Nació el 13 de mayo de 1840 en Nîmes (Francia).
Tras la ruina de sus padres se hace maestro en Alès y posteriormente se traslada a París en 1857.
Autor de un volumen de poesía titulado Los Enamorados en 1858. Sobre 1861 inició su colaboración en el periódico Le Figaro. Con fama sobretodo por sus evocaciones naturalistas recogidas en Cartas desde mi molino (1869), que apareció por primera vez en Le Figaro en 1866, y también por sus relatos sobre Tartarín, un pícaro de Provenza
Tras la ruina de sus padres se hace maestro en Alès y posteriormente se traslada a París en 1857.
Autor de un volumen de poesía titulado Los Enamorados en 1858. Sobre 1861 inició su colaboración en el periódico Le Figaro. Con fama sobretodo por sus evocaciones naturalistas recogidas en Cartas desde mi molino (1869), que apareció por primera vez en Le Figaro en 1866, y también por sus relatos sobre Tartarín, un pícaro de Provenza
Decíame en
cierta ocasión Edmundo de Goncourt, al correr de una
cháchara acerca de sus rivales en la novela: «No
sé cómo creen que Zola pinta la realidad. No conoce
la sociedad, no conoce la vida, y mal la puede describir. Ha vivido
siempre dentro de un baúl. El mejor documentado de todos, es
Daudet».
No negaré
que pudo influir en esta opinión del maestro el
cariño al gentil ménage, como solía llamar a Daudet
y su esposa; no obstante, hay mucho de exacto en su parecer. Daudet
era un novelista más documentado, y por mejor procedimiento,
que Zola.
Cuando
conocí a Daudet, también en el desván de
Goncourt, ocho o nueve años antes del de su muerte, estaba ya tan decaído, que justificaba
la frase sangrienta y repulsiva en que le compararon a «una
rata muerta en el cesto de un trapero». Con todo, destrozado
por la morfina, y por sufrimientos que la morfina y el cloral
atenuaban, con la cara gris y sumida, la melena ya tocada de plomo
-a poco que se animase charlando, volvía a parecer el
«guapo rey sarraceno», el brillante meridional, no
sólo en lo físico, sino en la chispeadora
conversación. El aire de Edmundo de Goncourt era más
aristocrático, su hablar más escogido, pero Daudet
poseía ese encanto capcioso de las imaginaciones que todo lo
enflorecen. Por estas cualidades, que son las mismas de sus libros,
Daudet reconcilió con el naturalismo a buena parte del
público; y, no obstante, nadie podrá decir que
falsificase la vida; al hermosearla. Se contentó con
transigir un poco, velar crudezas o mostrarlas al través del
arte; elegir con tino, entre el haz de sus notas y apuntes. La
amargura que cupiese en Daudet, había que buscarla en el
fondo de la copa. En la superficie, las, doradas burbujas del
champagne.
Alfonso Daudet
nació en Nimes el año 40. Adolescente aún se
trasladó a París, donde se hallaba ya su hermano
Ernesto, también novelista, pero asaz mediocre. Alfonso
llegó a la gran capital muerto de frío, en
vagón de tercera, con una moneda de plata por todo capital.
«Nadie empezó su carrera más
menesteroso...» -leemos en Treinta años de
París...-. Lanzó el inevitable tomo de
poesías, estreno, juvenil, tan en armonía con la condición del
que dijo de sí mismo: «Llevo en el corazón un
pajarito azul, y por pitanza exige sangre». Sin que desde el
primer momento alcanzase lo que se llama celebridad, tuvo
éxito; sus versos agradaron. Si obtuvo Daudet en la prensa y
la escena triunfos lisonjeros, del 60 al 66 comenzó la fama
extensa, con la publicación de las Cartas de mi
molino. Desde entonces puede decirse que creció siempre
la popularidad del simpático nombre, y cada libro le hizo
ascender un escalón, aunque no todos sean de valor igual, y
el mejor, en mi concepto, Tartarín de
Tarascón, lleve la fecha de 1872 y sea la primer
sonrisa humorística de las letras francesas después
de la catástrofe nacional.
De sus novelas, la
crítica superficial ha solido preferir La razón
social Fromont y Risler. En mi opinión es de lo
más flojo, y, a no ser por el fondo real que trasluce,
dijéramos que hay algo de Feuillet, y sin la elegancia de
Feuillet, en esa novela, que el mismo autor declara romancesca y
convencional, aunque hayan existido los personajes.
