Guillermo Cabrera Infante, mis recuerdos con él.

Guillermo Cabrera Infante

“Lo primero que me viene a la mente cuando recuerdo a Guillermo Cabrera Infante, es su irreverencia, su sentido del humor y esa capacidad de estar a contracorriente desde la modernidad”


MIAMI, Florida. — Tengo una visión irreal de cuando lo conocí. En ese momento, el cine, la literatura, la realidad y la ficción, se confundían. Ese día no solo se  había materializado en mi oficina el crítico que yo había descubierto hacía algún tiempo leyendo una revista en una barbería (mi barbero también era un fanático de cine) sino que, como si esto fuera poco, estaba acompañado de Ferrucio Cerio, un director de cine italiano, muy de moda, que había  dirigido en, La Mujer que inventó el amor, a Silvana Pampanini, en aquella época, mi fijación erótica.­­­­­ Al comienzo de la revolución Guillermo fundó el magacín literario Lunes, suplemento literario del periódicoRevolución, ya para entonces éramos amigos. Sin duda, Lunes, perseguía el ideal Wagneriano, el gesumtkunstwerk. Y eso exactamente hacía el magacín, se escribía sobre todo: pintura, escultura, literatura, cine, teatro, arquitectura, música. Con la ayuda de un secuaz eficaz, Pablo Armando Fernández, Cabrera Infante, fue esencial en la cohesión del  grupo de Lunes. Quizás la única persona capaz de unir personajes tan disimiles como el poeta  Baragaño y  al escritor  Virgilio Piñera. Muy pronto  me hice cargo del departamento  fílmico del programa que  Lunes tenía  en TV. Uno de las emisiones más memorables, fue la puesta en escena de un cuento de Guillermo: Abril es el mes más cruel. Recuerdo de ese rodaje una anécdota curiosa. Filmábamos en la playa de Santa María del Mar. Miriam Gómez era la actriz. Guillermo, que ese día nos  acompañaba, me propone filmar a Miriam caminando por la arena hasta llegar al  mar. Allí mismo improvisé un travelling shot: ella empezó a caminar, y yo, cámara en mano, a seguirla. De repente, sin avisarme, Miriam echó a correr, y yo, sin pensarlo,  me disparé detrás. En la distancia, lo que veía un carro patrullero era a un hombre en calzoncillos que perseguía por la playa a una ninfa media desnuda. No fue fácil explicarles a aquellos policías el porqué  un hombre en calzoncillos, con una camarita, corría detrás de una mujer por una playa desierta, mientras otro hombre, vestido de traje,  corbata y gafas oscuras, observaba todo aquello con cierta indiferencia En el carrito deportivo de Guillermo no se paseaba, se iba a algún lugar, o se venía de otro. Aquellas eran  noches en movimiento. En el camino sentías La Habana como un gigantesco decorado, y el olor a mar y a petróleo derramado por los barcos en el puerto. Cuando rompía el norte, nos divertía pasar por debajo de las olas cuando chocaban contra el malecón creando un arco de lluvia fina que evitábamos acelerando a toda velocidad. A veces terminábamos tomando un helado en el Anón de Virtudes o en el Carmelo, frente alAuditórium, mientras  discutíamos sobre  Faulkner, Joyce, Kafka o Borges, que eran los héroes literarios de Guillermo.


