Marco Valerio Marcial
Séneca
había muerto. ¿Y ahora qué? Sin él, Roma pintaba demasiado grande,
demasiado fría, y demasiado peligrosa. A fin de cuentas, él era quien le
había acogido allí, y quien se había hecho cargo de él desde que había
llegado. Pero ahora estaba muerto, y eso lo cambiaba todo.
Que improbable parecía aquella circunstancia cuando había partido de Bílbilis, no hacía aun ni dos años; cuando había dejado atrás la Hispania Tarraconense, rumbo a la capital del Imperio, para terminar allí sus estudios jurídicos al amparo del maestro.
Que improbable parecía aquella circunstancia cuando había partido de Bílbilis, no hacía aun ni dos años; cuando había dejado atrás la Hispania Tarraconense, rumbo a la capital del Imperio, para terminar allí sus estudios jurídicos al amparo del maestro.
Es cierto que, a su llegada, había podido comprobar como Séneca ya no era aquel hombre todopoderoso que antes había sido; como en gran medida había perdido el favor de su antiguo pupilo, Nerón, quien impulsado por las interesadas voces de los aduladores Tigelino, Vitelio y Petronio, había decidido desembarazarse de él no mucho después de haber asesinado a su propia madre, Agripina. Mas aún así, con todo ello, lejos había estado entonces de poder imaginar tal final para él.
Condenado a muerte, injustamente acusado de haber participado en la conjura de Pisón. Esa había sido su sentencia. Pero antes de llegar a caer en las manos del tirano, Séneca decidió suicidarse cortándose las venas, tomando cicuta, y asfixiando su asma con vapor, que fue lo que finalmente le quitó la vida. Y así, de tan dramático modo, era como el joven Marco Valerio Marcial había perdido a su maestro.
Ahora tendría que ingeniárselas por sí mismo para salir adelante en una ciudad que de repente se le hacía hostil y solitaria. Entonces, al bilbilitano no le quedó más remedio que ir tocando de puerta en puerta, de ruego en sermón buscando algún patrono al que servir con sus conocimientos; encontrándolo a veces, pero perdiéndolo siempre al poco; ganando lo justo para sobrevivir como un nómada en la vieja urbe. Y así habrían de pasar largos años.
Mas si bien es cierto que las monedas no le quisieron acompañar durante aquel tiempo, por fortuna, sí que lo hicieron en abundancia los amigos, llegando a intimar con algunos de los escritores más importantes del momento (los cuales, sin duda, acabarían por influir decisivamente en su obra). Ellos serían el también científico y abogado Plinio el Joven, el poeta gaditano Canio Rufo, el político Silio Itálico, el retórico hispanorromano Marco Fabio Quintiliano, o el ilustre satírico Décimo Junio Juvenal.
Así pues, inmerso en tan proclive ambiente, Marco Valerio Marcial comenzó a dar rienda suelta a la que siempre había sido su gran pasión: la poesía. Y todos y cada uno de los versos que entonces fue ideando se acogieron al mismo género, el epigrama (composición poética breve que presenta un único pensamiento de forma certera e ingeniosa), del que logró hacerse el gran maestro de su época (llegó a componer hasta mil quinientos). El espíritu de sus escritos era satírico, y sus palabras reflejaban siempre una gran vitalidad. Y poco a poco, tras largos inviernos de penurias y platos vacíos, pareció que el viento comenzaba a cambiar, y que el bilbilitano lograría al fin sacar la cabeza del voraz hervidero romano.
Frente
a la atenta mirada del poeta bilbilitano, que por aquel entonces
empezaba a desgranar la quinta década de su vida, el Anfiteatro Flavio
(lo que hoy conocemos como Coliseo romano) alzaba su figura imponente.
Había costado casi diez años construirlo, y con sus ochenta filas de
gradas y su aforo para cincuenta mil espectadores, era el más grande que
jamás la Tierra hubiese conocido.
En apenas unas horas la inauguración daría comienzo, y después ya no se detendría hasta pasados cien días; tal era la importancia del evento. Las más grandes personalidades estarían presentes aquella jornada, para la cual habían sido congregadas decenas de gladiadores y fieras traídas desde el confín del mundo para deleite y festejo del pueblo romano.
Entre sus tenaces manos, Marco Valerio Marcial sostenía entonces los escritos que le habían hecho merecedor de una invitación. “Liber spectaculorum”, se titulaba, y consistía en una celebración por la construcción de aquel recinto, y al mismo tiempo, en su primer libro completo de epigramas.
A aquel habrían de seguirle después muchos más, hasta un total de quince, en los que el bilbilitano ofreció una completa visión de la sociedad de su tiempo, haciendo hincapié en su lado más miserable: los aprovechados, los sinvergüenzas, los pobres y los hipócritas, siempre entre la queja y la burla, esbozando con sus palabras la comedia que para él componía la metrópoli romana.
