Cervantes
Miguel de Cervantes Saavedra. Poeta, novelista y dramaturgo
español, nacido en Alcalá de Henares el 29 de septiembre de 1547, y
muerto en Madrid el 22 de abril de 1616.
Está considerado como el más
grande novelista español y uno de los mejores escritores universales de
todos los tiempos. Su magisterio ha sido reconocido por la inmensa
mayoría de los prosistas posteriores: Balzac, Dostoievsky, Galdós,
García Márquez, Kundera, Torrente Ballester, Borges, etc. La difusión
alcanzada por El Quijote no conoce fronteras lingüísticas y su
trascendencia va más allá de culturas. Basta con referirse a «la lengua
de Cervantes» para significar la grandeza del castellano.
Tanto su vida como su
literatura han sido abordadas desde los enfoques críticos más dispares,
ortodoxos y heterodoxos, para ser explicadas con intenciones
hagiográficas o sensacionalistas, arrojando una cosecha bibliográfica
inabarcable que todavía no ha logrado resolver multitud de interrogantes
y enigmas. Nuestro primer autor sigue siendo todo un desconocido en
numerosos aspectos: ni siquiera conocemos su verdadero rostro, por más
que estemos habituados a ver su retrato -supuestamente pintado por Jáuregui- estampado como auténtico en todos sitios; no sabemos, a ciencia cierta, su fecha de nacimiento, ni poseemos documentación alguna relativa a su vida personal; tampoco conservamos manuscritos autógrafos de ninguna de sus obras, sino impresiones de época un tanto descuidadas; ni siquiera contamos todavía con auténticas «ediciones críticas» de la mayoría de sus creaciones y, en fin, nunca acertaremos a deslindar las atribuciones. La única verdad absoluta en Cervantes es El Quijote: la mayor aportación de España a la cultura occidental.
que estemos habituados a ver su retrato -supuestamente pintado por Jáuregui- estampado como auténtico en todos sitios; no sabemos, a ciencia cierta, su fecha de nacimiento, ni poseemos documentación alguna relativa a su vida personal; tampoco conservamos manuscritos autógrafos de ninguna de sus obras, sino impresiones de época un tanto descuidadas; ni siquiera contamos todavía con auténticas «ediciones críticas» de la mayoría de sus creaciones y, en fin, nunca acertaremos a deslindar las atribuciones. La única verdad absoluta en Cervantes es El Quijote: la mayor aportación de España a la cultura occidental.
El
retrato más fidedigno que conocemos de Miguel de Cervantes no se debe a
los pinceles, sino a su propia pluma, con la que trazó su "rostro y talle" en el prólogo a las Novelas ejemplares:
"Éste
que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y
desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien
proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de
oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni
crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor
puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el
cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes
blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies;
éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso,
a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por
ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente
Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio
cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en
la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida
que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en
la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni
esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas
del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria".
Así
habrá que aceptarlo, sin mistificaciones ni sensacionalismos: no muy
agraciado físicamente, soldado lisiado en Lepanto, cautivo en Argel y,
sencillamente, autor del Quijote.
El "comúnmente"
llamado Miguel de Cervantes Saavedra fue bautizado, el 9 de octubre de
1547, en la iglesia parroquial de Santa María la Mayor, de Alcalá de
Henares, lo que aclara su «patria chica» y, unido a su nombre, permite
aventurar el 29 de septiembre, día de San Miguel, como posible fecha de
nacimiento. Era el cuarto hijo de los seis que tuvo el matrimonio
Rodrigo de Cervantes y Leonor de Cortinas, sin más posibles que el
oficio de «médico cirujano» -entiéndase practicante o barbero- del
padre, a todas luces insuficiente para sustentar con holgura tan pesada
carga, máxime cuando el abuelo paterno, el licenciado Juan de Cervantes,
se había marchado a Córdoba, dejando
abandonada a su familia. Las estrecheces económicas, en las que sin duda
se crió nuestro autor, forzaron a su padre a emprender un vagabundeo
por Valladolid, Córdoba y Sevilla en busca de mejor suerte, nunca
conseguida, sin que sepamos a ciencia cierta si su prole lo acompañó en
sus viajes o no. Si lo hizo, Cervantes podría haber aprendido sus
primeras letras en un colegio de la Compañía de Jesús de esas
localidades, e incluso haberse aficionado al teatro -una vocación que no
abandonaría jamás- bajo la tutela del padre Acevedo.
El hecho
cierto es que desde 1566 el cirujano estaba definitivamente establecido
con su familia en Madrid y que por esos años debió de iniciar el joven
autor su carrera literaria: primero, en 1567, con un soneto dedicado a
la reina («Serenísima reina, en quien se halla»), con motivo del
nacimiento de la infanta Catalina, la segunda hija de Felipe II, que
bien pudo estamparse en un medallón gracias a Getino de Guzmán, el
organizador de la celebración y compadre de Rodrigo; después, en 1569,
con cuatro poemas de corte garcilacista dedicados a la muerte de Isabel
de Valois, tercera esposa de Felipe II, que le pidió Juan López de
Hoyos, rector del Estudio de la Villa -tratándolo de «caro y amado discípulo»-, para incluirlos en la Historia y relación de las exequias reales.
Cabe suponer, entonces, que Cervantes se inició en la literatura bajo
los auspicios del humanista y gramático, pero desconocemos las
circunstancias y el alcance de tal magisterio. Tan sólo puede asegurarse
que la primera vocación cervantina fue la poesía, nunca abandonada
aunque las musas no le fueran propicias: «Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo», reconocería muchos años después, en 1614, en el Viaje del Parnaso.
Esos
tempranos inicios poéticos se vieron truncados casi en sus comienzos. A
finales de 1569, sin saber cómo ni por qué, hallamos al joven poeta
instalado en Roma como camarero del cardenal Giulio Acquaviva, al que
serviría durante un tiempo para iniciar pronto su carrera militar. A
falta de mejor explicación, el traslado a Italia se ha supuesto
provocado por un mandamiento judicial de ese año en el que se ordenaba
la prisión y destierro, además de la pérdida de la mano derecha, de un
estudiante llamado Miguel de Cervantes, acusado de haber herido al
maestro de obras Antonio de Sigura. Mal que nos pese, la conjetura no es
ni mucho menos descartable, a no ser que nos quedemos a la espera, como
sugiere Canavaggio, de descubrir la existencia de «dos Miguel de Cervantes».
Entre tanto, lo cierto es que nuestro autor tuvo ocasión de
familiarizarse con la literatura italiana del momento, tan influyente en
su propia obra.
El ambiente pontificio no debió de agradarle
demasiado, pues hacia 1570 lo abandona para abrazar, durante unos cinco
años, la carrera militar, en la que tampoco le sonreiría la fortuna.
Supuestamente, se alistó primero en Nápoles a las órdenes de Álvaro de
Sande, para sentar plaza después, con toda seguridad, en la compañía de
Diego de Urbina, del tercio de don Miguel de Moncada, bajo cuyas órdenes
se embarcaría en la galera Marquesa, junto con su hermano
Rodrigo, para combatir, el 7 de octubre de 1571, en la batalla naval de
Lepanto. Sin duda, luchó más que valerosamente, pese a las fiebres que
sufría a la sazón, desde el esquife de la nave, pues recibió dos
arcabuzazos en el pecho y uno en la mano izquierda, que se la dejaría
inutilizada para siempre. A cambio, quedaría inmortalizado como «El manco de Lepanto» y conservaría hasta su muerte el orgullo de haber participado en «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros» (prólogo al Quijote de 1615).
Recuperado
de sus heridas en Mesina, en 1572 se incorpora a la compañía de don
Manuel Ponce de León, del tercio de don Lope de Figueroa, dispuesto a
seguir como soldado, pese a tener una mano lisiada. Pero, sin duda
alguna, su carrera militar ha tocado techo con el reciente nombramiento
de «soldado aventajado» y, aunque participa, sin pena ni gloria, en
varias campañas militares durante los años siguientes (Navarino, Túnez,
Corfú y La Goleta), pasa gran parte del tiempo en los cuarteles de
invierno de Mesina, Sicilia, Palermo y Nápoles. Consciente de ello y
hastiado de tal modo de vida, unos tres años después, Cervantes decide
regresar a España, no sin obtener antes cartas de recomendación del
duque de Sessa y del mismo don Juan de Austria, reconociéndole sus
méritos militares, con intención de utilizarlas en la Corte para obtener
algún cargo oficial. Mal podía imaginar que, muy al contrario, sólo le
acarrearían disgustos.