A raíz de la prohibición del corto PM.Guillermo tuvo una larga conversación con Alfredo Guevara desde la oficina de Carlos Franqui en el periódico Revolución. A ratos, le pasaba el teléfono a Franqui, y éste, se separaba el auricular del oído en señal de desesperación. Después de decir un  par de tonterías (entre otras cosas comparó a PM con el Mein Kamp de Hitler), escuchamos como, una y otra vez, Alfredo Guevara, se había convertido en una máquina de repetir consignas. Como decía Marx (Groucho, no Carlos), “Parecía que lo habían vacunado con aguja de fonógrafo”. No oía razones, ni explicaba las suyas, solo repetía, aquellas consignas como si fuera un guión de hierro. Aunque en esa época, contrario a lo que  hizo después en el futuro, Guillermo, no hablaba del pasado, era obvio que  él debe haberse sentido muy incomodo cuando fue consejero en el ICAIC. De repente debe haberse dado cuenta de que estaba trabajando,  para el Agiprop. Bromas aparte (o quizás con las bromas incluidas), debe haber pensado que el ICAIC era una especie de Ministerio de Propaganda, sin que hubiera nadie allí con el talento de Ziga Vertov. No solo la historia se repetía dos veces, la primera, ya sabíamos que había sido una tragedia; esta segunda era una farsa grotesca, y, además, trágica, con  una pizca de picaresca y chusmería. Cuando Guillermo se marcha a Bruselas a un puesto diplomático yo vivía  en Nueva York, y nos escribimos alguna  vez. Finalmente, cuando se exiló en Londres, nos comunicábamos por teléfono con más  frecuencia. En el verano de 1968, yo estaba rodando en Paris y  a mi regreso a Nueva York hice una escala en Londres para verlo. En ese momento Guillermo estaba en buena forma y no paramos de reírnos, de hablar de cine, de política, de Cuba, de Cuba como obsesión recurrente. Por otro lado, la vida de Guillermo en Londres era muy inglesa, salvo, cuando, de vez en cuando, Miriam Gómez, excelente cocinera gourmet, llenaba el flat londinense con el aroma de unos deliciosos frijoles negros.

Años más tarde, cuando Guillermo y Miriam  viajaban a Nueva York nos veíamos mucho  Eran días de wine and roses… Nosotros, mi mujer y yo, casi siempre hacíamos fiestas  para celebrar la llegada del verano o del otoño. Como por obra de magia, allí estábamos todos: Padilla, Reinaldo Arenas, Guillermo, Sabá, René Jordán, Rodríguez Monegal, Néstor Almendros, Ramón Suarez. Bebíamos daiquirís. De aperitivo servíamos frituritas de carita o de malanga, y oíamos música cubana de los años treinta  y cuarenta, sobre todo a los Lecuona Cubans Boys. ¡Siento tanta nostalgia de esas noches en Nueva York  como de las noches en La Habana. En los últimos años a lo que más temía Guillermo no era la perdida de la memoria inmediata, que era lo que le provocaba los electroshocks, sino el perder su identidad y su pasado, como le sucedió el día que se enloqueció. Todavía recuerdo con horror cuando me lo contó por primera vez: Le ocurrió en Barcelona, justo después de subir a un taxi para dirigirse a una entrevista con su editor. Cuando el chofer le preguntó la dirección a dónde llevarlo, de repente se dio cuenta que no sabía quién era, ni donde estaba, ni adónde iba, ni que hacía allí. Para colmo, empezó a escuchar, en la radio del taxi a un locutor muy serio que con una voz grave decía  lo siguiente: el escritor Guillermo Cabrera Infante no escribirá más, el escritor Guillermo Cabrera Infante no escribirá más… y se repetía… eso era a lo que él le tenía realmente pánico. Poco antes de su muerte volé a Londres, acompañado de mi hija, Mari Claudia, especialmente para verlo. Estaba muy callado y vestía de forma impecable. Había perdido mucho peso y eso le daba un aire de vulnerabilidad que nunca tuvo. Miriam, sirvió unos aperitivos y abrió una botella de La veuve Clicquot  para tratar de animarnos. Mi hija (a la que él le tenía mucho cariño) le contaba anécdotas para divertirlo, pero era obvio que todo le fatigaba y que  hacía un gran  esfuerzo para tratar de mantener un aire de normalidad. Hablamos, como de costumbre, de cine, de Cuba, de la situación política en España y de lo mucho que había cambiado Gloucester Road desde la última vez que lo visité. Era tarde en la tarde, y le comenté que teníamos que irnos porque nos esperaban para cenar unas amigas del colegio de Mari Claudia que casualmente se encontraban en Londres. Al  rato se levantó de su sillón con lentitud, y nos  acompañó hasta la puerta. Mientras caminaba, tambaleó un poco. Al despedirnos, nos abrazamos. Fue entonces que me di cuenta de lo frágil que estaba. GoooOdNiight, dije, imitando un poco el acento  británico de Hitchcock. Se sonrió. Nunca más lo volví a ver.