Alfonso Daudet. La literatura francesa. El Naturalismo


Nació el 13 de mayo de 1840 en Nîmes (Francia).
      Tras la ruina de sus padres se hace maestro en Alès y posteriormente se traslada a París en 1857.
    Autor de un volumen de poesía titulado Los Enamorados en 1858. Sobre 1861 inició su colaboración en el periódico Le Figaro. Con fama sobretodo por sus evocaciones naturalistas recogidas en Cartas desde mi molino (1869), que apareció por primera vez en Le Figaro en 1866, y también por sus relatos sobre Tartarín, un pícaro de Provenza
Decíame en cierta ocasión Edmundo de Goncourt, al correr de una cháchara acerca de sus rivales en la novela: «No sé cómo creen que Zola pinta la realidad. No conoce la sociedad, no conoce la vida, y mal la puede describir. Ha vivido siempre dentro de un baúl. El mejor documentado de todos, es Daudet».


No negaré que pudo influir en esta opinión del maestro el cariño al gentil ménage, como solía llamar a Daudet y su esposa; no obstante, hay mucho de exacto en su parecer. Daudet era un novelista más documentado, y por mejor procedimiento, que Zola.

Cuando conocí a Daudet, también en el desván de Goncourt, ocho o nueve años antes del   de su muerte, estaba ya tan decaído, que justificaba la frase sangrienta y repulsiva en que le compararon a «una rata muerta en el cesto de un trapero». Con todo, destrozado por la morfina, y por sufrimientos que la morfina y el cloral atenuaban, con la cara gris y sumida, la melena ya tocada de plomo -a poco que se animase charlando, volvía a parecer el «guapo rey sarraceno», el brillante meridional, no sólo en lo físico, sino en la chispeadora conversación. El aire de Edmundo de Goncourt era más aristocrático, su hablar más escogido, pero Daudet poseía ese encanto capcioso de las imaginaciones que todo lo enflorecen. Por estas cualidades, que son las mismas de sus libros, Daudet reconcilió con el naturalismo a buena parte del público; y, no obstante, nadie podrá decir que falsificase la vida; al hermosearla. Se contentó con transigir un poco, velar crudezas o mostrarlas al través del arte; elegir con tino, entre el haz de sus notas y apuntes. La amargura que cupiese en Daudet, había que buscarla en el fondo de la copa. En la superficie, las, doradas burbujas del champagne.

Alfonso Daudet nació en Nimes el año 40. Adolescente aún se trasladó a París, donde se hallaba ya su hermano Ernesto, también novelista, pero asaz mediocre. Alfonso llegó a la gran capital muerto de frío, en vagón de tercera, con una moneda de plata por todo capital. «Nadie empezó su carrera más menesteroso...» -leemos en Treinta años de París...-. Lanzó el inevitable tomo de poesías, estreno,   juvenil, tan en armonía con la condición del que dijo de sí mismo: «Llevo en el corazón un pajarito azul, y por pitanza exige sangre». Sin que desde el primer momento alcanzase lo que se llama celebridad, tuvo éxito; sus versos agradaron. Si obtuvo Daudet en la prensa y la escena triunfos lisonjeros, del 60 al 66 comenzó la fama extensa, con la publicación de las Cartas de mi molino. Desde entonces puede decirse que creció siempre la popularidad del simpático nombre, y cada libro le hizo ascender un escalón, aunque no todos sean de valor igual, y el mejor, en mi concepto, Tartarín de Tarascón, lleve la fecha de 1872 y sea la primer sonrisa humorística de las letras francesas después de la catástrofe nacional.

De sus novelas, la crítica superficial ha solido preferir La razón social Fromont y Risler. En mi opinión es de lo más flojo, y, a no ser por el fondo real que trasluce, dijéramos que hay algo de Feuillet, y sin la elegancia de Feuillet, en esa novela, que el mismo autor declara romancesca y convencional, aunque hayan existido los personajes.

