Hace más de 4.000 años un desconocido sumerio escribió en una tablilla de arcilla un "Lamento por la destrucción de Ur". La ciudad de Ur, en la que la Biblia sitúa al patriarca Abraham, cuya supuesta tumba se disputan hoy judíos y palestinos, ya no era más que un montón de ruinas de ladrillo barridas por el viento del desierto, y por eso el escriba mostraba su melancolía y pensaba en la fragilidad de la vida. Y es que las ruinas y los viejos libros abandonados siempre han sido materia prima de los poetas melancólicos. Podemos ver en la Biblioteca de Galicia una exposición, aparentemente sencilla y modesta, O Berce do libro, pero que nos ofrece un testimonio esencial de lo que fue uno de los acontecimientos que marcaron el desarrollo de la civilización occidental: el nacimiento del libro impreso. Y no deja de ser curioso que quien presta sus fondos sea un banco privado, y que no haya sido la USC quien hubiese promovido una exposición semejante; a pesar de tener una colección mucho más amplia de incunables, quizás sea así porque los bancos saben lo que les cuestan las cosas y la universidad no afine mucho en lo que son las cuestiones monetarias ni lamentablemente tampoco en lo que son los valores que no tienen precio. Estos libros, casi todos escritos en latín, contienen textos de historiadores griegos y latinos, obras de autores cristianos, como Paulo Orosio, un discípulo de San Agustín que escribió una historia universal utilizada como libro de referencia hasta el siglo XVII, y al que algunos de los autores de la Xeración Nós gustaban de reivindicar como gallego; pero también hay libros de lógica, filosofía y astronomía, todos ellos supervivientes de los últimos años del siglo XV en el que Europa vio nacer un instrumento que iba a revolucionar su historia.
El libro impreso en papel fue posible gracias a que se pudo producir papel de cierta calidad, normalmente a partir de viejas telas, y gracias a la creación de los tipos móviles, es decir, de letras de metal que se iban colocando en filas para componer una página que se podía reproducir en serie y a un costo relativamente bajo. Lo que nosotros llamamos libro, es decir, unas hojas escritas cosidas por el canto, encuadernadas o no, fue un invento del cristianismo para poder recoger en grandes volúmenes los libros sagrados. Los códices se hacían a mano, pero podía haber varios escribientes copiando simultáneamente un texto al dictado, por lo que su producción y circulación en los mundos cristiano, judío y musulmán fueron más rápidas de lo que solemos imaginarnos. Pero la revolución de la imprenta supuso la creación de una nueva tecnología de la comunicación, ya que la tirada de un libro solía ser de entre unos 500 y 1.000 ejemplares y los libros podían circular, legal o ilegalmente, de país a país. De hecho en Galicia eran introducidos a partir del siglo XVI por las Rías Baixas.
El libro naciente hizo posible el Renacimiento con la edición y traducción de los grandes textos griegos y latinos; la Reforma protestante, en la que la traducción de la Biblia al alemán o el inglés permitió la creación y fijación de las lenguas vernáculas, y la difusión del hábito de la lectura del texto sagrado como parte de la devoción. Pero no solo ello: sin el libro impreso hubiese sido imposible la ciencia moderna. Copérnico formuló su revolución astronómica en un libro en latín, Galileo en sus libros italianos, Newton en sus textos latinos, y lo mismo Vesalio con su tratado de anatomía, y los naturalistas, geógrafos y los historiadores en sus lenguas nacionales. El libro permitió difundir los textos legales y facilitó la educación en todos los niveles. Libros como los que se pueden ver en el Gaiás estuvieron unidos al nacimiento de la libertad. Los libros se podían imprimir en muchos lugares y viajaban de país a país, aunque estuviesen prohibidos: los inquisidores lo sabían muy bien.
Los libros más leídos en España del siglo XVI fueron los libros de caballerías. Eran unos libros ilustrados con grabados de gran formato y sus propietarios, como Don Quijote, los hacían encuadernar con primor. De los más de 20.000 ejemplares que se calcula se imprimieron en España sólo sobreviven 600,
algunos en muy mal estado. Clérigos y laicos, nobles y plebeyos los devoraron y aprendieron de memoria, y también los reyes, como Felipe II, que hacían torneos imitando a sus protagonistas. Es curioso que este rey obsesionado con las reliquias, de las que coleccionó más de 7.000, afirmando que tenía un trocito por lo menos de cada santo conocido, tuviese unos 14.500 libros en El Escorial, la biblioteca más grande de Europa, y entre ellos algunos prohibidos, como el libro de Copérnico. Pero ese rey y su país hicieron que la historia de la imprenta en España se viese en parte abortada por la censura de los libros, bloqueando así el desarrollo del humanismo clásico y de la revolución científica, imposible sin los libros que se publicaban en Holanda sobe todo y en otros lugares de Europa.
Cuando el cura, por su oficio, y el bachiller Sansón Carrasco, graduado por Salamanca, quemaron la biblioteca de Don Quijote para curarle la locura, imitando lo que era normal en los autos de fe, les dio pena quemar los libros de caballería, por ser los mejores y más caros, pero lo hicieron. Hemos sido un país biblicida y ahora nuevos verdugos parecen añorar el olor de la hoguera proclamando el fin definitivo del libro en nombre de la ciencia. Pero los libros viejos como los del Gaiás siempre tendrán valor mientras haya quien sepa leerlos, lo que cada vez será más difícil en unas universidades en las que el conocimiento del griego y el latín y el uso de lenguas científicas que no sea el inglés parece ir camino de la extinción. Y además de valor también tienen los libros viejos un buen precio en el mercado. Nuestros economistas dicen que El Capital de K. Marx no vale para nada; puede ser, pero un ejemplar del primer tomo de su 1ª edición cuesta hoy 40.000 dólares. Lo que no podrán negar es que esta crítica del capitalismo tiene un buen precio.
Hoy, cuando en París se ha desmantelado el Museo de la Imprenta, que poseía la mejor colección de mundo de tipos móviles y de máquinas, cuando la venta del libro vive una crisis y cuando se anima a estudiantes y profesores a que no lean nada que vaya más allá de unos folios, no deja de ser una buena noticia saber que en el Gaiás se pueden ver ejemplares de un invento que cambió para siempre el mundo: el libro impreso.
El autor es catedrádico de Historia Antigua de la USC