurera y aficionada al teatro, debe elegir entre seguir al empresario de Madrid que la descubre o casarse con el novio formal que le garantiza esa seguridad mediocre a menudo mejor que la aventura de las tablas y el desarraigo familiar. Con la precisión realista de Balzac y la melancolía de un Chéjov, la resolución del dilema vital de la muchacha –y de su azacanada hermana- resulta, sencillamente, perfecta.
Pero las dos grandes novelas cuya calidad menos se discute en la obra de Pardo Bazán son Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza. Aparentemente, todo en ellas resulta claro, neto. La fuerza de la naturaleza vegetal es casi imposible de distinguir de la humana, que comparte con ella los ciclos de nacimiento y muerte, apareamiento y necesidad, calor y frío, hambre y lujuria, amor y sexo, celos y odio, rencor y crimen. Sin embargo, en mi opinión, son obras de muy distinta enjundia; una, rémora de la otra.
Los soberbios 'Pazos de Ulloa'
Sainz de Robles, antólogo de sus Obras Escogidas, dice –y no es el único- que en ese díptico formado por Los Pazos de Ulloa y La Madre Naturaleza, la segunda parte es mejor que la primera. No es así. Hoy, Los Pazos de Ulloa nos aparece como un soberbio cuadro de costumbres y una urdimbre de personajes de primer orden, mientras que La Madre naturaleza
anticipa ya algunos signos de debilidad en la obra de su autora,
aunque, en su mayoría, son achaques típicos en la novela de la época.
Uno es la descripción exhaustiva del paisaje (como Pereda en Peñas arriba, aunque sin llegar al extremo de Zola,
que pormenoriza una y otra vez los colores del cielo de París al
atardecer, a lo Monet, mientras muere, con la misma premiosidad, una
bella criatura); el otro, plantear un dilema moral o semi-teológico como base narrativa, aún a costa de toda verosimilitud (los casos de beatería y filiación en Doña Perfecta y El Abuelo, de Galdós).
Pero si el naturalismo existe, más allá de la polémica suscitada por el peor de sus libros de ensayo La cuestión palpitante
(1883), que nunca le perdonaron a EPB, mientras a Galdós se le absolvió
de un ensayo similar, aunque más breve, sobre lo que debería ser la
nueva narrativa española, no hay arranque tan naturalista como el de Los Pazos de Ulloa. Para los más jóvenes, sobre todo si desconocen las Comedias Bárbaras de Valle-Inclán sobre la decadencia de la aristocracia gallega
(Romance de lobos, Cara de plata, Águila de blasón) la escena en que un
abuelo, delante del padre y la madre, lleva a un niño de cuatro años al
coma etílico, ante el personaje principal, un cura atónito, y un abad
trabucaire, cazador, zafio y borrachón, les resultará digna de Quentin Tarantino.
Al planteamiento de la tragedia, que lo es, de un noble segundón,
atrincherado en el ilimitado poder de un mundo claustrofóbico le sucede
el nudo de su aguachirle matrimonial con una señorita triste de
Santiago, el fallido nacimiento del heredero y la constatación del poder
del mayordomo, naturalmente llamado Primitivo, y el desenlace en clave
política y electoral de una vida a medio camino de todo y en la que sólo
se salva quien puede. Más allá del relato, que mantiene el ritmo
implacable de toda calamidad naturalista, vale la pena citar esta
descripción de la vida política gallega y española tras la revolución "Gloriosa", que EPB conoció de primera mano por ser su padre cacique, seguramente menos bárbaro, pero cacique al fin:
"Por todas partes cubre el manto de la
política intereses egoístas y bastardos, apostasías y vilezas; pero al
menos, en las capitales populosas, la superficie, el aspecto, y a veces
los empeños de la lid, presentan caracteres de grandiosidad. (…) En el
campo ni aún por hipocresía o histrionismo se aparenta el menor
propósito elevado y general. Las ideas no entran en juego, solamente las
personas, y en el terreno más mezquino: rencores, odios, rencillas,
lucro miserable, vanidad microbiológica. Un combate naval en una
charca." (EPB OE.p.215)
Esta visión pesimista del régimen constitucional de la Restauración, pre-noventayochista, costiana o propia del Galdós postrero y demagógico, el de Cánovas, contradice el brío político de La Tribuna. De hecho, La madre naturaleza muestra la decadencia del caciquismo de Barbacana y Trampeta, que llega al crimen en el soberbio final de Los pazos de Ulloa. Lo que sí muestra EPB, al modo realista clásico, el de Balzac y Dickens, es cómo la naturaleza humana es tan ingobernable como la física. Y cuánto cuesta a las instituciones políticas de la civilización dominar la propensión al abuso, casi animal, al enmohecimiento, casi vegetal, y al abandono, casi mineral, del ser humano, que vive casi en perpetuo "estado de naturaleza".
En ese sentido, el melodrama incestuoso de La madre naturaleza es apenas un juguete narrativo, deudo de la nostalgia creativa de "Los pazos" y que oscila entre el Dafnis y Cloe de Longo y el Pablo y Virginia
de Bernardin de Saint-Pierre, con un toque determinista. Como, al
final, la pastorcilla pecadora termina monja, el tragedión queda un poco
ridículo.