Aparte del gran acierto del primer Tartarín, siempre sobresale Daudet en el estudio del carácter meridional. También domina las escenas de la vida política y mundana, habiéndose penetrado de ese ambiente antes de la caída del Imperio, cuando fue secretario del duque de Morny, y pudo codearse con la gente que pone en escena. Así, las novelas superiores de Daudet, aquellas en que hay sal fina de sátira  envuelta en la gracia de la forma, son, sin duda, Nabab, Numa Roumestán, Los Reyes en el destierro, la recia diatriba de El Inmortal y el hondo estudio de Safo. Si añadimos algunos cuentos de primera línea, tendremos lo selecto de la producción de Daudet.

El caso de Daudet con sus paisanos los meridionales, demuestra que los pueblos, lo mismo que los Reyes, buscan que se les adule, halague y mienta. No pueden sufrir los pueblos la verdad, aun embellecida por el hechizo del arte. La pintura del Mediodía que hizo Daudet, no tiene gran dosis de hiel satírica. Ni pudiera, ya que en ella se trasluce a cada paso el invencible enamoramiento, la nostalgia, de aquella comarca inundada de sol y perfumada de tomillo y adelfa, abrasada por la caricia ardiente del mistral, donde la mentira no es mentira, sino espejismo, gasconada y poesía hiperbólica. Alfonso Daudet fue provinciano de su provincia, hombre de su raza, meridional hasta la medula; lo fue con fervor, no gustándole otro campo sino el de su tierra, tostado, reseco y rojo, y confesando la singular melancolía que le causaba el verde paisaje del Norte. Se ha dicho, y con razón, de Alfonso Daudet, que en sus obras existe mucha emoción personal, y que el precepto de la impersonalidad, impuesto por la escuela, no lo siguió al pie de la letra nunca, pues su sentir palpita en sus novelas y las impregna del todo. Y su sentir, es el amor al país natal, la continuación de Provenza sobre su sensibilidad artística.

Un día, en el desván, irguiéndose en el sillón donde antes yacía desplomado, Daudet nos hizo fijarnos en lo irónico del hecho.

«Ha habido -dijo- un instante en que si caigo en Tarascón, no sé qué sería de mí. Maldita la gana que tengo de aparecer por allí nunca. Hasta prohibieron que mis libros se vendiesen en la estación. Hablaban de arrastrarme por las calles, con una soga atada a los pies. Hay que tener en cuenta, sin embargo, la óptica meridional. La soga sería bramantillo, y todo pararía en ¡ah! ¡ah!, fén de brut. Sin embargo, varios tarasconeses se han venido a París a retarme. ¿Dónde anda ese señor Daudet? A ver, que se presente... Fue preciso distraerles con diversiones, para que no se precipitasen en mi casa y me escabechasen...».

El que los tarasconeses querían linchar, era el poeta de su región, prendado del carácter de un paisaje, de la originalidad pintoresca de tipos y costumbres, de ese espíritu de una comarca, que la diferencia de las otras. Revelar la belleza propia de las regiones ha correspondido, en la segunda mitad del siglo XIX, a la novela, no a la poesía, y si tuviésemos que elegir, como significación del alma de Provenza, entre Mistral y Daudet, yo antepondría al último, a gran distancia.

Es uno de los rasgos de la figura literaria de Daudet esta incesante presencia de la región natal; y, sin encerrarse (como un tiempo dije de Pereda) en su huerto (pues nadie retrató mejor que Daudet los aspectos del mundo cosmopolita),   lo cultivó asiduamente. Ni Zola, ni el propio Flaubert, que tan admirable disección de la vida provinciana hizo en Madama Bovary, tuvieron el sentimiento regional que en Daudet rebosa. Balzac, con sus cualidades de vidente, reveló de un modo admirable varias regiones de Francia; pero en Daudet hay otra cosa: la intimidad de la tierra con el artista, la sugestión de una comarca, que no puede ser sino aquella donde los ojos bebieron la primer luz y los pulmones respiraron el primer soplo de aire. Y yo diría que esta identificación del escritor con un país, es un elemento de fuerza y sinceridad, es algo más humano que el arte de los que no tienen solar ni terruño.