Así, en 1575 embarca en Nápoles, junto con
su hermano Rodrigo, en una flotilla de cuatro galeras que parten rumbo a
Barcelona, con tan mala fortuna que una tempestad las dispersa y
precisamente El Sol, en la que viajaban Cervantes y su hermano,
es apresada, ya frente a las costas catalanas, por unos corsarios
berberiscos al mando del renegado albanés Arnaut Mamí. Los cautivos son
conducidos a Argel y Miguel de Cervantes cae en manos de Dalí Mamí,
apodado "El Cojo", quien, a la vista de las cartas de recomendación del
prisionero, fija su rescate en 500 escudos de oro, cantidad
prácticamente inalcanzable para la familia del cirujano.
Se
inicia, así, el período más calamitoso de su vida: cinco años largos de
cautiverio en las mazmorras o baños argelinos, que dejarían una huella
indeleble en la mente del escritor -normalmente traducida en una
continua exaltación de la libertad-,
"La libertad, Sancho, es
uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con
ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar
encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe
aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal
que puede venir a los hombres" (Quijote, II, 58).
a la vez que alimentarían numerosas páginas de sus obras, desde La Galatea al Persiles, pasando por El capitán cautivo del primer Quijote, y sin olvidar El trato de Argel ni Los baños de Argel.
Sin embargo, Cervantes aprendió pronto a tener «paciencia en las adversidades», y el «soldado aventajado»
no se dejaría doblegar ni abatir fácilmente, como nos consta por la
información hecha sobre el cautiverio y por los testimonios recogidos en
la Topografía e historia general de Argel, de Diego de Haedo.
Muy al contrario, llevó a cabo hasta cuatro intentos de fuga, todos
fallidos, pero que prueban sobradamente su temple valiente y su nobleza
de ánimo:
"Ya en 1576 huye con otros cristianos rumbo a Orán, pero el moro que los guiaba los abandonó y hubieron de regresar a Argel.
Al año siguiente, se encierra con catorce cautivos en una gruta del
jardín del alcaide Hasán, donde permanecen cinco meses en espera de que
su hermano Rodrigo, rescatado poco antes, acuda a su liberación. Un
renegado apodado "El Dorador" los traiciona y son sorprendidos en la
gruta: Cervantes se declara el único responsable, lo que le vale ser
cargado de grillos y conducido a las mazmorras del rey.
En 1578 dirige unas cartas a don Martín de Córdoba, general de Orán,
para que les envíe algún espía que los saque de Argel, pero el moro que
las llevaba es detenido y empalado, en tanto que Cervantes, el
responsable, es condenado a recibir 2000 palos, que, sin duda, nunca le
dieron.
Sin cejar en el empeño, dos años después procura armar una fragata en
Argel para alcanzar España con unos sesenta pasajeros. De nuevo una
delación, realizada por el renegado Blanco de Paz, hace fracasar la
empresa y Cervantes, otra vez, se declara el máximo responsable y se
entrega a Hasán, quien le perdona la vida y lo encarcela en sus propios
baños".
Desde luego, tan «ejemplar y heroica» conducta merece
toda nuestra admiración y elogios, pero ello no es óbice para ocultar lo
sorprendente que resulta el trato de favor dispensado por los turcos a
nuestro preso, máxime cuando andaba de por medio Hasán Bajá, de cuya
crueldad tenemos sobradas pruebas, dispuesto siempre a indultarlo y
capaz de pagarle a Dalí Mamí los 500 escudos de oro que pedía por él.
Razones hay evidentes para sospechar una relación personal muy especial
entre el cautivo y el gobernador de Argel, sin que conozcamos
exactamente de qué tipo, ni siquiera recurriendo a las maledicencias de
Juan Blanco de Paz. En modo alguno podemos dar por sentada la hipótesis,
tan aireada recientemente a la búsqueda del sensacionalismo, de que
Cervantes mantuviese relaciones homosexuales con Hasán, basándonos en su
oscura relación con las mujeres y en la condición sodomítica del
segundo. De cualquier modo, «tanto monta, monta tanto...».
Sea
de ello lo que fuere, lo cierto es que, pese a las calamidades,
encontró tiempo para redactar algunos poemas laudatorios, dedicados a
dos compañeros de esclavitud (Bartolomeo Ruffino y Antonio Veneziano) y,
en caso de que fuese suya, la "Epístola a Mateo Vázquez". Por fin, el
19 de septiembre de 1580, cuando Cervantes estaba a punto de partir en
la flota de Hasán Bajá hacia Costantinopla, los trinitarios fray Juan
Gil y fray Antón de la Bella pagan el monto del rescate y nuestro autor
queda en libertad. El 27 de octubre llega a las costas españolas y
desembarca en Denia (Valencia): su cautiverio ha durado cinco años y un
mes.
Se encuentra en Madrid con una familia arruinada e intenta en
seguida valerse de las «cartas de recomendación» para conseguir algún
nombramiento oficial, pero no logra sino una oscura misión en Orán,
llevada a cabo a mediados de 1581, desde donde se traslada a Lisboa para
dar cuenta a Felipe II del resultado. No ceja en su aspiración a alguna
vacante en Indias y, en 1582, dirige una solicitud a Antonio de Eraso,
que le es denegada. Nunca le serían recompensados sus méritos militares.
Pese
a ello, estos son años relativamente felices y aun triunfales. Con la
alegría del regreso y el orgullo imperialista, Cervantes se dedica de
lleno a las letras. Se integra perfectamente en el ambiente literario de
la Corte, mantiene relaciones amistosas con los poetas más destacados
(Laýnez, Figueroa, Padilla, etc.) y se dedica a redactar La Galatea -donde
figuran como personajes buena parte de estos autores-, que vería la luz
en Alcalá de Henares, en 1585. Simultáneamente, sigue de cerca la
evolución del teatro, acelerada por el nacimiento de los corrales de
comedias, y se empapa en la obras de Argensola, Cueva, Virués, etc.,
llevando a cabo una actividad dramática muy fecunda no ajena al éxito:
"compuse
en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se
recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa
arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas" (prólogo a Ocho comedias).
De ellas sólo conservamos El trato de Argel, La Numancia y, si admitimos su paternidad, la recién atribuida Conquista de Jerusalén. También conocemos un contrato firmado en 1585 con Gaspar de Porres, referente a dos piezas perdidas: El trato de Constantinopla y La Confusa.
Entre
tanto, queda tiempo para el amor. A través del mundillo teatral, se
relaciona con Ana de Villafranca, o Ana Franca de Rojas (casada con
Alonso Rodríguez, que tenía taberna en la calle Tudescos), de quien
nacería, en 1584, la única descendiente de nuestro autor: Isabel, con el
tiempo apellidada de Saavedra. Pese a ello, Cervantes viaja en seguida a
Esquivias para entrevistarse con Juana Gaitán, viuda de su amigo Pedro
Laýnez, e intentar publicar sus obras. Allí conoce a Catalina de
Palacios, con cuya hija de diecinueve años, Catalina de Salazar, contrae
matrimonio, hacia sus treinta y ocho, el 12 de diciembre de ese mismo
año. De momento, se instala con su esposa en Esquivias, pero los viajes
continuos irán en aumento y, pasados tres años, el marido abandonará a
su esposa para no reunirse con ella definitivamente hasta principios del
XVII.
Tan largo período administrativo, lleno de sinsabores, lo aparta del quehacer literario: «Tuve otras cosas en que ocuparme, dejé la pluma y las comedias» (prólogo a Ocho comedias),
pero sólo relativamente. El escritor se mantiene en activo: como poeta,
sigue cantando algunos de los sucesos más sonados (odas al fracaso de
la Invencible, soneto al saqueo de Cádiz o «Al túmulo de Felipe
II» y numerosas composiciones sueltas aparecidas en obras de otros
autores); como dramaturgo, se compromete en 1592 con Rodrigo Osorio a
entregarle seis comedias, que no cobraría si no resultaban de las
mejores, entre las cuales han de contarse varias de las incluidas en el
tomo de 1615; como novelista, redacta varias novelas cortas (El cautivo, Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño, etc.) y, mucho más importante, esboza nada menos que la primera parte del Quijote y, quizá, el comienzo del Persiles.
