Biografía de Francisco Manuel de Melo

Francisco Manuel de Melo


Don Francisco Manuel de Meló (Lisboa, 23 de noviembre de 1608 + 24 de agosto de 1666) , cuya gloria comparten con igual derecho Portugal y España, porque en portugués y en castellano escribió con tal pureza y elegancia que en ambos idiomas es proclamado clásico, fué uno de los ingenios más cultos y fecundos del siglo XVII. En su tiempo gozó de gran fama; después no se le ensalzó como era justo. En Portugal se imprimieron durante el siglo XVIII algunas de sus obras, y en los últimos años del XIX y primeros del presente ha tenido panegiristas entusiastas, aunque no por completo enterados de su vida. Entre nosotros sólo se ha difundido la Guerra de Cataluña, que ahora, bajo el amparo de la Real Academia Española, sale de nuevo a luz, limpia de los descuidos y erratas que afean las ediciones pasadas.

Cuanto produjo Melo, principalmente los libros en prosa, es de gran valor literario. No ha habido, sin embargo, investigador, erudito ni crítico de alto vuelo que le consagre un estudio digno de él, si bien es cierto que la abundancia y variedad de sus trabajos hacen difícil la empresa; mas harto merece que quien tenga fuerzas para ello las emplee en su examen y alabanza. Todo lo que brotó de su pluma revela un entendimiento de primer orden, hondo conocimiento de la cultura de su época, no poca audacia de pensamiento, y aunque concebido la mayor parte en la estrechez de una prisión, aparece iluminado por cierta generosa y apacible serenidad de espíritu, y está realzado por ese sentimiento de lo bello al través del cual observa el artista verdadero cuanto le rodea, hermoseando hasta el relato de la propia desdicha.



Su vida es tan interesante que parece novela. La Naturaleza se mostró pródiga con él otorgándole facultades excepcionales de pensador y de literato; la Fortuna le trató sin piedad sometiéndole a durísimas pruebas: ésta con sus injurias, aquélla con sus favores, le hicieron digno juntamente de admiración y de lástima. Fué soldado, político, diplomático, filósofo, moralista, historiador, poeta lírico y autor dramático; asistió a campañas, frecuentó cortes, desempeñó embajadas, sirvió a reyes y brilló en academias literarias; encausado como reo de asesinato a consecuencia de una aventura amorosa, estuvo preso nueve años y sufrió seis de destierro; en la cárcel están escritas muchas de sus obras y miles de cartas donde su hombría de bien parece transparentarse; padeció grandes tribulaciones, mas hoy la conciencia del lector rechaza la posibilidad de que cometiera aquel delito, y se complace viendo probado por sus modernos biógrafos lusitanos que el proceso injusto y la iniquidad contra él desplegada, lejos de infamar su memoria, la hacen simpática, porque fueron venganza de poderoso: tan en lo alto de la jerarquía social estaba su enemigo, que sólo con hacerse sordo a las quejas del preso prolongaba su cautiverio. Pidiendo justicia, implorando piedad, doblegándose a las exigencias políticas y a veces al vanidoso capricho de quien podía imponerse a mansalva, es decir, en medio de la mayor aflicción de espíritu, escribió sobre tantas y tan varias materias, que en ellas abarca desde lo más transcendental y de más difícil estudio para el entendimiento hasta lo que por travesura y donaire del ingenio trae la risa a los labios. Tiene tratados donde la moral ascética se hermana con la doctrina estoica; apologías de santos cuya vida ejemplar es ocasión para el análisis de la virtud; discursos políticos y de arte militar, fruto de la experiencia recogida en los consejos de los palacios y las tiendas de los campamentos; narraciones históricas en que la erudición de lo estudiado se completa con la experiencia de lo visto; comedias y novelas de las que pedía el gusto dominante en los corrales y los mentideros de Madrid y de Lisboa; composiciones para certámenes de academias; versos inspirados por la pasión o la galantería; estudios de crítica literaria, que deleitan por su amenidad o sorprenden por su independencia de juicio, y libros de esa filosofía vulgar preñada de enseñanza que el espíritu de observación recoge de los diálogos de la gente culta y, sobre todo, del lenguaje del pueblo. Discurrió de lo transcendental y grave con poderosa inteligencia, de lo trivial y menudo con certero instinto cómico; y aunque sin librarse de los errores políticos y literarios de su tiempo, en todo mostró ser un cerebro privilegiado y también un corazón magnánimo, pues sólo por una gran bondad de alma se explica que escribiera sin ensombrecerse ni agriarse a pesar de su prolongada prisión y su triste destierro.

Nació en Lisboa en 1608, de origen tan noble, que cuando se vio perseguido pudo decir, en un papel de que se hablará más adelante, dirigiéndose al rey Juan IV y refiriéndose a la casa de Braganza: «Desde que en ella entró el Señor Infante Don Duarte, bisabuelo de V. M. por casamiento con la Señora Infanta Doña Isabel, hasta el día presente, puedo demostrar que ninguno de los señores de esta real casa dejó de nacer y criarse en brazos de parientes míos». Estudió con los jesuítas, siendo discípulo del célebre maestro Baltasar Téllez, y al quedar huérfano de padre abrazó la carrera militar. «La libertad mejor que otro respeto — escribía algunos años después a su amigo Don Francisco de Quevedo Villegas — me trajo más presto a la vida de las armas (si tal inquietud se puede llamar vida): desde los diecisiete fui soldado; sígola hasta ahora». Alistado, según unos biógrafos, en los tercios que se formaban por entonces con destino a los Países Bajos; protegido, según otros, por el conde de Linares en Madrid, donde vino a pretender empleo, fué destinado a la armada española, y se embarcó el año de 1626 en La Coruña con la expedición que al mando del general Don Manuel de Meneses debía, primero, salir en demanda de las flotas de Indias y, luego, llevar refuerzos a los ejércitos de Flandes.

Naufragó la escuadra en aguas de San Juan de Luz; la catástrofe fué horrorosa y de ella cuenta Melo, que iba embarcado con el almirante en la capitana, el episodio siguiente: «Asistí — dice — con Don Manuel casi toda la noche de aquella tribulación porque le debía amor y doctrina: y queriéndose él mudar el traje, como todos a su ejemplo hicimos, ornándose cada cual con lo mejor que tenía, porque muriendo como esperaba fuese la vistosa mortaja recomendación para una honrada sepultura, en medio de esta obra y consideración a que ella excitaba, sacó Don Manuel los papeles que consigo llevaba, de entre los cuales abrió uno, y volviéndose hacia mí (que ya daba muestras de ser aficionado al estudio poético) me dijo sosegadamente: "Este es un soneto de Lope de Vega, que él mismo me dio cuando vine ahora de la Corte: alaba en él al cardenal Barbarino, legado a latere del Sumo Pontífice Urbano VIH". A estas palabras siguió la lectura de él, y luego su juicio como si lo estuviera examinando en una serena academia, tanto que, por razón de cierto verso que parecía ocioso en aquel breve poema, discurrió enseñándome lo que era pleonasmo y acirologia y en lo que se diferencian, con tal sosiego y magisterio, que siempre me quedó vivo el recuerdo de aquella acción como cosa muy notable, siendo todo exjílicado con tan buena sombra, que infundió en mí gran olvido del peligro.» Tal era el temple de aquellos admirables soldados .

Salva por fin la nave, el general confió a Don Francisco el encargo de dar sepultura a más de dos mil cadáveres que flotaban ante la embocadura del puerto y que el mar iba arrojando a las playas. Fracasada la expedición volvió a la Corte, pretendiendo en ella, y luego en Lisboa, nuevo empleo hasta 1637.

En Portugal se hallaba este mismo año al estallar los motines de Évora, primeros chispazos de la independencia lusitana, cuando el duque de Braganza, que ya comenzaba a hacerse sospechoso al gobierno de Felipe IV, le mandó desde Villaviciosa, lugar de su señorío, que fuese a Madrid para informar al Rey y al Conde-Duque de cuanto allí estaba pasando. Poco después, sin duda durante su permanencia en Madrid, fué nombrado para que acompañase a Évora a Don Miguel de Noroña, conde de Linares, el cual llevaba la misión de apaciguar los pueblos inquietos y comunicar al Braganza los acuerdos de la Junta de San Antón que en dicha ciudad se había formado. No salió airoso Linares en la negociación y, quedándose en Lisboa, ordenó a Melo que pasase a Villaviciosa, explicase al Braganza lo sucedido y tomara luego la vuelta de Madrid para enterar de todo al Conde-Duque.