He calificado de mitigado el naturalismo de Daudet, porque elimina lo soez, lo grosero, lo crudo, aunque no lo fuerte, ni lo escabroso. No es nunca brutal Daudet en la forma, sin que retroceda ante las verdades necesarias y los detalles de prosa más vil (recuérdese el modo de destruir los papeles que pueden comprometer, a la muerte del Duque de Mora, en El Nabab). No falta quien afirme que Daudet anduvo sumamente hábil al unir su causa y su nombre a la escuela naturalista, cuando esta se encontraba en su mayor apogeo, acertando al mismo tiempo a no escandalizar, y recogiendo las flores de la popularidad, mientras Zola recibía los pellones de cieno y los Goncourt se sentían cercados del hielo de la indiferencia. No supongo tanta astucia en Daudet. Cualesquiera que sean los dogmas de una escuela literaria,  está por cima de ellos la individualidad, lo que la misma escuela llamó, sin completa exactitud, «el temperamento». Nadie cumplió mejor que Alfonso Daudet el precepto escolástico-naturalista de la rebusca del documento humano; pero al servirse de ese documento, lo adaptaba a su fantasía, tan distinta de la de Emilio Zola. Al imaginar sobre la base del documento, Daudet envolvía en mieles de abeja poética el acíbar de las realidades crueles y horribles, y además, no rechazaba, sistemático, la parte de documentación en que la naturaleza humana aparece ennoblecida, porque esto también es real, y todos lo sabemos, no ya sólo por lo que en los demás hayamos observado, sino por aquella otra observación irrefragable que realizamos sobre nosotros mismos. La antipática acumulación de hechos análogos y degradantes que se nota en La Tierra o en Pot Bouille, no cabe en el procedimiento de Daudet, más vario, más matizado, más aireado, por decirlo así. Y lo que le agradeció la muchedumbre de lectores, fue esa especie de indulgencia hacia la pobre humanidad; esa equidad, no envuelta en gasas de mentira, apoyada en un sinnúmero de notas vividas, d'aprés nature, como él se complacía en repetir, y que presentaba al hombre tal cual es, unas veces sublime, otras abyecto, casi siempre mediano, movido y solicitado, no sólo por los estímulos materiales, sino por infinitos que se derivan de su vida moral, de su vida social, de afectos, ideales e ilusiones. Y es el caso que el mundo financiero que aparece  en El Nabab no es un punto más honrado que el de La ralea; pero el arte del novelista consiste en patentizar las codicias, las miserias, las concupiscencias, los fermentos de corrupción, la decadencia histórica, en suma, sin recargar, no obstante, el ya sombrío cuadro.

Hay que distinguir, en Daudet, al satírico del novelista. A la corriente satírica pertenecen los tres Tartarines, El Inmortal, bastantes páginas de El Nabab y de Numa Rumestán; a la novela propiamente dicha (además de las confesiones, autobiográficas de Poquita cosa y la triste biografía de Jack), La razón social, Fromont y Risler, Los Reyes en el destierro, La Evangelista, Safo. Sin embargo, conviene añadir que en toda novela de Daudet asoma el satírico, y a veces el moralista.

La sátira y la moraleja de Daudet, pueden dividirse en regionales, sociales y políticas. Tartarín de Tarascón, lo sabemos, ni con la política ni con la sociedad se relaciona: estudia una región, y dentro de esa región, una localidad. En Numa Rumestán, al contrario, son las costumbres políticas lo satirizado, pero sin indignación: hasta se trasluce la benevolencia involuntaria hacia Numa, que personifica la falta de seriedad, lealtad y veracidad del meridional, y aprovecha un alta situación política para satisfacer pasiones caprichosas, mientras prodiga verbalismos y promete lo que está cansado de saber que no ha de cumplir. En El Nabab, la sátira es social, y muy cruel para el segundo Imperio.

He leído en recientes trabajos sobre Daudet que este no acertaba a diseñar caracteres. Hay caracteres individuales y caracteres genéricos, y me explicaré por medio de ejemplos. Tartufo, Harpagón, son caracteres generales; son el hipócrita, el avaro; sus rasgos convienen a muchos. Y, en cambio, Ricardo III es un carácter individual; hay en él señales que no vemos ni en otros monarcas, ni en otros ambiciosos, ni en otros hombres de su época.

