Miquelarena, un escritor «en» la Guerra Civil
Nada menos que ciento diez nombres (y aún podría añadirse algún otro) de poetas, novelistas,
dramaturgos, ensayistas y críticos ofrece Juan Manuel Rozas en su lista,«tendente a ser
exhaustiva», de miembros de la llamada Generación de 1927; figura entre ellos, nacido en 1891
y, por tanto, de los más viejos del conjunto, Jacinto Miquelarena, el escritor de cuya biografía
y obra en los años de la Guerra Civil trataré en este artículo.
Claro está que no me toca ahora ocuparme de cuestiones (todavía disputadas para la crítica
y la investigación) como la pertinencia de considerar ese conjunto como generación (sin duda
espacio más amplio) o como grupo (espacio más reducido);o como la denominación que mejor
le conviene y caracteriza entre las varias que se le han dado (una media docena larga); o como,
sobre todo, la fijación de sus rasgos más distintivos y definidores. Esta última operación lleva
a delimitar algo así como un núcleo común del que, en medida mayor o menor, participan los
posibles integrantes de la generación; ese desigual grado de participación sería lo que
marcara, en definitiva, la adscripción, clara o dudosa, de todos y cada uno de ellos. Repasando
la nómina aludida y en cuanto que despacháramos, sin dificultades de inclusión, a los poetas ya
tópicos o consabidos, más los narradores «Nova Novorum»,comenzarían las dudas y
vacilaciones; Jacinto Miquelarena caería de seguro en este último sector. Y sin embargo...
Desde luego que su caso no es el de un decidido y denodado reivindicador de Góngora,
aprovechando para semejante menester el tricentenario de su muerte; ni, tampoco, el de un
fervoroso visitante y discípulo no literal del poeta Juan Ramón Jiménez (como reconocían serlo
casi to dos los jóvenes del 27), pues, que sepamos, Miquelarena ni compuso versos ni estuvo
metido en cenáculos poéticos; resulta vano, finalmente, buscarle en la tertulia de Ortega o en las
páginas y colecciones de la «Revista de Occidente» como colaborador de ellas. Pero si no cumple
con los anteriores requisitos, otros hay no menos distintivos -el peso o influjo de Ramón Gómez
de la Serna, de su ingenio greguerizante- al que en todo tiempo y lugar se adecuan
cumplidamente el talante y los escritos de Miquelarena; persona tan autorizada para el caso como
Luis Cernuda señaló en su día la huella, indudable y extensa, de la literatura ramoniana
en algunos poetas del 27, en determinadas parcelas de su obra: «La relación entre Gómez de la
Serna y aquella Generación poética parece así evidente, tanto por la predilección común de la
metáfora como por la otra de la evasión y el juego». Tanto o más que a los poetas en cuestión
conviene lo apuntado por Cernuda a los prosistas (a sus relatos y ensayos), y entre ellos, de modo
ni escaso ni irrelevante, a nuestro autor.
Noticia bio-bibliográfica hasta 1936
Jacinto Miquelarena Regueiro nació en Bilbao el 11 de enero de 1891 y en su ciudad natal se
inició como periodista (en «El Pueblo Vasco») y frecuentó las primeras tertulias literarias,
teniendo como compañeros y amigos desde entonces a Pedro Mourlane Michelena y a Rafael
Sánchez Mazas. Hacia 1930, tras algunos viajes y estudios en el extranjero -Francia e Inglaterra,
que desde entonces serían para él naciones muy queridas-, se estableció en Madrid y sentó plaza
en Prensa Española -redactor del diario «ABC» y director del semanario deportivo «Campeón»-.
En 1929 y 1930 publicó sus dos primeros libros, de breve extensión y ambos dedicados a contar
sus viajes a Holanda (El gusto de Holanda) y... Pero ellos no tienen bananas (a Nueva York).
