Cómo sobrevivir a la ciudad sin saber leer

Jessica Rojas no puede leer estas líneas. Donde usted leerá su historia, ella solamente distinguiría una serie de signos que, lo sabe muy bien, para otros tienen un significado muy concreto y tal vez importante. Para ella son sólo el recordatorio de un mundo al que no pertenece.
Tiene 16 años y jamás ha usado Facebook ni navegado en internet. No está en los grupos de WhatsApp de sus amigos, pues su celular lo usa sólo para hacer llamadas. Tampoco se inspiró nunca en Tom Sawyer o Mafalda para sus travesuras cuando era más chica. No podría distinguir un ensayo de una carta de amor. Pedirle que la contestara sería una broma de mal gusto.
Jessica es analfabeta y originaria de Caazapá, en el sur de Paraguay, cerca de la triple frontera. Fue a la escuela hasta el cuarto grado, que dejó inconcluso porque su madre falleció y la familia entró en una pendiente de tristeza y desorganización de la que, cuenta, era difícil escapar.
Un año después, en 2010, llegó junto a su padre a Buenos Aires. Aquí empezó a acudir a la escuela para adolescentes y adultos que funciona en la parroquia Nuestra Señora de Caacupé, en la villa 21-24, un asentamiento irregular en el barrio de Barracas. Ironías de la vida: al año siguiente de la llegada de Jessica a la capital argentina, la UNESCO le concedió a esa ciudad el título de “Capital mundial del libro”.
A pesar de que en enero cumplió 12 meses como alumna, Jessica todavía no es capaz de unir las letras para entender una palabra, y de las frases ni qué decir. Esto se debe, en gran medida, a que la profesora titular de su escuela se ausenta rutinariamente desde marzo del año pasado, y los suplentes se ven obligados a, prácticamente, empezar siempre desde cero. Y si la titular regresa, la labor del sustituto se ve truncada.
Estas limitaciones son evidentes cuando Jessica habla. El esfuerzo enorme por encontrar los términos precisos para transmitir lo que piensa es ostensible, y eso parece producirle desesperación. Esta sensación de vulnerabilidad llega también a otros planos: evita salir de su barrio, ya que no sabe las calles y le preocupa perderse; no le gusta hablar con gente a la que no conoce.
La villa de Barracas es el mayor asentamiento irregular en la capital argentina y una de las zonas con mayores índices de pobreza y delincuencia en la ciudad. Ahí llega a vivir gran parte de los inmigrantes provenientes de Bolivia y Paraguay que recibe Buenos Aires. Es por eso que la parroquia está consagrada a la Virgen de Caacupé, a cuya advocación está dedicada una importante basílica a 50 kilómetros al este de Asunción.
En la parte trasera de la parroquia hay unas escaleras oscuras y sucias que conducen a la escuela en la que estudia Jessica. El foco de 20 watts que hay en el aula no ilumina lo suficiente, por lo que cuesta trabajo ver con claridad. Como si ello no fuera suficiente, la pequeña ventana en una de las sucias paredes es insuficiente para dejar pasar la luz del sol. Una reja que domina las escaleras para prevenir un robo le da al lugar un aire hostil.
Los escritorios están despintados y pareciera más un bodegón abandonado que una sala para tomar clases. Junto a Jessica hay otros seis o siete alumnos. Todos son habitantes de la villa 21. Cuando llueve son menos: no es fácil recorrer las calles cuando son una zanja cubierta de lodo espeso. Son contadas las zonas de ese asentamiento que están asfaltadas.
Pero cada tarde Jessica está allí, en su escritorio de madera gastada y con rayones, luchando contra las letras para hacerlas suyas. Sabe que es el primer paso para llegar a la Facultad de Derecho, donde quiere recibirse de abogada, tome el tiempo que tome.
Detrás de Jessica, como escondiéndose, se sienta Antonella Soto, 17 años, de Formosa. Más allá de su timidez y el bajíismo volumen de su voz, que el grabador apenas logra registrar, hay unas metas que no fueron minadas por la discriminación que sufrió por no saber leer. “No me tengo que rendir”, se dijo muchas veces. Ya puede unir palabras y está segura de que quiere llegar a la universidad a estudiar una carrera relacionada con el diseño. ¿Su objetivo más ambicioso? Escribir una novela. 
En los pupitres más próximos al lugar de la maestra se sientan Ana Postigo y María Esther Centurión. Ellas son dos señoras que, invariablemente, acuden a la escuela de lunes a viernes, sin importar si llueve o si la maestra falta.