Y así, a golpe de puño y letra, aquel hombre de nariz recta, ojos pequeños, largo cuello y pelo ondulado consiguió hacerse un nombre propio en la ciudad como poeta. Poco a poco, a base de trabajo y de bien medidos elogios, Marco Valerio Marcial alcanzaría incluso el favor de los emperadores Tito y Domiciano, logrando al fin por su intercesión una buena posición como miembro de la orden ecuestre, y disfrutando de honores y privilegios como la exención del impuesto con el que entonces se grababa a quienes no tenían hijos.
Sin embargo, aquella buena dicha no le duraría para siempre, pues con la llegada al poder de Nerva y Trajano todas aquellas prebendas se difuminaron, y el poeta, de repente, se vio de nuevo como se había encontrado en los inicios. Mas con una diferencia; pues ya, llovido de canas, no tenía ni la edad ni el ánimo para volver a arrastrarse por las calles de Roma en busca de sustento. No. En aquel momento, Marcial vio claro que había llegado el momento de marcharse; de regresar a su Bílbilis natal, o al menos cerca. Habían pasado treinta y cinco años desde su marcha.
Allí, una admiradora se había ofrecido a regalarle una propiedad campestre para que pasara la vejez. Él aceptó, y de este modo se despidió de sus allegados en la ciudad, emprendió viaje, y se asentó junto a la naturaleza que antaño lo viera crecer, tal y como llevaba ya años soñando. De esta guisa pasó sus seis últimos años, retirado de la vida pública, esbozando sus últimos versos, y tratando de arrimarse en lo posible a lo que tiempo atrás, él mismo había definido como felicidad:
“Las cosas que hacen feliz, amigo Marcial, la vida, son: el caudal heredado, no adquirido con fatiga; tierra al cultivo no ingrata; hogar con lumbre continua; ningún pleito, poca corte; la mente siempre tranquila; sobradas fuerzas, salud; prudencia, pero sencilla; igualdad en los amigos; mesa sin arte, exquisita; noche libre de tristezas; sin exceso en la bebida; mujer casta, alegre, y sueño que acorte la noche fría; contentarse con su suerte, sin aspirar a la dicha; finalmente, no temer ni anhelar el postrer día.”
En apenas unas horas la inauguración daría comienzo, y después ya no se detendría hasta pasados cien días; tal era la importancia del evento. Las más grandes personalidades estarían presentes aquella jornada, para la cual habían sido congregadas decenas de gladiadores y fieras traídas desde el confín del mundo para deleite y festejo del pueblo romano.
Entre sus tenaces manos, Marco Valerio Marcial sostenía entonces los escritos que le habían hecho merecedor de una invitación. “Liber spectaculorum”, se titulaba, y consistía en una celebración por la construcción de aquel recinto, y al mismo tiempo, en su primer libro completo de epigramas.
A aquel habrían de seguirle después muchos más, hasta un total de quince, en los que el bilbilitano ofreció una completa visión de la sociedad de su tiempo, haciendo hincapié en su lado más miserable: los aprovechados, los sinvergüenzas, los pobres y los hipócritas, siempre entre la queja y la burla, esbozando con sus palabras la comedia que para él componía la metrópoli romana.
Y así, a golpe de puño y letra, aquel hombre de nariz recta, ojos pequeños, largo cuello y pelo ondulado consiguió hacerse un nombre propio en la ciudad como poeta. Poco a poco, a base de trabajo y de bien medidos elogios, Marco Valerio Marcial alcanzaría incluso el favor de los emperadores Tito y Domiciano, logrando al fin por su intercesión una buena posición como miembro de la orden ecuestre, y disfrutando de honores y privilegios como la exención del impuesto con el que entonces se grababa a quienes no tenían hijos.
Sin embargo, aquella buena dicha no le duraría para siempre, pues con la llegada al poder de Nerva y Trajano todas aquellas prebendas se difuminaron, y el poeta, de repente, se vio de nuevo como se había encontrado en los inicios. Mas con una diferencia; pues ya, llovido de canas, no tenía ni la edad ni el ánimo para volver a arrastrarse por las calles de Roma en busca de sustento. No. En aquel momento, Marcial vio claro que había llegado el momento de marcharse; de regresar a su Bílbilis natal, o al menos cerca. Habían pasado treinta y cinco años desde su marcha.
Allí, una admiradora se había ofrecido a regalarle una propiedad campestre para que pasara la vejez. Él aceptó, y de este modo se despidió de sus allegados en la ciudad, emprendió viaje, y se asentó junto a la naturaleza que antaño lo viera crecer, tal y como llevaba ya años soñando. De esta guisa pasó sus seis últimos años, retirado de la vida pública, esbozando sus últimos versos, y tratando de arrimarse en lo posible a lo que tiempo atrás, él mismo había definido como felicidad:
“Las cosas que hacen feliz, amigo Marcial, la vida, son: el caudal heredado, no adquirido con fatiga; tierra al cultivo no ingrata; hogar con lumbre continua; ningún pleito, poca corte; la mente siempre tranquila; sobradas fuerzas, salud; prudencia, pero sencilla; igualdad en los amigos; mesa sin arte, exquisita; noche libre de tristezas; sin exceso en la bebida; mujer casta, alegre, y sueño que acorte la noche fría; contentarse con su suerte, sin aspirar a la dicha; finalmente, no temer ni anhelar el postrer día.”