Literatura ocupada

El conflicto entre Israel y los territorios palestinos condiciona los contenidos y el desarrollo de la industria editorial en la región


Al escritor Ahmed Masoud, residente en Reino Unido, le denegaron la entrada a Israel, donde aterrizó el 21 de mayo para participar en el PalFest, un festival literario que busca “romper el cerco impuesto a la cultura palestina”. ¿Su crimen? Ser ciudadano de Gaza. A David Grossman, que perdió a su hijo Uri en 2006 en la guerra de Líbano, le han hecho desaparecer de las estanterías de Obeikan, una de las grandes cadenas de librerías en Arabia Saudí. No importa que sea crítico con el Gobierno ultraderechista de Benjamín Netanyahu por su trato a los palestinos: tiene pasaporte israelí y eso también se paga. A Colum McCann, reputado escritor irlandés afincado en Nueva York, le torcieron algo más que el ceño el día en que por pura carambola le invitaron a hablar en el Festival de Escritores de Jerusalén —con financiación del Ejecutivo israelí— y en el Palfest —apoyado por el British Council— y dijo que sí a los dos. “Sabía que iba a ser controvertido. Pero siempre hay más de dos verdades y yo necesito ver el mundo de forma caleidoscópica”.


La literatura en Israel y los territorios palestinos vive en estado de excepción, atrapada en el conflicto político que enfrenta a estos dos pueblos desde la fundación de Israel en 1948 y que se intensificó en 1967 con la ocupación de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, cuando el joven Estado puso a los palestinos bajo un control militar que aún perdura. No se trata de un problema de falta de creatividad. El talento, se llame Amos Oz, Raja Shehadeh, Etgar Keret, Suad Amiry, David Grossman, Ghassan Zaq­tan, Zeruya Shalev, Ala Hlehel, Nir Baram o Khulud Khamis, brota a los dos lados de los muros que separan a la población e ilumina una región asolada por el terrorismo, la violencia física y psicológica y la represión militar. El problema es que la literatura o más bien las literaturas —la israelí, más diversa en temática y géneros, y la palestina, más militante y documental— son una réplica de la ocupación, con sus alambradas, sus checkpoints, sus campañas de boicoteo y su sangrante desigualdad de oportunidades, que condiciona el desarrollo de los contenidos y de la industria editorial de la región. Eso sí: a un lado del muro mucho más que al otro.

“Los escritores palestinos sufren todos los días por la ocupación”, dice Mahmoud Muna, que despacha en la librería del American Colony, el hotel de Jerusalén Este en el que se negociaron parte de los acuerdos de Oslo de 1993 por los que se creó la Autoridad Palestina y se dejaron importantes problemas sin resolver. “No tienen libertad de movimientos ni por tanto la misma posibilidad que los israelíes de confrontar su trabajo con amplias audiencias en festivales; no pueden escribir lo que quieran, si no, se exponen a acabar en la cárcel; lo tienen muy difícil para ser traducidos al hebreo y no tienen garantizados sus derechos de propiedad intelectual en los territorios ocupados, lo que les disuade de publicar aquí y les anima a hacerlo en Reino Unido o en EE UU. Como resultado no existe ninguna editorial en Palestina… Así que hay tres o cuatro estrellas que han comenzado su exitosa carrera escribiendo desde fuera y el resto apenas puede asomar la cabeza”. La mayoría, subraya, escribe sobre la identidad y el conflicto, y muchos, no solo las voces de la diáspora, en inglés. “La ficción es una asignatura pendiente. Les resulta muy difícil escapar de la normal anormalidad de la vida aquí”, donde como señala, Murad Sudani, secretario general del sindicato de escritores palestinos, la entrada de novedades literarias de otros países está doblemente tasada y se obstaculiza la importación de títulos del mundo árabe.

