Keats, por la belleza a la verdad

Keats, por la belleza a la verdad

Keats es el poeta inglés por excelencia; pone la belleza como ideal intrínseco de la poesía, como lo único siempre presente de su vida. Este esteticismo tendrá siempre algún valor moral y no será indiferente a los problemas del ser humano. Sus poemas arrancan siempre de sus lecturas, no de sus vivencias. Keats nos hace pensar en Shakespeare por su gracia casi humorística y por saber extraer el máximo jugo a las palabras. 

Los temas esenciales de la poesía romántica son: la intimidad del poeta (sus ansias de libertad y de realización personal, sus frustraciones amorosas, sus fantasías, su angustia vital...), la visión sentimental de la naturaleza y el ideal de una sociedad justa e igualitaria. En cuanto a la forma alternan el poema breve y puramente lírico con el poema narrativo extenso, protagonizado por personajes rebeldes, misteriosos o simbólicos. Respecto a la métrica rechazan la rigidez de la época anterior y utilizan todo tipo de versos y estrofas.

Dos generaciones de poetas se suceden en Inglaterra durante el Romanticismo: los laguistas, que vivieron en la región de los lagos al norte del país; y los satánicos así llamados por los escándalos que promovieron con sus ideas y su forma de vida.

Los poetas de la segunda generación hicieron de su vida y su obra un acto de rebeldía contra la sociedad y la moral de la época. Todos murieron jóvenes y fuera de su patria (Lord Byron, Shelley...)Keats carece de la aureola de “maldito” de los poetas anteriores, aunque su origen humilde, su temprana orfandad y su desarraigo lo acerquen a ellos. Murió en Roma, a los 26 años, pobre, enfermo de tuberculosis y angustiado por la mala acogida de sus libros. Keats es el poeta más puro del Romanticismo; el que con más ahínco busca la belleza; el que consigue una poesía más esencial, despojada de todo lo accesorio. En sus Odas proyecta su mirada melancólica sobre el amor, el dolor, el paso del tiempo... 

Durante la primavera y el verano de 1819, Keats escribía sus mejores poemas: "Oda a una urna griega" y "Oda a un ruiseñor", piezas clásicas de la literatura inglesa, que aparecieron en el tercero y mejor de sus libros, Lamia, Isabella, la víspera de santa Inés y otros poemas (1820). 

En "Oda a una urna griega", intenta hablar con una urna que descubre en un museo, sorprendido por el misterio suspendido en la eternidad de lo que revela; la urna le responde con las palabras siguientes «la belleza es la verdad, la verdad es belleza, esto es todo... lo que necesitas saber».
El poema habla del poder que tiene el arte para inmortalizar al poeta. Aunque aquellos hombres del pueblo griego desaparecieron, sus vidas continúan reflejadas en el joven que persigue a la mujer amada. 


¡Oh tú, inviolada novia del reposo! 

Tú, hija del Silencio y el espacioso Tiempo, 
historiadora rústica que sabes expresar 
un cuento de un modo más dulce que esta rima. 
¿Qué leyenda ornada de hojas te rodea 
de dioses o mortales, o se trata de ambos, 
en Tempe o los valles de la Arcadia? 
¿Qué hombres o dioses esos? ¿Qué reacias doncellas? 
¿Qué búsqueda insensata? ¿Qué esfuerzo por huir? 
¿Qué caramillos y panderos? ¿Qué éxtasis? 




Melodías que han sido escuchadas son dulces, 
inauditas son más: sonad pues, caramillos, 
pero no en el oído, sino más seductores, 
tocad para el espíritu cancionetas sin tono. 
Hermosísima joven, nunca cesa tu canto 
debajo de esos árboles que no pierden sus hojas; 
intrépido amante, nunca logras tu beso 
aun estando tan cerca; pero no te lamentes, 
ella no ha de esfumarse aunque no halles tu dicha, 
¡amarás para siempre y será siempre hermosa! 




Felicísimas ramas que ni aun despediros 
podéis de vuestras hojas ni de la primavera; 
y músico feliz que incansable interpretas 
para siempre canciones nuevas ya para siempre; 
¡amor más que feliz!, ¡más que feliz amor!, 
para siempre cálido y presto a ser disfrutado, 
para siempre anhelante y para siempre joven. 
Aquí todo respira pasión sobrehumana 
que deja el corazón apenado y ahíto, 
abrasando la frente y la lengua reseca. 




¿Quiénes son los que vienen hacia el sacrificio? 
¿A qué verde altar, extraño sacerdote, 
guías esa novilla que muge a los cielos 
con sus sedosos flancos ornados de guirnaldas? 
¿Qué pueblecillo próximo a un río o al mar, 
o alzado en la montaña con su alcázar pacífico, 
se vacía de gente esta pía mañana? 
Pueblecillo, tus calles en silencio 
estarán para siempre y ni un alma que diga 
por qué estás tan desierto ha de tornar. 