Aparte del gran
acierto del primer Tartarín, siempre sobresale
Daudet en el estudio del carácter meridional. También
domina las escenas de la vida política y mundana,
habiéndose penetrado de ese ambiente antes de la
caída del Imperio, cuando fue secretario del duque de Morny,
y pudo codearse con la gente que pone en escena. Así, las
novelas superiores de Daudet, aquellas en que hay sal fina de
sátira envuelta en la gracia de la forma, son, sin duda,
Nabab, Numa Roumestán, Los Reyes en el
destierro, la recia diatriba de El Inmortal y el
hondo estudio de Safo. Si añadimos algunos cuentos
de primera línea, tendremos lo selecto de la
producción de Daudet.
El caso de Daudet
con sus paisanos los meridionales, demuestra que los pueblos, lo
mismo que los Reyes, buscan que se les adule, halague y mienta. No
pueden sufrir los pueblos la verdad, aun embellecida por el hechizo
del arte. La pintura del Mediodía que hizo Daudet, no tiene
gran dosis de hiel satírica. Ni pudiera, ya que en ella se
trasluce a cada paso el invencible enamoramiento, la nostalgia, de
aquella comarca inundada de sol y perfumada de tomillo y adelfa,
abrasada por la caricia ardiente del mistral, donde la mentira no
es mentira, sino espejismo, gasconada y poesía
hiperbólica. Alfonso Daudet fue provinciano de su provincia,
hombre de su raza, meridional hasta la medula; lo fue con fervor,
no gustándole otro campo sino el de su tierra, tostado,
reseco y rojo, y confesando la singular melancolía que le
causaba el verde paisaje del Norte. Se ha dicho, y con
razón, de Alfonso Daudet, que en sus obras existe mucha
emoción personal, y que el precepto de la impersonalidad,
impuesto por la escuela, no lo siguió al pie de la letra
nunca, pues su sentir palpita en sus novelas y las impregna del
todo. Y su sentir, es el amor al país natal, la
continuación de Provenza sobre su sensibilidad
artística.
Un día, en
el desván, irguiéndose en el sillón
donde antes yacía desplomado, Daudet nos hizo fijarnos en lo
irónico del hecho.
«Ha habido
-dijo- un instante en que si caigo en Tarascón, no sé
qué sería de mí. Maldita la gana que tengo de
aparecer por allí nunca. Hasta prohibieron que mis libros se
vendiesen en la estación. Hablaban de arrastrarme por las
calles, con una soga atada a los pies. Hay que tener en cuenta, sin
embargo, la óptica meridional. La soga sería
bramantillo, y todo pararía en ¡ah! ¡ah!,
fén de
brut. Sin embargo, varios tarasconeses se han venido a
París a retarme. ¿Dónde anda ese señor
Daudet? A ver, que se presente... Fue preciso distraerles con
diversiones, para que no se precipitasen en mi casa y me
escabechasen...».
El que los
tarasconeses querían linchar, era el poeta de su
región, prendado del carácter de un paisaje, de la
originalidad pintoresca de tipos y costumbres, de ese
espíritu de una comarca, que la diferencia de las otras.
Revelar la belleza propia de las regiones ha correspondido, en la
segunda mitad del siglo XIX, a la novela, no a la poesía, y
si tuviésemos que elegir, como significación del alma
de Provenza, entre Mistral y Daudet, yo antepondría al
último, a gran distancia.
Es uno de los
rasgos de la figura literaria de Daudet esta incesante presencia de
la región natal; y, sin encerrarse (como un tiempo dije de
Pereda) en su huerto (pues nadie retrató mejor que Daudet
los aspectos del mundo cosmopolita), lo cultivó asiduamente. Ni Zola, ni el propio
Flaubert, que tan admirable disección de la vida provinciana
hizo en Madama
Bovary, tuvieron el sentimiento regional que en Daudet
rebosa. Balzac, con sus cualidades de vidente, reveló de un
modo admirable varias regiones de Francia; pero en Daudet hay otra
cosa: la intimidad de la tierra con el artista, la sugestión
de una comarca, que no puede ser sino aquella donde los ojos
bebieron la primer luz y los pulmones respiraron el primer soplo de
aire. Y yo diría que esta identificación del escritor
con un país, es un elemento de fuerza y sinceridad, es algo
más humano que el arte de los que no tienen solar ni
terruño.
