La muerte del rey Arturo
Han sido muy numerosas las obras que nos han conservado las historias artúricas: desde
el siglo XII la tradición no se ha roto y ha durado, por lo menos, cuatrocientos años. A
comienzos del siglo XIII, las leyendas artúricas estaban totalmente constituidas y habían
sido recogidas en diversas ocasiones formando ciclos homogéneos. En ellos se narraban
—primero en verso y después en prosa— las extraordinarias aventuras de los caballeros
de la Mesa Redonda. De todos los ciclos conservados, el mejor es —sin duda— el
conocido como Vulgata; está dividido en cinco partes: Historia del Graal, Merlín,
Lanzarote del Lago, Demanda del Santo Graal y La muerte del rey Arturo (estas tres
últimas partes constituyen el Lanzarote en prosa); desde antiguo esta recopilación
consiguió desplazar a todas las anteriores, siendo considerada como la única versión
auténtica de lo que ocurrió a los caballeros artúricos. Por otra parte, los cinco núcleos que
componen el ciclo son unos continuación de otros, respondiendo a una arquitectura
determinada de antemano; esta trabazón interna se muestra mucho más intensa en el
Lanzarote en prosa, donde la presencia del «arquitecto» es innegable.
Así, no debe extrañarnos que desde el comienzo La muerte del rey Arturo se presente,
ella sola, como la continuación válida y fidedigna de la Demanda del Santo Graal. Del
mismo modo, La muerte… pretende ser el final de todas las aventuras artúricas: esto
supone una continuación no sólo de las partes anteriores del ciclo, sino también de
numerosos episodios procedentes de otros textos (sobre todo del Brut de Wace y del
supuesto Perceval de Robert de Boron, de finales del siglo XII); de todas las partes del
ciclo, hay que destacar el Lanzarote del Lago: muchas de las situaciones que hallamos en
La muerte… son resultado de los planteamientos del Lancelot du Lac; y, así, parece que
el texto que ahora publicamos ata los cabos que habían quedado sueltos a lo largo de
toda la recopilación.
Estas coincidencias han hecho pensar a los críticos que el ciclo del Lanzarote en prosa es
obra de un autor único o —según hipótesis generalmente aceptada— que es obra de un
arquitecto que dirigió la labor de varios autores, tras marcarles unas pautas concretas.
Mayor acuerdo existe entre los críticos con respecto a la fecha de la composición de La
muerte…, pues casi todos vienen a coincidir en que el ciclo del Lanzarote en prosa estaba
acabado hacia 1230, mientras que la Historia del Graal y el Merlín deben ser algo
posteriores.
Uno de los aspectos que más llama la atención al lector de La muerte… es —sin duda la
fuerza de la pasión que alcanza a todos y que es en realidad el auténtico motor de los
sucesos; la pasión arrastra de forma fatal hacia el desenlace: son el Destino y la Fortuna
quienes empujan a los héroes hacia un fin contra el cual son incapaces de luchar, a pesar
de saber que caminan hacia su propia destrucción; el fatum es más poderoso que la
voluntad de los héroes.
En cierto modo, parece clara la intención del autor: acabar con toda esperanza; La
muerte… es el final del mundo idílico y maravilloso, es el final de la caballería y de las
hazañas terrenas; los héroes se salvarán por la penitencia que hacen, por el
arrepentimiento que inunda sus últimos días de vida. Sin embargo, el autor no consiguió
lo que pretendía, pues el fin de la Mesa Redonda hace aparecer, diseminados por el
Occidente medieval, una legión de caballeros andantes que recorren toda la tierra
conocida: son los Guirones, Palamedes, Amadises, Palmerines y otros tantos que acaban
enloqueciendo a los lectores de sus aventuras. Casi cuatrocientos años serán necesarios
para terminar con semejantes caballeros errantes, que buscan lugares donde llevar a
cabo sus hazañas. Del reino de Inglaterra, han pasado a Gaula y de Gaula, a La
Mancha… Y será un humilde hidalgo en solitario quien acabe con la caballería que no
había podido desaparecer, ni siquiera con las tremendas batallas de La muerte…
* * *
Como ya he señalado en otro lugar, el éxito de todo el Lanzarote en prosa fue
extraordinario, a juzgar por el enorme número de copias conservadas. Pero,
posiblemente, fue Thomas Malory quien (a mediados del siglo XV) le dio un impulso
definitivo al escribir una refundición de la materia en Bretaña, as la que W. Caxton tituló
con el equívoco nombre de Morte D'Arthur (1485): la difusión de la obra de Malory fue
inmensa y sirvió de sustento a las novelas de Walter Scott y, de forma muy especial, a las
extraordinarias reelaboraciones de A. Tennyson (Los idilios del rey) o de J. Steinbeck (Los
hechos del rey Arturo); no es necesario señalar que dibujantes y pintores de la categoría
de A. Hughes, J. E. Millais, D. G. Rossetti, W. Morris, E. Burne Jones o H. Pyle —por no
citar a A. Beardsley y sus ilustraciones a la Morte D'Arthur— crearon un mundo
caballeresco nuevo partiendo de los temas antiguos: la concepción moderna de la Edad
Media debe mucho al ambiente forjado por las doncellas lánguidas y los héroes tristes de los prerrafaelistas.
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Carlos Albar
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