Consecuencia asimismo de estancias en el extranjero son los artículos (con alguno de asunto
español) que en número de 23 integran y dan título, Veintitrés, a su tercer libro (publicado por
Espasa-Calpe en 193l); así como el que le sigue, Stadium (también Espasa-Calpe, 1934) es fruto
de su dedicación al comentario deportivo (futbolístico primordialmente) día a día.
Antes de la Guerra Civil, el periodista y escritor Jacinto Miquelarena era asiduo concurrente
de la tertulia que en «La Ballena Alegre», café Lyon (calle Alcalá, frente a Correos), tenía desde
1931 un grupo de escritores; «un día -recuerda Miquelarena- se acercó (...) un mozo de frente
despejada y ojos azules. Llegó con toda su vehemencia, con una claridad de mediodía, con el
amor a España, con el desprecio a todo lo que corrompía en el país, con asco para la derecha y
con asco para la izquierda: se llamaba José Antonio Primo de Rivera (...)» y con su llegada
«había entrado la Falange en 'La Ballena Alegre'». Muestra clara de ello fue la composición de
su himno, el «Cara al sol», que, en lo que a la letra se refiere, es fruto de la colaboración de
varios ingenios, Miquelarena entre ellos quien se atribuye la paternidad de dos líneas del
mismo: «Volverá a reír la primavera» y «que en España empieza a amanecer».
Al igual que Agustín de Foxá en uno de sus frecuentes relámpagos de ingenio explicó el
secreto de su adscripción política diciendo aquello de: «soy conde, soy gordo, soy diplomático,
soy académico. ¿Cómo no voy a ser reaccionario?», Miquelarena se refería así a la fatalidad de
su destino personal: «uno de los que había que asesinar en cuanto estallara la revolución social», pues no otra suerte podía esperar en tal vicisitud quien era como él redactor de «ABC» y
tertuliano de «La Ballena Alegre».
De 1936 a 1939
El lunes 20 de julio de 1936 Jacinto Miquelarena, reservado ya su billete de avión, debía
viajar a Berlín, donde iba a celebrarse la olimpiada internacional en la que estaba acreditado
como periodista, pero los acontecimientos españoles de los días anteriores (18 y 19) le
impidieron salir de Madrid y desde entonces hasta enero de 1937 corre su cautiverio en la zona
republicana, consumada que había sido la división geográfica e ideológica a muerte de España.
El saberse víctima buscada por quienes se habían hecho con el mando en la ciudad le llevó a
abandonar lo antes posible su domicilio conocido y a pasar horas y horas deambulando por la
calle -«(...) yo circulaba por las calles de Madrid. La calle era más segura que la casa (...)»
(página 21 de Cómo fui ejecutado en Madrid)-, viajando en los tranvías, recalando en casas de
buenos amigos para, finalmente, conseguir que le admitieran como refugiado en la embajada
argentina, cuyo encargado de negocios (don Edgardo Pérez Quesada) se mostró generoso a la
hora de recibir y albergar a personas cuya vida corría algún peligro. De las peripecias vividas día
a día en el no siempre seguro refugio da cuenta Miquelarena en sendos libros publicados en 1937
y 1938: Cómo fui ejecutado en Madrid y El otro mundo, respectivamente, relato que se completa
con el reportaje aparecido en la revista «Vértice», Aquel buque de guerra argentino: un grupo
de refugiados en la embajada argentina (Miquelarena entre ellos) embarca en el «Tucumán», que
le espera en el puerto de Alicante y llega a los pocos días a Marsella, desde donde nuestro
escritor prepararía la entrada en la España nacional, a la que se incorpora en los primeros días
de febrero de 1937. Instalado en Salamanca -con esporádicas salidas a otros lugares, como Bilbao
tras la conquista de esta ciudad por el ejército de Franco-, Miquelarena, a más de sus
colaboraciones periodísticas -en el «ABC» de Sevilla, en la revista «Vértice», por ejemplo-,
trabajó en la recién fundada Radio Nacional de España (que dirigía Antonio Tovar), donde tuvo
a su cargo los espacios titulados Comentarios, Plato del día y No lo decimos nosotros que eran
«notas breves, bien redactadas y con sentido del humor».
