'La Tribuna' y tres joyas tempranas de Pardo Bazán
En la última y pulquérrima edición de la obra de doña Emilia, la de
la benemérita Biblioteca Castro, se publican en el primer tomo las
cuatro novelas que sus editores llaman "de aprendizaje" y que
desembocarían en el celebrado díptico Los pazos de Ulloa / La madre naturaleza
y obras posteriores hoy casi olvidadas, en Galicia y en toda España. No
estoy del todo de acuerdo, pero voy a seguir ese criterio porque es la
edición más a mano y porque, al cabo, las clasificaciones son siempre
discutibles. Lo que cuenta son las obras y las lecturas, base de su
vigencia y perdurabilidad. Es esto último lo que está en cuestión en la
obra de Pardo Bazán, acechada por la fobia antiespañola en su tierra y
por el desdén hacia la nación en toda España.
Un ejemplo de la manía de ciertos gallegos a doña Emilia y la cobardía patológica de sus instituciones:
la página, muy mona, de su casa-museo, rehén de la Academia Galega, se
presenta solamente en gallego, cuando lo mínimo que cabría esperar en
España, en una región oficialmente bilingüe y en un museo dedicado a la mejor novelista en lengua española
de todos los tiempos, es una versión en español. No la hay, para
ahuyentar a los curiosos y, sobre todo, para recordar que Pardo Bazán no
es todo lo gallega que debería haber sido para tenerle algo de respeto.
Esta es la clase de censura, con celofán de diseño y acre tinta
escarlata de condena social, que rige en esta pobre España de las
malditas autonomías.
Pero vayamos a la obra, que enterrará a sus inquisidores regionales,
no menos rastreros que los que persiguieron en vida a doña Emilia. Y
hagamos esa nueva lectura de los grandes autores españoles para hacerlos
nuestros como es debido: separando, con libertad de criterio, el grano
de la paja, lo que en su tiempo fue nuevo y hoy aburre a las polillas y
lo que en su día no fue apreciado y hoy adquiere perfiles extrañamente
novedosos. Siempre es así en la obra de los escritores importantes.
Faltan lectores que, sin reverencias académicas, cumplan libremente su
función: leer y contarlo.
Pascual López o el nacimiento de una novelista
La primera de las novelas de Emilia Pardo Bazán Pascual López, estudiante de medicina fue
desheredada por la propia autora, se supone que por lo temprano de su
fecha, no de su edad, ya que tenía 28 años al escribirla y ya había
publicado sus ensayos La obra del maestro Padre Feijóo, Las epopeyas cristianas: Dante y Milton y las Reflexiones científicas contra el darwinismo en la revista La ciencia cristiana.
Era Pardo Bazán un caso insólito de formación intelectual: amén de
estudiar a fondo latín y griego, de haberse criado oyendo gallego y de
dominar el español –nadie ha tenido en un siglo tan florido un vocabulario
tan extenso-, leía y escribía en francés (lengua en la que estudió) y
había aprendido por su cuenta inglés, alemán e italiano. Publicaba
artículos sobre ciencia –los nuevos descubrimientos de la física, en
particular la electricidad- y aunque había leído los novelistas
históricos ingleses, a Manzoni y a los franceses, no le gustaba Galdós y no tuvo el impulso de escribir ficción en español hasta que fue madre y escribió Jaime, poemario para su primogénito. Entonces se lanzó a recuperar el terreno perdido con su brío habitual: leyó y admiró a Galdós, Pereda o Alarcón y en unos pocos meses escribió Pascual López.
Tuvo mucho éxito, de crítica y público. Y sin embargo, la quitó de sus Obras Completas.
¿Por qué? En mi opinión, precisamente por lo que hoy la hace
encantadora: lo que para Berlanga era el más íntimo de los espectáculos:
"la vestición" -lo contrario del strip-tease-, ese vestirse y adornarse
para los demás y, sobre todo, para sí misma, a los que en su obra de
madurez dedicará muchas páginas Pardo Bazán, y que aquí sería algo así
como la "vestición" de una novelista, su verdadero nacimiento.
Pascual López tiene un prólogo, como todas sus primeras obras, que es un homenaje a Cervantes
y también una revelación de cómo en ella anidó la sensibilidad
artística, que ahora se echa a volar. Su descripción de las viejas
piedras de Santiago, símbolo de la España casi siempre postrada y sin
embargo extrañamente viva –en esos años, del 69 al 74, España va a
comenzar uno de esos periodos de recreación que actualizan su
existencia- es un retrato de la propia autora, de la forma individual en
que incorpora la heredad nacional, la historia que parece olvidarse
para que la encontremos. Aún es más cervantino, léase gentil y modesto,
el arranque de la obra y la presentación del personaje principal,
estudiante de buena familia rural, que no es mucho decir y es demasiado
poco para presumir, atrapado por el encanto bohemio –a lo Casa de la Troya- de la vida universitaria.
