La desgracia de ser inteligente, cuya versión definitiva se publicó en 1824, es una comedia en cuatro actos de planteamiento tradicional, en que una joven, Sofia Pavlovna, debe elegir entre tres pretendientes, el meloso y sumiso secretario de su padre, Molchalin, el fatuo coronel Skalozub y el joven Chátsky, rebelde e independiente de carácter, que vuelve a Moscú después de tres años de ausencia. El esquema es muy semejante, a simple vista, al de Marcela, o ¿cuál de los tres?, la comedia casi contemporánea (1831) de Bretón de los Herreros.
Las semejanzas, sin embargo, acaban ahí. En la obra de Griboyédov el
centro de interés se desplaza inmediatamente a la figura de Chátsky, el
inteligente en un mundo de bobos. Chátsky, que ha viajado por el
extranjero, se ve primero desagradablemente sorprendido y luego
cruelmente rechazado por el ambiente moscovita que encuentra a su
llegada: un mundo dominado por el servilismo más abyecto, por una
modernidad superficial. Un mundo
chato, inmerso en las miserias del pequeño funcionario en que parecen
haberse convertido todos los que rodean a Chátky.
El tonante coronel Skalozub, por ejemplo, ha recibido todas sus
medallas haciendo desfiles y maniobras. El aparentemente probo Molchalin
tiene dos talentos, «la moderación y el orden», que le han valido «tres
condecoraciones» por su labor como secretario de Famusov, el padre de
Sofía. Pero es éste último el que mejor refleja el ambiente de estupidez
que reina en Moscú. Es, por principio, el perfecto funcionario:
«Temo mortalmente una cosa: que los papeles se amontonen en gran
cantidad. Si os dejase libres, todo se atascaría; mas yo tengo por
costumbre, sea cual sea el asunto, firmar y quitármelo de encima.»
En medio de todo este mundo mezquino, en donde no faltan las
aristócratas dominadas por la moda francesa, Chátsky intenta exponer
sus ideas en defensa de la vieja
tradición rusa y de las nuevas ideas de libertad, pero se ve rechazado,
ridiculizado y finalmente calumniado por todos, de forma que al final,
en un juego de acumulación de maledicencias, todos dan por hecho que se
ha vuelto loco. Un último desengaño con Sofía lo lleva a tomar una
decisión:
«Muchedumbre de verdugos, de traidores en el amor, de infatigables en
el odio, de cuentistas indomables, de ridículos ostentadores de ingenio,
de mentecatos maliciosos, de viejas siniestras, de viejos decrépitos
que pasan la vida entre mentiras y sandeces. Ustedes a coro me difamaron
de loco. Tienen razón: del fuego podrá salir intacto aquel que logre
permanecer un día con ustedes, respire el mismo aire y no pierda el
juicio. ¡Fuera de Moscú! Nunca más pondré aquí mis pies. Huyo sin mirar
atrás... ¡La carroza, deprisa, la carroza!»
Y, mientras este joven airado, este rebelde sin causa, desaparece,
Famusov, ejemplo de figurones burocráticos, sólo acierta a compadecerse
de sí mismo y a pensar en el qué dirán:
«¿No es lamentable mi destino después de todo esto? ¡Ah! ¡Dios mío! ¿Qué va a decir la princesa María Aleksevna?»
La obra de Griboyédov era algo más que un simple divertimento cómico.
Representa el modo de pensar de los círculos liberales rusos surgidos
tras las guerras napoleónicas. Un año después, en 1825, se produjo el
levantamiento de los «decembristas», ahogado en sangre por el Zar
Nicolás I. Griboyédov fue llamado a declarar como acusado de haber
participado en la preparación del levatamiento. Con todo esto, no es de
extrañar que La desgracia de ser inteligente tuviera continuos problemas con la censura y sólo pudiera representarse completa en 1869.
Es decir, un año después de que Sujovó-Kobylin acabara, en 1868, La muerte de Tarelkin, destinada a tener aún más problemas, ya que sólo se pudo representar después de la Revolución de 1917.
Ahora bien, lo que me extraña es que esta desmesurada farsa haya podido
ser autorizada alguna vez en algún país donde exista la policía y la
judicatura, ya que se trata de la más delirante y feroz crítica del
sistema policial que yo conozca. Una sola escena, la séptima del primer
acto, basta para mostrar el clima de violenta sátira de la comedia: el
general Varravin hace una colecta entre sus subordinados para enterrar
el supuesto cadáver de Tarelkin. Pero, como ninguno suelta una perra les
propone un sistema más acorde con sus costumbres: cada uno meterá la
mano en el bolsillo del otro, de modo que, robando al compañero, todos
aportan la cantidad solicitada.
Todo es desaforado en La muerte de Tarelkin. Los personajes
son, sin excepción, mezquinos, taimados y corruptos. Tarelkin es un
pícaro sin escrúpulos, Varravin un redomado bribón, Raspliúyev una
especie de ogro de apetito insaciable y cerebro de mosquito. La
imbecilidad de la policía es sólo comparable a su brutalidad y su ansia
de desplumar a todo ciudadano.
Las situaciones están llevadas al límite de lo grotesco, y abundan los
elementos de comicidad «inferior» definidos por Bajtín como
«rabelesianos». No sólo la afición pantagruélica a la comida y la
bebida, sino el regodeo en detalles «de mal gusto», como el mal olor que
debe invadir la escena en el primer acto gracias al pescado podrido que
mete Tarelkin en el ataúd para simular la hediondez de su cadáver, o la
descripción burlesca que hace Varravin de su figura en sus propias
narices.
El autor, que conocía de cerca el mundo judicial y policial por haberse
visto envuelto en un oscuro asunto de asesinato, calificó su obra de
«Comedia bufa», y pretendía «proporcionar al público, unos minutos de
sencilla y alegre risa». Pero eso no hace olvidar el fondo terriblemente
serio de una sátira que profundiza hasta lo más hondo de la barbarie,
de un sistema basado en la arbitrariedad y el poder sin límites. Las
escenas que se suceden en este esperpento son espeluznantes: ni siquiera
se ahorra la tortura del preso, llevándolo a la desesperación por la
sed. Leonid Grossman, en el prólogo, la califica de «Tragedia sin
catarsis», es decir, horror puro sin purificación y sin compasión. Un
mundo deshumanizado donde la risa y el terror se dan la mano.
La muerte de Tarelkinreúne todos los elementos de la tradición satírica y grotesca en una creación que sería parangonable con el Ubu roi
si no fuese mucho más divertida que él. Es muy posible, en efecto, que
el autor quisiera que su público se divirtiera. Ahora, si no lo hace el
espectador español, puede hacerlo el lector de esta modélica edición.
Jorge Saura ha hecho, en efecto, una edición ejemplar. Ha añadido al
texto -traducido por él del ruso- la cantidad justa de notas para que
las obras se entiendan sin fárrago. Y ha redactado un prólogo en el que
se contextualiza ambas obras y sus autores, con materiales anexos sobre
la rebelión decembrista, el proceso de Sujovó-Kobylin, etc.
El conjunto es un auténtico regalo para el lector español de teatro y
una oportunidad de oro para conocer a dos ilustres desconocidos de
nuestros escenarios.