Ello explica su increíble fecundidad editorial en los últimos años de
su vida. Con el comienzo de siglo, Cervantes se despide de Sevilla y
sólo sabemos de él que anda dedicado de lleno al Quijote, seguramente espoleado por el éxito alcanzado por Mateo Alemán con la primera parte del Guzmán de Alfarache
(1599). El hecho es que en 1603 el matrimonio Cervantes se instala en
Valladolid, nueva sede de la Corte con Felipe III, en el suburbio del
Rastro de los Carneros, junto al hospital de la Resurrección, rodeado de
la parentela femenina: sus hermanas Andrea y Magdalena, su sobrina
Constanza, hija de la primera, su propia hija Isabel y, por añadidura,
una criada, María de Ceballos. Todas estaban bien experimentadas en los
desengaños amorosos, aunque debidamente cobrados, con los hombres. Cabe
pensar que el escritor, sin oficio ni beneficio, se refugiase al arrimo
de sus parientas, pero eso no autoriza a hablar de gineceos ni de
comercios carnales, como últimamente se viene postulando.
A principios de 1605, de forma un tanto precipitada, ve la luz El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha,
en la imprenta madrileña de Juan de la Cuesta, a costa de Francisco de
Robles, con un éxito inmediato y varias ediciones piratas, por lo que
Juan de la Cuesta inicia la segunda edición al poco tiempo. Pero la
alegría del éxito se vería turbada en seguida por un nuevo y breve
encarcelamiento, ahora ordenado sediciosamente por el alcalde
Villarroel, motivado por el asesinato de Gaspar de Ezpeleta a las
puertas de los Cervantes, en cuyo proceso la familia queda acusada de
llevar vida licenciosa ("Las Cervantas").
De nuevo tras la
Corte, Cervantes se traslada a Madrid en 1606, donde luego se instalará
en el barrio de Atocha. Todavía queda mucha literatura por publicar,
pero la edad empieza a no estar ya «para burlarse con la otra vida» (prólogo a las Novelas ejemplares).
Se dedica exclusivamente a escribir y pronto ingresa en la Congregación
de los Esclavos del Santísimo Sacramento del Olivar, mientras que la
muerte se ceba en sus parientes: Andrea, Magdalena e Isabel Sanz, su
nieta, mueren en torno a 1609. Tan sólo intenta, en 1610, acompañar al
conde de Lemos a Nápoles, pero Lupercio Leonardo de Argensola, encargado
de reclutar la comitiva, lo deja fuera, lo mismo que a Góngora. Tan
sólo queda la recta final: un par de mudanzas, primero a la calle
Huertas y luego a la de Francos, la asistencia a las academias de moda,
como la del conde de Saldaña, en Atocha, y el ingreso en la Orden
Tercera de San Francisco.
Amparado en su prestigio como novelista, se centra
pacientemente en su oficio de escritor y va redactando gran parte de su
producción literaria, aprovechando títulos y proyectos viejos. Tras ocho
años de silencio editorial desde la publicación de la novela que lo
inmortalizaría, publica una verdadera avalancha literaria: Novelas ejemplares (1613), Viaje del Parnaso (1614), Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados (1615) y Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (el mismo año). La lista se cerraría, póstumamente, con la aparición, gestionada por Catalina, de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional (1617).
Pero
Cervantes estaba gravemente enfermo de hidropesía y, en 1616, sus días
tocaban ya a su fin: el 18 de abril recibe los últimos sacramentos; el
19 redacta, «puesto ya el pie en el estribo», su último escrito: la sobrecogedora dedicatoria del Persiles; el 22, poco más de una semana después que Shakespeare, el autor del Quijote
fallece y es enterrado al día siguiente, con el sayal franciscano, en
el convento de las Trinitarias Descalzas de la actual calle de Lope de
Vega. Sus restos mortales se perdieron, pero «dejónos harto consuelo su memoria» y su literatura.
Obra
Sin afanes de polígrafo, Miguel de Cervantes cultivó los tres grandes géneros literarios -poesía, teatro y novela- con el mismo empeño, aunque con resultados bien distintos. La historia literaria ha respetado siempre la evaluación adelantada por sus contemporáneos: fue menospreciado como poeta, cuestionado como dramaturgo y admirado como novelista.
Sin afanes de polígrafo, Miguel de Cervantes cultivó los tres grandes géneros literarios -poesía, teatro y novela- con el mismo empeño, aunque con resultados bien distintos. La historia literaria ha respetado siempre la evaluación adelantada por sus contemporáneos: fue menospreciado como poeta, cuestionado como dramaturgo y admirado como novelista.
Poesía.
La
producción poética cervantina ocupa un espacio considerable en el
conjunto de su obra, se halla diseminada a lo largo y ancho de sus
escritos y recorre su biografía desde sus inicios literarios hasta el Persiles.
Responde a una vocación profunda, cultivada ininterrumpidamente, aunque
no siempre con la inspiración necesaria, según dejó sentado el propio
poeta en el Viaje del Parnaso:
"Yo, que siempre trabajo y me desvelo
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo".
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo".
Dejando
de lado los poemas incluidos en las obras mayores, donde no escasean
los logros ocasionales, está integrada por numerosas composiciones
sueltas, normalmente de circunstancias (conmemorativas, fúnebres,
laudatorias o satírico-burlescas), y por un largo poema menipeo con
perfiles auto biográficos: el Viaje del Parnaso.
Las
poesías sueltas se inician con cinco piezas, de corte garcilasista,
dedicadas a Isabel de Valois: un soneto (1567) laudatorio por el
nacimiento de su hija Catalina («Serenísima reina, en quien se halla»),
y los cuatro poemas conmemorativos de su muerte, publicados por López
de Hoyos en 1569, entre los que destaca una larga elegía («¿A quién irá mi doloroso canto»).
A los años del cautiverio corresponden dos sonetos laudatorios, no
carentes de habilidad, dedicados a los italianos Bartolomeo Ruffino di
Chiambery («¡Oh cuán claras señales habéis dado») y a Antonio Veneziano («Si, ansí como de nuestro mal se canta»), y la celebrada "Epístola a Mateo Vázquez" («Si el bajo son de la zampoña mía»),
en tercetos encadenados logradísimos, aunque no está nada clara su
atribución. Tras su regreso, el poeta no escatimaría nunca poemas
laudatorios destinados a las obras de sus amigos (Juan Rufo, López
Maldonado, Alonso de Barros, Pedro de Padilla... e incluso a Lope de
Vega), que no ofrecen mayor interés. Mucho más logradas están las dos
canciones dedicadas a la Invencible (1588), todavía impregnadas de imperialismo («Bate, Fama veloz, las prestas alas» y «Madre de los valientes de la guerra»), y el acabado romance pastoril de "Los celos" («Hacia donde el sol se pone»). Las joyas de este conjunto están representadas por dos sonetos de trasfondo histórico y de tono burlesco: uno («Vimos en julio otra Semana Santa»)
dedicado a ridiculizar la entrada de las tropas españolas en Cádiz, en
1596, al mando del duque de Medina-Sidonia, cuando ya se habían retirado
los ingleses, tras haber saqueado a la ciudad durante veinticuatro
días; otro («¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza»),
reputado por Cervantes como «honra principal de mis escritos», no menos
irreverente, destinado a poner en solfa la majestuosidad del túmulo
levantado en Sevilla en 1598 con motivo de la muerte de Felipe II (un «valentón» allí presente reacciona así: «Esto
oyó un valentón y dijo: -¡Es cierto / lo que dice voacé, seor soldado,
/ y quien dijere lo contrario miente! / Y luego encontinente / caló el
chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada»).
El Viaje del Parnaso (1614) es el único poema narrativo extenso de Cervantes. Hecho a imagen y semejanza del Viaggio di Parnaso (c.