Dicen que la autora tuvo presente su propia biografía de jovencísima
casadita –ella 16, él 19-, pero, al margen del ambiente estudiantil,
magistralmente descrito, no encaja la raigambre social y medios
económicos de ambos con la pobreza casi lampante allí descrita y que, en
el fondo, pone en marcha la historia hasta su final. Además de Pascual,
juguete de su necesidad y luego de su avaricia, destaca el personaje de Pastora, que los editores de Castro consideran antecedente de la Amparo de La Tribuna pero que a mí me recuerda, por su tranquilo talento, por su realismo encantaor, a la Inés de la primera serie de los Episodios
de Galdós. Y luego el profesor Onagro, personaje fáustico y cauce para
que lo que empieza novelesco y galdosiano –y por ende, cervantino-
termine romántico y folletinesco, muy a lo Balzac.
'Un viaje de novios' y la madurez oscilante
La raíz balzaquiana de toda la gran narrativa española del XIX, que
es la de esta generación de "La Gloriosa" o de la Restauración, no es
muy diferente de la de otros países europeos. Si Cervantes crea para
siempre la novela como género literario y hasta como forma de
pensamiento, Balzac, antes que Dickens o Galdós,
crea la novela como gran género democrático, partiendo del folletín o
folletón por entregas, que convirtió los tremebundos enredos del
romanticismo en droga adictiva para las clases populares, pero dándole
una entidad, una complejidad, que permiten toda clase de lecturas.
La imperiosa fórmula de la entrega semanal o mensual obliga al
novelista a seguir los cánones del enredo literario, luego radionovelas y
hoy teleseries. Pero a finales de los 70 del XIX y en las dos décadas
posteriores, las mejores de la literatura española desde que muere
Calderón, las referencias de un creador sólo relativamente joven –Emilia
estaba a punto de cumplir los 30, empezó a novelar a los 28- son mucho
más ricas. Por ejemplo, la segunda obra de Pardo Bazán, Un viaje de novios
–historia de un matrimonio desigual, accidentalmente interrumpido por
la luna de miel, paseado por la Francia de los balnearios y rematado en
pasión contra reloj- podemos decir que empieza costumbrista, galdosiana o
dickensiana, continúa flaubertiana y terminar balzaquiana y
romanticona, como si lo de Emma Bovary pudiera arreglarlo Jane Austen.
A mí me parece una novela encantadora, en la que Pardo Bazán ya se
muestra dueña de todos los recursos técnicos para novelar a lo grande
pero en la que casi la vemos vacilar –y es parte de la gracia de la
obra- al llevar de aquí para allá a su heroína, único personaje –con el
paisaje de interés.
Dos novelones breves: 'La Tribuna' y 'Trafalgar'
Federico Carlos Sáinz de Robles, que se hizo cargo
de la publicación en Aguilar de las Obras Completas –que nunca lo
fueron- de EPB, dice en su segunda versión, en el prólogo del Pascual López,
que aunque la obra es estupenda no alcanza la maestría de Galdós, único
que, en su generación, se bautizó con una obra maestra: La fontana de oro.
Lo dice un "emiliano" y "benitiano" eminentísimo, porque también se
hizo cargo de la edición de la obra de Galdós en los fabulosos tomos de
Aguilar encuadernados en piel. Y yerra. Antes de La fontana de oro, Galdós había escrito La sombra y El audaz, que no son mejores que Pascual López y Un viaje de novios.
Pero es que, en mi opinión, la primera obra maestra de Galdós no es La fontana de Oro sino Trafalgar el primero de sus Episodios. Y sin parecerse, hay muchas semejanzas entre Trafalgar y La tribuna.
La esencial: ambas son obras redondas, completas, con personajes que
aparecen por primera vez en el caso de Galdós -para vertebrar los diez
episodios de la Primera Serie- y no última –aparecerá el hijo de Amparo
en otra novela, aunque como personaje sin valor moral- en el de Pardo
Bazán. Eso, en el ámbito narrativo, pero es aún más importante el
político, el que confiere a ambas novelas su enorme fuerza, multiplicada
por su brevedad.