Otro artículo en «Vértice», aparecido a poco de terminada la guerra, podría considerarse como
el último jalón de este ciclo bélico y beligerante: se titula Las primeras horas y los primeros días
de Madrid; el texto va ilustrado con cinco curiosas fotografías de objetos abandonados en la vía
pública a causa de la lucha y los bombardeos y Miquelarena, con el ingenio y la intención que
le distinguen, repara por ejemplo en la venta de sombreros que se produce tras la conquista de
Madrid, cuando «el señor Nemesio, el señor Higinio y sus secuaces» acuden a comprarlo ya que
«habían decidido abandonar el mono y el descuido barberil y la mirada torva» para asegurarse
así ante los vencedores, pues «se trataba de pasar por sombrero viejo o por sombrero de toda la
vida» (alusión a las expresiones y consiguientes realidades de «camisa vieja», en el primer caso,
y «de derechas de toda la vida», en el segundo).
Pero la actividad de nuestro escritor durante el año 1939 continúa cuando menos con dos
publicaciones en volumen: Cuentos de humor (libro salido en abril y del que más adelante se
dirá) y la reedición de El gusto de Holanda, ahora con el subtítulo «viaje novelado» (mes de noviembre), uno y otro título muy lejos de la actitud banderiza de sus inmediatos
antecesores.
Dos libros de «El Fugitivo» y un diálogo premiado
La ingrata experiencia sufrida por Jacinto Miquelarena los meses (julio 1936-enero 1937) de
su forzosa estancia en el Madrid republicano es el asunto de sus dos libros de guerra, cuya
redacción y publicación se produjo entre 1937 y 1938; los peligros y temores padecidos por el
autor y su inmediatez temporal imponen el tono beligerante, hostil y, más de una vez, panfletario
que los caracteriza. Cómo fui ejecutado en Madrid (impreso en Ávila por Sigirano Díaz) y El
otro mundo (impreso por Aldecoa en Burgos) tuvieron en la zona nacional éxito de público,
muy sensibilizado entonces para esta clase de historias, como lo prueban las varias ediciones de
uno y otro; en las respectivas portadas consta, al lado del nombre del autor, el pseudónimo que
medio le encubrió durante algún tiempo, «El Fugitivo».
El primero de ellos, Cómo fui ejecutado en Madrid, no es un libro unitario en cuanto que está
constituido por secciones relativamente distintas entre sí, siete en total -«Madrid».
«Anecdotario», «Bilbao», «La alegre Inglaterra», «Periodismo», «Galería de monstruos», «¡Arriba
España!»-, si no [326] ordenadas en forma de capítulos rigurosamente sucesivos, sí separadas
tipográficamente y acompañado cada uno de los titulillos mencionados del correspondiente pie
explicativo -así en «Galería...»: «El Fugitivo descubre las bellezas del panfleto y las utiliza para
presentar al mundo una fama empapada en sangre y en ridículo»-. El título general responde a
una noticia falsa que corrió por Madrid: la de que Miquelarena había sido fusilado en esta ciudad
o en los primeros días de agosto de 1936 o en la que llama «la semana del periodista» (del 20 al
30 de septiembre). Pero como quiera que tal suceso no se produjo, el interesado (o presunto
cadáver) ocupa su tiempo y las primeras páginas del libro en presentar a los lectores un retrato
de Madrid víctima de la guerra en las semanas iniciales de la misma, de acuerdo siempre con la
visión de un perseguido -los «paseos», las cárceles y las chekas, las incautaciones- que,
finalmente, consigue ponerse a salvo; comienza así una nueva etapa en la vida de este cautivo
y su relato será el objeto de otro libro («yo prometo que se sabrá todo algún día», pág. 8), «inédito
por ahora» (será El otro mundo).