1578), de Cesare Caporali di Perugia, como declara el propio autor, se
inscribe en la tradición satírico-alegórica menipea, de ascendiente
clásico, medieval y erasmista. Narra autobiográficamente, en ocho
capítulos, un viaje fantástico al monte Parnaso, a bordo de una galera
capitaneada por Mercurio, emprendido por muchos poetas buenos con el fin
de defenderlo contra los poetastros. Reunidos allí con Apolo, salen
victoriosos de la batalla y el protagonista regresa mágicamente a su
morada. La aventura se completa con la "Adjunta al Parnaso", donde
Pancracio de Roncesvalles entrega a Miguel dos cartas de Apolo con las
que se cierra la adenda. Realmente, el viaje alegórico se rellena con la
enumeración y evaluación de unos ciento treinta poetas contemporáneos,
tal y como se había hecho en el «Canto de Calíope» de La Galatea, mientras que la "Adjunta" incluye unas «ordenanzas», al modo quevedesco, contra los poetas.
Lo
importante es notar, por un lado, que la primera persona responde a un
planteamiento claramente pseudoautobiográfico, imbuido de evocaciones
relacionadas con la vida de su autor, gracias a las cuales el Viaje
termina convertido en un verdadero testamento literario y espiritual;
por otro, que el poema despliega, como obra de madurez, los mejores
recursos literarios cervantinos: humor, ironía, perspectivismo, etc.
Teatro
Comedias y tragedias.
También el teatro fue cultivado por Miguel de Cervantes con asiduidad y empeño vocacional: «desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula» (Quijote,
II, 11). Se dedica a él desde sus inicios literarios, tras volver del
cautiverio, hasta sus últimos años, de modo que la cronología de sus
piezas abarca desde comienzos de los 80 hasta 1615, dejando escasos
períodos inactivos. No obstante, la mayoría de estudiosos tiende a
agrupar sus creaciones en dos o tres épocas, separadas por la etapa
andaluza como recaudador y por los años dedicados a la publicación del
primer Quijote. Realmente se trata de una ocupación permanente,
siempre a vueltas con empresarios y libreros, sobre la que sólo puede
asegurarse la diferente aceptación recibida: si en los comienzos se vio
aplaudida y coronada por el éxito (La Numancia y El trato de Argel, al menos), al final sería rechazada y confinada a la imprenta (Ocho comedias y ocho entremeses). Al menos, así lo cuenta el propio dramaturgo:
"Se vieron en los teatros de Madrid representar Los tratos de Argel, que yo compuse; La destruición de Numancia y La batalla naval
[...]; compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que
todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni
de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni
barahúndas. Tuve otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las
comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega,
y alzóse con la monarquía cómica [...]. Algunos años ha que volví yo a
mi antigua ociosidad, y, pensando que aún duraban los siglos donde
corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias, pero no hallé
pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me
las pidiese [...]. En esta sazón me dijo un librero que él me las
comprara si un autor de título no le hubiera dicho que de mi prosa se
podía esperar mu cho, pero que del verso, nada [...]. Aburríme y
vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te
las ofrece (prólogo a Ocho comedias)".
Desafortunadamente, de aquellos tiempos gloriosos sólo se nos han conservado los dos títulos ya mencionados y, si es suya, La conquista de Jerusalén,
recientemente descubierta y atribuida a Cervantes. Hay que recurrir a
los contratos con Porres y Osorio y a otros pasajes del autor para
ampliar la lista de supuestos títulos, hoy perdidos: El trato de Costantinopla y muerte de Selim, La confusa, La gran turquesca, La batalla naval, La Jerusalén, La Amaranta o la del mayo, El bosque amoroso, La Única, La bizarra Arsinda y El engaño a los ojos.
Claro que cabe la posibilidad de que algunos estén remozados en el
volumen de 1615. Aunque no suman las veinte ni las treinta, unidas a las
ocho impresas y a los entremeses, dan una idea clara de la atención
prestada por Cervantes al género.
Paralelamente, la crítica suele
asociar esa periodización a una trayectoria preceptiva que evolucionaría
desde el apego a las reglas clásicas, tal y como se postulan y
defienden en el Quijote (I, 48), hasta la aceptación del Arte nuevo impuesto por Lope de Vega, como parece reconocerse al comienzo de la II jornada del Rufián dichoso.
Muy al contrario, ni clásico ni novel, Cervantes abordó el teatro
siempre con afanes de renovación artística, llegando a presumir de las
innovaciones que él mismo introdujo,
"Me atreví a reducir las
comedias a tres jornadas, de cinco que tenían; mostré, o, por mejor
decir, fui el primero que representase las imaginaciones y los
pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con
general y gustoso aplauso de los oyentes" (prólogo a Ocho comedias).
y
nunca claudicó ni ante la cerrazón de los preceptos propia de los años
80, ni ante las arbitrariedades estéticas de los nuevos tiempos. Las
licencias aceptadas en el Rufián se explican por necesidades genéricas: «una [jornada] de su vida libre, / otra de su vida grave, / otra de su santa muerte / y de sus milagros grandes» (vv. 1293-96).
El
resultado sería un conjunto de buceos experimentales, siempre
diferentes y singulares, atentos a dar con una fórmula capaz de competir
con la comedia nueva. El gran novelista no acabaría de conseguirlo
nunca, pero sí nos legó una serie de piezas, un tanto heterogéneas,
donde figuran la tragedia, la tragicomedia y la comedia; y dentro de la
última, de cautivos, de santos, caballerescas, de capa y espada, etc.
Por orden de antigüedad, abren la serie las dos piezas sueltas representadas en la primera época. La más antigua, el Trato de Argel, es una tragicomedia de cautivos ambientada en un trasfondo histórico y costumbrista («trasunto / de la vida de Argel y trato feo»,
vv. 2534-35), de cuño autobiográfico, que se ve animado por la doble
intriga amorosa de Aurelio-Silvia e Yzuf-Zahara. Mucho más relevante es
la Tragedia de Numancia, acaso la mejor del género por aquellos
años, donde las fuentes históricas (Apianno, Morales, Valera) sobre el
cerco se adoban con motivos literarios (Farsalia, Laberinto de Fortuna, Araucana)
y se enriquecen ya con vivencias individuales ficticias (madre e hijos,
pareja de enamorados, dos amigos), ya con proyecciones alegóricas como
el Duero o España. Así, el tema de la libertad defendida a ultranza sale
al escenario en multitud de episodios que lo abordan a diferentes
escalas: individual, comunitaria, nacional y universal, pero siempre
heroicamente. Por eso ha sido tan recurrida en situaciones políticas
equiparables.