Al llegar á este punto conviene hacer dos observaciones: una que naturalmente se desprende de lo referido; otra para fundar en ella más adelante las reflexiones que sugiere : la primera, que Melo, a pesar de sus pocos años, era considerado como hombre de superior capacidad, pues por tales gentes y en empeños tan graves se le empleaba; la segunda, que todavía por aquel tiempo no era hostil al ministro de Felipe IV. Para probar esto último basta decir que en la dedicatoria al Linares del manuscrito de suPolítica militar hizo un hiperbólico elogio del privado, y que, pareciéndole poco, al imprimir el mismo libro en 1638, puso a su frente una segunda dedicatoria al propio Conde-Duque, quien no mucho después, al formarse el ejército que había de pacificar a Portugal, le confió el mando de un tercio de quinientos hombres. No pudiendo Melo reunir el número con la recluta hecha en tierra portuguesa, pasó a Castilla para completarlo; mas apenas lo consiguió, cuando llegaron nuevas de que el Infante Cardenal, gobernador de los Países Bajos, pedía refuerzos con que hacer frente a los enemigos de España, y allá tuvieron que ir las tropas que, de permanecer en la Península, hubieran sofocado en su comienzo la rebelión de Portugal, harto más funesta que la de Flandes.

Hechas las levas reales y de señores, y reunidos sus contingentes en los puertos de Galicia, correspondió a Melo tomar el mando de uno de los tercios, compuesto de 570 portugueses y 600 castellanos. Estaba ya disponiéndose para embarcarse en La Coruña, cuando la plaza fué atacada por la escuadra francesa, al mando del arzobispo de Burdeos, Enrique de Sourdis, famoso por su genio levantisco y su rivalidad con el duque de Epernon. Refieren los papeles de aquel tiempo cómo se apercibieron los nuestros a la defensa entorpeciendo la entrada del puerto con «una gran cadena de ciento sesenta mástiles gruesos, bien trincados con fuertes gúmenas y argollas de hierro», y de qué modo se dispusieron las cosas para rechazar el ataque, confiándose a Melo la defensa de las trincheras de la costa. Mayor que la confianza inspirada a los españoles por el insólito recurso de la cadena, fué sin duda el recelo con que la vieron los franceses, quienes, renunciando a La Coruña, hicieron un rápido desembarco en El Ferrol, donde hallaron gran resistencia; el mar, al mismo tiempo, se encrespó furiosamente, y tras pocas horas de lucha, en que llevaron la peor parte, tuvieron que acogerse a los barcos. Pudo entonces la escuadra española acelerar la partida para Flandes, y tal exceso de trabajo ocasionaron a Melo los preparativos, que le costó estar enfermo muchos meses. Aun así, fué de los que partieron formando parte de la escuadra de Oquendo, que luchó primero con la de Holanda, capitaneada por Tromp, y luego con la perfidia de Inglaterra, la cual se negó a entregar a los españoles la pólvora que le habían comprado y pagado, hasta después de saber que los holandeses estaban bien apercibidos y pertrechados. Llegó por fin a Flandes; mas no paró allí mucho tiempo, pues a consecuencia de cierto disgusto que tuvo con un personaje, el Cardenal Infante le mandó a Alemania con una misión diplomática. Cumplida ésta, regresó a España, enfermo todavía, siendo nombrado gobernador de Bayona de Galicia y designado para formar parte de la Junta de Cantabria, establecida en Vitoria, desde la cual se organizaba la guerra contra Francia; nueva demostración del aprecio quede sus facultades se hacía: él mismo dice «haber asistido en aquella ciudad algunos meses a las órdenes de esta Junta, que también confería con los generales y a veces determinaba contra su parecer»

Agravadas por entonces las alteraciones de Cataluña, se le destinó a las órdenes del general marqués de los Vélez, que mandaba el ejército castellano. Todos sus biógrafos coinciden en afirmar que su juicio y su consejo eran por aquel caudillo tenidos muy en cuenta, y no sin orgullo lo recuerda él, años más tarde, diciendo: «El rey Don Felipe y sus ministros, siendo su corte tan abundante de soldados, quísome escoger, con trece años de edad menos de los que hoy tengo, para asistir a la persona del marqués de los Vélez en la más importante guerra que tuvo España... Aun hay en este reino muchas personas de las que en ella se hallaron, que pueden decir la mano y autoridad que yo tenía en aquel ejército, igual a la de los mayores cabos de él; sin mi parecer no andaba un solo paso quien lo gobernaba, tanto, que todavía guardo algunas cartas de los mayores oficiales en que me dicen (sea cortesía o experiencia) que luego que yo falté de allí todo fué desconcierto y perdición». No son muy modestas tales afirmaciones, mas tampoco debe creerse que pequen de exageradas, pues en su relato de la guerra fué luego diciendo (y allí lo hace con la mayor modestia) las ocasiones en que intervino, demostrando la importancia de éstas que realmente estaba con su jefe en gran predicamento. Así, por ejemplo, después de la embestida y toma del Coll de Balaguer, resistiéndose el marqués de los Vélez seguir avanzando con el grueso del ejército mientras quedase desamparada parte de la infantería que había bajado a rendir unas torres situadas en la marina, «envió, por el maestre de campo Don Francisco Manuel, a comunicar su intento al Torrecusa». Poco después, cuando el ejército tomó la casa fuerte llamada Hospitalet, un soldado del tercio de Don Fernando de Ribera se encontró entre las ropas del conde de Zavallá, que lo había defendido, cierto libro ensangrentado, en el cual este jefe apuntaba las órdenes que daba y recibía para la campaña: «Contenía tantos secretos y tan provechosos para el servicio del Rey Católico, que podemos decir que en él se halló un retrato de los ánimos de sus enemigos y un cofre de sus secretos.» Disputaron por la posesión del libro Ribera, el cual deseaba, según Melo, mandárselo al Conde-Duque como lisonja digna de buen pago, y el marqués de los Vélez, en cuyas manos debía parar por ser jefe supremo del ejército; porfiaron, y a punto estuvo el general de prender al Ribera; «pero la industria de algún medianero, a quien uno escuchaba con amor y otro no sin respeto— dice Meló — , pudo acomodarlo todo. El libro fué traído al Vélez, y de él se sacaron noticias importantes para la guerra». El historiador no lo expresa claramente; mas por el modo de decirlo, callando el nombre, parece dar a entender que el medianero fué él, y los que le escuchaban, «uno con amor y otro no sin respeto», su jefe, el marqués de los Vélez, y su camarada Ribera. En el cerco de Cambríls, el Marqués le comisionó para que, en compañía del mismp Ribera, ajustase la entrega de la plaza, y él fué quien, desde el pie de la muralla, donde llegó con otros capitanes, volvió a darle cuenta de lo pactado. Melo habla también de sí, aunque no explícitamente, al referir cómo fué preso en cuanto llegó al ejército la noticia de haberse Portugal declarado independiente.

Cuando con más empeño procuraba el gobierno de Felipe IV sofocar la insurrección de Cataluña, estalló la de Portugal : siendo notorio que ambas fueron astutamente atizadas por Richelieu y favorecidas por gran parte del clero, era lógica la sospecha de que estuviesen relacionadas, y como en el ejército castellano había muchos portugueses, se desconfió de ellos, principalmente de los de alta graduación. Don Francisco, que era maestre de campo, fué preso y conducido a la Corte. Cuatro meses duró su encarcelamiento, pero no pudiendo probarse nada en contra suya, no sólo fué puesto en libertad, sino que para indemnizarle del perjuicio sufrido, se le otorgó una renta superior a la hacienda que poseía en Portugal y fué nombrado gobernador de Ostende. Indudablemente, quedó entonces clara su inocencia, y es fama que al salir de la prisión le recibió el Conde-Duque diciéndole: «Caballero, ello ha sido un error, pero error con causa. Bien se acordará lo que me dijo en el Prado; pues ¿para qué pudo ser bueno acreditar tanto acciones contingentes? ¿No se ve cuáles se nos volvieron su duque de Braganza, su marqués de Ferrara y su conde de Vimioso?»

Los biógrafos lusitanos de Melo afirman, sin embargo, que fué uno de los primeros que conspiraron a favor de la independencia de Portugal, y él mismo se gloría de ello en diversos escritos, pero en tales circunstancias (como se verá luego), que se debe dudar de su propio testimonio; siendo éste uno de los casos en que lo documental puede tener menos fuerza probatoria que el juicio fundado en la observación atenta de los hechos. En cambio es innegable que al recobrar la libertad partió de Madrid y abrazó aquella causa. Para favorecerla acudió al Consejo de la Paz celebrado entre Portugal y la corte de Inglaterra, «asistiendo — dice— a nuestros embajadores con alguna utilidad de la reputación de este reino; porque viendo aquellos ministros que personas de grandes puestos luego al principio dejaban el servicio del rey de Castilla y se pasaban al de Su Majestad, crecía por instantes la estimación de los negocios de Portugal». Después ayudó en Holanda al apresto de la armada prevenida en auxilio del nuevo reino, volvió á Lisboa llevando un socorro de la mayor importancia, consistente en hombres, embarcaciones y armas, y durante dos años permaneció entre la corte y el ejército de Juan IV, quien más de una vez pareció mostrársele agradecido en cartas que mandaba escribirle, pero sin darle recompensa ni empleo proporcionado a lo que él se esforzaba en su servicio.