Pero aunque Cómo fui ejecutado en Madrid se sale tras su primera sección (poco más de
cincuenta páginas) de dicha circunstancia personal, nunca escapa a la más general de la Guerra
Civil y por eso las anécdotas que se refieren a manera de alivio están relacionadas con ella y las
invocaciones a Bilbao, la patria chica, y a Inglaterra, país que el escritor «quiere» y a cuyo
pueblo, que admira, califica de «noble», no suponen salida alguna fuera de la exclusiva y
excluyente preocupación bélica, pues cualquier recuerdo -como la distinción de Bilbao, su
tradición musical, los «buenos escritores» que fueron- o noticia -la coronación en Westminster
del monarca Jorge VI- conduce, quiérase o no, al azaroso presente. Nada digamos cuando lo que
se pretende es, de la cruz a la fecha, la denostación del enemigo -esos «monstruos» que se llaman
Azaña, Prieto, Bergamín, respectivamente, «el simulador», «el seductor» y «el
excremental»- o la exaltación del combatiente nacional -como en el artículo de 1937,
Unificación-. Resulta comprensible que, sobre todo en el caso de las valoraciones negativas, la
expresión se desmesure o energumenice hasta extremos de injusticia.
En esta colección de artículos periodísticos -poco más de una treintena de entre los «más de
500 [escritos] en pocos meses», algunos cablegrafiados al diario bonaerense «La Nación»- cabe
destacar aparte de lo apuntado, y conviviendo con ello, el uso de la ternura y del humor como
adecuado aunque no muy frecuente contrapunto a tanta exaltación. Piadosa resulta la
presentación hecha en El prisionero de un inocente miliciano engañado por la propaganda
marxista, hijo del sano pueblo madrileño, «algo así como Julián [el de La verbena de la
Paloma]». Un humor sacado de quicio, disparatado por la raíz inverosímil que lo sustenta pero
no vencido hacia el desgarro esperpéntico se echa de ver en piezas como las tituladas El
oportunismo en la educación de las masas -una extraña e hilarante Universidad de la Evasión
creada en el Madrid republicano por quienes anhelan huir del mismo luego de adiestrarse
convenientemente en las varias enseñanzas al efecto- y Una revolución en Londres -intencionada
invención con la cual replica Miquelarena a una truculenta noticia aparecida en «Daily
Herald», demostración además de que «un periodista español, si se le reta a inventar idioteces,
es capaz de inventarlas tan maravillosamente como un periodista inglés» (pág. 117)-; en ninguno
de ambos casos y pese a la apariencia humorística, que es sólo una manera de abordar el asunto,
deja Miquelarena en olvido su beligerancia. De cuando en vez, una imagen o una comparación
sorprendentes por lo insólitas -refiriéndose a la desnudez en que quedaban las casas saqueadas
por las turbas en el Madrid revolucionario: «(...) sin más señal de hogar que las escarpias, que
parecían cerrar el puño, escuadrando el brazo, desde las paredes vacías» (página 28)- o la
ingeniosa ocurrencia greguerizante -«la saeta es como una paloma enlutada por la pena que se
echa a volar desde un balcón» (pág. 135)- animan el texto en que se insertan, cuyo tono suele ser
otro bien distinto al humor.
El segundo libro de Jacinto Miquelarena, prometido ya en el anterior y preparados ambos tal
vez simultáneamente, se titula El otro mundo y (tal como anunciaba su autor) en sus páginas se
ha conseguido «no hablar del personaje más importante de aquella historia -el miedo- o, en todo
caso, hablar del miedo con elegancia». La historia en cuestión es la de sus meses de estancia
como refugiado en una embajada, y verdad es que a base de humor y de un cierto distanciamiento
la conflictiva situación se ofrece a veces hasta con «elegancia».