He calificado de
mitigado el naturalismo de Daudet, porque elimina lo soez, lo
grosero, lo crudo, aunque no lo fuerte, ni lo escabroso. No es
nunca brutal Daudet en la forma, sin que retroceda ante las
verdades necesarias y los detalles de prosa más vil
(recuérdese el modo de destruir los papeles que pueden
comprometer, a la muerte del Duque de Mora, en El Nabab).
No falta quien afirme que Daudet anduvo sumamente hábil al
unir su causa y su nombre a la escuela naturalista, cuando esta se
encontraba en su mayor apogeo, acertando al mismo tiempo a no
escandalizar, y recogiendo las flores de la popularidad, mientras
Zola recibía los pellones de cieno y los Goncourt se
sentían cercados del hielo de la indiferencia. No supongo
tanta astucia en Daudet. Cualesquiera que sean los dogmas de una
escuela literaria, está por cima de ellos la individualidad, lo que la
misma escuela llamó, sin completa exactitud, «el
temperamento». Nadie cumplió mejor que Alfonso Daudet
el precepto escolástico-naturalista de la rebusca del
documento humano; pero al servirse de ese documento, lo adaptaba a
su fantasía, tan distinta de la de Emilio Zola. Al imaginar
sobre la base del documento, Daudet envolvía en mieles de
abeja poética el acíbar de las realidades crueles y
horribles, y además, no rechazaba, sistemático, la
parte de documentación en que la naturaleza humana aparece
ennoblecida, porque esto también es real, y todos lo
sabemos, no ya sólo por lo que en los demás hayamos
observado, sino por aquella otra observación irrefragable
que realizamos sobre nosotros mismos. La antipática
acumulación de hechos análogos y degradantes que se
nota en La Tierra o en Pot Bouille, no cabe en el procedimiento de
Daudet, más vario, más matizado, más aireado,
por decirlo así. Y lo que le agradeció la muchedumbre
de lectores, fue esa especie de indulgencia hacia la pobre
humanidad; esa equidad, no envuelta en gasas de mentira, apoyada en
un sinnúmero de notas vividas, d'aprés nature, como
él se complacía en repetir, y que presentaba al
hombre tal cual es, unas veces sublime, otras abyecto, casi siempre
mediano, movido y solicitado, no sólo por los
estímulos materiales, sino por infinitos que se derivan de
su vida moral, de su vida social, de afectos, ideales e ilusiones.
Y es el caso que el mundo financiero que aparece en El Nabab no es un punto más
honrado que el de La ralea; pero el arte del novelista
consiste en patentizar las codicias, las miserias, las
concupiscencias, los fermentos de corrupción, la decadencia
histórica, en suma, sin recargar, no obstante, el ya
sombrío cuadro.
Hay que
distinguir, en Daudet, al satírico del novelista. A la
corriente satírica pertenecen los tres Tartarines,
El Inmortal, bastantes páginas de El Nabab
y de Numa Rumestán; a la novela propiamente dicha
(además de las confesiones, autobiográficas de
Poquita cosa y la triste biografía de Jack), La
razón social, Fromont y Risler, Los Reyes
en el destierro, La Evangelista, Safo. Sin
embargo, conviene añadir que en toda novela de Daudet asoma
el satírico, y a veces el moralista.
La sátira y
la moraleja de Daudet, pueden dividirse en regionales, sociales y
políticas. Tartarín de Tarascón, lo
sabemos, ni con la política ni con la sociedad se relaciona:
estudia una región, y dentro de esa región, una
localidad. En Numa Rumestán, al contrario, son las
costumbres políticas lo satirizado, pero sin
indignación: hasta se trasluce la benevolencia involuntaria
hacia Numa, que personifica la falta de seriedad, lealtad y
veracidad del meridional, y aprovecha un alta situación
política para satisfacer pasiones caprichosas, mientras
prodiga verbalismos y promete lo que está cansado de saber
que no ha de cumplir. En El Nabab, la sátira es
social, y muy cruel para el segundo Imperio.
He leído en
recientes trabajos sobre Daudet que este no acertaba a
diseñar caracteres. Hay caracteres individuales y caracteres
genéricos, y me explicaré por medio de ejemplos.