La situación de estas mujeres, sin embargo, no es excepcional. En Argentina hay cerca de 770 mil personas mayores de 10 años que no saben leer ni escribir, lo que representa un 2% de la población, según cifras del organismo de estadística oficial, el Indec.
Ese más de medio millón de individuos, entre los cuales figuran residentes extranjeros, se encuentra a orillas de la sociedad moderna, toda vez que carece de las herramientas que le permitirían acceder a la información necesaria para mejorar sus niveles de vida, conocer sus derechos y participar formalmente en la democracia. Pero también los priva de aspectos más sencillos e íntimos: la emoción de leer sobre la venganza de Edmond Dantès en El conde de Montecristo o la satisfacción de escribirle un mensaje de texto a alguien querido.
De todo ello estuvo privada Ana Postigo durante 67 años. Muy seria y sin mirar un punto fijo reflexiona: “Antes de saber leer me sentía muy sola, muy alejada de todo. Era como si estuviera fuera de la sociedad”.
Y es que en los hechos lo estaba. Nacida en Yucumo, una pequeña ciudad en el noroeste de Bolivia, Ana fue la única mujer entre sus dos hermanos. La ruleta del género definió su suerte sin piedad. El entorno machista, según sus palabras, que predominaba en su familia, fijó límites estrictos de cómo ella habría de vivir. Sólo sus hermanos, por ser varones, fueron enviados a la escuela. Las palabras de los profesores que pedían que Ana asistiera a clases fueron vanas. Se toparon con la cerrazón de sus padres.
“A mí no me hicieron estudiar porque tenía que barrer, lavar, cocinar… Todo tenía que hacerlo yo, como si fuera una persona grande”, recuerda. “De seis años yo ya sabía lavar, cocinar… hacía todo. Por eso mi madre no me soltaba para nada. Ella se iba y cuando volvía yo ya tenía todo listo: acomodado, limpio, barrido, hecho el almuerzo. Yo era como una empleadita doméstica, nada más”, dice con una firmeza que no asoma reproches.
Una empleadita que jamás leyó los cuentos de los hermanos Grimm antes de dormir ni disfrutó las tiras cómicas del periódico un domingo por la tarde. Ni siquiera garabateó su nombre en una hoja de papel; no por falta de ganas, sino por estar fuera de ese universo que son las letras. Veía a sus hermanos asistir a la escuela sin envidia ni resentimientos: le daba gusto saber que al menos ellos tenían esa oportunidad.
La edad adulta no trajo más libertades para Ana, que se casó siendo adolescente y pasó de hacerse cargo de sus hermanos a criar a 10 hijos, seis hombres y cuatro mujeres. Todos estudiaron, de eso se aseguró ella misma. Cuatro de ellos, todos varones, llegaron a Argentina entre 2003 y 2008 en busca de mejor trabajo. Ana y su esposo se quedaron en Bolivia hasta que, hace siete años, ella enviudó.
“Mi esposo murió y eso me hizo ver que entonces no sólo me faltaba el marido, sino también muchas otras cosas”, confiesa. Un año después, en 2009, decidió seguir a sus hijos hasta Argentina, donde se instaló en la villa 21-24. Su piel morena enmarca unos ojos pícaros, que no pierden detalle.
Ver la ciudad por primera vez le resultó abrumador: “No me gustó. Quería volverme a Bolivia, se lo dije a mi hijo, pero él me pidió que le diera un tiempo. Al mes ya teníamos un lugar en donde vivir acá en la villa y él empezó a trabajar de albañil, así que nos quedamos. Ese tiempo yo salía mucho a caminar para conocer la ciudad, no me importaba si iba sola. No entendía nada, veía los edificios y me preguntaba ‘¿qué será aquí?’. Ahora eso ya no me pasa, pero sufrí mucho al principio”.
Su primera gran dificultad en Buenos Aires fue moverse en la ciudad, pues el transporte público y la ciudad toda son un sistema basado, primero que nada, en la lectura. Consciente de ello, una de sus hijas, que es directora de escuela, había intentado ayudarla a aprender antes del viaje a Argentina. Pero Ana se resistió. “Sentía que si dejaba que mi hija me diera clases iba a perder mi autoridad de madre”, dice.