Daudet dibujó ambas categorías de caracteres; y lo tenía a orgullo, y declaraba lo profundo de su emoción cuando oía decir: «Ese es un Tartarín... un Monpavon... un Delobelle...». Sin que Tartarín de Tarascón pueda hombrearse con su modelo, Don Quijote de la Mancha, reconozcámosle por bello ejemplar de la humana ilusión, personaje de heroi-comedia, vivo, efectivo, dotado de esa atracción que lo verdadero ejerce. Por las confesiones de Daudet, sabemos que existió Tartarín o Barbarín, como las indagaciones parecen demostrar que existió Alonso Quijada. Pero ¡cuántas cosas existieron, a que sólo el arte prestó vida!

Sin el amazacotamiento de Zola, sin esa monotonía de la repetición de un rasgo descriptivo, como el del carbón que escupe el minero de Germinal, o la cojera de Gervasia, Daudet sabe sorprender las particularidades, el gesto y el movimiento, las frases y las ideas que diferencian a los individuos. Y esta manera es peculiar suya, y mana simpatía, por ahincada y minuciosa que sea la observación. El feroz egoísmo de Delobelle, las ligerezas de Numa, la fría dureza de la Evangelista, la criminal osadía del envenenador Jenkins, la depravación inconsciente de Cristián de Iliria, no nos producen ese asco penoso, esa especie de vergüenza de existir y de pertenecer a la raza humana, que causan, por ejemplo, Lantier en La Taberna, o algunos personajes de La Tierra. -Hay que llamar a Daudet el reconciliador.

Otra excelencia que no podemos negar a Daudet, y que faltó, sin duda, a sus gloriosos émulos, es el arte de componer. Sus novelas tienen una estructura artística, y además, sin pagar tributo al folletín, inspiran interés, porque no se encierran en aspectos triviales de la vida. Este equilibrio de elementos descubre la riqueza de la organización del artista, y lo armónico de sus facultades. Y no se opone lo que acabo de escribir respecto al arte de la composición de Daudet, a otra afirmación también exacta: la de que las novelas de Daudet son realmente una serie de cuadritos que, sueltos, viven con vida independiente. «No puedo inventar», decía él. Y, en efecto, en todas sus novelas hay algo que es un recuerdo, un episodio vivido. Una de ellas, Poquita cosa, escrita en Provenza al correr de la pluma, figura como «eco de juventud», evocación de las gratas y tristes memorias de la primera edad. También el tamborilero de Numa Rumestán existió... ¡pero qué distinto! Y existió y brilló y fue protector y patrono de Daudet el duque de Mora; y no menos real fue Jansoulet, el nabab, y cien   -139-   personajes más de las novelas, de fisonomía inconfundible. Recuerdo personal es asimismo el bueno de Tartarín, con el cual Daudet confiesa haber ido a Argelia, en las graciosas excusas que da a los tarasconeses. Él mismo se declara Tartarín y reconoce que soñó matar leones y otras fantasías heroicas. No inventado tampoco, es el héroe de Jack, el pobre niño asesinado por la locura de su madre, y verdad los ratés o fracasados literarios, de quienes hace tan donoso estudio. Inútil parece añadir que el mundo político, elegante y financiero que estudia en El Nabab y en Los Reyes en el destierro, es el que frecuentó, y el puesto que ocupaba al lado del duque de Morny, a la vez importante y secundario, le permitió conocer muchas cosas que la multitud, y hasta los curiosos del periodismo, ignoran siempre. La sátira de El Inmortal, responde también a impresiones propias: Daudet detestaba a la Academia (y no porque hubiese rehusado admitirle en su seno, pues dado el carácter de la obra de Daudet, es seguro que no encontraría obstáculos, como Zola, para llegar al sillón). Abominaba de ella, igual que Goncourt, por parecerle que era el sarcófago donde se momificaba el idioma. «Siento el idioma», decía Daudet «estremecido de vida, tempestuoso, con resaca y marejada, o como hermoso río que pasa raudaloso y caudaloso. El río recoge muchas escorias, porque se lo echan todo, pero déjenle correr, que él se purificará». Esta antipatía a la decrépita institución, le inspiró la sátira terrible, rebosante de realidad, fundada en hechos que se susurraban, aunque nunca parezca fácil comprobarlos (ni haya para qué, como suele suceder en este género de cuestiones). Opinan los críticos que El Inmortal fue la última obra notable de Daudet. Su salud, tan quebrantada -«¡ah, me está bien empleado!» suspiraba, refiriéndose a lo mucho que había abusado de su sistema nervioso-, decaía a cada instante, y su fuerza creadora disminuía a proporción. Acometíale un extraño desorden, un fenómeno que él llamaba diplopia: tenía, sobre todos los asuntos y temas artísticos, dos o tres ideas, entre las cuales permanecía indeciso, sin acertar a elegir -lo cual dificultaba enormemente su trabajo.