Muna y el poeta Sudani son dos de las escasas voces palestinas del sector que han aceptado hablar con EL PAÍS. Ningún otro de la quincena de escritores con los que ha contactado este periódico se ha prestado a dar testimonio para este reportaje y un buen puñado ha dicho “no” a sentarse a dialogar con autores israelíes que sí estaban dispuestos a hacerlo. Tantos años de privación de derechos y de esperanzas frustradas han derivado en un feroz boicoteo a Israel y en la negativa a participar en iniciativas que puedan hacerles caer en “la normalización de relaciones con el ocupante”, que esta misma semana ha anunciado nuevas inversiones en los asentamientos judíos de Cisjordania, donde cada vez viven más colonos: 600.000 si se incluye Jerusalén Este, o lo que es lo mismo, uno de cada diez israelíes judíos.

La cruzada viene de lejos. Fue en 2005 cuando la sociedad civil palestina lanzó la campaña internacional Boicot, Desinversión y Sanciones a Israel (BDS), emulando la estrategia que se siguió contra la Sudáfrica del apartheid. Las únicas estimaciones oficiales disponibles sobre el efecto de esta iniciativa, difundidas en 2015, se refieren al coste para la economía nacional en su conjunto: 115 millones de euros y 500 empleos al año en el mejor de los casos; en el peor, 9.300 millones de euros anuales y miles de puestos de trabajo. No hay estadísticas específicas sobre el sector editorial de este país de ocho millones de habitantes, que en 2015 publicó 8.068 nuevos títulos (el 85,3% en hebreo, el 6% en inglés, el 3,1% en ruso, el 2,7% en árabe y el resto en otros idiomas, según datos de la Biblioteca Nacional de Israel). O al menos no se han hecho públicas. Y el Gobierno de Israel asegura que “la oferta literaria, cultural y artística es cada vez más amplia y diversa”, y que “su presencia (y reconocimiento) en el exterior también ha aumentado en los últimos años”. Pero a tenor de los testimonios, daños, haberlos haylos.

“Son tiempos durísimos para la literatura en hebreo”, dice Deborah Harris, una reputada agente literaria de Israel, que da cuenta de la creciente diversidad de las letras en la región, donde la generación de titanes capitaneada por Oz, A. B. Yehoshúa y Grossman ha ido dejando paso a otras nuevas que se resisten a construir su carrera sobre la ocupación y se adentran en el territorio de la intimidad o la fantasía. “No es difícil vender a Grossman, pero sí estoy teniendo problemas para las voces nuevas en Alemania, en Francia, y no hablemos de Escandinavia”.

Más allá del impacto económico, la campaña de la BDS ha arrojado otra cerilla a una convivencia que era ya de por sí extrema tras la segunda Intifada. El diálogo está prácticamente roto. Hay contadas excepciones como la Fundación Barenboim-Said en el ámbito cultural; The Parent’s Circle, que integra a padres de víctimas de los dos lados de la Línea Verde, o Breaking the Silence, la ONG creada por antiguos soldados israelíes que se ha atrevido a dar testimonio de los abusos del Ejército en Gaza y en Cisjordania, y ahora está siendo acosada sin piedad por el Gobierno de Netanyahu. Pero en general, la cerrazón es total y resulta muy llamativa en el mundo literario, donde sí hay voces minoritarias israelíes y extranjeras denunciando la conculcación de derechos humanos de los palestinos, que sin embargo son silenciadas o atacadas. En casa y en el extranjero.

“Creo que es un error considerar que hay culpas colectivas”, dice el Nobel peruano Mario Vargas Llosa, que participa junto a otros 25 autores locales y extranjeros en un libro que conmemorará en 2017 el 50º aniversario de la ocupación. “Es un contrasentido que la opinión pública internacional castigue con un boicoteo precisamente al sector social israelí más favorable a una paz justa en Oriente Próximo”.