¡Oh pieza ática! ¡Qué bellamente 
dispones sobre el mármol excelentes varones 
y labradas doncellas junto a hierbas y ramas! 
Tú excedes, callada forma, al pensamiento 
como la eternidad. ¡Oh fría Égloga! 
Cuando la edad consuma esta generación 
continuarás en medio de otro dolor que el nuestro 
como amiga del hombre al que dices: 
"la belleza es verdad, la verdad es belleza; 
esto es cuanto sabes y saber necesitas".


En "Oda a un ruiseñor", el yo lírico se eleva entre los árboles, con las alas de la palabra poética, para reunirse con el ruiseñor que allí canta; eso le sirve para comparar la naturaleza eterna y trascendental de los ideales con la fugacidad del mundo físico: el poeta, que se siente morir, ansía esa eternidad. 

El poeta oía al ruiseñor en los anocheceres de Hampstead, y su oda nacerá del entresueño como un abrazo a lo circundante, a un mundo que el canto del ave sensibiliza, vuelve acorde. La idea del poema nace de que el ruiseñor, el ruiseñor que canta por fina maestría, hiere de música al poeta en medio de su abandono silvestre, y tanta felicidad sonora le duele, no por envidia sino por sobreabundancia de gozo. El corazón le duele porque ningún corazón soporta sin dolor la felicidad extrema, esa explicación indecible.


Me duele el corazón y un pesado letargo

aflige a mis sentidos, tal si hubiera bebido
cicuta o apurado un opiato hace sólo
un instante y me hubiera sumido en el Leteo:
y esto no es porque tenga envidia de tu suerte,
sino porque feliz me siento con tu dicha
cuando, ligera dríade alada de los árboles,
en algún melodioso lugar de verdes hayas
e innumerables sombras
brota en el estío tu canto enajenado.

¡Oh, si un trago de vino largo tiempo 


enfriado en las profundas cuevas de la tierra

que supiera a Flora y a la verde campiña,
canciones provenzales, sol, danza y regocijo;
oh, si una copa de caliente sur,
llena de la mismísima, ruborosa Hipocrene,
ensartadas burbujas titilando en los bordes,
purpúrea la boca: si pudiera beber
y abandonar el mundo inadvertido
y junto a ti perderme por el oscuro bosque!

Perderme a lo lejos, deshacerme, olvidar
que entre las hojas tú nunca has conocido
la inquietud, el cansancio y la fiebre
aquí, donde los hombres tan sólo se lamentan
y tiemblan de parálisis postreras, tristes canas,
donde crecen los jóvenes como espectros y mueren,
donde aun el pensamiento se llena de tristeza
y de desesperanzas, donde ni la Belleza
puede salvaguardar sus luminosos ojos por 
los que el nuevo amor perece sin mañana.

¡Lejos! ¡Muy lejos! He de volar hacia ti.
No me conducirán leopardos de Baco
sino unas invisibles y poéticas alas;
aunque torpe y confusa se retrase mi mente:
¡ya estoy contigo! Suave es la noche
y tal vez en su trono aparezca la luna
circundada de mágicas estrellas.
Pero aquí no hay luz, salvo la que acompaña
desde el cielo el soplo de la brisa cruzando
el oscuro verdor y veredas de musgo.

No puedo ver qué flores hay a mis pies
ni el blando incienso suspendido en las ramas,
pero en la embalsamada oscuridad presiento
cada uno de los dones con los que la estación
dota a la hierba, los árboles silvestres, la espesura:
pastoril eglantina y blanco espino,
violetas marcesibles recubiertas de hojas
y el primer nuevo brote de mediados de mayo,
la rosa del almizcle rociada de vino,
morada rumorosa de moscas en verano.

A oscuras escucho. Y en más de una ocasión
he amado el alivio que depara la muerte
invocándola con ternura en versos meditados
para que disipara en el aire mi aliento.
Ahora más que nunca morir parece dulce,
dejar de existir sin pena a medianoche
¡mientras se te derrama afuera el alma
en semejante éxtasis! Seguiría tu canto
y te habría escuchado yo en vano:
a tu requiem conviene un pedazo de tierra.

¡No conoces la muerte, Pájaro inmortal!
No te hollará caído generación hambrienta.
La voz que ahora escucho mientras pasa la noche
fue oída en otros tiempos por reyes y bufones;
tal vez fuera este mismo canto el que una senda
encontró en el triste corazón de Ruth, cuando
enferma de añoranza, se sumía en el llanto
rodeada de trigos extranjeros,
la misma que otras veces ha encantado mágicas
ventanas que se abren a peligrosos mares
en prodigiosas tierras ya olvidadas.

¡Olvidadas! El mismo tañer de esta palabra
me devuelve, ya lejos de ti, a mi soledad.
¡Adiós! La Fantasía no consigue engañarnos
tanto, duende falaz, como dice la fama.
¡Adiós! Tu lastimero himno se desvanece
al pasar por los prados vecinos, el tranquilo
arroyo y la colina; ahora es enterrado
en los calveros del cercano valle.
¿He soñado despierto o ha sido una visión?
Ha volado la música. ¿Estoy despierto o duermo?


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