Quien llamaríamos atrapado en la ratonera de Madrid logra finalmente -día 27 de agosto de
1936- entrar en un albergue salvador y no otra es la materia argumental de los dos primeros
capítulos de este libro unitario; al término de los mismos, comienza la vuelta atrás en el tiempo
y surgen en la memoria del protagonista el recuerdo del café Lyon y de la tertulia en «La Ballena
Alegre» -capítulo III-, de su trabajo en el diario «ABC» (capítulo IV), o de fechas y sucesos más
recientes -días 13 de julio (V), 17 (VI) y 18 (VII)- para volver de nuevo -capítulo VIII-, tras una
especie de sobresaltado despertar, al momento y a la situación de partida: asilo en la embajada.
Sin más retrocesos temporales, con perfecta linealidad, lo que llamaremos acción avanza hacia
su deseado término: la libertad.
Escasas y reiteradas situaciones deparan el encierro y la inmovilidad propia del reducido
espacio utilizable como lugar de la acción; ésta es narrada por quien la vivió o contempló en un
pasado bien reciente: peripecias suyas -como la escalofriante, acaso mejor tremendista, que se
relata en el capítulo X: fusilamientos en un callejón al lado de donde duerme Miquelarena- o de
otras personas, pero que él contempla y considera desde muy cerca -así la que ocupa algunas
páginas del capítulo XXIII: la invencible fuerza del amor humano-, alternan y dan al conjunto
una relativa variedad. Entonces aquello no era sino «prisión» (palabra que se repite más de una
vez) o «cárcel» («la embajada no era más que una cárcel; una cárcel pequeña dentro de la
espantosa prisión de Madrid», pág. 57) y, también (pág. 165), una «isla»; desde ahora, cuando
la pesadilla es recordada, resulta algo dolorosamente distinto y venturosamente desaparecido: «el
otro mundo». Las escenas que se traen del recuerdo al libro son ofrecidas como meras
impresiones, sin especial ahondamiento meditativo -el posible aleccionamiento de ellas
derivable- o psicológico -la reacción de quienes las sufren aunque se advierta, por ejemplo, que
la anormalidad padecida día tras día por los asilados produjo algo así como la «mineralización»
de sus sentimientos (pág. 109) y, de otra parte, la aceptación complacida de algunas maravillosas
y mentirosas noticias bélicas llevaba consigo una infantilización (página 136)- y con gran
brevedad de extensión, pues quien las escribió -el periodista Jacinto Miquelarena- tal vez no se
propuso más cosa que el personal testimonio denunciador, en definitiva, una muestra de esa
especie literaria, a la sazón tan en boga ya que tantos la cultivaron, consistente en ofrecer por
escrito el relato de su caso individual durante la contienda.
Del mundo exterior a la embajada llegan a ésta, por muy diversos conductos, noticias de
Madrid y del curso de la guerra; la entrada de un nuevo refugiado le sirve a Miquelarena para
(págs. 145-147) recordar al poeta bohemio y modernista Pedro Luis de Gálvez, convertido por
la fuerza de las circunstancias en temible y sanguinario asesino, digno sí de ser colocado en esa
«galería de monstruos» que con irritado apasionamiento fabricaba nuestro escritor.
Esa «elegancia» que Miquelarena quiso presidiera éste su relato testimonial y que actúa como
eficaz ocultadora del miedo y de otras debilidades no menos naturales, sentidas quizá por
las gentes de El otro mundo y posiblemente rebajadoras de su dignidad humana, se sirve (como
he insinuado) haciendo uso del humor que distancia de los sucesos y atenúa la extremosidad casi
límite de algunas situaciones; así la triste suerte corrida por los campesinos sacados forzosamente
de sus pueblos y trasladados a Madrid ante el avance arrollador de los nacionales, su desordenada
instalación en los pisos confiscados del barrio de Salamanca descargan alguna parte de su fuerza
dolorosa cuando el narrador, serio y circunspecto hasta entonces, se permite la siguiente
politizada ocurrencia: «No se puede negar en absoluto que el marxismo conduzca al paraíso.