En Trafalgar, Gabriel Araceli es la nación española que despierta a
la idea de ciudadanía y que gana, en guerras y aventuras, su derecho a
la libertad. En La Tribuna, Amparo, hija de un pobre barquillero y una
alcohólica, que tras quedar huérfana y negarse a una boda de interés con
el torpe ayudante de su casa, entra a trabajar en la fábrica de tabacos
y se enamora de un señorito que la abandona, al tiempo que toma
conciencia de sus derechos cívicos y los defiende dentro de un ideal
político: el federal republicano. La diferencia de
Amparo y Gabriel es que éste vive los acontecimientos históricos como un
español más pero situado en los lugares y momentos de más relevancia.
En cambio, la cigarrera se convierte en agitadora política (tribuna de
la plebe) mientras a su alrededor se despliega la breve e intensa
fantasmagoría del republicanismo y del federalismo, que desembocará en
la fallida experiencia republicana, el cantonalismo y, al cabo de su
fracaso, en la Restauración. Pero si a Gabriel e Inés los redime
participar en los sucesos gloriosos de la Guerra de la Independencia, a
Amparo nada la redime de ser madre soltera, pobre y engañada como tantas
obreritas por tantos señoritos. Y si eel discurso patriótico español
consuela al viejo Araceli en su vejez, a la vieja Amparo nada la
consuela del fracaso de su ilusión: la república federal. En parte, la
diferencia entre ambos está en la historia de España, con sesenta años y
tres guerras de diferencia (de 1808-1812 a 1869-1874), pero también en
el hecho de ser mujer, harto más difícil siempre que ser hombre.
Sin embargo, el patriotismo español de Pardo Bazán no es menor que el de Galdós. Y si el comienzo de Trafalgar tiene la actualidad de la emoción nacional y cívica, el prólogo de La tribuna parece una vacuna contra las fantasmagorías revolucionarias que también amenazan a la España actual:
"(…) es absurdo el que un pueblo cifre sus esperanzas de redención y ventura en formas de gobierno que desconoce y a las cuales por lo mismo atribuye prodigiosas virtudes y maravillosos efectos. Como la raza latina practica mucho este género de culto fetichista e idolátrico opino que, si escritores de más talento que yo lo combatiesen, presentarían señalado servicio a la patria".
Si los demagogos podemitas y cuantos practican el vudú antiliberal leyeran La tribuna,
podrían escarmentar en la cabeza de sus tatarabuelos. No es seguro. En
cambio, cualquier lector no sólo saldrá convencido del inmenso talento
de su autora sino conmovido por un sentimiento político esencial:
la piedad para con los humildes, desheredados y engañados, algo que,
por nuestra cultura de raíz católica, tendemos a creer universales pero
que lo son tan poco como los derechos humanos a la dignidad y la
libertad.
Un curioso apéndice: 'El cisne de Vilamorta'
El carácter singularísimo, redondo, bastante aislado de La tribuna en la obra de EPB hace que su cuarta novela, El cisne de Vilamorta, nos parezca un paso atrás. Sin embargo, supone una razonable continuidad con respecto a la segunda, Un viaje de novios. Por entonces aún le alcanzaba el escándalo de su ensayo La cuestión palpitante,
en el que defendía los valores del naturalismo de Zola sin demérito del
realismo clásico español, del que se declaraba devota. Se atendió a lo
primero para no ver lo segundo y las imputaciones de crear una obra
extranjerizante, artificiosa y, por ende, artificial, pesaron siempre
sobre ella. En rigor, sus defectos literarios fueron los de ser mujer,
serlo libre y mostrar públicamente su cultura y su libertad,
sin gazmoñerías. Eso la hizo, sobre soberbia, insoportable. Pero sólo
algunos infusorios y algún primate de la vida intelectual negarían hoy a
la obra de Pardo Bazán una singularidad extraordinaria y una coherencia
evolutiva, según su propia idea de la vida y la literatura, que se
aprecia en sus dos décadas cumplidas de novelista y las cuatro largas
como narradora breve.
El cisne, como Un viaje de novios, transita por diversos géneros. Desde el romanticismo herbáceo del inicio hasta el final mediocremente apocalíptico,
tristísimo de la pasión de Leocadia por el poeta provinciano, vemos una
descripción más trágica que cómica de ese quiero y no puedo que define
esa vida aislada y de casino, en lo cultural como en lo pasional.
También en su descripción de la naturaleza vegetal, a veces más viva que
la humana, vemos ya presente el estilo majestuoso de Los pazos de Ulloa. Pero también la tragedia de Leocadia es un antecedente de la de Esclavitud en Morriña.
Más dispersa, pero engarzada como variante de una misma melodía
melancólica en una obra a punto ya de alcanzar su plena madurez.
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