Fueron tres lustros de sufrimiento lo que soportó Daudet, y no es mucho que de ello se resintiesen sus últimas producciones. Cuando, en la paz de la muerte, recobró lo que France llama su «belleza bucólica», por haber desaparecido del rostro las huellas de las torturas, hacía nueve o diez años -era en 1897- que el naturalismo de escuela declinaba; pero Daudet no había modificado sus procedimientos en lo más mínimo, y el favor del público, no tan ruidoso como el dispensado a Zola, pero intenso y constante, persistía. Su vida de escritor y de artista ostentaba, la más bella unidad, describiendo igual armoniosa curva que su arte; la evolución del jefe de la escuela, convertido de la noche a la mañana en apóstol humanitario, no le había tentado nunca al meridional «de imaginación    de trovero», que así se calificaba él mismo; y como escribió el primer día, hollando la menta de las colinas tostadas por el sol, siguió escribiendo en el ambiente parisiense, que poco influyó en su sensibilidad nativa, aunque le había enseñado tantas y tantas cosas, e inspirádole tanta sátira jamás acerba (excepto cuando pinta a los académicos confitados en pedantería y representados por aquel ineptissimus vir Astier Réhu, del cual conocemos por acá algunos congéneres).

Hay que observar esta particularidad moral de Daudet: no es un escritor en guerra con la sociedad: no tiene que vengar agravios; aparte de su enfermedad pecosa, ha sido un hombre feliz. Si satiriza a la Academia no es por rencor; si su lápiz maestro dibuja al agua fuerte las interioridades políticas, no es que la política le haya costado decepciones; si insiste en pintar hogares deshechos, costumbres livianas, no es que en su casa no haya reinado la paz, y aun más que la paz, el amor. Hasta, si hemos de creerle, la mujer de Daudet colaboró en sus obras, y él la califica de artista, y afirma que fueron las manos de la esposa lo que espolvoreó de oro y de azul su trabajo. Habiendo conocido en casa de Goncourt a la señora de Daudet, debo decir que me pareció una mujer culta, excelente, amable, pero no tan artista, seamos sinceros. Yo la hubiese tomado por una de tantas burguesitas francesas, afinadas y con opinión sobre la última comedia que se ha estrenado y el último libro que se publica. Las  obras de la señora de Daudet que he leído son agradables e impersonales. Pero sin duda hay un modo de colaborar con un escritor, que no siempre ejercitan las personas allegadas, y que tiene su mérito, su poesía y su grandeza; y es el hacerles la vida dulce, desviando los obstáculos materiales y mulléndoles la cama. Este género de colaboración entre Daudet y su esposa es innegable.

Los escritores naturalistas, como los del romanticismo, tuvieron sus tertulias, que se diferencian de los dos cenáculos románticos, el de Víctor Hugo y el de Sainte Beuve, en que, lejos de ser como aquel, una vega abierta, donde entraba todo afiliado y todo admirador, rutilante la melena y en motinesca actitud, eran un círculo algo cerrado, compuesto en su mayor parte de escogidos, de eminencias, la nata de la intelectualidad francesa, y aun de la extranjería. No así la fanática corte de Víctor Hugo, que vi con mis ojos, y se reducía a una hilera de devotos arrodillados ante un altar. Al contrario; en estas tertulias, que primero se reunieron en casa de Flaubert, y, muerto Flaubert, en casa de Goncourt, se discutía acaloradamente, se disertaba a perte de vue, se comentaba todo; no había exclusivismos admirativos, y nadie era ni vidente, ni profeta, ni semidiós.