Dos joyas: 'Insolación' y 'Morriña'
El éxito de ese díptico es, por su envergadura, indiscutible, mucho mayor que el de Insolación y Morriña, dos novelas breves, publicadas juntas y entendidas como dos caras de una misma visión del sexo y el amor
como especie doméstica o episódica de fatalidad; en la primera, como
una suerte de disculpa de la autora ante su amante Galdós por cierto
devaneo; en la segunda, como una exculpación dramática de la atracción
sexual. Las dos son, literariamente hablando, perfectas,
superiores al díptico de Ulloa. Y si menores en dimensión, superiores
en su acabado, tal vez por la misma limitación de espacio y por la
gracia de un estilo ligero, como en passant.
Insolación es, quizás, el mejor ejemplo de ese estilo introspectivo,
a medio camino entre el narrador omnisciente y el monólogo del
personaje. Tiene la levedad con que se enhebran en el pensamiento los
deseos fugaces, la melancolía de la pasión con tiempo tasado y medido,
comprado a ciegas. Es una especie de reportaje sobre una cana al aire
antes de teñirse las canas. Podría parecer la novela galante que pudo
soñar Goya en la Pradera de San Isidro, pero yo más bien veo a Solana
haciendo de Cézánne por una tarde.
Morriña es un ejemplo perfecto de
"naturalismo" no caricaturesco, narración de un destino aciago en el que
se mezclan el azar de la búsqueda de una criada gallega, la fatalidad
de un señorito amable, la tragedia de una muchacha rendida a su destino,
la crueldad del interés familiar artillado por una madre que pasa de
madrina a verdugo…, y el eterno enigma del suicida. La sátira costumbrista
en las maneras de ennoviarse, la benevolencia cursi de una burguesía
tan modesta que sólo tiene para una criada de confianza, la doble cara
de la bondad mientras no cueste y de la maldad si conviene, el meloso
tejemaneje de unas existencias mediocres, todo lo que, en fin, es como
debe ser, aunque no debiera ser como es, queda iluminado como un
fogonazo por el soberbio final.
Doña Emilia, disfrutando ya del éxito pero pendiente de la moda y en
busca de muros que saltar y cosas que demostrar (como mujer, siempre le
tocó hacerlo) emprendió entonces una versión del nefasto nazarenismo de Tolstoi que tantos plomazos espiritualistas y trascendentones provocó en Europa. El suyo se titulará Una cristiana y La prueba,
ambos de 1890. Y quizás lo peor del binovelón sobre la integridad
matrimonial –del que hablaremos en otra entrega- es que dejó suelta,
casi a la intemperie, entre el liberalismo latente en "Los Pazos" y el catolicismo fino de Una cristiana,
la que, en mi opinión, es la única novela con la misma ambición del
díptico naturalista, pero que al salir –y no redonda- en 1891, ha
quedado olvidada.
El hijo del verdugo y la hija del médico
La piedra angular arranca de forma soberbia como "novela de niños", al estilo de El doctor Centeno, aunque en realidad –y éste es el primer extravío- una novela de tesis contra la pena de muerte. El vehículo narrativo es la figura del verdugo,
execrado socialmente por los mismos que piden a voces el
ajusticiamiento de los criminales. Pero el personaje positivo –un médico
interesado por la nueva psiquiatría francesa, que de Charcot llevará a Freud,
muy pronto leído por EPB- le tiene tal manía al verdugo que, pasados
los primeros exabruptos, va estropeando poco a poco la narración y la
tesis. Es una lástima, porque la autora de Un destripador de antaño
tiene dotes extraordinarias para contar los problemas legales del
crimen y los criminógenos de la Ley, comparables a la desesperante
prolijidad del litigante en Casa Desolada de Dickens, pero aquí trágicamente personificados –y conjurados- en la figura del verdugo.
En el relato, algo desnortado, destaca también el tratamiento del maltrato a las mujeres
–una constante en la obra de Pardo Bazán, que ejemplifica aquí el
crudelísimo asesinato de la hija del zapatero alcohólico-, asunto que
parece de moda no sólo en la novela naturalista sino en la propaganda
obrerista de la época contra el alcoholismo, pero que no pasará nunca de
moda. Sin embargo, la narración gravita una y otra vez hacia dos personajes soberbios, dos niños
que merecen breve novela propia: la Nené y Telmo. Éste, hijo del
verdugo –al que, huyendo del estigma, también ha abandonado su mujer,
junto al niño- es tan conmovedor como la simpatiquísima hija del médico,
condenado a verla enferma. ¡Y cómo disfruta doña Emilia contando las
gracias ceceosas de la niña! ¡Y qué bien cuenta los pesares del
apedreado niño!
Lo malo en La piedra angular es que, quizás, abarca
demasiadas cosas, mezcla las modernas doctrinas abolicionistas con el
ternurismo de toda la vida, la hipocresía social con la ambición
profesional y más que un camino, nos vemos en una sucesión de rotondas
narrativas. Para colmo, al final, hay dos finales: el verdugo,
chantajeado por el médico, abandona a su hijo para que estudie, a cambio
de no ejecutar las dos últimas penas. Pero, pese a la promesa de
redención social tras su deserción laboral, está tan mal que se echa al
mar al pie de la Torre de Hércules. Total, que al que, entre todos,
acaban aplicándole la pena de muerte…, es al verdugo.
Tras La piedra angular, Pardo Bazán escribió ocho novelas y media (El niño de Guzmán,
truncada) de muy distinto género y ambición –del folletón a la novela
lírica y simbólica o psicoanalítica- pero no volvió a intentar la novela
clásica, la más difícil. Su admirable capacidad narrativa se instaló en
el cuento.
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Federico Jiménez Losantos Libertad Digital