En este período de la vida de Don Francisco Manuel de Melo surge su procesamiento, cuya causa quedó por mucho tiempo envuelta en sombras : sólo se sabía que, a consecuencia de un suceso misterioso, fué encarcelado y extraordinariamente prolongada su prisión, ignorándose el motivo de tal encono hasta que no hace muchos años lo han aclarado algunos eruditos portugueses. De sus investigaciones resulta con todos los caracteres de verdad exigibles, cuando los hechos tienen, como en este caso, sabor marcadamente novelesco, que fué víctima de una de esas tremendas iniquidades con que la realidad aventaja a la imaginación de dramaturgos y novelistas.

Vivía por aquel tiempo en Lisboa Don Gregorio Taumaturgo de Gástelo Branco, conde de Villanueva de Portimao y guardia mayor de Juan IV : casó este caballero con su sobrina Doña Blasa de Villena, hija del conde de Sortela: fué la dama infiel a la fe jurada, la delató un paje llamado Francisco Cardoso, y Don Gregorio la encerró en el monasterio de Santa Ana, donde murió al cabo de dos años. Contrajo segundas nupcias con Doña Guiomar de Silva, hija del conde de Odemira, y tuvo con ella tan mala suerte como con su antecesora. Delatada también Doña Guiomar por el mismo Cardoso, la envenenó; y temiendo que quisieran vengarla sus parientes, huyó a Castilla. Incapaz de escarmiento, regresó el Conde a Portugal en 1640 para casarse con Doña Mariana de Alencastre, beldad muy celebrada por los poetas de su tiempo y, según escriben los portugueses, senhora de muito bem facer a quem Ih'o pedia, la cual se dejó cortejar por Juan IV y por Don Francisco Manuel de Melo. Rondábala éste una noche, ocultándose por los rincones del patio de las columnas de palacio, cuando viendo a un caballero dirigirse hacia cierta escalera próxima a las habitaciones de la dama, le cortó el paso; y, obligándole a sacar la espada, cerró con él al mismo tiempo que le preguntaba quién era. El Rey, que a menudo hablaba con Don Francisco, le conoció por la voz, mas tuvo buen cuidado de no contestar para no verse descubierto, y riñeron, hiriéndose levemente. Doña Mariana, que acaso a uno esperaba amante y a otro temía celoso, oyendo el chocar de los aceros apareció con luz en la meseta de la escalera, y entonces huyeron ambos por distinto sitio: Don Francisco sin haber logrado enterarse de quién era su rival, y el Rey habiendo conocido a quien tuvo la audacia de detenerle espada en mano. Melo, pecando luego de imprudente, fué espiado y descubierto por el infatigable Cardoso, que en pago de sus anteriores servicios era ya mayordomo, y que por tercera vez dio noticia de su desventura al marido engañado; éste amenazó de muerte a su esposa, y ella apartó a Meló de sí revelándole el riesgo que corrían. Mas no pararon aquí las cosas, porque al mismo tiempo que velaba por la maltrecha honra de su señor, Francisco Cardoso tenía amores con la mujer de un arrendatario de foros de la casa de Villa Nova, llamado Marco Ribeiro, el cual hizo que tres criados suyos lo mataran. Presos los asesinos de Cardoso y puestos a cuestión de tormento, declararon, confesando quién les había ordenado el crimen; y he aquí ahora cómo sigue refiriendo este tejido de infamias y vilezas el publicista portugués que las ha puesto en claro: «No obstante, el Conde, comunicando su tercera desgracia al Rey, atribuyó la muerte de su fiel criado y amigo a Don Francisco Manuel, por sugestión de la Condesa, cuyo delito le denunció el mayordomo asesinado. El Rey no impugnó la hipótesis, antes la robusteció consintiendo en el mismo parecer. Nuevamente atormentados los asesinos, el dolor y la insinuación de los inquisidores les arrancaron la calumnia que hacía cómplice a Don Francisco Manuel de Melo. Preso, procesado y condenado, el inocente quedó irremisiblemente perdido. Después el Conde, no contento con venganza tan pobre en comparación de las que él tenía por costumbre, y como aún le quedase un resto del veneno con que mató a Doña Guiomar de Silva, se lo administró a Doña Mariana de Alencastre con igual éxito, muriendo la Condesa poco después del denunciante. No podemos desear ya más claridad en el misterio que tanto hizo meditar y conjeturar durante el curso de casi dos siglos y medio. Lo traslado, poco más ó menos, textualmente copiado del códice genealógico de Cabedo, que dice haber conocido a todos o casi todos los que figuran en la horrenda tragedia, designando por sus nombres aun a los tres matadores, que murieron en la horca después de haber dicho en la capilla que ni de vista ni de nombre conocían a Don Francisco Manuel de Melo».

Su encarcelamiento fué larguísimo; pero era hombre de tan firme vocación literaria, que buscó consuelo en el trabajo: de esta época es la mayor parte de sus libros; y además, como aferrándose a la vida, procuró mantenerse en comunicación constante con el mundo escribiendo una cantidad asombrosa de cartas. «En los primeros seis años de mi prisión —dice— escribí veintidosmil seiscientas cartas. ¿Qué será hoy siendo doce los de preso y muchos los de desdichado?».

Antes de que Castello Branco publicase las revelaciones contenidas en el códice de Cabedo, otros escritores explicaban de diferente modo la causa de tamaña iniquidad diciendo que Doña Mariana, «aconsejada por el Rey, se fingió partidaria de Castilla y exigió de su amante la confesión de que lo era y la promesa de ayudarla en sus proyectos, si quería que ella le correspondiese; confesión y promesa que más apasionado que prudente hizo, y comunicadas (si no fueron oídas por espías) al celoso monarca, dieron por resultado la prisión, que cohonestaron atribuyendo a Melo la muerte de un criado de dicha dama, que apareció asesinado en la misma noche en que acaeció una o otra escena de las referidas». En ambas versiones, la conducta de Juan IV es igualmente odiosa.

Melo fué encerrado en la Torre da Cabeça Secca, de Lisboa, y entre confiscaciones y multas perdió casi todos sus bienes, pasando tales privaciones que sus cartas reflejan honda amargura: en una de ellas pide leña para el invierno y habla de vender sus casas y hasta sus libros.

Al cabo de seis años fué condenado en segunda instancia a destierro perpetuo en la India y pago de 2.600 ducados de costas.

Durante el proceso escribió pidiendo protección a los grandes magnates a quienes en sus viajes había conocido, entre ellos al príncipe de Orange, al marqués de Brienne, a Mazarino y a la reina Doña Ana de Austria, logrando, por mediación de ésta, que su hijo Luis XIV le mandara una carta para Juan IV, en la cual, a 6 de noviembre de 1648, le decía: «Más por cuanto es hidalgo de merecimiento y porque los servicios que nos hizo en nuestros ejércitos nos convidan a compadecernos de la desgracia que le ha sucedido, escribimos esta carta a V. M. para rogarle, con todo el afecto que nos es posible, le quiera conceder la gracia que le es necesaria para que no cumpla tal condena; lo que me será testimonio del caso que V. M. quiera hacer de mi recomendación»; y tuvo Melo tanta delicadeza, y también tal conocimiento del corazón humano, que algún tiempo después, dirigiéndose a Juan IV, le decía: «Fui tan atento al gran decoro que debía a la justicia de V. M., que habiendo yo recibido esta carta del rey cristianísimo para V. M., que con tanta razón podía confiar mucho, evité que fuese presentada a V. M. por manos de algún ministro de Francia, mandándosela yo a V. M. por las del secretario del proceso, a fin de no obligar a V. M., contra su dictamen, a alguna correspondencia con aquella corona, aun a trueque de mi provecho.» Y hermanando el brío con la discreción, añadía en el mismo escrito : « Tengo enemigos descubiertos y ocultos; sábelo, conócelos V. M. Tomo a Dios por testigo de que no merezco el odio de ninguno ni de nadie. Y aún no descansan de fulminar en daño mío. No me vale para con ellos callar y sufrir; mas para con Dios y para con V. M. mucho espero que me valga».

Poco le sirvió la protección de Ana de Austria. T
res años más estuvo preso y escarnecido con la esperanza de la libertad que se le prometía y no se decretaba: «Lo mismo me prometieron la semana pasada. Ya no comprendo las palabras de los príncipes —dice tristemente— : puede que con la semana se pase la memoria de la promesa». Toda la merced que se le hizo consistió en trasladarle en 1650 desde la Torre Vieja al Castillo de Lisboa. Concediósele después tercera instancia, y en vez de ser desterrado a la India lo fué al Brasil, para donde debió de salir, según Inocencio Francisco da Silva, hacia fines de 1653.