Daudet fue siempre asiduo concurrente, no sólo a estas tertulias, sino a salones literarios, y los describió a veces con deliciosa pluma, dejando un retrato de aquella madama Ancelot, arrugadita y vestida de blanco, infantilmente,  envejeciendo cien años seguidos todos los días, sin abandonar nunca su disfraz juvenil, como las hadas. En esta clase de salones pudo estudiar de cerca los tipos de su ratés o fracasados, las acrimonias, los despechos, la hiel que se estanca en el hígado de los que no llegaron a realizar un sueño o una ambición de gloria, y causa las ictericias de la envidia; pero las tertulias de Flaubert y Goncourt, apenas conocieron el triste tipo del literato frustrado. Los hombres que en ellas se destacan son ilustres, son casi los mismos que estudio aquí. Si algunos no llegaron a gran notoriedad, todos ocupan un lugar distinguido en la historia literaria. Y en esta intimidad entran también los extranjeros, como Ivan Turguenef, del cual y de sus compañeros, los novelistas rusos, pudieren decir los naturalistas de escuela: «Yo disminuiré y ellos crecerán».

Con aquel gigantazo eslavo, de barbas fluviales, del cual Daudet habla larga y cariñosamente -¡eironeia!-, vino la caída de la escuela de Médan. Tiene algo de simbólico el incidente que el mismo Daudet relata, al hablar de la publicación de unas páginas de Turguenef, en las cuales, el extranjero que se había sentado a su mesa, que había acariciado a sus niños, que le había cubierto de elogios, vaciaba el corazón y se desahogaba, declarando que Daudet, como escritor, era el último de los últimos, y como hombre, valía bien poco. El desengaño no impulsa a Daudet a salir de su tono de delicada ironía, y es justamente la palabra «ironía», en  griego, la que le sirve para comentar la traición del ruso-, traición bien frecuente, por cierto, en las letras...

Daudet no tenía que temer tanto la crisis fatal del naturalismo, habiendo sabido, como dice acertadamente René Doumic, que hay cosas que no se pueden describir y palabras que no cabe usar. La opinión de Doumic respecto a Daudet me parece muy exacta, y al transcribirla me adhiero a ella. La obra de Daudet, en opinión del eminente crítico, es la de un nervioso; inspirada, más que por vigoroso pensamiento, por exquisita y activa sensibilidad. Es fina, elegante, seductora, ornada de mil gentiles y lindos arabescos... y parece frágil el conjunto, como una soñada Alhambra. Falta al novelista un grado sumo de energía viril, de potencia creadora; falta la alucinación poderosa de un Balzac, y yo añadiría que tampoco posee el lento arranque bovino de Zola, que a veces ha abierto tan hondo surco. Hay en Daudet un equilibrio y una compensación de cualidades medianas, que reunidas forman gratísimo conjunto: es amable sin ser dulzón; es satírico, sin ser amargo ni seco; es gráfico, sin ser pesado ni insistente; no conoce la pedantería; no alardea de científico; es poeta a ratos, es otros humorista, y no insiste en el detalle crudo, pero no lo evita cuando es necesario, limitándose a presentarlo con suma habilidad. No puede negársele su intención de moralista, ni su pintura amplia, varia y fiel de la sociedad que le rodea. Sin erigirse en salvador   -145-   de los proletarios, ni escribir Los miserables ni Trabajo, pinta con la mayor simpatía a las clases modestas y humildes, y nos comunica su ternura hacia los tristes y los desheredados, bañando en luz y en poesía, sin daño de la verdad, la bohardilla de la obrerita Deseada Delobelle. Y, sin embargo, de todos estos méritos y de tantos deliciosos sabores como pueden hallarse en él, Daudet no llega por completo a la cima. Como artista, tenemos que anteponer a Flaubert, desde luego, y a los Goncourt; como creador, a Balzac; como fuerte, a Guido de Maupassant, y como originalidad, no incompatible con sus grandes defectos, a Emilio Zola.