Cronologías inciertas al margen, el tomo de Ocho comedias viene presidido por El gallardo español, otra comedia de cautivos «cuyo principal intento / ha sido mezclar verdades / con fabulosos intentos»
(vv. 3132-34); es decir: la resistencia de don Martín de Córdoba en
Mazalquivir y Orán, contra el asedio moro, con los enredos amorosos
protagonizados por Alimu zel-Arlaja y don Fernando-Margarita. Don
Fernando servirá como hilo conductor de la mezcla, un tanto novelesca,
en la que destaca la comicidad de Buitrago. La casa de los celos y selvas de Ardenia -acaso refundición de El bosque amoroso-,
no pasa de torpe incursión, sin mayor mérito que su complicada tramoya,
en el mundo caballeresco y pastoril, cuyos motivos mas tópicos se
representan en escenarios alegórico-mitológicos, poblados por Reinaldos,
Rústico, Merlín, Cupido o Castilla. Los baños de Argel se nos presentan extraídos de la cantera histórica: «No de la imaginación / este trato se sacó, / que la verdad lo fraguó / bien lejos de la ficción» (vv. 3082- 85), como ocurría en el Trato de Argel,
del que dependen directamente. Pero ahora la distancia ha permitido
centrarse en lo estético, acudiendo a modelos librescos, para trazar una
acción dinámica y bastante entretenida. El rufián dichoso
destaca por ser la única incursión cervantina en la comedia de santos y
por el entreacto teórico (vv. 1208-1312) que abre la jornada II,
destinado a justificar la alteración de las unidades impuesta por el
asunto hagiográfico: la conversión de un joven rufián sevillano que
termina como prior en un convento de Méjico y es enterrado en olor de
santidad. Amparándose en las fuentes cronísticas, Cervantes logra evitar
la inverosimilitud y escalonar perfectamente la evolución interior del
personaje en las tres jornadas. La primera, en la Sevilla de Rinconete y Cortadillo y con las gentes del Rufián viudo, destacan sobre las otras dos por su frescura, por su verdad y por su riqueza lingüística. La gran sultana doña Catalina de Oviedo, acaso reelaboración de La gran Turquesca,
nos devuelve al ambiente oriental del cautiverio para centrarse en el
enamoramiento casi bufo que el Gran Turco tributa a Catalina de Oviedo:
está dispuesto a contraer matrimonio dejándola seguir su fe. La parodia
bufa se enriquece con motivos literarios, como los enredos entre Clara y
Lamberto, y con la cuidada elaboración de Madrigal, casi un «gracioso»
al modo de la comedia nueva. También el Laberinto de amor podría
entenderse como adaptación de una obra temprana: La Confusa, reputada
por Cervantes como «buena entre las mejores» dentro de las «comedias de
capa y espada» ("Adjunta al Viaje del Parnaso"). Pese a ello, no pasa de
escenificar «disparates» y «marañas» (vv. 3076-77) de amor
caballeresco, ciertamente organizadas en confusión laberíntica:
Dagoberto-Rosamira, Manfredo-Julia y Anastasio-Porcia, protagonizan tres
intrigas, situadas en el mismo plano, sin que ninguna opere como acción
principal organizadora del conjunto. Mucho más interesante es La entretenida, también de capa y espada, pensada como parodia de los tópicos propios del arte nuevo: «que acaba sin matrimonio / la comedia Entretenida»
(vv. 3086-87). Con esa meta, toda la intriga depende del engaño como
eje central, en torno al que se elaboran una serie de variantes: el
equívoco de Marcela, que se cree amada por su propio hermano, y de don
Ambrosio, que confunde al destinatario de su pasión; la impostura de
Cardenio, que usurpa la personalidad de don Silvestre de Almendárez, con
tal de ganarse a Marcela, y el doblez de Cristina, que incita
simultáneamente a Ocaña, Torrente y Quiñones. En fin, Pedro de Urdemalas cierra el volumen porque, además de cuestionar la fórmula de Lope de Vega, supera sus convenciones: «Destas impertinencias y otras tales / ofreció la comedia libre y suelta»
(3177-78). En efecto, aquí no hay parejas de amantes ni de criados al
servicio de lances convencionales que suelen acabar en boda («y verán que no acaba en casamiento»,
v. 3169), sino un personaje folklórico central con las suficientes
dotes de tracista como para armonizar un sin fin de episodios
multiformes: consultas iniciales en retablo entremesil, vida de los
gitanos, peripecia vital de Belica, festividad de San Juan,
representación final, etc. Es el mejor Cervantes, aquí capaz incluso de
adobar sus más diversas experiencias literarias, ofreciendo ecos de La Gitanilla, El coloquio de los perros, los juicios sanchopancescos en Barataria del Quijote, La guarda cuidadosa, La elección de los alcaldes de Daganzo, etc.
Entremeses.
Capítulo aparte
merecen los ocho entremeses, aunque tampoco fueran representados. Las
«reglas» al margen, Cervantes los aborda en absoluta libertad, tanto
formal como ideológica, desplegando por entero su genialidad creativa
para ofrecernos auténticas joyitas escénicas, cuya calidad artística
nadie les ha regateado. Logra ocho «juguetes cómicos», protagonizados
por los tipos ridículos de siempre (bobos, rufianes, vizcaínos,
estudiantes, soldados, vejetes, etc.) y basados en las situaciones
convencionales, pero enriquecidos y dignificados con lo más fino de su
genio creativo (ironía, vida-literatura, apariencia-realidad...), de
modo que salen potenciados hasta alcanzar cotas magistrales de
trascendencia ilimitada. Entre burlas y veras, con la permisividad
inherente al cuadro bufo, el manco de Lepanto no deja de poner en solfa
los más sólidos fundamentos de la mentalidad áurea.
Así, la
relación matrimonial se aborda desde múltiples perspectivas siempre
irrisorias, pero sin olvidar su lado más oscuro: cuatro parejas
ridículas desfilan ante El juez de los divorcios, sin conseguir la separación, pese a que sus matrimonios son verdaderos infiernos, por aquello de que «más vale el peor concierto / que no el divorcio mejor»; Trampagos es objeto de lamentaciones bufonescas, debido a su viudez, en El rufián viudo, lo que se aprovecha para dar vida al personaje quevedesco de Escarramán («Ya salió de las gurapas / el valiente Escarramán»); un soldado andrajoso y un sota-sacristán bobo pretenden casarse con una doncellita, ofreciéndole presentes ridículos, en La guarda cuidadosa,
que se nos ofrece como divertidísima parodia del viejo tópico de las
armas y las letras; pero, curiosamente, Cristina elige al sacristán por
razones económicas («Ya no se estima el valor, / porque se estima el dinero»), en tanto que el soldado queda: «sólo en los años viejo, / y se halla sin un cuarto / porque ha dejado su tercio»; La cueva de Salamanca
se maneja como escenario folklórico singularmente idóneo para dar vida a
las trapacerías de un estudiante tracista y un «sacridiablo» contra el
pobre Pancracio, arquetipo del cornudo y contento tradicional; en fin,
la malicia de una vecina posibilita la burla cruel que se le hace a
Cañizares en El viejo celoso cuando, víctima de sus celos, como El celoso extremeño, atiende tras la puerta al adulterio de su esposa Lorenza («¡Si supieses qué galán me ha deparado la buena suerte! Mozo, bien dispuesto, pelinegro, y que le huele la boca a mil azahares»). Más inocuo desde este punto de vista, El vizcaíno fingido trasciende las gracias lingüísticas del tipo zafio para ofrecer un timo elaboradísimo desde el punto de vista escénico.
En
otro orden de cosas, tras la ridícula defensa que hacen de sus méritos,
ninguno de los candidatos (Berrocal, Humillos, Jarrete y de la Rana)
obtiene la vara en La elección de los alcaldes de Daganzo, pues
ésta queda interrumpida por la aparición de un sotasacristán que acaba
manteado; añádanse dos detalles al desenlace abierto: Pedro de la Rana
sostiene un programa ejemplar, donde se denuncian las arbitrariedades de
la justicia («mi vara no sería tan delgada / como las que se usan de ordinario»), y es el brazo eclesiástico el que interfiere en el gobierno de la «república» («¿Quién te mete / a ti en reprehender a la justicia? / ¿Has tú de gobernar a la república?»). Y todo por este camino, para llegar al final con el Retablo de las maravillas,
que se alza como la pieza maestra indiscutible de la serie por su
interés tanto estético como ideológico: el mayor de los puntales de la
sociedad barroca, la pureza de sangre, o si se prefiere, la condición de
cristiano viejo, se echa por tierra, y aun se reduce a la nada, cuando
de ella depende la contemplación («que ninguno puede ver las cosas que en él [retablo] se muestran, que tenga alguna raza de confeso»)
de un fantástico retablo, fabricado por el sabio Tontonelo, donde no
hay más espectáculo que el representado por los espectadores, víctimas
estúpidas de sus prejuicios casticistas, aunque no por ello dejan de
anular los límites entre realidad y ficción, sobre todo cuando confunden
a un Furrier con una marioneta («dice el Alcalde que lo que manda Su Majestad lo manda el sabio Tontonelo»).
Narrativa.
Si
en materia poética y teatral sus méritos resultan cuestionables, cuando
de la novela se trata, Miguel de Cervantes está considerado,
sencillamente, como el creador de la novela moderna. En este género, sin
acotar por las poéticas, encontraría el espacio suficiente para plasmar
su compleja visión de las cosas, acertando de lleno en la elaboración
de una fórmula literaria magistral, ya reconocida por sus contemporáneos
y admirada por los mejores novelistas universales de todos los tiempos.