Mientras le tuvo preso no cesó el Rey de encargarle la redacción de trabajos diversos en defensa de sus derechos a la corona, en loor de su familia y hasta para realce de sus aficiones y gustos personales. Encarcelado escribió primero el Eco político en respuesta a un libro publicado en Castilla contra la casa de Braganza; luego el Manifiesto de Portugal con ocasión de cierta tentativa de regicidio cometida por un tal Domingo de Leyte, cuyo brazo, según los portugueses, habían armado los ministros españoles; más tarde le ordenó que compusiese la Vida del duque Don Teodosio de Braganza, su padre; después le indujo a escribir las de los reyes portugueses para que se publicaran con las medallas de los mismos, y, como si todo esto fuera poco, continuamente dispuso el vengativo Juan IV que se le encargaran dictámenes, consultas é informes relacionados con las operaciones de la guerra: «Desde que fui preso—dice en la Epístola declamatoria— no hubo hora que pasase ocioso en servicio de la guerra, ya en armadas, ya en galeras, ya en ejércitos, hallándome en las mayores ocasiones de este tiempo, por donde vine a adquirir tan buena práctica de las materias militares, que las opiniones que tuve y escribí acerca de ellas fueron seguidas por los mejores». Así transcurrió aquel largo y cruel cautiverio : el preso protestando de su inocencia, suplicando nuevas instancias y pidiendo justicia; el soberano desoyendo sus quejas y mandándole trabajar.

En tales circunstancias, unas veces dirigiéndose a su rencoroso rival, otras al príncipe Don Teodosio, su hijo, para que intercediese por él, es cuando Melo trae a plaza y alega antiguos servicios en pro de la casa de Braganza: al cabo, primero, de seis años de cárcel, y luego de otros tres, arruinado e intelectualmente explotado, teniendo sobre sí la tremenda amenaza del destierro a la India, entonces se esfuerza en probar que fué de los primeros que conspiraron para ceñir la corona a quien le estaba persiguiendo. Vencido al largo padecer, conturbado por la esperanza de la libertad, dice que mientras sirvió a Felipe IV y aceptó empleos de su gobierno en la época de los motines de Évora, contribuyó con sus gestiones a enganarlos para que no desconfiasen de aquel mismo duque de Braganza en cuyas manos vino desdichadamente a caer, y que por vengar un agravio personal, siendo ya rey, le oprimía tan cruelmente. Los modernos biógrafos portugueses de Don Francisco Manuel de Melo, apoyándose en su propio testimonio, lo admiten por cierto; alguno hasta le ensalza por ello; de modo que, a trueque de darle anticipado galardón de patriota, el cual no ha menester, pues luego sirvió con acrisolada lealtad a su país, le rebajan y empequeñecen como caballero y como hombre; porque si alzarse bravamente a cara descubierta contra cualquier señor puede ser digno de alabanza o disculpa, por el contrario, utilizar el favor de un gobierno para servir a su enemigo, siempre merecerá nombre de traición. No es creíble, según antes hemos indicado, que mientras sirvió en Castilla le fuese fácil engañar a Felipe IV y a su ministro, cuando éstos, en 1637, le mandaron a Portugal con el conde de Linares; no se concibe, si ya entonces tramaba revolverse contra ellos, que al dedicar por aquel mismo tiempo su libroPolítica militar al dicho Linares hablara en la dedicatoria de «la celosísima providencia del Conde-Duque», a quien llama «segundo móvil de la esfera de esta monarquía, continuo solicitador de sus felicidades y verdadero índice de los ánimos ilustres que la florecen»; si realmente conspirase no se hubiese atrevido a dedicar, como hizo al año siguiente, la misma obra al propio Conde-Duque. Forzoso es reconocer que a poco que éste desconfiase de Meló no le sacara de la Junta de Cantabria mandándole al ejército de Cataluña con empleo de maestre de campo para ser nada menos que consejero del marqués de los Vélez; y por último, cuando al ocurrir la sublevación de Portugal fué traído preso a Madrid porque su origen portugués le hacía sospechoso, si existieran contra él cargos de importancia no le hubiera soltado, dándole para indemnizarle mayor renta de la que en su tierra perdía y nombrándole gobernador de Ostende. Por todo lo cual no es desatinado, en la humilde opinión de quien esto escribe, suponer que hasta aquella época de su vida permaneció fiel a Felipe IV y a España, y que sólo después de triunfar la revolución abrazó la causa de la independencia portuguesa, aceptando el hecho consumado. A ello le impulsarían el espectáculo de la infausta política de Olivares, que tan de cerca acababa de ver en Cataluña; la impresión que en su ánimo produjese el fácil entronizamiento del Braganza, de quien era deudo, causa ésta por sí sola bastante a ser siempre mirado con recelo en Castilla; y, finalmente, la irritación y el enojo que le causase la manera de haber sido preso y llevado en hierros a Madrid hallándose con mando en el ejército: así se explica que al verse en libertad sirviese al nuevo monarca, ya acudiendo a Lisboa, ya trabajando a favor suyo en Inglaterra y en Holanda. Pero existe un vehementísimo indicio olvidado por sus biógrafos portugueses, casi una prueba, de que, a pesar de sus posteriores encarecimientos y protestas de dinastismo, fué recibido con prevención y temor al llegar a Portugal.

El Gobierno lusitano que se acababa de establecer no tuvo la menor confianza en él, ni le trató como a los que de mucho tiempo atrás venían conspirando a favor del Braganza. He aquí lo que dice un contemporáneo suyo, autor de un curiosísimo libro, que vivía por entonces en Lisboa: «En este mes ó en el siguiente de abril (1642) llegaron a Lisboa huídos del servicio del Rey nuestro señor (Felipe IV) los caballeros que aquí referiré: Alvaro de Sosa, a quien Su Majestad (pocos días antes) había hecho merced de darle título de conde. Don Manuel de Castro, a quien Su Majestad había honrado con hacerle de la llave del Serenísimo Infante Cardenal y maestre de campo en Flandes. Don Francisco Manuel (es decir, Melo), a quien Su Majestad enviaba a Flandes con plaza de maestre de campo, con dos mil escudos cada año sobre todo sueldo. Viniéronse de Madrid Don Juan de Sosa, Francisco Muñiz de Silva y el padre Francisco Manso de la Compañía. No recibieron con gusto en Lisboa algunos de los referidos, en especial a los dos maestres de campo, porque les pareció hacían a dos visos, y así nunca les fiaron frontera ni vaso de pelear. Dijo Don Francisco Manuel en conversaciones públicas había persuadido mucho al hijo mayor del conde de Linares se pasase con él a Portugal y gozase con quietud su estado, que todo lo demás era cosa de burlas, y que el hijo del Conde le había respondido que a los caballeros como él no se les podían proponer acciones tales, y que el estar en reino extraño (era en Inglaterra) le detenía para no responder con más empeño. Que él no conocía hubiese otro rey a quien servir, si no es al que juraron sus antepasados y servía su padre. Hasta estos lances — añade el autor — fui testigo de vista; que me hallé a todo ya por mí antes, ya por las personas que me traían escrito todo lo que pasaba así en la ciudad como en Palacio».

Según este relato, Melo procuró atraer al partido de Juan IV precisamente al hijo de aquel conde de Linares que le había protegido y con quien fué enviado a Villaviciosa en 1637, el cual harto debía conocer su opinión si por aquel tiempo hubiera ya sido el gran escritor agente secreto del Braganza y enemigo de Castilla: si esto último fuera cierto, ¿qué necesidad tenía de hacer semejante alarde de proselitismo? Más lógico es pensar que a ello le impulsaron el enojo por la prisión que acababa de sufrir en Madrid y el exceso de celo propio de quien procediendo del campo contrario desea congraciarse con su nuevo señor. Como hombre de escaso valer moral pinta la Historia al duque de Braganza, y despiadado fue para Meló; mas sería preciso suponerle de perversidad verdaderamente monstruosa si todo el daño que le causó lo hiciese a sabiendas de que hubiera sido uno de los primeros parciales que tuvo para sentarlo en el trono. Lo que está fuera de duda es que no le inspiró confianza.

De allí en adelante comienzan las grandes penalidades del escritor insigne: sobrevienen y se suceden su malhadado amorío con Doña Mariana de Alencastre, la calumnia, la prisión, la odiosa conducta de Juan IV, y entonces, para salvarse, invoca como méritos y servicios positivos las meras circunstancias y las ocasiones en que pudo prestarlos. De ello nos persuadimos, aunque cause pena el apocamiento de la víctima ilustre frente a la desgracia, observando que en cuanto escribe mientras está preso, y según se prolonga la prisión, van aumentando las protestas que hace y los recuerdos que invoca de haber conspirado a favor del Braganza desde mucho tiempo atrás; y va también creciendo su acritud de lenguaje al referirse a Castilla y a su rey, como si de este modo esperase ablandar a quien le oprimía.