Fueron tiempos en los que pocas cosas la motivaban. Vendía comida y se hacía cargo de uno de sus hijos, en eso se agotaba su vida. Ni siquiera cobrar su paga le era fácil: lo único que le permitía diferenciar entre un billete de dos pesos y otro de cien era su color. Lo hacía con todos los riesgos e imprecisiones que implica el aprendizaje por asociación. La falta de su marido acentuaba su sensación de soledad y la lejanía del hogar empeoraba su ánimo. Extranjera, viuda y sin educación para aspirar a un empleo bien remunerado, Ana veía ante sí una muralla que se elevaba a las alturas y no creía poder franquear. Entonces decidió quitarse la vida.
Se detuvo. Su propia voz le habló: “La vida es para crecer y para aprender. No puedes hacer esto, tienes que vivir”. Dejó ir la soga y con ella la sombría tentativa. Era hora de eso, de crecer, de aprender y de vivir.
De cierta forma esa Ana no existe más. Desapareció cuando, en agosto de 2014, llegó a la escuela para adultos. Aprendió a leer al cabo de dos meses. En ocho semanas Ana pasó de ser incapaz de leer su propio nombre a hacer suyo todo lo que la rodeaba.
Para octubre ya sabía a usar WhatsApp. Por ese medio le escribe su nieta, quien vive en Roma. Desde aquella legendaria ciudad, de la que Ana aún sabe muy poco, recibe fotos de plazas, monumentos y templos, algo que jamás había creído posible. Su ambición tecnológica no para ahí: “Mi hijo se compró una computadora y estoy empezando a apretar los botones, poco a poco”.
“Desde que aprendí a leer cambió mi forma de pensar, mi manera de conectar con la gente, de expresarme. Una cosa es hablar y otra es tener diálogos. Claro que yo antes también tenía diálogos, pero me faltaba algo. Ese algo es la capacidad de conocer”, reflexiona.
Llegar a ese punto le tomó tardes enteras de frustración y esfuerzo. Al principio, admite, lo más complicado era reconocer las letras, aprender las vocales. La imagen podría ser la de un jardín de niños, pero cobra otra dimensión cuando quien sufre por entender las diferencias entre una A y una O es una mujer de casi 70 años.
La noche del viernes, después de su primera semana en la escuela, pensó en no volver más y desistir de ese reto que le parecía complicadísimo, casi imposible. “Pero entonces me dije: ‘se van a reír mis compañeros si no voy más’. Eso me dio un ánimo. Yo misma me di un ánimo”, cuenta con determinación. Y hoy, a 10 meses de haber empezado las clases, se siente más fuerte, superó una barrera que la separaba culturalmente y tiene ansias de aprender lo más que pueda. Distinguir las ramales de una ruta de autobús dejó de ser una dificultad estresante.
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De leer dependen aspectos tan básicos para el día a día como saber las calles o el destino del transporte público. Lo mismo ocurre con la comprensión de cualquier trámite, desde el cobro de una pensión hasta la firma de un contrato de alquiler. El asunto sigue: leer los diarios es crucial para conocer y comprender la sociedad a la que uno pertenece. Y hay más.
Ese más no puede sino abrumar a quienes se les conoce como analfabetos. Cinco sílabas despiadadas con las que es difícil amigarse. ¿A quién se le puede llamar así de frente sin ser cruel? ¿Cómo es ser analfabeto y vivir en la ciudad en pleno siglo XXI?
Alguien podría decirles a María Esther y Jessica que quizás es tarde para aprender a leer y escribir. O que de poco les servirá a Jessica y Antonella entender un libro en un entorno de pobreza como el suyo. Pero a ellas y a muchos de los alumnos eso les tiene sin cuidado. El reto es consigo mismos y pasa por encima de lo que pudieran opinar quienes los rodean. Ese aprendizaje es el que, justamente, les permitirá relacionarse con el mundo en el que viven.
Cristina Lipobsky es la actual profesora suplente en la clase de Jessica. Desde las nueve de la mañana comienza su labor, en una escuela en la Boca; después del almuerzo se traslada a Barracas, donde espera en una esquina para que un vehículo de la escuela la transporte las tres cuadras que separan a la avenida Vélez Sarsfield de la parroquia Nuestra Señora de Caacupé, al interior de la villa.
En otro lugar asignar una combi para que una sola persona recorra tres cuadras sería un absurdo, pero en este caso lo insensato sería caminar: en ese trayecto los asaltos son frecuentes. Puede atestiguarlo la directora de la escuela, Alicia Pasquinelli, quien sufrió un asalto a mediados de junio de 2014 y otro tan sólo un mes después. La villa 21-24 es un lugar duro y, como se ve, en ocasiones peligroso.