Tartufo, Harpagón, son caracteres generales; son el
hipócrita, el avaro; sus rasgos convienen a muchos. Y, en
cambio, Ricardo III es un carácter individual; hay en
él señales que no vemos ni en otros monarcas, ni en
otros ambiciosos, ni en otros hombres de su época.
Daudet
dibujó ambas categorías de caracteres; y lo
tenía a orgullo, y declaraba lo profundo de su
emoción cuando oía decir: «Ese es un
Tartarín... un Monpavon... un Delobelle...». Sin que Tartarín
de Tarascón pueda hombrearse con su modelo, Don Quijote de
la Mancha, reconozcámosle por bello ejemplar de la humana
ilusión, personaje de heroi-comedia, vivo, efectivo, dotado
de esa atracción que lo verdadero ejerce. Por las
confesiones de Daudet, sabemos que existió Tartarín o
Barbarín, como las indagaciones parecen demostrar que
existió Alonso Quijada. Pero ¡cuántas cosas
existieron, a que sólo el arte prestó vida!
Sin el
amazacotamiento de Zola, sin esa monotonía de la
repetición de un rasgo descriptivo, como el del
carbón que escupe el minero de Germinal, o la
cojera de Gervasia, Daudet sabe sorprender las particularidades, el
gesto y el movimiento, las frases y las ideas que diferencian a los
individuos. Y esta manera es peculiar suya, y mana simpatía,
por ahincada y minuciosa que sea la observación. El feroz
egoísmo de Delobelle, las ligerezas de Numa, la fría dureza
de la Evangelista, la criminal osadía del envenenador
Jenkins, la depravación inconsciente de Cristián de
Iliria, no nos producen ese asco penoso, esa especie de
vergüenza de existir y de pertenecer a la raza humana, que
causan, por ejemplo, Lantier en La Taberna, o algunos
personajes de La Tierra. -Hay que llamar a Daudet el
reconciliador.
Otra excelencia
que no podemos negar a Daudet, y que faltó, sin duda, a sus
gloriosos émulos, es el arte de componer. Sus novelas tienen
una estructura artística, y además, sin pagar tributo
al folletín, inspiran interés, porque no se encierran
en aspectos triviales de la vida. Este equilibrio de elementos
descubre la riqueza de la organización del artista, y lo
armónico de sus facultades. Y no se opone lo que acabo de
escribir respecto al arte de la composición de Daudet, a
otra afirmación también exacta: la de que las novelas
de Daudet son realmente una serie de cuadritos que, sueltos, viven
con vida independiente. «No puedo inventar»,
decía él. Y, en efecto, en todas sus novelas hay algo
que es un recuerdo, un episodio vivido. Una de ellas, Poquita
cosa, escrita en Provenza al correr de la pluma, figura como
«eco de juventud», evocación de las gratas y
tristes memorias de la primera edad. También el tamborilero
de Numa Rumestán existió... ¡pero
qué distinto! Y existió y brilló y fue
protector y patrono de Daudet el duque de Mora; y no menos real fue
Jansoulet, el nabab, y cien -139-
personajes más de las novelas, de fisonomía
inconfundible. Recuerdo personal es asimismo el bueno de
Tartarín, con el cual Daudet confiesa haber ido a Argelia,
en las graciosas excusas que da a los tarasconeses. Él mismo
se declara Tartarín y reconoce que soñó matar
leones y otras fantasías heroicas. No inventado tampoco, es
el héroe de Jack, el pobre niño asesinado por la locura de
su madre, y verdad los ratés o fracasados
literarios, de quienes hace tan donoso estudio. Inútil
parece añadir que el mundo político, elegante y
financiero que estudia en El Nabab y en Los Reyes en
el destierro, es el que frecuentó, y el puesto que
ocupaba al lado del duque de Morny, a la vez importante y
secundario, le permitió conocer muchas cosas que la
multitud, y hasta los curiosos del periodismo, ignoran siempre. La
sátira de El Inmortal, responde también a
impresiones propias: Daudet detestaba a la Academia (y no porque
hubiese rehusado admitirle en su seno, pues dado el carácter
de la obra de Daudet, es seguro que no encontraría
obstáculos, como Zola, para llegar al sillón).