En ella cuajarían sus títulos más grandiosos: tras la concesión a la
moda pastoril de La Galatea (1585), El ingenioso hidalgo (1605), las Novelas ejemplares (1613), la Segunda parte del ingenioso caballero (1615) y, póstumamente, la Historia de los trabajos de Persiles y Sigismunda
(1617). El genial escritor había hallado, por fin, su acomodo
intelectual y, consciente de ello, renovó todos los géneros narrativos
de su tiempo (caballeresca, pastoril, bizantina, picaresca, cortesana,
etc.), atreviéndose, incluso, a «competir con Heliodoro», el novelista
griego por antonomasia.
Para llevar a cabo tan ambiciosa empresa
no contaba con más guía que su genio creativo, pues la novela se
entendía por entonces a la italiana, como relato breve, y no estaba
contemplada teóricamente en las retóricas. La fórmula novelesca empleada
hay que ir a buscarla a sus propias obras, y no pasa de unas cuantas
claves que han sido inteligentemente sistematizadas por Riley: verismo
poético de los hechos, admiración de los casos, verosimilitud de los
planteamientos, ejemplaridad moral, decoro lingüístico, etc. Son los
mismos principios, por otro lado, que rigen en el resto de sus
creaciones, siempre situadas en esa franja mágica que queda a caballo
entre la vida y la literatura, la verdad y la ficción, la moral y la
libertad... Sin más recursos, Cervantes inventa un realismo fascinante,
bautizado por Blanco Aguinaga como «prismático», donde sólo se
salvaguarda el perspectivismo y la libertad de enfoque de quien habla,
para mayor asombro y convencimiento de los que escuchamos.
La Galatea.
La Galatea responde ya a ese universo creativo, aunque, obra
primeriza, lo ofrece sólo en esbozo. En buena medida, supone una
concesión al género de moda, los «libros de pastores» que llama López
Estrada, cuando el recién rescatado, que se codea con el mundillo
literario de los años 80, se adentra en la literatura dispuesto a
publicar su primer libro. En la línea de la bucólica clásica, con
Teócrito y Virgilio a la cabeza, pasando por las églogas renacentistas, y
a la zaga de La Arcadia de Sannazaro, el género había alcanzado gran éxito en castellano gracias a las novelas de Montemayor (La Diana, 1559), Gil Polo (La Diana enamorada, 1564) o Gálvez de Montalvo (El pastor de Fílida, 1582). Cervantes se adentra en él, con ganas y entusiasmo, para ofrecernos sólo la Primera parte de una historia que nunca continuaría, aunque no dejó de anunciar su segunda parte (así, en los prólogos de Ocho comedias y Quijote II), incluso desde el lecho de muerte (dedicatoria al Persiles). Lo que sí haría es retomar ocasionalmente el mundo pastoril en varios pasajes del Quijote
(Grisóstomo y Marcela, I, 11-14, o la «Arcadia fingida», II, 58), cuyo
protagonista moriría con las ganas de convertirse en el pastor Quijotiz,
en la Casa de los Celos o en el Coloquio de los perros.
La
novela entera gira en torno a la pastora Galatea, de cuya hermosura y
honestidad están enamorados dos amigos, Elicio y Erastro, sin que
ninguno de ellos pase de manifestarle su admiración a lo largo de toda
la obra, hasta que, al final, su padre decide casarla con un portugués y
el más favorecido, Elicio, se muestra dispuesto a impedirlo por la
fuerza. Ese argumento, estático y antinovelesco donde los haya, se
rellena con multitud de peripecias incorporadas por los muchos
personajes que van llegando al escenario bucólico, cada uno de los
cuales relata su peripecia vital (Lisandro-Leonida, Artidoro-Teolinda,
Timbrio-Nísida, etc.). Además, se completa con un largo debate
filosófico sobre el amor, mantenido por Tirsi y Lenio (IV), donde se
airea la filosofía del amor propia del humanismo renacentista imperante,
y con el «Canto de Calíope» (VI), especie de censo actualizado de los
poetas españoles distribuido por regiones (Castilla, Andalucía, Aragón,
Valencia, etc.). Por supuesto, el conjunto se agranda y adorna con el
«cancionero», de corte marcadamente garcilacista y petrarquista, que
constituyen las cerca de noventa composiciones poéticas recitadas por
los personajes, y con la égloga incluida en el libro III.
Evidentemente, Cervantes se atiene en buena medida a los patrones ideológicos y compositivos más típicos del género:
a) Recrea el locus
idílico inherente a la pastoral, aquí ubicado a las orillas del Tajo,
donde impera una concepción del amor neoplatónica (amor, belleza, Dios) y
petrarquista (sentimiento, contrastes), dependiente de los tratados de
León Hebreo (Diálogos de amor) y de Pietro Bembo (Los Asolanos).
b)
Practica su «clave» histórica, facilitando la identificación real de
varios personajes, entre los que se encuentra el autor: Francisco de
Figueroa (Tirsi), Pedro Laínez (Damón), Cervantes (Lauso), Diego Hurtado
de Mendoza (Meliso), Luis Gálvez de Montalvo (Siralvo), Mateo Vázquez
(Larsileo), don Juan de Austria (Astraliano) y Felipe II («rabadán
mayor»).
c) Focaliza el relato en un escenario central, siempre
ocupado por los protagonistas (Galatea-Elicio), al que van entrando y
saliendo los personajes secundarios con los respectivas historias.
d)
Concibe la novela desde un enfoque misceláneo, capaz de albergar
disquisiciones filosóficas, églogas enteras, cancioneros poéticos y
capítulos de historia literaria.
e) Emplea un lenguaje marcadamente culto.
Pero
Cervantes llevaría para siempre las riendas de la novela, y ya desde
los comienzos abordó el género con aires de novedad, sin atenerse al
ciento por ciento a su configuración tradicional: ese mundo convencional
e idílico se ve turbado, al comienzo mismo, por el acuchillamiento de
Carino, llevado a cabo por Lisandro, inaugurando así una larga serie de
traiciones, venganzas y asesinatos un tanto extraños en el escenario
idílico; paralelamente, la decisión final del padre de Galatea de
casarla con un portugués añade una proyección política de oposición al
gobierno de Felipe II, impropia de la pastoril.
Así, en su configuración miscelánea, La Galatea
intenta plantear ya el problema vida/literatura, pero con resultado
fallido; en palabras de Avalle-Arce: «Hay demasiada literatura para que
esto pueda ser vida, y un exceso de vida que la aleja del idealismo del
género». No extraña que el propio autor, cuando el escrutinio del
Quijote (I, 6) la salvase del fuego sólo provisionalmente:
"Su
libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada:
es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda
alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega".
Muchos años después, Berganza casi la quemaría al parodiar su falta de realismo en el Coloquio de los perros.
La obra maestra de Cervantes y una de las más admirables
creaciones del espíritu humano. Es una caricatura perfecta de la
literatura caballeresca, y sus dos personajes principales, Don Quijote y
Sancho Panza, encarnan los dos tipos del alma española, el idealista y
soñador, que olvida las necesidades de la vida material para correr en
pos de inaccesibles quimeras, y el positivista y práctico, aunque
bastante fatalista. Esta apreciada joya de la literatura castellana ha
sabido conquistar al mundo entero, y es quizá, con la Biblia, la obra
que se ha traducido a más idiomas, pasando a ser sus personajes,
verdaderos arquetipos de categoría universal.
Las Novelas ejemplares.
Los «doce cuentos» incluidos en el tomo de las Novelas ejemplares de 1613 recogen una tarea narrativa que arranca muy de atrás; al menos algunos de ellos, Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño,
estaban ya escritos hacia 1600. Pero el Cervantes que los agrupa,
retoca y completa, cuatro años antes de su muerte, es ya el autor del
Quijote. Seguro de su talla como prosista de creación, despliega en
ellos un muestreo novelesco de lo más variopinto que nos ofrece -no sin
alardes- con aires de primicia desde su prólogo: «yo soy el primero
que he novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella
andan impresas todas son traducidas de lenguas estranjeras, y éstas son
mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró, y las
parió mi pluma». Además, parecen concebidas con un marcado afán de ejemplaridad: «y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso». Quizá se trate sólo de «doce cuentos ejemplares», lo mismo que el Quijote
era una simple parodia de los libros de caballerías; pero, salidos de
la pluma del Cervantes maduro, las complicaciones son muchas.