Lipobsky se toma, sin embargo, ese transporte de lunes a viernes, pese a no ser la titular de la clase. Según explican alumnos y profesores de la escuela para adultos que funciona al interior de la parroquia, el sistema de licencias y permisos para faltar es muy flexible y ello impide que haya sanciones a los docentes que se ausentan constantemente, aun a pesar del impacto negativo en el rendimiento de los alumnos.
Toda la labor de Lipobsky se trunca cuando la titular vuelve, y resulta difícil creer que a un maestro que ha faltado a su trabajo sistemáticamente le preocupe el aprendizaje de sus alumnos. Muestra de ello es que varios de los estudiantes llevan más de un año cursando el primer ciclo y aún son incapaces de leer.
María Esther Centurión es uno de esos casos. Hoy tiene 49 años y dejó la escuela cuando era muy joven para trabajar y ayudar a su familia, como le ocurre a muchísimos otros en la ciudad, que suma cerca de 12 mil 400 analfabetos. Cursa la primaria de adultos desde marzo de 2013 y reconoce que está “aprendiendo de a poquito, por lo que te digo que a veces nos cambian mucho a la maestra o no viene”.
“No saber leer es no saber nada”, reflexiona María Esther. La crítica es dura porque ella conoce muy bien lo que es esa situación. Durante casi medio siglo se dedicó exclusivamente a trabajar como niñera o ayudante de casa. Cuando era más joven ayudaba a su padre a juntar tachos de vidrio para reciclar.
La pobreza y el analfabetismo la situaron en un contexto sui géneris: un trabajo duro y mal pagado afuera del cual no había posibilidades de nada más. Como vivir en la Edad Media, sin la oportunidad de conocer y asimilar el arte o la vida política de su país. Sin poder plasmar sus ideas y sentimientos en un papel para otras personas o para generaciones futuras; todo ello mientras a su alrededor una ciudad entera navega por internet, compra las obras completas de Julio Cortázar y está en contacto con amigos y familiares a través de mensajes de celular.
María Esther admite que leer un libro es algo que todavía está fuera de su alcance, pero haber podido gestionar la jubilación de su marido, quien murió en 2013 sin saber leer, es una meta que considera muy valiosa. Ya no siente esa inseguridad que le producía no entender los precios de la comida cuando iba de compras.
Recuerda que antes, cuando no podía leer absolutamente nada, la ciudad le parecía imponente y difícil de asimilar. “Me daba miedo estar lejos de casa y no poder leer los carteles del colectivo para regresar. Un día yo tenía que ir a un trabajo, que era cuidar a una nena en el hospital, y no sabía cómo, no conozco la capital y no sé las calles, y la verdad es que tampoco quería pedirle a alguien que me ayudara. No quería que los otros se enteraran de que no sabía leer. Tuve que rechazar el trabajo y me sentí muy frágil, muy tonta”, cuenta.
Y cómo no sentirse vulnerable frente a una mayoría que da por sentado que todos saben leer. “Sí, yo pienso que sí se discrimina [a los analfabetos], pero no de forma voluntaria; la velocidad con que se vive en la ciudad hace que uno no se pueda detener a mirar a aquel que no puede escribir, leer o hacer una cuenta”, opina Lipobsky.
De esa discriminación fue víctima Antonella Soto. Es la mayor de tres hermanos y, sin embargo, la única que no sabe leer ni escribir. “Dejé la escuela cuando tenía 12 años, pero no sabía leer. Había muchos problemas en mi casa y tuve que dejar de ir a clases”, explica. Cuando ella tenía dos años su familia viajó de Formosa, una de las provincias más pobres del país, a Buenos Aires en busca de trabajo, pero las cosas no mejoraron mucho. Pasaron de vivir en la pobreza del campo a la miseria urbana y gris que es la villa 21.
“No saber leer me privó de tener amigos. La gente que conozco acá sí sabe y algunas personas se alejaron cuando supieron que yo no. Los chicos de mi edad se burlaban de mí porque era calladita y no sabía leer. Me empujaban o buscaban pelear. Y yo me decía: tenés que seguir adelante. Así que volví a la escuela en 2011. Mis papás siguen peleándose mucho, pero yo ya no me meto y mejor estudio”, relata.
Aprender a leer le dio fuerza: ahora, con 17, sabe que puede terminar la primaria, el secundario y cursar una carrera. Antes, cuando las letras no le decían nada, Antonella percibía un panorama más cerrado, más triste. De chica le gustaba contemplar las imágenes en los libros, pero le resultaba desesperante no comprender las letras que las acompañaban. Era, dice, como ver algo muy cercano pero a la vez inalcanzable.