En efecto, está funcionando esa ley de la culpa colectiva que tanto se aplica en la región. ¿Que dos palestinos matan a cuatro israelíes en un atentado en Tel Aviv como ocurrió el 8 de junio? Se invocan razones de seguridad y se cancelan los permisos para que 83.000 árabes puedan entrar en Jerusalén a rezar. ¿Que Oz o Keret se pronuncian sobre la inmoralidad de la ocupación? Son denostados por los suyos por criticar a Israel y boicoteados por los palestinos por participar en premios y festivales financiados por el Ejecutivo de Netanyahu. “Somos traidores como autores que escriben sobre la complejidad de la vida y no sobre eslóganes políticos”, lamenta la escritora Michal Govrin. Ellos y firmas como Antonio Muñoz Molina, que en 2013 fue víctima de esas presiones cuando se negó a renunciar al Premio Jerusalén.

“Aquí no vale la neutralidad porque se está destrozando la vida de mucha gente”, dice el librero Muna. “Hablar de que se boicotea a los autores israelíes ignorando que hay una política del Estado que consiste en boicotear la identidad palestina no ha lugar. El boicoteo palestino es una reacción al israelí. “¿O no es boicoteo impedir la entrada de Masoud o sacar a nuestro gran poeta Mahmud Darwish (1941-2008) del currículo escolar?”. Darwish, cierto, desapareció de las aulas de Israel, donde el 20% de la población es árabe, como Dorit Rabiyan y su historia de amor entre una israelí y un palestino. El Gobierno lo justifica así: “Cada año los ministerios de Educación y Cultura preparan una lista de libros para el currículo. Cada equipo tiene sus criterios. En Israel no se censura ningún libro”.

La BDS no tiene intención de claudicar hasta el fin de la ocupación, lo que hoy se antoja una gran quimera pese a la iniciativa francesa para relanzar las conversaciones en París. Ha dejado claro desde el inicio que mientras la población palestina siga viendo “pisoteados” derechos básicos como el acceso al agua, a la educación o a la libertad de movimientos hasta en situaciones extremas —una parturienta de Hebrón no puede circular en coche por algunas calles aunque haya roto aguas—, seguirá “castigando la neutralidad”. Eso significa que también la literatura seguirá siendo de trincheras en la que lo anómalo seguirá siendo lo normal. La existencia en paralelo del Festival de Escritores de Jerusalén, al que este periódico fue invitado, y del PalFest no deja de ser una anomalía. Los dos se celebran a finales de mayo en Jerusalén o alrededores, los dos reúnen a grandes firmas locales e internacionales. Y lo hacen sin el más mínimo atisbo de colaboración. Por eso y porque en esta región la asistencia en un certamen u otro es una declaración política —el Nobel J. M. Coetzee ha participado este año en el palestino con un alegato contra el apartheid—, la presencia por primera vez de un autor —Colum McCann— en los dos ha sido insólita. “Recibí las dos invitaciones y me encontré en una situación complicada”, admite. “Renuncié a que el certamen israelí me pagara el viaje porque ese era parte del problema. Lo hizo el Gobierno irlandés”, cuenta. “Pero es tremendo, he conocido a niños palestinos que no conocen a uno israelí y a israelíes que piensan que los palestinos son monstruos de tres cabezas. Falta diálogo”.

En la vida y entre los responsables de los festivales, que están en las antípodas. “Espero que la doble presencia de McCann no sea una excepción en el futuro”, dice Moti Schwartz, director del certamen israelí. “Estamos abiertos a un diálogo con el PalFest”. Omar Robert Hamilton, productor de ese certamen, rechaza la invitación: “El Festival de Jerusalén está financiado por el Gobierno y el Ayuntamiento, que están involucrados en la colonización de Jerusalén Oriental y la limpieza étnica de sus residentes palestinos. Cuando esté comprometido con la justicia, los derechos humanos y la dignidad para todos los residentes de Jerusalén y no solo para los israelíes se puede plantear el asunto de la cooperación”.

La literatura en Israel y los territorios ocupados vive en estado de excepción. Que se lo pregunten a Masoud, Grossman y McCann. Y a todos sus compañeros. Todos sufren, aunque unos mucho más que otros.

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