Cuando menos, se sabe de algún cerdo y de alguna gallina de carretera que han vivido durante
algunos meses en una maravillosa sala isabelina, rodeados de viejos grabados, de espejos y de
cornucopias» (pág. 86). A ello debe añadirse (también sucedía en Cómo fui ejecutado en Madrid)
lo que siempre fue proclividad de Miquelarena hacia el juego expresivo -como cuando se refiere
de este modo a un amanecer (pág. 28): «(...) el frío de la madrugada iba a dimitir ante un brote
de sol, hasta la noche siguiente»- y la ingeniosidad nada tópica -«Era una habitación elegante. Se
moría uno de frío entre cuadros al óleo, poteries de bastante mérito y un magnífico retrato de la
embajadora. La luz indirecta corría por el techo como una rata blanca. No creo que la carne
congelada haya sido tratada nunca de una manera más distinguida» (pág. 119)-. (Alguna vez
habló Miquelarena de que el final de la Guerra Civil «me sorprendió escribiendo mi tercer libro
de la guerra» para el cual había pedido un prólogo a sus amigos «Tono» y Mihura pero de cuya
terminación desistió finalmente).
Un jurado que formaban el canónigo Fermín Yzurdiaga, el publicista José Pemartín y el
catedrático universitario Carlos García Oviedo concedió en Vitoria, a 21 de mayo de 1938, el
premio «Mariano de Cavia», convocado por Prensa Española (diario «ABC»), al artículo Por
España unidos en la guerra y en la muerte, obra de Jacinto Miquelarena, publicado en el «ABC»
sevillano el día 25 de julio del año anterior. La actualidad e importancia del acontecimiento
tratado -la unificación de todas las fuerzas políticas de la zona nacional en la organización
denominada FET y de las JONS, decretada por Francisco Franco, que pasaba a ser su jefe
nacional, en abril de 1937-, junto con el acierto literario del tratamiento fueron quizá las razones
que decidieron el galardón. Cabe añadir que este artículo, que muy pronto cambió su título
primigenio por el más breve y convincente de Unificación, tuvo mucha difusión y tal vez fuera
representado, en virtud de la estructura dialogada, como ejemplo de teatro de urgencia y
beligerante, por el estilo del existente en la zona republicana.
Un requeté, «barbudo y fuerte», y un falangista, «casi un niño», son los anónimos
protagonistas de la breve e intensa escena en el campo de batalla que concluye con la muerte de
ambos, alcanzados por las balas de un enemigo que no comparece ni siquiera para alusiones
directas; uno y otro han tenido el tiempo justo para presentarse a su ocasional compañero de
trinchera -el pasado o prehistoria del falangista, que tiene quince años, no existe; el requeté,
casado y con hijos, pertenece a una familia de largo abolengo carlista: «soy hijo de carlista y nieto
de carlista y biznieto de carlista». Uno y otro representan asimismo a las regiones españolas
-Castilla y Navarra-, donde ha sido más entusiasta y masiva la contribución popular al
Alzamiento. La militancia falangista de Miquelarena le permite emplear atinadamente la retórica
(novias, flechas) propia del personaje de tal ideología; el diálogo mantenido es de un ritmo rápido
y exultante que se apaga paulatinamente hacia el final [332] (cuando ambos combatientes han
sido heridos de muerte) y los puntos suspensivos aquí empleados pueden ser señal tipográfica
de dicho apagamiento, precursor del desenlace; la expresión resulta lacónica al extremo -salvo
breves salidas como la apretada caracterización paisajística de las respectivas patrias chicas-.
Un libro de cuentos «distraído»
A los pocos días de acabada la Guerra Civil, exactamente el 29 de abril, concluía la impresión
en «Aldus» (Santander) del libro de Jacinto Miquelarena, Cuentos de humor, conjunto harto
insólito en aquellos momentos por cuanto la preocupación bélica y política era lo que dominaba
entonces en la vida española y, también, en la Literatura y lo cierto es que ni siquiera de refilón
hace acto de presencia en sus páginas. Para entender semejante anomalía no me parece necesario
recurrir a la presunta condición, casi infamante, de «distraídos» que algún crítico otorgó a los
cultivadores del humor en tiempos españoles de mayor gravedad, ni tampoco me cabe el
explicarla como un caso más de contradicción, propia del escritor burgués, entre su beligerancia
activa y una imparable tendencia al escapismo; estimo, más sencillamente, que se trata del
legítimo uso por nuestro autor de su veta humorística que en este libro (en todas y cada una de
las piezas que lo constituyen) corre sin traba alguna. Lo cual se refuerza cuando sabemos que la
composición y primera salida a la luz pública de varias de ellas coincide en el tiempo, muy
cercanamente, con los artículos y libros de asunto bélico ya comentados.