“Ahí fue cuando dije: necesito aprender a leer. Miraba las letras y quería saber qué significaban todas las cosas. Todo está lleno de letras y yo no podía entender nada”, se lamenta. Ahora disfruta de los poemas y cuentos: “Leo poquito, aún no del todo, pero sí avancé”.
Su proyecto de novela es sólo una idea, pero asegura que la escribirá. Por ahora, lo que más le entusiasma, además de construir su camino hasta la universidad, es ayudar a sus hermanos, de nueve y 11 años, con sus tareas de la escuela. “Quiero que ellos aprendan todo lo más rápido que puedan para que no les pase como a mí”, explica.
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En la Escuela República de Haití, también en Barracas pero fuera de la villa 21, estudia Gustavo Araujo, de 28 años. Sus manos delatan que trabajó como campesino: son ásperas y de piel dura. Pero habla con una elocuencia y, en ocasiones, una prisa, que delatan una mente ágil y atenta.
Hace siete años decidió dejar su pueblo natal, una zona rural al sur de Paraguay, para venir a trabajar a Buenos Aires. “Mi padre me dijo ‘¿cómo te vas a ir sin tener estudios?’, no le hice caso y ahora veo que tenía razón”, dice con una sonrisa irónica.
“Nunca fui a la escuela porque no me importaba. Una de mis hermanas, que vive en Paraguay, es maestra e intentó enseñarme muchas veces, pero no le hice caso. En el campo no me servía de mucho leer. Luego llegué a Argentina y me di cuenta de mi error. Hasta para andar en la calle se necesita, ni se diga para viajar o trabajar”, admite Araujo.
El amor y la vergüenza lo llevaron a la escuela. “Acá empecé a estar de novio con una chica, y un día me mandó un mensaje al celular y yo no lo entendía. Sólo usaba el teléfono para llamadas. Tuve que decirle la verdad, que no sabía leer, y pasé mucha vergüenza”, recuerda. Ello y el deseo de un mejor trabajo le dieron la determinación que faltaba. “No quiero ocuparme en cosas del campo, y sin estudios no podía aspirar a más”, cuenta Gustavo, quien ahora trabaja como cargador en una fábrica de gaseosas y lamenta el tiempo perdido con una frase que le pesa decir: “Tengo 28 años, a esta altura ya tendría un título de la universidad”.
Pese a ello, piensa que esta etapa de su vida es transitoria y mejorará si persiste en sus estudios. “Cambió mi vida. Ahora que leo domino más todo lo que me rodea y quiero empezar a usar la computadora. Siempre que puedo compro el diario y en la calle no paro de leer todos los carteles”, dice. Los mensajes de texto que le manda su novia ahora cumplen con su función.
Si algo resulta evidente es que el analfabetismo está ligado a la pobreza y opera en un círculo vicioso del cual es complicado escapar. No saber leer ni escribir limita toda posibilidad de acceder a empleos mejor remunerados y la ausencia de recursos hace que muchas veces se tenga que sacrificar la escuela en pos de trabajar para sobrevivir. Así le ocurrió a la mayoría de los entrevistados para esta investigación.
Un informe del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, publicado en 2014, explica que los barrios con un nivel económico relativamente alto cuentan con menores niveles de analfabetismo y los más pobres presentan mayores índices. En total, 0.5% de los habitantes de la ciudad no sabe leer ni escribir.
Si bien la capital argentina registra índices de analfabetismo bajos en comparación con provincias como Chaco o Formosa (5.8% y 4.3%, respectivamente), con los niveles más altos, es el único distrito en el que recientemente  ha aumentado y no disminuido el número de personas mayores de 10 años que no saben leer ni escribir.
Una de las posibles explicaciones, comenta Mariano Narodowski, ex ministro de Educación de Buenos Aires e investigador de pedagogía, podría ser la creciente inmigración proveniente de Bolivia y Paraguay: personas que vienen de territorios rurales o marginales, muchas veces sin saber leer.
Alicia conoce muy bien a todos los alumnos de la escuela en Barracas. Sabe quiénes son los más brillantes y ubica las principales dificultades de otros; los llama a todos por su nombre y conoce lo que ocurre en sus casas. “Si no lees estás fuera de todo y lo que te rodea se vuelve inalcanzable. Lo que para alguien que lee son cinco kilómetros, para alguien que no es el otro lado del mundo”, opina.