El volumen comprende, en efecto, doce títulos (La Gitanilla, El amante liberal, Rinconete y Cortadillo, La española inglesa, El licenciado Vidriera, La fuerza de la sangre, El celoso estremeño, La ilustre fregona, Los dos doncellas, La señora Cornelia, El casamiento engañoso y La de los perros Cipión y Berganza),
pero el último de ellos está engastado en el anterior de forma
indisoluble: el Coloquio se inserta como lectura llevada a cabo por uno
de los personajes del Casamiento, de modo que éste se cierra una
vez terminado aquél. Realmente se trata de once novelitas, que se
ofrecen como doce para cuadrar el número y, más posiblemente, para dotar
de verosimilitud al juego de espejos perspectivístico logrado con en
engaste: el licenciado Peralta lee, desde el Casamiento, la
transcripción hecha por un alférez sifilítico de la conversación
mantenida por dos perros, Cipión y Berganza, durante una noche (Coloquio)
mientras él se hallaba convaleciente en un hospital. Da igual que los
perros hablasen o no: milagrosamente, la ficción se ha hecho verdad
literaria en la lectura. El título doce es la última novelita, pero el
volumen se cierra con el once.
Once o doce, el hecho es que los
títulos incluidos están pensados como muestreo genérico dentro de la
tradición italiana del relato breve. En sus páginas se recrea y se pasa
revista a casi todas las modalidades propias de esa corriente:
bizantina, picaresca, gnómica, cortesana, lucianesca, etc.
Aparentemente, son relatos independientes, escritos al margen de la
colección, que suelen clasificarse por sus planteamientos idealistas o
realistas, por sus temas (amor, matrimonio, picaresca) o por su lenguaje
más o menos culto, cuando no se arbitran distribuciones matemáticas
rayanas en la incoherencia. Sin embargo, las novelitas parecen estar
presididas por un marco implícito que establece múltiples
interrelaciones (simetrías, variaciones o contrastes) entre ellas, ya
sean genéricas, temáticas, ambientales, lingüísticas, etc. Todas ellas
se verán recapituladas en el Coloquio de los perros, al que llegan ecos de La Gitanilla, del Rinconete, de la Ilustre, etc., para hacernos volver a considerar la «mesa de trucos» que supone la colección y su compleja organización laberíntica.
Así distribuidos, los doce relatos responden al patrón de la novella
italiana, aquí recreada con afanes de verdadera renovación literaria.
De resultas, el género breve sale enriquecido y dignificado, pues, sin
esquivar las situaciones moralmente comprometidas que le eran propias,
se plantean y resuelven siempre de manera «ejemplar». Es una
ejemplaridad -y en ella radica la piedra de toque del volumen- un tanto
peculiar: atendemos a toda suerte de engaños, traiciones, violaciones y
actos inmorales en general, los cuales atentan directamente contra la
moral establecida en la época y, desde luego, contra la finalidad de la
literatura fijada en Trento. Hay que denominarla, si queremos
comprenderla, simplemente «cervantina»: ambigua, irónica y eutrapélica,
desde un punto de vista moral; admirable y verosímil, desde un enfoque
estético. Nada es lo que a primera vista parece, y todo puede terminar
siendo lo que nos parece, pero siempre quedaremos admirados por lo
extraordinario de los ejemplos y convencidos por la credibilidad de los
planteamientos. Los doce cuentos ofrecen, ante todo, una ejemplaridad
estética, literaria y novelesca, magistralmente elaborada desde la ética
cervantina:
La Gitanilla conjuga el mundo nobiliario con el de los gitanos a
partir del caso inaudito ocurrido a su protagonista Preciosa: de origen
noble, es raptada en su niñez y criada entre gitanos hasta que su gracia
y belleza, «únicas y solas», provocan que se enamore de ella don
Juan de Cárcamo, llegando a hacerse gitano (Andrés Caballero) como
prueba de su amor. El amor sincero y puro de los jóvenes se va
aquilatando, entre los hurtos y libertades de los gitanos, hasta que se
descubre la verdad y los dos nobles se casan felizmente. El verdadero
amor, ajeno a conveniencias y apetitos, queda por encima de códigos
nobiliarios y de conductas gitanas: se alza como única verdad.
El amante liberal sublima otro caso amoroso, protagonizado por
Ricardo y Leonisa, ahora en un ambiente de cautiverio y con un entramado
bizantino: tras las peripecias, apresamientos y parejas cruzadas que el
género exigía, el amante muestra su generosidad ofreciendo toda su
fortuna para rescatar a la amada, que luego ofrece liberalmente a
Cornelio, el prometido oficial. La grandeza del comportamiento de
Ricardo provoca que Leonisa se le entregue, más allá de convenciones,
incondicionalmente como esposa.
Rinconete y Cortadillo, aquí en versión retocada a partir del
texto Porras de la Cámara, representa el primer atentado de la colección
contra la poética del género picaresco, puesto de moda por el Lazarillo, el Guzmán o el Buscón:
frente al determinismo derivado del origen vil y al dogmatismo impuesto
por el punto de vista único, Cervantes opta por el diálogo festivo
mantenido por dos picaruelos, Rincón y Cortado, en ventas y caminos
hasta integrarse en el mundo del hampa sevillana. El pesimismo picaresco
se ve suplantado por la camaradería de dos pilluelos que acaba en
entremés cuando se integran en la cofradía de Monipodio: una
congregación, delictiva y piadosa, de hampones que cautiva por sus
ordenanzas, memoriales y registros lingüísticos de germanía.
La española inglesa retoma el asunto amoroso, en términos no
menos admirables que los anteriores, para desarrollarlo en un clima
sentimental propio del relato bizantino: Recaredo demuestra la grandeza
de su amor por Isabela combatiendo valientemente contra los turcos y
aceptándola incluso después de la deformación física que le produce un
envenenamiento provocado por la madre de Arnesto, un amante despechado.
Gracias a ello, termina casándose con la joven, ya vuelta a su belleza
inicial, cuando está a punto de hacerse monja. De nuevo, el amor sincero
triunfa asombrosamente, entre diversas peripecias, contra la intriga y
mezquindad.
El licenciado Vidriera entraña uno de los «ejemplos» más
sorprendentes y paradójicos: tras licenciarse en Salamanca, Tomás Rodaja
es envenenado por una prostituta, lo que provoca que pierda la razón y
llegue a creerse de vidrio («Vidriera»), dedicándose a decir verdades a
quien se topa, hasta que la recupera y termina, ya convertido en Tomás
Rueda, como soldado en Flandes. Por un lado, Cervantes explota el tema
de la locura con la finura propia del Quijote, aprovechándola
para endilgar multitud de dichos agudos, no carentes de mordacidad; por
otro, enfrenta armas y letras, recurriendo a las primeras como única
salida de quien fracasa, ya cuerdo, en las segundas, pese a haber sido
aplaudido cuando loco.
La fuerza de la sangre termina casando a un noble seductor,
Rodolfo, con la joven hidalga Leocadia, a la que había violado, todo
gracias a que el abuelo paterno reconoce al nieto nacido de la unión
cuando es herido fortuitamente. El planteamiento resulta convencional
donde los haya, pues el matrimonio final restaura la afrenta sufrida por
la joven, pero no deja de ser nítidamente cervantino: Rodolfo no acepta
el matrimonio por razones morales, sino incitado por la lujuria que en
él despierta la belleza de la joven.
El celoso extremeño, en la línea temática del Curioso impertinente y del Viejo celoso,
hace pagar al viejo indiano Carrizales las graves consecuencias de su
mezquindad: amparado en su riqueza y atenazado por los celos, somete a
su jovencísima esposa a un verdadero encarcelamiento en su
casa-fortaleza, lo que no evita que el joven Loaysa logre acceder a su
lecho causando un disgusto de muerte al vejestorio. Lo curioso es que,
al menos en la redacción definitiva, el adulterio ni siquiera se
consuma, pues Leonora logra oponerse al ofensor hasta el agotamiento:
ambos quedan dormidos. Por otro lado, Cervantes enriquece el tema de la
relación viejo-niña con múltiples referencias simbólicas de ascendencia
bíblica, musulmana y mitológica, que lo proyectan a una dimensión
universal.