Si hubiéramos de situar este volumen dentro de la modalidad a que pertenece y en relación
con los cultivadores contemporáneos (entiéndase [333] españoles) de la misma, echaríamos mano
de los nombres de Wenceslao Fernández Flórez y de Ramón Gómez de la Serna, quizá como
punto de arranque el primero y, el segundo, como dilecto modelo que en sus días de máximo
auge (pongamos los años veinte y los primeros treinta de este siglo) influyó considerablemente
en sus colegas más jóvenes. (No es ahora ocasión para documentar semejante influjo pero sí
puede recordarse que llegó incluso a escritores como el comprometido novelista social Joaquín
Arderíus que en Los príncipes iguales (1928) inventa situaciones sorprendentes junto a
personajes total o parcialmente estrambóticos, aparte una expresión abundante en comparaciones
e imágenes de cuño greguerizante). Ciertamente lo inverosímil y estrambótico, que producen
sorpresa en el lector, son abundantes en tales relatos y los caracterizan.
Abre marcha el titulado El entierro de Carpóforo, que no es pieza estrictamente
independiente, sino como un capítulo (un episodio más de colocación no precisada en el
conjunto) de la novela Don Adolfo el libertino que Miquelarena traía ya entre manos y publicaría
un año después; sin dependencia alguna ni entre sí (porque fuesen algo parecido a eslabones
de la misma cadena narrativa) ni con respecto a otra narración ajena (repitiéndose el caso antes
mencionado), sino enteramente autónomas (comenzando y concluyendo en sí mismas) se
presentan las diecisiete narraciones restantes. Las impensadas manías, las extravagantes
obsesiones más de una vez rayanas con la chifladura -como El agraciado platónico al que año
tras año toca el gordo de una lotería (y sobre su buena suerte proyecta) a la que nunca juega- o
con la demencia -como el protagonista Del diario de un millonario secuestrado por quienes (los
loqueros) «me han metido en esta habitación» (la celda del manicomio)- producen la extraña
atmósfera en que se insertan personajes y sucedidos. Anónimos muchos de los lugares en que
ocurre la leve y breve acción narrada, no concretados ni tampoco identificables por alguna
referencia delatora; no existen de ordinario indicaciones a la época en que pudo acaecer
lo que se cuenta. Ambas imprecisiones (espacial y temporal) son corroboradas por la anonimia
de buena parte de los personajes-protagonistas, presentados por el autor y conocidos del lector
como, vgr., «el agraciado platónico» o «el millonario secuestrado» o «aquel hombre» (nada más),
tertuliano de En el café no lo había sospechado nadie como si, en virtud de su talante
estrambótico, carecieran de señas de identidad verificables.
Tanto esos personajes sin nombre y casi sin rostro como aquellos que (también existentes en
Cuentos de humor) poseen una identidad determinada, forman un conjunto humano hasta cierto
punto variado, habida cuenta de la edad, sexo, nación, clase social, economía y cultura que les
son privativos y, también, de las preocupaciones -el dinero, el amor, por ejemplo- que los
dominan. Miquelarena los apunta en muy extrañas sociedades -la de Esposos Martirizados (pág.