En 1645 publica la Guerra de Cataluña, y en este libro habla del rey de España con mesura y respeto; de Olivares, con prudente severidad: en 1646 sale a luz el Eco político, y en sus páginas aumenta la hostilidad a Castilla y a los ministros de Madrid: en 1647 el Manifiesto de Portugal contiene ya violentos ataques contra Felipe IV: en 1650 envía a su perseguidor elMemorial, cuyos principales párrafos van encaminados a probar que siempre fué partidario suyo: en 1653 dirige al príncipe Don Teodosio la Epístola declamatoria, extremando y recalcando en ella la exposición de aquellos méritos de antaño y la enemiga contra España. La gradación no puede estar más clara ni ser más elocuente; pasan los años, la libertad no llega, y a los latidos de dolor corresponden el tono y la tendencia de las quejas. Y, sin embargo, hay en el fondo de sus escritos tal nobleza de pensamiento y tanta dignidad en su estilo, que ni aun la sumisión y la lisonja, hijas bastardas del abatimiento con que pide clemencia, llegan a empequeñecer su figura; como no merman la grandeza de alma de Quevedo las súplicas que dirige al Conde-Duque desde su calabozo de San Marcos. Finalmente, aunque resultara demostrado que Melo conspirase en aquella época, algo atenuaría su culpa la consideración de que entonces era general el descontento en España.

No simples caballeros como él, sino grandes señores atentan contra el poder y la persona de Felipe IV: el marqués de la Vega de la Sagra y Don Carlos Padilla suben al patíbulo por rebeldes; el duque de Híjar, acusado de querer alzarse con Aragón, sufre tormento; el marqués de Ayamonte muere en el cadalso a consecuencia de la trama urdida para hacer a Andalucía república independiente, por lo cual se dijo:


Justamente se quería
El de Medina-Sidonia
Alzar con algunas tierras,
Pues que han de perderse todas;

y hasta del gran duque de Osuna se sospechó que soñaba con el trono de Nápoles, atreviéndose Villamediana á escribir de él:

Antes, por respetos buenos,
Fué tan humilde, que el rey
Le dio oficio de virrey,
Y aspiró á dos letras menos.

Difícil sería hoy poner en claro cuáles de estos magnates obraron por censurable ambición o espíritu levantisco, y cuáles movidos por su amor al bien público, que alguno habría.

De modo que si Don Francisco Manuel de Melo hubiera sido de los primeros partidarios del Braganza, debiera contársele entre los muchos españoles que consideraron funesta la incapacidad de Felipe IV y de Olivares; y si bajo la presión del dolor, tras largos años de cautiverio alardeó, acaso sin fundamento, de haber contribuido al triunfo de quien podía devolverle la libertad, no merecería tampoco más agria censura que tantos otros varones sabios y justos a quienes antes doblegó la maldad ajena que la propia flaqueza.

Trocada la cárcel en destierro, salió para el Brasil, según queda dicho, en 1653, y ni aun allí debió de tratársele con gran piedad, porque el tercero de sus Apólogos dialogales aparece fechado en 1657 en Minas-Novas, lugar que llama destierro de desterrados. Murió Juan IV en 1656, y en 1659, indultado por Alfonso VI, al cabo de seis años de expatriación, volvió el infeliz a Lisboa, donde permaneció hasta 1662, pues consta que por entonces presidió laAcademia de los Generosos.

En esta época el mismo Alfonso VI le confió una misión secreta cerca del Papa, encaminada al arreglo de ciertas cuestiones eclesiásticas que dificultaba la influencia española: fué bien pagado, y aprovechando la estancia en Roma imprimió allí parte de sus obras. Comisionóle también aquel rey para que gestionara su boda con la hija del duque de Parma, y esto explica que viajara de incógnito bajo el nombre de el caballero de San Clemente. Vivió luego en Lyon, donde editó sus Obras métricas : créese que de Francia volvió directamente a Lisboa, residiendo después en Alcántara, «desde 1659, y que allí falleció el 13 de octubre de 1666, según la opinión tenida por mejor averiguada».

Murió soltero; fué amado por una dama llamada Doña Luisa de Silva, de la cual tuvo un hijo, Don Jorge Diego Manuel, que pereció en la batalla de Senef (1674), ganada por el príncipe de Conde al de Orange y una de las más sangrientas del siglo XVII. En sus últimos años consiguió un breve para legitimar a Don Jorge, y nombró tutor suyo a su criado Antonio Valera, a quien había ya designado como testamentario. El mero hecho de encomendar a persona de tan humilde condición la tutela de un hijo y el haberse alistado éste bajo las banderas del rey de Francia, como renegando de Portugal, expresan con elocuencia las amarguras del escritor insigne, cuya hombría de bien van poniendo en claro los investigadores de nuestros días.

Don Francisco Manuel de Meló publicó la Guerra de Cataluña con el seudónimo de Clemente Libertino, en Lisboa, en 1645, estando ya preso, y se la dedicó al papa Inocencio X. En una de sus obras póstumas, por cierto de mérito singular y aún no traducida al castellano, refiere que Felipe IV encargó al general marqués de los Vélez que mandase escribir la relación de la campaña a la persona más hábil que hubiese en el ejército, siendo él designado; después cuenta su prisión, y añade: «Continué la escritura comenzada de ese libro, y porque a este tiempo andaban por el mundo muchas falsas opiniones de un tan grave negocio, entiendo hacer servicio a la república manifestándolo tal como fué, y no como el odio o el amor (que son dos grandes pintores) lo habían pintado en el lienzo de la eternidad con mano diferente. Cuando se comenzó, el libro estaba ofrecido al rey de Castilla; cuando se acabó debía ofrecérselo al rey de Portugal: dirimió esta contienda el discurso acogiéndome a la Iglesia y haciendo que el libro fuese puesto a los benditos pies de la santidad de Inocencio X por mano de Jerónimo Bataglino, mandándose colocar el primer ejemplar en la librería del Vaticano.»

Añade cómo, para evitar que un portugués, castigado y vejado en Castilla, pareciese sospechoso, usó el seudónimo de Clemente Libertino, y dice: «Porque a no tener el nombre que tengo, ése hubiera de ser el mío, siendo Clemente el santo titular de mi nacimiento, lo cual tengo por el más estimado horóscopo y ascendiente; Libertino, porque era entre los romanos el nombre de los hijos de esclavos libertos; así, aludiendo á la libertad que ya gozaba mi patria, hice de ello blasón y apellido: si en todo erré, bien puede ser culpa de la elección, que pertenece al juicio, no del propósito, que es hijo de la voluntad».

En carta dirigida al doctor Juan Bautista Moreli, escribe lo siguiente: «Dentro de una torre donde por mis desgracias (y aun por las ajenas) ha seis años que vivo después de haber peregrinado muchos por el mundo, ¿qué espíritu podrá sobrarme para emplear en la consideración política ó el estudio histórico? Con todo, vencido del natural, hurté á mis querellas algunos ratos en los cuales, recordando lo que había visto, pude sacar a luz aquel informe parto de la Historia de Cataluña, lleno de imperfecciones, como su dueño. Mas no sé si la propia coyuntura que bastó a su error será bastante a mi disculpa. Esta, con otras mayores causas, hicieron como yo le prohijase a un nombre supuesto. Creo no ha perdido nada el libro faltándole mi nombre, ni mi nombre faltándole el libro; pero para reconocer las honras que vuestra señoría hace a Clemente Libertino, está muy obligado Don Francisco Manuel.

En el mismo siglo XVII, y también en Lisboa, se hicieron dos nuevas ediciones de la Guerra de Cataluña, una en 1692 y otra en 1696.

Era natural que esta obra produjese honda impresión cuando se publicó; a ello contribuirían, sin duda, la importancia de los sucesos que describe, cuyas consecuencias todavía por entonces traían a Francia y España en guerra, su mérito literario, lo conocido que era el autor en las cortes de Europa, y hasta la piedad que había de inspirar por sus desdichas. Aunque con modestia, el mismo Don Francisco se complace en consignar el éxito que obtuvo poniendo en El hospital de las letras, y en boca de Justo Lipsio, estas palabras : «Vuestro libro corre por Europa con honrada opinión; lo citaron los más de los autores que os sucedieron, y al presente se tradujo en Francia con mucho aplauso».