La ilustre fregona, a imagen y semejanza de La Gitanilla,
se centra en el caso inaudito ocurrido a una muchacha de origen noble,
criada en los bajos fondos de un mesón: admirado por su belleza y buena
fama, un joven noble, Avendaño, se instala como sirviente, junto con su
amigo Carriazo, en el mesón con tal de poder manifestarle su amor
verdadero aun considerándola fregona; tras la anagnórisis de rigor, todo
acaba felizmente en boda. De nuevo, Cervantes logra desarrollar
verosímilmente una historia de amor puro y grandioso en un ambiente
marcadamente picaresco que aporta, de la mano de Lope Asturiano, buen
número de anécdotas adyacentes.
Las dos doncellas y La señora Cornelia participan del
mismo planteamiento comediesco y cortesano «de capa y espada»: la
primera, con ribetes bizantinos, refiere las peripecias de dos mujeres,
Teodosia y Leocadia, engañadas por el mismo hombre, Marco Antonio;
aunque el desenlace pasará por el consabido matrimonio, la novelita está
concebida como una verdadera «cuestión de amor». La segunda viene
definida en el texto como «trágica comedia»: gracias a la generosa ayuda
de dos estudiantes españoles, una joven madre soltera, Cornelia, logra
casarse con el padre de su hijo, que resulta ser el duque de Ferrara.
El casamiento engañoso, como ya adelantamos, cierra magistralmente el volumen, gracias al Coloquio de los perros,
que queda enmarcado en su seno: el alférez Campuzano cuenta al
licenciado Peralta cómo, metido a burlador de una dama supuestamente
rica, da con una harpía que lo deja trasquilado y contagiado de sífilis,
lo que le permite escuchar, mientras convalece, el Coloquio
mantenido por dos perros. Se nos permite atender a la lectura que del
mismo hace el licenciado: Cipión y Berganza, posibles hombres
convertidos en perros al nacer por una bruja, se ven dotados del don del
habla durante una noche que aprovechan para que Berganza de cuenta de
su vida, al hilo de las intervenciones y aun reconvenciones de Cipión.
El conjunto entraña uno de los mayores empeños experimentales del
Cervantes novelista, a la vez que supone uno de sus más acabados logros,
pues termina siendo una verdadera metanovela ejemplarmente construida:
lo que realmente nos llega es la lectura que un licenciado hace de un
cartapacio copiado por un alférez convaleciente, en el que se recoge la
conversación mantenida por dos perros nacidos de una bruja; no cabe
juego de espejos más complejo ni más brillante: bajo esas coordenadas,
absolutamente todo es posible, hasta el punto de que historia y
disparate se funden en cabal armonía. Pero, más deslumbrante todavía, la
vida de Berganza sigue de cerca los cánones de la «novela picaresca»,
aquí invalidados y trascendidos en el desarrollo dialogístico de dos
voces, una de las cuales se aprovecha para recortar las desviaciones
digresivas propias de aquélla. Gracias a ello, el Coloquio puede
adentrarse en ambientes pastoriles, delictivos, marginales... para
alzarse como verdadera «comedia humana»: la más realista y,
simultáneamente, la más disparatada.
El Persiles
Aunque publicados póstumamente (1617), Los trabajos de Persiles y Sigismunda bien pudieran ser empresa novelesca iniciada por Cervantes en la última década del XVI. En todo caso, la novela se cierra en el lecho de muerte, «puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte» (Dedicatoria), lo que significa que está acabada por quien se sabe y autoestima como el primer novelista de su tiempo; tanto, que no vacila en medirse con Heliodoro, el autor de Las Etiópicas o la «novela» por excelencia: «Los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza» (Prólogo a Novelas ejemplares). Sin duda, Cervantes pretendía desquitarse de la fama de novelista «cómico» que le había deparado el carácter risible del Quijote y se adentra en el «género bizantino» dispuesto a colmarlo de gravedad y trascendencia.
Aunque publicados póstumamente (1617), Los trabajos de Persiles y Sigismunda bien pudieran ser empresa novelesca iniciada por Cervantes en la última década del XVI. En todo caso, la novela se cierra en el lecho de muerte, «puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte» (Dedicatoria), lo que significa que está acabada por quien se sabe y autoestima como el primer novelista de su tiempo; tanto, que no vacila en medirse con Heliodoro, el autor de Las Etiópicas o la «novela» por excelencia: «Los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza» (Prólogo a Novelas ejemplares). Sin duda, Cervantes pretendía desquitarse de la fama de novelista «cómico» que le había deparado el carácter risible del Quijote y se adentra en el «género bizantino» dispuesto a colmarlo de gravedad y trascendencia.
A la zaga, pues, del «modelo griego», ya cultivado en castellano por Núñez de Reinoso (Clareo y Florisea), Jerónimo de Contreras (Selva de aventuras) o Lope de Vega (El peregrino en su patria),
Cervantes se atiene aquí a los cánones neoaristotélicos y
contrarreformistas propios del género bizantino: un «romance»
nítidamente cristiano, tridentino, basado en la figura central del
peregrino que se purifica moralmente en su continuo deambular viajero;
precisamente el modelo más próximo a la «novela ideal», tal y como se
perfila en la primera parte (cap. 47) del Quijote:
"Daban
largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la
pluma, descubriendo naufragios, tormentas, rencuentros y batallas;
pintando un capitán valeroso con todas las partes que para ser tal se
requieren, mostrándose prudente previniendo las astucias de sus
enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a sus soldados,
maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el
esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico
suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una
hermosísima dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero
cristiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón;
acá un príncipe cortés, valeroso y bien mirado; representando bondad y
lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de señores. Ya puede
mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente
en las materias de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse
nigromante, si quisiere. Puede mostrar las astucias de Ulixes, la piedad
de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor, las
traiciones de Sinón, la amistad de Eurialio, la liberalidad de
Alejandro, el valor de César, la clemencia y verdad de Trajano, la
fidelidad de Zopiro, la prudencia de Catón; y, finalmente, todas
aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre, ahora
poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos".
El
resultado es la azarosa peregrinación llevada a cabo por Persiles y
Sigismunda: dos príncipes nórdicos enamorados que, haciéndose pasar por
hermanos bajo los nombres de Periandro y Auristela, emprenden un viaje
desde el Septentrión hasta Roma con el fin de perfeccionar su fe
cristiana antes de contraer matrimonio. Como era de esperar, el viaje
está entretejido de multitud de «trabajos» (raptos, cautiverios,
traiciones, accidentes, reencuentros, etc.), enriquecidos y complicados
hasta el delirio por las historias de los personajes secundarios que van
apareciendo en el trayecto (Policarpo, Sinforosa, Arnaldo, Clodio,
Rosamunda, Antonio, Ricla, Mauricio, Soldino, etc.) y por las jugosas
descripciones de los escenarios -particularmente de los nórdicos-
geográficos.
No obstante, la novela está perfectamente unificada
tanto estructural como semánticamente. Por una parte, el viaje responde a
un itinerario bien preciso que arranca de la Isla Bárbara y termina en
Roma, pasando por Irlanda, Portugal y España; se nos ofrece distribuido
en cuatro libros, claramente agrupables en dos grandes bloques, con la
llegada a Lisboa como eje central: primero, las andanzas por los países
nórdicos (I y II); después, las correrías por el centro (III y IV). Por
otra, el recorrido que conduce a los personajes desde la Isla Bárbara
hasta Roma no es sólo geográfico, sino que está concebido simbólicamente
como peregrinación purificadora, en lo humano y en lo amoroso, que pasa
por distintos eslabones en la cadena del ser: desde el barbarismo
salvaje de los nórdicos, hasta el pontífice romano; desde la lujuria
brutal, hasta el matrimonio cristiano. En definitiva, todo se integra
literariamente en un «camino de perfección» que no puede terminar sino
en Dios: «Nuestras almas [...] siempre están en continuo movimiento y no pueden parar sino en Dios, como en su centro». Ello explica la alta estima en que Cervantes tuvo al Persiles.
Enlaces de interés
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Bibliografía
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Obra completa, ed. F. Sevilla Arroyo y A. Rey Hazas, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1993-95 (3 vols.).
Obra completa, ed. F. Sevilla Arroyo y A. Rey Hazas, Madrid, Alianza Editorial, 1995-1998 (21 vols. con los textos en disquete. Han aparecido 9).
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