107), la Unión Fraternal de Domadores (pág. 13)-, confraterniza con algunos de ellos -caso de
Mi famosa amistad con «Malagueñito de Córdoba»-, se convierte en sujeto de la peripecia que
narra -así en La verdad sobre mi escuela de toreo por correspondencia-; parece identificarse
sentimentalmente con las ilusiones de algunos -como «el joven pálido» protagonista de Aquellos
tiempos terribles...- pero el uso del humor, presente en los dieciocho cuentos del volumen, creo
que, en general, le separa de ellos y le coloca como contemplador suyo, ajeno o por encima de
sus vicisitudes que más de una vez son absurda nadería o irrelevante anécdota trabajada con
habilidad por su inventor que se permite (en ocasiones) divagar -como en las páginas 11-12
acerca del amor y el dinero en la Literatura-, interrumpir la marcha de la acción para apelar en
su ayuda a la musa de algunos célebres escritores -así en El entierro de Carpóforo-. Acá y allá,
ciertas comparaciones e imágenes junto a rasgos expresivos que parecieron muy de vanguardia
(ramonianos, en suma) -vgr.: «(...) el día que se incorpora, sucio y desconchado, después de un
mal sueño y se deja dominar por un sol crudo que alborota a los pájaros en los árboles y
riza los primeros ruidos de las persianas que se levantan» (pág. 48)-. Don Adolfo el libertino,
subtitulada «novela de 1900», vendría inmediatamente -año 1940- a desarrollar los gérmenes y
posibilidades hasta aquí insinuados.
Final
Lo que viene después en la vida y en la obra de Jacinto Miquelarena, fallecido en la estación
parisina del metro de Michel-Ange-Molitor el 10 de agosto de 1962, fue casi únicamente
colaboraciones periodísticas y corresponsalías en el extranjero -Alemania, durante la Segunda
Guerra Mundial y, después, Argentina (de la agencia Efe) y Francia (del diario ABC)-. Nunca
renunció a su condición de humorista y de ello quedan pruebas fehacientes tanto en su aportación
a publicaciones de humor -como la revista mensual «Horizontes», 1940, en la sección El mundo
tonto; el semanario «Tajo», 1941, y, finalmente, «La Codorniz»- como en artículos más serios.
Ignoro si sería aventurado concluir que Jacinto Miquelarena, periodista y humorista muchos
años en activo, fue un francotirador de las letras o, con otras palabras, que iba por libre en la
española república literaria tal como lo manifiesta su no-adscripción a determinados grupos y
cenáculos que dan respaldo, muy decisivo a veces, a quienes se mueven dentro de su territorio.
Establecido desde 1937 en Salamanca, Miquelarena ni está geográficamente cerca de quienes
sacan en Pamplona la revista «Jerarquía» (sus números 2, 3 y 4 datan, respectivamente, de
octubre de 1937, marzo 1938 y 1938 sin especificar), ni colabora en esta empresa (igualmente
editora de libros) pese a su conocida militancia falangista; su doble aportación a «La
Novela del Sábado» no es tampoco consecuencia de que esté ligado al grupo fundador y director,
de matices, así ideológicos como literarios, distintos a los propios aunque la circunstancia bélica
les pusiera sordina. Situados en los primeros años de la postguerra, Miquelarena no va a ser ni
fundador ni colaborador de la revista «Escorial» -1940- y, pese a colaboraciones más bien
esporádicas en las publicaciones periódicas fundadas y dirigidas por Juan Aparicio (artículos en
«El Español» y en «Fénix», por ejemplo), no puede considerársele componente de su grupo. Don
Adolfo el libertino sale en Ediciones Españolas con obras a tenor del politizado clima imperante;
la excepción era Don Adolfo... -tiempos y personajes pasados, humor-, harto lejano de la
actualidad inmediata y del tremendismo narrativo de los años cuarenta, lo que perjudicaba sin
duda la inclusión de novela y novelista en las nóminas de cultivadores del género que muy pronto
comenzaron a hacerse. Por si todos los datos aducidos no bastaran, añádase que la condición
errabundo del periodista Miquelarena -las corresponsalías en el extranjero-, que forzó su
alejamiento físico del mundo literario madrileño, había de afectar a su renombre.
José María Martínez Cachero