Fué Melo tan leído y elogiado en su tiempo, que el autor de la Epístola puesta a modo de prólogo en sus Obras métricas pudo decir, con razón, aludiendo primero a sus grandes facultades de escritor y luego a los que se habían aprovechado de sus escritos:

«Mira, pues, lo que de estimar es una pluma que, jamás ociosa, salió desde su nido a remontarse por las alturas de ajenos idiomas de suerte que, a juicio de los propios ingenios castellanos, hizo miedo a los más cultos y cultivados, dentro de su estudio propio. Pregúntaselo al aplauso y a la utilidad no sólo de España, mas de Italia y aun de Francia, donde pocos tiempos ha se tradujo con elegancia su Cataluña; pregúntalo a los autores de estos tiempos, y te dirán que se aprovechó de su historia, en la suya, Juan Bautista Morelli; de su política, Don Fernando de Molina, en sus Apologéticas»; y a continuación prueba cuan grande era la fama literaria de Melo refiriendo que los estudiantes que en el Mayor Colegio Romano se preparaban para las misiones de España aprendían la lengua castellana en uno de sus libros : El Fénix de África. La amistad que le unió a Quevedo contribuiría indudablemente a que fuese conocido por los poetas españoles : Barbosa cita varios autores portugueses que le prodigan elogios en el estilo confuso y retorcido que privaba entonces, pero inspirados en la más respetuosa admiración (1) : Pellicer hizo mención de los Apólogos dialogales(2): finalmente, tan estimado era por los literatos españoles del siglo XVIII, que la Real Academia Española le consideró como autoridad en materia de lenguaje desde 1729. A pesar de todo esto cayó en tal olvido, que Capmany no lo citó al publicar en 1777 la primera edición de su Filosofía de la elocuencia, ni al imprimir en 1794 el tomo V del Teatro crítico-histórico de la elocuencia española, donde copia trozos de los mejores prosistas contemporáneos de Melo.

Es, sin embargo, creencia general entre los bibliógrafos que Capmany fué quien poco después halló y sacó del olvido este libro de la Guerra de Cataluña, pues en un agrio Manifiesto contra el gran poeta Quintana, después de echarle en cara otros favores, dice : «¿Quién fué el primer literato como hombre de fino gusto a quien hice conocer y leer en Madrid el rarísimo exemplar de la Historia de la guerra y revolución de Cataluña, por Clemente Libertino, que, últimamente reimpresa, ha llegado a Cádiz? Yo fui el primero que tuve en mi poder un exemplar; y enamorado de su dicción y eloquencia no quise privarme del gusto de que V. S. se saborease en ella, a fin de que se aficionase a la prosa e hiciese progresos en un estudio en que yo gozaba ya de alguna reputación.»

La circunstancia de haber asistido Melo a muchos de los sucesos que narra, sus alardes de imparcialidad y el coincidir otros historiadores con gran parte de sus noticias y afirmaciones, hicieron que esta obra fuese universalmente considerada como digna de crédito; pero en nuestros días se ha puesto en duda su veracidad. Don Celestino Pujol y Camps, autor de notables estudios arqueológicos y de un interesante libro sobre Gerona en la revolución de 1640, al ingresar en la Academia de la Historia dedicó su discurso de recepción a fijar el valor que debía concederse al relato del gran prosista como documento histórico, sosteniendo que es un notabilísimo trabajo en que la idea política, «velada cuidadosamente con el manto del arte, nos ofrece, a vueltas de muchas verdades, no menores errores, mal ocultas ojerizas, calculados silencios, premeditadas inexactitudes»; y lanzó sobre Meló la acusación de haber callado unos sucesos e invertido el orden en que ocurrieron otros, distribuyéndolos en la narración caprichosamente.

No es de mi incumbencia refutar una por una tales afirmaciones, ni aquilatar lo que en ellas queda plenamente demostrado y lo que deja lugar a dudas. Notables cultivadores tiene entre nosotros la investigación histórica, y ellos deben intentarlo, aunque seguramente entorpecerán su labor o la harán punto menos que imposible la misma abundancia de materiales manuscritos é impresos que se conservan de aquel período, las opuestas pasiones que los dictaron y las mil contradicciones de que están plagados los libros y papeles de catalanes, castellanos y extranjeros. La prueba de las dificultades que tal empeño presenta está precisamente en lo que le ocurrió al Señor Pujol y Camps, quien, a pesar de su perspicacia, claro juicio y noble deseo de conseguir la verdad, incurrió en varios errores. Por ejemplo: dice que Melo, al referir lo sucedido en la junta convocada en Madrid por el valido de Felipe IV para acordar cómo se había de combatir la rebelión, alteró el parecer del conde de Oñate, atribuyéndole el papel de defensor de los catalanes. Para corroborar su aserto publica el voto escrito por el prudente consejero; pero en el mismo documento puede verse que aquella afirmación no está bien fundada.

Lo que allí dice Don Iñigo Vélez de Guevara es que su opinión fué «que se tratase de la seguridad de aquella provincia antes y en primer lugar que de su castigo» : habla repetidas veces de «castigos moderados»; de componerse con los catalanes, «dejando la provincia en el estado antiguo o con poca diferencia»; «lo que la guerra consumirá de gente y dinero—añade—hará tan gran falta en Flandes, Italia, la mar y demás partes que en el frangente que se hallan aquellas cosas ocasione pérdidas irreparables, lo cual no sucediera por mucho que Vuestra Majestad se sirva de perdonar a los catalanes, siendo cierto que el tiempo traerá muchas ocasiones para asentar aquellas cosas, y el presente es el peor que casi se puede imaginar para debelar á Cataluña unida con Francia»; y termina con estas palabras : «Siendo, según mi corto sentir, conveniente y aun necesario el ajustarse a lo que no se pudiere rehusar, pues al fin viene a ser menos daño reducir aquella provincia al servicio de Vuestra Majestad, en la forma que se pudiera, que tenerla enemigos (sic).-»

Esto escribió el conde de Oñate, mostrándose partidario de la mayor templanza: de suerte que la oración puesta en sus labios por el historiador no está en contradicción con su voto: Melo no hizo más que deducir las consecuencias de la opinión del procer, amplificándola en hermosos períodos, llenos de sensatez y poesía, para persuadir y conmover, formulando en admirable prosa lo que aquél había manifestado con claridad, pero sin primor y hasta con poca sintaxis.

Aconsejaba el Oñate que no se empeorase la situación para que el Rey pudiera acudir a los peligros que amenazaban a España; sin que por esto pueda creerse que se mostrara defensor de los catalanes, pues en el mismo papel pedía «que se construyese en Barcelona una buena ciudadela», y esta era la cosa que ellos veían con mayor enojo.

Erró también el Señor Pujol y Camps al decir que Melo estuvo en la batalla de Montjuich. Rendida Tarragona al ejército castellano, y después de verificada la entrega de la plaza al general marqués de los Vélez, llegaron a manos de éste los pliegos de Madrid en que el Rey le comunicaba el alzamiento de Portugal.

«Con extrañeza y admiración — dice Melo—fué recibido en el ejército este gran suceso de Portugal, aunque pareció más grande en la variedad y recato con que se trataba. Poco después se conoció en señales exteriores, habiéndose preso por órdenes secretas algunas personas de aquella nación y alguna de estimación y partes que se hallaba en el ejército, cuya gracia cerca de los que mandaban la pudo hacer más peligrosa».

Con estas palabras se alude el historiador dando cuenta de su prisión, y a partir de aquel momento ya no dice que interviniera en los sucesos, ni habla como testigo de vista. «Apenas llegó a Castilla la nueva de la felicísima aclamación de Vuestra Majestad — escribió posteriormente dirigiéndose a Juan IV—, cuando por primera diligencia me mandó prender el rey Don Felipe en Cataluña, donde estaba sirviendo con buen lugar y aplauso»; y algunos años después lo recuerda diciendo al príncipe Teodosio : «Porque el mismo correo que llevó la noticia al ejército de Cataluña, en que me hallaba, de que este reino se había librado del yugo castellano, esemismo correo (como si la venganza mucho conviniese) llevó la orden para que yo fuese preso y llevado en hierros a Madrid». Queda, pues, demostrado que su prisión se verificó a raíz de la toma de Tarragona, ocurrida el 24 de diciembre de 1640, y como el asalto de Barcelona fué el 26 de enero del año siguiente, está claro que no pudo presenciarlo.

Era natural que Melo errase en algunos puntos de la narración, porque escribió tres ó cuatro años después de sucedidas las cosas, cuando ya estaba presoen Lisboa, y ni tendría muchos datos a mano ni en todo pudo serle fiel la memoria. Es innegable que utilizó informes incompletos respecto de algunos lances y episodios. Así, el sitio de Salses no duró siete meses, como dice, sino tres y medio: la llegada y embestida de los tercios reales a Perpiñán están descritas de modo diferente por escritores modernos bien documentados, como Henry en su Historia del Rosellón: omitió que al llegar a aquella misma ciudad el virrey Cardona, mandó prender al marqués Xeli: se equivocó al decir que cuando se supo en Barcelona el paso del Coll de Balaguer por el ejército castellano enviaron los catalanes a buscar a Mr. de Espernan, pues lo cierto es que ya se encontraba entre ellos: otros escritores, como Bernabé de Vibanco, Ramques, Luca Assarino y el autor de la Crónica del Platero, cuentan con más riqueza de pormenores diversos episodios: podrá, en fin, la crítica, mediante nuevas investigaciones, llegar a precisar mejor el orden ó la forma en que se desarrollaron algunos sucesos; pero en la totalidad y conjunto de la narración, en el modo de hacernos comprender y sentir la índole y los caracteres de aquella guerra, es dudoso que nadie arrebate a Don Francisco Manuel de Melo la gloria que le corresponde, porque supo escribir de mano maestra el cuadro de los horrores cometidos casi en igual medida por castellanos y catalanes, acertando a representar la bárbara lucha como pudiera haberlo hecho un gran pintor de batallas que fuese al mismo tiempo profundo pensador. Y nadie le negará tampoco la perspicacia y la lucidez política con que observó aquellos acontecimientos, comentándolos con juicios y consideraciones que por ser análoga la situación, aunque no tan grave, pudieran aplicarse a recientes y lamentables discordias.