Abominaba de ella, igual que Goncourt, por parecerle que era el
sarcófago donde se momificaba el idioma. «Siento el
idioma», decía Daudet «estremecido de vida,
tempestuoso, con resaca y marejada, o como hermoso río que
pasa raudaloso y caudaloso. El río recoge muchas escorias,
porque se lo echan todo, pero déjenle correr, que él
se purificará». Esta antipatía a la decrépita institución, le inspiró la
sátira terrible, rebosante de realidad, fundada en hechos que se
susurraban, aunque nunca parezca fácil comprobarlos (ni haya
para qué, como suele suceder en este género de
cuestiones). Opinan los críticos que El Inmortal
fue la última obra notable de Daudet. Su salud, tan
quebrantada -«¡ah, me está bien empleado!»
suspiraba, refiriéndose a lo mucho que había abusado
de su sistema nervioso-, decaía a cada instante, y su fuerza
creadora disminuía a proporción. Acometíale un
extraño desorden, un fenómeno que él llamaba
diplopia: tenía, sobre todos los asuntos y temas
artísticos, dos o tres ideas, entre las cuales
permanecía indeciso, sin acertar a elegir -lo cual
dificultaba enormemente su trabajo.
Fueron tres
lustros de sufrimiento lo que soportó Daudet, y no es mucho
que de ello se resintiesen sus últimas producciones. Cuando,
en la paz de la muerte, recobró lo que France llama su
«belleza bucólica», por haber desaparecido del
rostro las huellas de las torturas, hacía nueve o diez
años -era en 1897- que el naturalismo de escuela declinaba;
pero Daudet no había modificado sus procedimientos en lo
más mínimo, y el favor del público, no tan
ruidoso como el dispensado a Zola, pero intenso y constante,
persistía. Su vida de escritor y de artista ostentaba, la
más bella unidad, describiendo igual armoniosa curva que su
arte; la evolución del jefe de la escuela, convertido de la
noche a la mañana en apóstol humanitario, no le
había tentado nunca al meridional «de
imaginación de trovero», que así se calificaba él
mismo; y como escribió el primer día, hollando la
menta de las colinas tostadas por el sol, siguió escribiendo
en el ambiente parisiense, que poco influyó en su
sensibilidad nativa, aunque le había enseñado tantas
y tantas cosas, e inspirádole tanta sátira
jamás acerba (excepto cuando pinta a los académicos
confitados en pedantería y representados por aquel
ineptissimus vir
Astier Réhu, del cual conocemos por acá
algunos congéneres).
Hay que observar
esta particularidad moral de Daudet: no es un escritor en guerra
con la sociedad: no tiene que vengar agravios; aparte de su
enfermedad pecosa, ha sido un hombre feliz. Si satiriza a la
Academia no es por rencor; si su lápiz maestro dibuja al
agua fuerte las interioridades políticas, no es que la
política le haya costado decepciones; si insiste en pintar
hogares deshechos, costumbres livianas, no es que en su casa no
haya reinado la paz, y aun más que la paz, el amor. Hasta,
si hemos de creerle, la mujer de Daudet colaboró en sus
obras, y él la califica de artista, y afirma que fueron las
manos de la esposa lo que espolvoreó de oro y de azul su
trabajo. Habiendo conocido en casa de Goncourt a la señora
de Daudet, debo decir que me pareció una mujer culta,
excelente, amable, pero no tan artista, seamos sinceros. Yo la
hubiese tomado por una de tantas burguesitas francesas, afinadas y
con opinión sobre la última comedia que se ha
estrenado y el último libro que se publica. Las obras de la señora de Daudet que he leído son
agradables e impersonales. Pero sin duda hay un modo de colaborar
con un escritor, que no siempre ejercitan las personas allegadas, y
que tiene su mérito, su poesía y su grandeza; y es el
hacerles la vida dulce, desviando los obstáculos materiales
y mulléndoles la cama. Este género de
colaboración entre Daudet y su esposa es innegable.
Los escritores
naturalistas, como los del romanticismo, tuvieron sus tertulias,
que se diferencian de los dos cenáculos románticos,
el de Víctor Hugo y el de Sainte Beuve, en que, lejos de ser
como aquel, una vega abierta, donde entraba todo afiliado y todo
admirador, rutilante la melena y en motinesca actitud, eran un
círculo algo cerrado, compuesto en su mayor parte de
escogidos, de eminencias, la nata de la intelectualidad francesa, y
aun de la extranjería. No así la fanática
corte de Víctor Hugo, que vi con mis ojos, y se
reducía a una hilera de devotos arrodillados ante un altar.
