Los recientes atentados de París han llevado de nuevo a primera plana la amenaza del yihadismo, esa extraña patología social que se ha difundido de manera vírica en las últimas décadas y según la cual es grata a Dios la muerte de los infieles y de los apóstatas. Cuando los atentados se producen en Occidente su impacto en nuestros medios de comunicación es mucho mayor, pero no hay que olvidar que se trata de una plaga que afecta sobre todo a Asia y África. El 95% de las cinco mil muertes causadas por los yihadistas el pasado mes de noviembre se concentraron en tan sólo siete países: Irak, Nigeria, Afganistán, Siria, Yemen, Somalia y Paquistán, por este orden.
Lo más inquietante de los atentados de París es que sus autores eran ciudadanos nacidos y radicalizados en la propia Francia, pero que a su vez tenían relación con dos de las más letales organizaciones yihadistas del Medio Oriente. Al Qaeda en la Península Arábica, la filial yemení de la organización fundada por Bin Laden, ha reivindicado el atentado contra Charlie Hebdo, mientras que el asesino del supermercado judío ha proclamado su identificación con el Estado Islámico.
Esto explica el interés que ha despertado ISIS: el retorno de la yihad. ISIS son las siglas en inglés de Estado Islámico de Irak y Siria, la denominación adoptada en 2013 por el grupo yihadista que tras sus éxitos militares de 2014 pasó a denominarse simplemente Estado Islámico y que efectivamente controla hoy el noreste de Siria y el noroeste de Irak. Su autor, Patrick Cockburn (Cork, Irlanda, 1950), es un prestigioso periodista, colaborador del diario británico The Independent, buen conocedor del Medio Oriente, muy crítico con la respuesta occidental a la amenaza yihadista y autor de tres libros anteriores sobre Irak. ISIS no es sin embargo, en mi opinión, uno de sus mejores libros, pues si bien contiene algunas páginas del mejor periodismo, en conjunto no está bien estructurado, ya que los mismos asuntos, por ejemplo la caída de Mosul, reaparecen una y otra vez, mientras que los orígenes de ISIS no quedan explicados de manera clara. La traducción española, que debería haber sido revisada con más cuidado, contribuye a la desorientación, por sus numerosas imprecisiones. Un error llamativo es que en varias ocasiones se diga que las negociaciones para un acuerdo en Siria se han llevado a cabo en Génova, cuando bastan unos segundos para comprobar en Internet que la ciudad que en inglés se llama Geneva en español se llama Ginebra.
El ascenso de ISIS empezó a comienzos de 2014, cuando logró el control de casi todo el noreste de Siria, a expensas de otros grupos rebeldes, pero sus éxitos más sorprendentes se produjeron el verano pasado, cuando en unas pocas semanas arrebató al ejército iraquí todas las tierras de población árabe suní del noroeste del país, incluida la gran ciudad de Mosul. El fusilamiento de prisioneros, la persecución de las minorías cristiana y yazidí y la decapitación de rehenes occidentales dieron muy pronto al hasta entonces semidesconocido ISIS una notoriedad internacional. A partir de
septiembre la intervención aérea de Estados Unidos y algunos aliados ha frenado su avance, pero no ha forzado apenas su retroceso.
septiembre la intervención aérea de Estados Unidos y algunos aliados ha frenado su avance, pero no ha forzado apenas su retroceso.
¿Cómo ha sido todo ello posible, cuando el Estado iraquí contaba con cerca de un millón de efectivos, entre fuerzas armadas y de seguridad? Cockburn proporciona algunas claves que resultan convincentes. En primer lugar, el sistema democrático implantado tras el derrocamiento de Saddam Hussein por Estados Unidos y sus aliados no ha conducido a un entendimiento de las distintas etnias del país, sino a la hegemonía de la más numerosa, los árabes chiíes. Los kurdos sunníes del noreste han consolidado su propio Estado autónomo, pero los árabes sunníes del noroeste, que habían dominado el país desde la independencia, han quedado marginados.
Nouri al-Maliki, primer ministro desde 2006 a 2014, ha seguido una política sectaria que ha generado un profundo desafecto de los suníes y facilitado con ello el éxito del ISIS. En segundo lugar, el grado de corrupción del régimen de al-Maliki ha alcanzado cotas increíbles. Baste decir que el índice elaborado por Transparencia Internacional sitúa en 2014 a Irak en el puesto 170, sobre un total de 175 países analizados (España se sitúa en el puesto 37, en compañía de Israel, mientras que Dinamarca ocupa el primer puesto como país menos corrupto). Pero lo peor es el destructivo efecto que la corrupción ha tenido en las fuerzas armadas: no es extraño que generales cuyo principal objetivo era el enriquecimiento ilícito fueran capaces de abandonar a sus hombres ante el avance del enemigo.
Cockburn añade que todo ello no habría conducido al triunfo del ISIS en Irak de no haber sido por la guerra civil siria. Ha sido la masiva insurrección de la población suní contra el régimen de Bashar al-Asad, basado en la minoría alauí, cuyo credo es una variante del chiismo, la que dio al ISIS su gran oportunidad para obtener apoyos y asegurarse una base territorial. Y ello conduce al aspecto más polémico de la interpretación que propone Cockburn, que se acerca peligrosamente a un meme tan sesgado como vírico: la culpa de todo siempre la tiene Occidente.
Su tesis es que la guerra con el terror emprendida por Estados Unidos y sus aliados a partir del 11-S ha sido un fracaso. No le falta cierta razón al afirmarlo, ya que el balance de las intervenciones en Afganistán e Irak no es muy positivo y en particular la decisión de invadir Irak no ha resultado ni justificada (no había tal acumulación de armas de destrucción masiva) ni eficaz (la estabilidad en el Medio Oriente no ha aumentado). Pero Cockburn va demasiado lejos al sostener que Afganistán no era un objetivo adecuado, a pesar de que el régimen talibán permitía bases de Al Qaeda, y que en cambio se debía haber metido en cintura a dos aliados de Estados Unidos como Paquistán, que había contribuido al triunfo talibán, y Arabia Saudí, cuyos petrodólares habían fomentado la difusión mundial del islamismo radical. Son sin duda dos regímenes manifiestamente mejorables, pero, ¿cómo podría Occidente haberles forzado a mejorar?
Cockburn no ofrece respuesta a esa pregunta, pero de su libro se deduce que derribar a la casa de Saud no habría sido una buena idea, ya que su tesis es que toda intervención occidental tiene efectos negativos. No se debió derribar el régimen de los talibanes ni a Saddam Hussein, no se debió apoyar a los rebeldes libios contra Gadafi y ha sido un error pretender forzar la dimisión de al-Asad. En todos los casos “la participación de Occidente exacerbó las diferencias existentes y empujó a las partes hostiles a una guerra civil”.
Aparentemente, si los asesinos del ISIS utilizan a un niño de diez años para matar a dos rehenes rusos, la culpa en el fondo es nuestra. Frente a esta autoflagelación obsesiva, yo asumo el lema solidario de los franceses: “Je suis Charlie, je suis juif, je suis flic, je suis la République”.
Traducción de Alma Alexandra García. Revisión de JC Granados. Ariel. Barcelona, 2015. 136 páginas. 14,35 euros. Ebook: 7,99 euros.