Hay en esta historia pasajes donde su temperamento artístico le hace sentir y reflejar con extraordinaria intensidad lo que vio, mas sería temerario acusarle de doblez ó perfidia. Dice el insigne Menéndez y Pelayo que «en inquirir y retratar afectos» ninguno fué tan hábil como el portugués Don Francisco Manuel, atento siempre a mostrar «los ánimos de los hombres, y no sus vestidos de seda, lana ó pieles», como él mismo escribe. Más que de historia tiene la suya de folleto político de acerbísima oposición, hábilmente disimulada con apariencia de histórica mansedumbre. Como el asunto era contemporáneo y las pasiones de sus héroes no distintas de las que a él le inflamaban, acertó a fundir el color del asunto con los colores de Tácito, haciendo a Pau Claris tentar las llagas de nuestra monarquía, «no sin dolor y sangre». De donde resultó una obra excepcional, o más bien única, de tétrica y solemne belleza, rica en amarguras y desengaños, aguzados con profundidades conceptuosas, donde la misma indulgencia tiene trazas de lúgubre ironía, no de censor, sino de enemigo oculto, y donde encontró voz, por caso único en nuestra literatura, la tremenda elocuencia de los tumultos populares».

Pero, según el mismo Menéndez y Pelayo escribe pocos párrafos antes en el discurso admirable de donde está tomado el juicio que precede, «la vida humana es un drama y el historiador aspira a reproducirla. Puede ser crítico, puede ser erudito mientras reúne los materiales de la Historia y pesa los testimonios e interroga los documentos; pero llegado a escribirla no es más que artista, y no tanto quiere dar lecciones, aunque lo anuncie en fastuosos proemios, como reproducir formas y colores, y aun más que estos accidentes externos ó pintorescos de la vida, la vida moral que palpita en el fondo».

Pues de esa vida que Meló se esforzaba en reflejar procede aquella lúgubre ironía, la cual tiene mucho más de amargura reconcentrada, pronta a desbordarse en frases punzantes y mordaces, que no de odio verdadero, sentimiento impropio de quien, hallándose preso, prodigaba cartas y memoriales pidiendo favor para otros más infelices que él. A veces, por su condición de poeta se expresa con vehemencia excesiva, ó, como todo hombre de superior ingenio cuando se ve oprimido, combate con cautelosa astucia lo que no puede a cara descubierta; pero su juicio es siempre sereno, prudente su censura. Y no pecaba de rencoroso : la prueba es que, al referir cómo el Conde-Duque apremiaba con insensatas órdenes al marqués de los Vélez para que Barcelona fuese expugnada, proclama la incapacidad del valido y pone de relieve su ignorancia del arte de la guerra, pero sin mostrar ensañamiento, limitándose a escribir estas reposadas palabras, por cierto llenas de verdad :

«Son testigos los ojos de Europa de que en aquel célebre bufete, tan venerado de la adulación española, se han escrito muchas más sentencias de perdición que instrucciones de victorias».

Aunque hubiese empleado mayor severidad no se le pudiera tachar de injusto: si recordó que él también le había lisonjeado en otro tiempo, fué gran discreción la suya; si quiso olvidarse de que Olivares mandó llevarle en hierros a Madrid, fué nobleza; si pensó que cuando él escribía el favorito estaba ya caído, fué magnanimidad.

Lo que gotean las páginas de este libro, llenas de horror y espanto, es la amargura de la realidad, la tristeza de los días aciagos padecida por un gran artista obligado a presenciar el espectáculo de campos asolados, pueblos entrados a saco, hospitales violados, y sobre todo de hombres faltos de buena fe y de piedad que mienten y matan, profanando por igual en ambas parcialidades, Cataluña y Castilla, la nobleza de las mismas causas que defienden.

Si la Guerra de Cataluña ha podido ser discutida como obra histórica, acaso con algún fundamento, porque del tiempo a que se refiere existen noticias apasionadas, incompletas y contradictorias, nadie ha puesto en tela de juicio su mérito literario; y en verdad que, exceptuando la Guerra de Granada, de Don Diego Hurtado de Mendoza, ninguna de nuestras historias de sucesos particulares le lleva ventaja en la claridad de la exposición, en el vigoroso realismo con que están trazadas las figuras de los personajes que intervienen en ella, ni en la riqueza de color que anima sus episodios, semejantes a escenas de un pavoroso drama. De la Conquista de Méjico, de Don Antonio de Solís, se ha dicho que es una novela heroica; no se podría afirmar lo mismo de la Guerra de Cataluña. Las hazañas inmortalizadas por Solís eran propias de héroes; las que le tocó referir a Melo fueron, aunque terribles, luchas vulgares de soldados : la Conguista de Méjico tiene el encanto de la indudable relación que existe entre la magnitud de los hechos y la pompa con que están descritos; el autor, sin faltar a la verdad, pudo atribuir a sus caudillos proporciones de colosos; Melo, respetándola, no pudo redimir de su triste medianía a los virreyes y capitanes que conoció de cerca: en el libro de Solís aun son los hombres superiores a la narración; pero la incapacidad de Olivares y la vituperable sumisión del Principado a Luis XIII están faltas de toda grandeza y poesía; aquí la belleza del relato prevalece sobre las miserias de la política inhábil y de la guerra despiadada; procede del temperamento artístico de Melo, que observa la vida con sentido profundamente realista y la pinta y la comenta con verdadero dominio del idioma.

Su estilo no es, sin embargo, aquel admirable conjunto de sencillez, número y armonía que infunde poderoso encanto a los prosistas de fines del siglo XVI; no está entre sus cualidades la ingenuidad de las crónicas monásticas ni la dulzura de expresión que tienen las obras de los místicos y con que se deleita aún el lector que no comparte su fe. Los tiempos eran otros: el castellano, después de llegar a su más alto grado de perfección, no pudiendo mejorar, comenzó a decaer; pero como corriente caudalosa que antes de despeñarse y enturbiarse forma un amplio remanso donde las aguas guardan todavía reposo y transparencia, tuvo un corto período durante el cual conservó gracia y majestad: a este período pertenece el autor de la Guerra de Cataluña.

Sus excelencias principales son la claridad y el vigor: expone y describe sobriamente; no es conciso porque de intento escatime palabras para parecer lacónico, sino porque usa sólo las más adecuadas; ni es enérgico porque aplique voces altisonantes, sino porque emplea las más severas. Merced a este conocimiento del lenguaje y a este acierto instintivo, pinta las personas, los lugares, las cosas y las acciones de modo que mientras los ojos leen parece que están viendo lo descrito. Si discurre o argumenta sus conceptos se suceden tan bien encadenados y tan gallardamente dichos, que nos persuade o nos conmueve, y si quiere disimular su propósito sabe también dejarnos inciertos y dudosos; mas esta aptitud para llegar al alma del lector mediante la propiedad y belleza de la expresión, es en él menos poderosa al exponer sus propias ideas que cuando narra y comenta hechos. Describa o retrate, explique o razone, construye cuidadosamente los párrafos, y es tan correcto en lo que dice con llaneza como cuando levanta el vuelo. Ya evita las repeticiones, redundancias o giros vulgares, ya los deja si considera que con este desaliño gana verosimilitud la pintura o adquiere fuerza el razonamiento, pero su pluma no se avillana nunca: si las exigencias del asunto le obligan a tratar cosas humildes, toca aun las más plebeyas sin suciedad ni bajeza; y resarciéndose de aquella imposición, que tolera aunque le desplace, torna pronto a vestir las ideas con la gravedad y decoro que le son peculiares.