Hay, sin embargo, una obra de Daudet que entre todas se distingue y que, sea acierto «de trovero» según él decía, o extraña adaptación del asunto al talento, a feliz imitación de una obra maestra única-, bastaría para ganarle la inmortalidad. Ya se adivina que me refiero a Tartarín. Daudet dividía los libros que puede producir un escritor en libros naturales, de inspiración espontánea; y libros intencionales. Hay que añadir que no siempre los libros intencionales son necesariamente inferiores; sirva de ejemplo, en la misma producción de Daudet, El Inmortal, libro intencional si los hubo, como lo son, en general, todas las obras satíricas. Pero cuando un libro natural es además el libro natural de una comarca y hasta de una raza, y encierra su vena cómica propia, ese libro tiene muchas   -146-   probabilidades de ser obra maestra. Así ocurrió con la gesta del héroe tarasconés, cuyas divertidísimas aventuras, manías, gestos y frases han hecho de él un ser viviente, uno de esos hijos del arte, que producen impresión de realidad significativa y profunda.

En opinión de Anatole France, Tartarín es el Quijote francés; ha llegado a adquirir la importancia de una leyenda nacional. Yo sólo diré dos cosas: la primera, que si no existiese la obra de Cervantes, no hubiese existido la epopeya de Tartarín, cuya primera idea sin duda del Quijote procede; la segunda, que, si Francia puede tener un Quijote, tiene que asemejarse más a Tartarín que al Ingenioso hidalgo.

Nótese que la epopeya de la gasconada ha tentado siempre y sigue tentando a nuestros vecinos. Don Quijote nada tiene de gascón ni de fanfarrón; es Castilla con su enjuta melancolía, su recato en el heroísmo, su severidad y su instinto ascético. Habría un curioso paralelo que establecer entre el capitán Fracasa, el caballero Cyrano, Tartarín, Chanteclair y don Quijote. De todos los tipos en que las letras francesas han querido encarnar ciertas corrientes de la nacionalidad, sin duda el más humano y el más francamente cómico es el héroe de Tarascón.

Sería bien nimio, por no decir bien sandio, querer regatear el valor a los franceses, ni ensalzar el nuestro a costa del suyo. Francia tiene en su historia páginas gloriosas, espesas como  follaje de laurel. Y Tartarín, el de las baladronadas, no es un cobarde ni mucho menos. Por ciertos aspectos y en momentos determinados, de héroe se le puede calificar, y no en chanza. Pero Tartarín, a fuer de francés que ha sabido apreciar las comodidades y encantos de la vida, que ignora el estoicismo, que conoce el hechizo de una taza de chocolate perfumada, servida a la hora del despertar, en el huelgo de una grata vivienda, está muy a bien con la vida, y malditas las ganas que de perderla tiene. Como hemos observado a propósito de La debâcle, el francés estima la olla, estima más que el español el cuerpo y su regalo. De este modo de ser nacen el refinamiento, las bonitas industrias, el progreso de muchas formas del arte, el bienestar, la economía y la riqueza de los franceses. No hay, pues, que condenar tales tendencias, sino reconocerlas y explicar por ellas la doble personalidad de Tartarín. Acaso al Norte de la nación existan Tartarines, pero sin la exuberancia, sin el involuntario y brillante mentir, sin el desate imaginativo de que ha hecho modelo Daudet a los tarasconeses. Es probable que en toda la «bella tierra de Francia» abunden los que oyen las dos voces que oía Tartarín: una repitiendo, en modo mayor, «Cúbrete de gloria», y otra, confidencial, insinuante, «Cúbrete de franela, que va a venir el invierno y los reumatismos son el demontre». Y este tipo -a la vez nacional, regional, local, humano; este caballero andante del sport, hoy que no quedan gigantazos que descabezar, ni princesas que desencantar, ni follones a quienes imponer castigo, este Tartarín bueno, ridículo y delicioso- sobra para la gloria del poeta y del autor alegre que lo ha creado.

Emilia Pardo Bazán