Al contrario; en estas tertulias, que primero se reunieron en casa
de Flaubert, y, muerto Flaubert, en casa de Goncourt, se
discutía acaloradamente, se disertaba a perte de vue, se comentaba
todo; no había exclusivismos admirativos, y nadie era ni
vidente, ni profeta, ni semidiós.
Daudet fue siempre
asiduo concurrente, no sólo a estas tertulias, sino a
salones literarios, y los describió a veces con deliciosa
pluma, dejando un retrato de aquella madama Ancelot, arrugadita y
vestida de blanco, infantilmente, envejeciendo cien años seguidos todos los
días, sin abandonar nunca su disfraz juvenil, como las
hadas. En esta clase de salones pudo estudiar de cerca los tipos de
su ratés o fracasados, las acrimonias, los
despechos, la hiel que se estanca en el hígado de los que no
llegaron a realizar un sueño o una ambición de
gloria, y causa las ictericias de la envidia; pero las tertulias de
Flaubert y Goncourt, apenas conocieron el triste tipo del literato
frustrado. Los hombres que en ellas se destacan son ilustres, son
casi los mismos que estudio aquí. Si algunos no llegaron a
gran notoriedad, todos ocupan un lugar distinguido en la historia
literaria. Y en esta intimidad entran también los
extranjeros, como Ivan Turguenef, del cual y de sus
compañeros, los novelistas rusos, pudieren decir los
naturalistas de escuela: «Yo disminuiré y ellos
crecerán».
Con aquel
gigantazo eslavo, de barbas fluviales, del cual Daudet habla larga
y cariñosamente -¡eironeia!-, vino la
caída de la escuela de Médan. Tiene algo de
simbólico el incidente que el mismo Daudet relata, al hablar
de la publicación de unas páginas de Turguenef, en
las cuales, el extranjero que se había sentado a su mesa,
que había acariciado a sus niños, que le había
cubierto de elogios, vaciaba el corazón y se desahogaba,
declarando que Daudet, como escritor, era el último de los
últimos, y como hombre, valía bien poco. El
desengaño no impulsa a Daudet a salir de su tono de delicada
ironía, y es justamente la palabra
«ironía», en griego, la que le sirve para comentar la traición del
ruso-, traición bien frecuente, por cierto, en las
letras...
Daudet no
tenía que temer tanto la crisis fatal del naturalismo,
habiendo sabido, como dice acertadamente René Doumic, que
hay cosas que no se pueden describir y palabras que no cabe usar.
La opinión de Doumic respecto a Daudet me parece muy exacta,
y al transcribirla me adhiero a ella. La obra de Daudet, en
opinión del eminente crítico, es la de un nervioso;
inspirada, más que por vigoroso pensamiento, por exquisita y
activa sensibilidad. Es fina, elegante, seductora, ornada de mil
gentiles y lindos arabescos... y parece frágil el conjunto,
como una soñada Alhambra. Falta al novelista un grado sumo
de energía viril, de potencia creadora; falta la
alucinación poderosa de un Balzac, y yo
añadiría que tampoco posee el lento arranque bovino
de Zola, que a veces ha abierto tan hondo surco. Hay en Daudet un
equilibrio y una compensación de cualidades medianas, que
reunidas forman gratísimo conjunto: es amable sin ser
dulzón; es satírico, sin ser amargo ni seco; es
gráfico, sin ser pesado ni insistente; no conoce la
pedantería; no alardea de científico; es poeta a
ratos, es otros humorista, y no insiste en el detalle crudo, pero
no lo evita cuando es necesario, limitándose a presentarlo
con suma habilidad. No puede negársele su intención
de moralista, ni su pintura amplia, varia y fiel de la sociedad que
le rodea. Sin erigirse en salvador -145-
de los proletarios, ni escribir Los miserables ni
Trabajo, pinta con la mayor simpatía a las clases
modestas y humildes, y nos comunica su ternura hacia los tristes y
los desheredados, bañando en luz y en poesía, sin
daño de la verdad, la bohardilla de la obrerita Deseada
Delobelle. Y, sin embargo, de todos estos méritos y de
tantos deliciosos sabores como pueden hallarse en él, Daudet
no llega por completo a la cima. Como artista, tenemos que
anteponer a Flaubert, desde luego, y a los Goncourt; como creador,
a Balzac; como fuerte, a Guido de Maupassant, y como originalidad,
no incompatible con sus grandes defectos, a Emilio Zola.