Más a menudo de lo que la sobriedad aconseja (y esto es en él característico), se complace en terminar los períodos con breves y rotundas sentencias, donde, como sacando enseñanza de los acontecimientos o exprimiendo el jugo a las acciones y los pareceres ajenos, condensa y formula el juicio propio en frases de tan espontánea corrección unas veces, y otras tan artísticamente compuestas, que con este primor cobra más empuje la verdad o se hace más venerable la justicia. Sus pensamientos, arrojados en las páginas a granel, suelen ser hermosísimos; si se coleccionaran en un florilegio palidecerían junto a ellos muchos de los que han inmortalizado a los más grandes moralistas franceses del siglo XVII : algunos recuerdan toda la desengañada amargura de La Rochefoucauld, otros tienen acentuado sabor estoico, no pocos descienden en línea recta de la dulce melancolía de nuestros místicos, abundan los que hacen parecer el alma de Melo hermana gemela de la de Quevedo, y todos, por su misma diversidad, que abarca desde el pesimismo más desconsolador hasta la más robusta esperanza en los destinos del hombre, revelan el poder de su inteligencia y la riqueza de su sentido poético. En otras obras suyas, no en la Guerra de Cataluña, tal abundancia de sentencias y apotegmas degenera en amaneramiento: no faltará razón a quien diga que sería en esto peligroso modelo para imitado ciegamente, porque el exceso de énfasis y gravedad, en él disculpable por lo que tiene de natural y sincero, no se podría sufrir siendo afectado y de reflejo.

Una de las principales cualidades del estilo de Melo consiste en lo bien que revela su personalidad, en la íntima relación que parece existir entre la índole de su ser moral y sus modos de expresión; conocidos los tristes accidentes de su vida, creemos darnos cuenta de lo que influyeron en sus facultades de escritor, las cuales no proceden exclusivamente del conocimiento del idioma.

A pesar de su larga prisión no escribió como aislado del mundo en una celda abarrotada de infolios; antes al contrario, da señales repetidas de haber peregrinado por muchas tierras viendo el rostro y la espalda a la Fortuna. Sus cartas, reveladoras de un ingenio finísimo, prueban que alternó con proceres y sabios, y que pudo dirigirse a príncipes y reyes sin ser de ellos desconocido : sus obras, particularmente la Feira dos anexins, atestiguan que se codeó con el pueblo e hizo minucioso estudio de su lenguaje. Cierto que fué consumado humanista, adorador de lo clásico hasta donde su espíritu cristiano permitía; los grandes autores de la antigüedad y de su época le fueron familiares; pero todavía más que con ellos se rozó con sus contemporáneos, y a juzgar por su experiencia del mundo, seguramente los corazones le enseñaron más que los libros.

Por eso es tan gran maestro en el arte de retratar hombres : cuatro rasgos le bastan para mostrar lo que mejor les caracteriza y descubrir lo más hondo de su conciencia con la rápida indicación de sus virtudes ó sus vicios : traza las figuras con tal circunspección y pulso tan firme, que en poquísimas líneas deja a los buenos ensalzados, sin mancharlos con la lisonja, y a los infames maltrechos, casi sin que puedan darse por ofendidos : de un mismo individuo señala lo digno de alabanza y lo que merece censura, reconociendo que nadie es completamente justo ni del todo perverso; y con hábiles reticencias, donde se adivina lo que piensa, siempre sugiere más de lo que dice.

Quien quisiera comparar a Melo con otros prosistas de su época, probaría fácilmente que Don Francisco de Moneada es menos correcto, Don Carlos Coloma no tan claro, Saavedra Fajardo más conceptuoso, Baltasar Gracián en mayor grado artificioso, el jesuíta Nieremberg de gusto no tan puro. En la valentía de la expresión y en la riqueza de matices con que esmalta el lenguaje sólo le aventaja Quevedo.

De sus obras escritas en portugués, hay una que por haber sido traducida al castellano no queremos pasar en silencio : la titulada Carta de guia de casados. Es un ramillete de avisos y consejos referentes al matrimonio, en el cual alternan las observaciones graves y las anécdotas chistosas, los juicios sesudos y los episodios cómicos, todo sazonado por ese gracejo de pura raza española, serio en el fondo, bromista en la forma, que entre burlas y veras sabe dar lecciones de sensatez y de cordura.

Para apreciar a Meló en todo lo que vale como estilista no basta laGuerra de Cataluña, porque en ella sólo pudo desplegar condiciones de narrador: la pintura de una lucha cuyos impulsos eran, casi exclusivamente, la pasión política y el ardor guerrero, se prestaba poco al lucimiento de otras facultades: era inevitable que el relato adoleciese de la monotonía causada por la descripción continua de disturbios, tumultos, marchas y combates, interrumpidos por juntas de magistrados y capitanes, en cuyos discursos y arengas se suceden análogos razonamientos.

              Las demás cualidades que completan su personalidad acaban de manifestarse en obras donde la materia tratada le permitió exponer ideas y hacer gala de sentimientos que, originados por otros afectos del ánimo y otros móviles de las aspiraciones humanas, le dieron ocasión de mostrar mejor su alteza de pensamiento, su fina perspicacia, su fuerza dialéctica, su sagaz ingenio, su hondo sentido crítico y un instinto poético particularmente digno de observación y alabanza, porque procede, antes que del vulgar predominio de la imaginación, de cierto modo propio de percibir y reflejar la belleza moral.

No es necesario advertir que estas obras a que nos referimos están fundadas en principios e ideales opuestos al espíritu de nuestro tiempo; para juzgarlas imparcialmente hay que leerlas sin olvidar cuando fueron escritas: examinen otros y acepten o rechacen sus doctrinas : a los que amamos el castellano por sí mismo nos basta para gozar con ellas el poderoso encanto de una forma literaria en que la lengua castellana conserva brío y decoro de gran señora y que, si no es ya la prosa impecable de medio siglo antes, está todavía llena de dignidad y nobleza.

Los libros de Melo que muestran más cumplidamente sus facultades de escritor son la Victoria del hombre, tratado de moral donde se confunden las aspiraciones del misticismo que endereza el alma a la vida espiritual y los preceptos del ascetismo que hace práctica la perfección cristiana; El Mayor Pequeño y El Fénix de África, vidas de San Francisco y San Agustín, escritas, no en forma narrativa, sino con carácter apologético. En los tres se observan, como principales excelencias, el arte de construir concisamente las frases y redondear con cierta armonía los períodos, de suerte que el concepto adquiera fuerza no sólo por su sentido, sino hasta por su sonido, y el certero golpe de vista para escoger y encajar oportunamente las voces que con más claridad y vigor expresan la idea ó producen la visión del objeto descrito. Sus defectos son también los mismos, e hijos todos de aquella manía retórica que afeó la literatura de la época y de la cual no se libraron por completo ni aun ingenios tan poderosos como Lope y Alarcón.

Igual censura se puede aplicar a Melo como poeta lírico. Cuanto contienen sus Obras Métricas, salvo algunos sonetos, romances y fragmentos de epístolas, peca por falta de claridad y sobra de artificio : hasta los sentimientos más espontáneos y sinceros quedan allí obscurecidos por el inmoderado afán de mostrar agudeza : la gracia, la ternura, el amor, la energía, cuantos afectos y pasiones caben en el corazón y en la mente, están sofocados por el abuso de antítesis, hipérboles, paronomasias, equívocos y retruécanos : de igual suerte que en un vicioso estilo de ornamentación arquitectónica, triunfante algunos años más tarde, las líneas razonadas, severas y elegantes desaparecen bajo la profusión de hojarasca que pesa por exceso de adorno y abruma sin crear verdadero aspecto de riqueza, así el decir fácil y primoroso, en parte ingénito y en parte adquirido por Melo mientras anduvo en cortes y palacios, se pierde en sus composiciones aplastado por el enojoso conceptismo; pero de cuando en cuando, a modo de protesta instintiva contra aquel delirio, surgen en sus versos frases sueltas y pensamientos aislados henchidos de dulce ó robusta poesía, donde la sinceridad y el buen gusto pugnan por prevalecer sobre una moda insensata y ridicula.

Tal es, trazada a grandes e imperfectos rasgos (como en ligero apunte que sugiera a mejor artista el deseo de hacer un gran retrato), la interesante figura de Don Francisco Manuel de Melo. El recuerdo de sus errores de político, si fueron ciertos, borrado queda en la lejanía de los siglos y también por la piedad que merecen sus desdichas : debemos creer que su alma no está en los libros que le dictó la pasión de partido, sino en aquellos otros inspirados por su rectitud de moralista y su sereno juicio de filósofo. Para que le tengamos por maestro nada importa su origen: nació en tierra que ya no es nuestra, pero cuando lo era; cuando todavía las nobles quinas lusitanas esmaltaban el blasón de España: en español compuso casi mayor número de obras que en portugués, y aun las mismas en que recibió inspiración de la turbulencia de los tiempos y en apariencia le apartaron de nosotros, le hicieron más nuestro, porque atestiguan y prueban que su personalidad literaria es fruto de la fecunda cultura española de los siglos XV y XVI, tan poderosa como nuestras banderas; ella le infundió su espíritu: por haberla sentido y reflejado fielmente en su forma de expresión más noble y eficaz, que es el idioma, llegó a ser uno de los escritores en cuyo estilo mejor se muestran el vigor, la riqueza y la armonía de la lengua castellana.

Jacinto Octavio Picón

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