Bajo la dirección de Pasquinelli estudian Angélica Paz y Ricardo Escobar, 60 y 55 años, respectivamente, un matrimonio que pasó casi toda su vida sin saber leer pero que ahora es referente entre los alumnos y profesores de la Escuela República de Haití.
Paz nació en San Javier, Misiones, y recuerda la ausencia de escuelas en un entorno rural. “No había un lugar donde los chicos pudiéramos aprender. Luego el gobierno construyó una escuela, pero no había maestros, porque estábamos muy lejos de todo. Entonces quienes daban las clases eran unos gendarmes, que no sabían mucho y no enseñaban bien. No aprendí nada y mi papá me dijo que no fuera más”, recuerda.
Y no volvió a las aulas sino hasta 2009. Fue en ese año cuando uno de sus hijos murió a causa de un disparo en una riña entre pandillas. La violencia de esta clase no es extraña en la villa 21, donde vive la familia. “Venir a la escuela y enfrentar este reto me ayudó a salir adelante con la muerte de mi hijo”, cuenta. Y a partir de entonces todo fueron triunfos: “Me encanta leer, me encanta hacer cartas, cuando las escribo es como si hiciera un poema. Ahora leo cuentos, el periódico, poemas. El año pasado me invitaron a leer un poema en la Feria del Libro”, dice con mucha satisfacción.
Uno de sus mayores logros, aunque ella no lo diga, es haber ayudado a su esposo a unirse a la escuela. Nacido en Avellaneda, Ricardo sólo llegó al tercer grado en su niñez, pero confiesa que al poco tiempo olvidó lo que había aprendido y pasó el resto de su vida, hasta hace muy poco, sin poder leer absolutamente nada.
En esas condiciones el único trabajo que encontró fue en la construcción. Se empleó como albañil y su personalidad e inteligencia lo ayudaron a escalar posiciones a través de los años, pero llegó el día en que una propuesta lo superó: le ofrecieron ser supervisor de obra. Para ello tenía que ser capaz de interpretar los planos de ingeniería, qué contienen, escritos, detalles precisos de los que depende la seguridad de un edificio y de muchas personas. No saber leer frenó de tajo su imparable ascenso.
“Tengo que venir a la escuela o me bajan”, pensó ese día mientras volvía a casa. “Me sentía perdido, hasta ese momento no me había interesado leer. Era difícil viajar porque si no conocía la calle había que preguntarle al chofer, y eso me molestaba. Todo mundo anda apurado y no los puedes parar. Ahora viajo tranquilo, sin ansias. Encontré que leer no era tan difícil como pensé”, comenta el ya supervisor de obra. Ahí no terminan sus ambiciones: quiere llegar al secundario y, de ser posible, seguir. Leer le dio la capacidad de estar al frente de un equipo, de ser, en cierta forma, un mejor líder de lo que ya era.
Durante la última visita, antes de la publicación de este texto, que se realizó a la escuela que funciona en la Parroquia de Caacupé se constató que la profesora titular sigue ausente. Ana, María Esther y Jessica no han cejado en su esfuerzo por terminar el primer ciclo. Tan es así que Ana, quien planea un viaje a su ciudad natal, no piensa comprar su pasaje hasta que haya vacaciones. Para ella faltar a la escuela no es una opción. Sólo irá de vacaciones, pues ahora que lee Buenos Aires le fascina.
El resto de sus compañeros son caras nuevas. Hay un par de chicos que prestan poquísima atención a la maestra, uno de ellos incluso sale en busca de comida. Tres mujeres mayores no dejan de mirar sus libretas. Las sillas que sobran están apiladas desordenadamente al fondo del aula. El lugar de Antonella está vacío. Sus compañeros no saben de ella desde diciembre pasado. Ana y Esther creen que no vendrá más. Entre esas dudas hay algo desalentadoramente cierto: en esa ausencia se diluye, gota a gota, la novela que Antonella quería escribir.
Cada uno de los miles de analfabetos en Buenos Aires —millones en el mundo— es eso, lo que no será: el fantasma de un cuento que cambiaría al mundo, el aborto de un estudio médico revolucionario, la promesa de un poema que muchos habrían de recordar. Ser analfabeto es, también, ser víctima de la indiferencia de una ciudad entera. En algún lugar de la villa 21 Antonella mira las letras que inevitablemente la rodean y, probablemente, trata de no pensar en el libro que ya no será.
Carlos Sánchez Rangel Periodista.
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