A propósito de la película “El Gran Hotel Budapest” del director norteamericano Wes Anderson, realizador responsable de un puñado de títulos, estrenados en las dos últimas décadas, tan reverenciados en algunas ocasiones como repudiados en otras.- Ni tanto ni tan calvo, Anderson es probablemente uno de los directores más personales que haya dado el cine reciente; un autor con todas las de la ley que, por momentos, puede resultar artificioso en exceso, pero que siempre acaba demostrando estar varios pasos por delante que la mayoría de sus colegas realizadores de la misma generación si de creatividad e ideas se trata.
La película antes mencionada, una de las mejores, en nuestra opinión, que ha hecho hasta ahora, resulta un buen ejemplo de ello: originales planteamientos de puesta en escena, sabia utilización de la cámara con distintos formatos de proyección que no resultan en ningún caso gratuitos, una coherente utilización de la voz en off con ínfulas metaargumentales (la historia dentro de la historia dentro de la historia)… Todo ello unido a un reparto, como es habitual en el cine del director, extenso y atractivo, conforman una película de una comicidad a ratos melancólica (otra de las improntas de Anderson), que se ve en lo que a nosotros nos pareció apenas un suspiro.
De todas formas, si nos hemos decidido a escribir esta entrada en nuestro espacio no es tanto por la película en sí (aunque la recomendemos) como por el hecho que ésta esté inspirada en parte en un escritor que, siendo relativamente popular, siempre resulta reivindicable como es Stefan Zweig (Viena, 28 de noviembre de 1881-Petrópolis, 22 de febrero de 1942). Y es que una de las cosas más interesantes de “El Gran Hotel Budapest”, puede que la que más, es la traslación en imágenes, tanto en su fondo como (sobre todo) en su forma, del mundo literario del autor austríaco.
El film no se basa directamente en una novela o relato concreto de Zweig, aunque en los títulos de crédito se citen varias de sus obras como fuente de inspiración.
Lo que Wes Anderson hace es generar una cierta atmósfera que puede resultar familiar a los lectores del escritor vienés, así como estructurar la historia de la película de una forma similar a como solía hacerlo el autor en sus trabajos. De esta manera vemos como el narrador de los hechos (un sosias del propio Zweig), encarnado en sus años de juventud por Jude Law y ya mayor por Tom Wilkinson, tropieza casi por azar con ciertos acontecimientos que, en tanto que escritor, tiene la necesidad de contarnos. Tal y como sucede en las obras de Zweig, la narración de dichos acontecimientos supone tanto un motivo para la auto reflexión del propio personaje-autor como, por extensión, una invitación a que el lector (o en este caso el espectador) realice consideraciones sobre sí mismo a partir de aquello de lo que va a ser testimonio.
Lo que Wes Anderson hace es generar una cierta atmósfera que puede resultar familiar a los lectores del escritor vienés, así como estructurar la historia de la película de una forma similar a como solía hacerlo el autor en sus trabajos. De esta manera vemos como el narrador de los hechos (un sosias del propio Zweig), encarnado en sus años de juventud por Jude Law y ya mayor por Tom Wilkinson, tropieza casi por azar con ciertos acontecimientos que, en tanto que escritor, tiene la necesidad de contarnos. Tal y como sucede en las obras de Zweig, la narración de dichos acontecimientos supone tanto un motivo para la auto reflexión del propio personaje-autor como, por extensión, una invitación a que el lector (o en este caso el espectador) realice consideraciones sobre sí mismo a partir de aquello de lo que va a ser testimonio.
También, como ocurría en el caso de las historias de Zweig, hay en “El Gran Hotel Budapest” una cierta visión de la Europa de entreguerras, recreada, necesariamente, a partir de los recuerdos de los personajes, con una imaginería que oscila entre lo ensoñador y lo hiperrealista. Así, se nos muestra una época donde la utopía de una Europa unida se hundía frente a la barbarie de los incipientes totalitarismos cuya devastadora influencia bien conocemos y que llevaron al mismo Zweig (recordemos que era judío) primero al exilio a Brasil huyendo de la persecución nazi (Hitler había prohibido sus libros) y, finalmente, a suicidarse junto a su mujer cuando la Segunda Guerra Mundial se encontraba en su máximo apogeo.
Con todo, Wes Anderson otorga su propia y fuerte personalidad a la película, en parte mediante la ya mencionada creatividad de su puesta en escena (en este caso, casi obsesivamente perfeccionista), y también añadiendo mucho de su humor característico, cercano al slapstick, que funciona sobre todo gracias al excelente trabajo de los actores, con un superlativo Ralph Fiennes al frente. Ese humor, menos explícito en la obra literaria de Zweig, casa curiosamente bien con el espíritu de la obra del autor. Aunque lo que definitivamente hermana a ambos creadores (escritor y cineasta) es una cierta visión nostálgica no tanto sobre lo que aconteció en el pasado de los personajes, si no sobre todo aquello que, por los motivos que fuesen, no pudo realizarse o ocurrir con toda la plenitud que hubiesen deseado éstos, de la misma manera que pasa tantas veces en la vida real, y como, en muchos sentidos, experimentó de la forma más cruel el propio Stefan Zweig.
Os invitamos pues a leer o releer este excepcional escritor que fue a Stefan Zweig y a que paséis por alguna sala de cine a ver “El Gran Hotel Budapest”.
Ricard.