Hay, sin embargo,
una obra de Daudet que entre todas se distingue y que, sea acierto
«de trovero» según él decía, o
extraña adaptación del asunto al talento, a feliz
imitación de una obra maestra única-, bastaría
para ganarle la inmortalidad. Ya se adivina que me refiero a
Tartarín. Daudet dividía los libros que
puede producir un escritor en libros naturales, de
inspiración espontánea; y libros intencionales. Hay
que añadir que no siempre los libros intencionales son
necesariamente inferiores; sirva de ejemplo, en la misma
producción de Daudet, El Inmortal, libro
intencional si los hubo, como lo son, en general, todas las obras
satíricas. Pero cuando un libro natural es además el
libro natural de una comarca y hasta de una raza, y
encierra su vena cómica propia, ese libro tiene muchas
-146-
probabilidades de ser obra maestra. Así
ocurrió con la gesta del héroe tarasconés,
cuyas divertidísimas aventuras, manías, gestos y
frases han hecho de él un ser viviente, uno de esos hijos
del arte, que producen impresión de realidad significativa y
profunda.
En opinión
de Anatole France, Tartarín es el Quijote
francés; ha llegado a adquirir la importancia de una leyenda
nacional. Yo sólo diré dos cosas: la primera, que si
no existiese la obra de Cervantes, no hubiese existido la epopeya
de Tartarín, cuya primera idea sin duda del Quijote
procede; la segunda, que, si Francia puede tener un
Quijote, tiene que asemejarse más a Tartarín
que al Ingenioso hidalgo.
Nótese que
la epopeya de la gasconada ha tentado siempre y sigue tentando a
nuestros vecinos. Don Quijote nada tiene de gascón ni de
fanfarrón; es Castilla con su enjuta melancolía, su
recato en el heroísmo, su severidad y su instinto
ascético. Habría un curioso paralelo que establecer
entre el capitán Fracasa, el caballero Cyrano,
Tartarín, Chanteclair y don Quijote. De todos los tipos en
que las letras francesas han querido encarnar ciertas corrientes de
la nacionalidad, sin duda el más humano y el más
francamente cómico es el héroe de
Tarascón.
Sería bien
nimio, por no decir bien sandio, querer regatear el valor a los
franceses, ni ensalzar el nuestro a costa del suyo. Francia tiene
en su historia páginas gloriosas, espesas como follaje de laurel. Y Tartarín, el de las
baladronadas, no es un cobarde ni mucho menos. Por ciertos aspectos
y en momentos determinados, de héroe se le puede calificar,
y no en chanza. Pero Tartarín, a fuer de francés que
ha sabido apreciar las comodidades y encantos de la vida, que
ignora el estoicismo, que conoce el hechizo de una taza de
chocolate perfumada, servida a la hora del despertar, en el huelgo
de una grata vivienda, está muy a bien con la vida, y
malditas las ganas que de perderla tiene. Como hemos observado a
propósito de La debâcle, el francés estima la olla,
estima más que el español el cuerpo y su regalo. De
este modo de ser nacen el refinamiento, las bonitas industrias, el
progreso de muchas formas del arte, el bienestar, la
economía y la riqueza de los franceses. No hay, pues, que
condenar tales tendencias, sino reconocerlas y explicar por ellas
la doble personalidad de Tartarín. Acaso al Norte de la
nación existan Tartarines, pero sin la exuberancia, sin el
involuntario y brillante mentir, sin el desate imaginativo de que
ha hecho modelo Daudet a los tarasconeses. Es probable que en toda
la «bella tierra de Francia» abunden los que oyen las
dos voces que oía Tartarín: una repitiendo, en modo
mayor, «Cúbrete de gloria», y otra,
confidencial, insinuante, «Cúbrete de franela, que va
a venir el invierno y los reumatismos son el demontre». Y
este tipo -a la vez nacional, regional, local, humano; este
caballero andante del sport, hoy que no quedan gigantazos que descabezar, ni princesas que desencantar, ni follones a
quienes imponer castigo, este Tartarín bueno,
ridículo y delicioso- sobra para la gloria del poeta y del
autor alegre que lo ha creado.
Emilia Pardo Bazán