Tomás Moro
Tomás Moro nació en el corazón de Londres, el 7 de febrero de 1478, y fue decapitado, también en la capital inglesa, el 6 de julio de 1535.
Terminados sus estudios en Oxford y en los Inns of Court de Londres, se dedicó con éxito a la abogacía y se convirtió, sucesivamente, en miembro del Parlamento y en juez de reconocido prestigio. Desempeñó varios cargos al servicio de su país, pero no permitió nunca que la actividad pública lo alejase de la atención de su familia y de su compromiso como intelectual de primer orden en el panorama del humanismo europeo. Alos 41 años comenzó a trabajar al servicio directo del rey. Sus responsabilidades aumentaron con el paso del tiempo, hasta que, a los 52 años, fue nombrado Lord Canciller del Reino. El 16 de mayo de 1532 dimitió de su cargo para no secundar los designios de Enrique VIII, que estaba manipulando al Parlamento y a la Asamblea del Clero, con el objeto de asumir el control de la Iglesia en Inglaterra. Posteriormente fue encarcelado por negarse a firmar el juramento de adhesión al acta que sancionaba la supremacía del rey en el orden espiritual, y finalmente, tras quince meses de reclusión, fue procesado y ajusticiado.
La coherencia cristiana que Tomás Moro vivió hasta el martirio explica que su fama haya ido consolidándose incesantemente a lo largo de los siglos. Ya mientras vivía, fue persona muy conocida por sus méritos intelectuales y por la modernidad de muchos de sus planteamientos. Por ejemplo, quiso que sus hijas recibieran la misma educación que su hijo, algo verdaderamente revolucionario para las costumbres de la época. Su actividad como escritor -especialmente sus traducciones de Luciano a partir de los textos griegos, sus poesías y su ya clásica Utopía- le granjeó asimismo un prestigio inigualable. Utopía, su obra más conocida, construida según el modelo de La República, de Platón, constituye, para el filósofo político y el estudioso de la naturaleza humana, uno de los textos más estimulantes que se han escrito nunca. Como en La República, también en Utopía hay contradicciones internas que el autor ha ido repartiendo a lo largo del texto, con el objeto de provocar al lector y ayudarle así a profundizar en los valores éticos perennes que dan sentido a la vida personal y social.
Tomás Moro fue canonizado por la Iglesia católica en 1935, y desde 1980 su nombre figura también en el martirologio anglicano. Es reconocido universalmente, por encima de fronteras nacionales y de confesiones religiosas, como símbolo de integridad y como testigo heroico de la primacía de la conciencia. Muero como buen siervo del rey, pero sobre todo como siervo de Dios, fueron sus últimas palabras. Gran ideal para todos los que dedican su vida a servir al bien común.
Hasta el heroísmo del martirio
En la actividad humanística -en la que cultivó desde el inglés hasta el latín y el griego, así como desde la filosofía, sobre todo política, hasta la teología- unió el estudio y la piedad, la cultura y la ascética, la sed de verdad y la búsqueda de la virtud a través de una lucha interior dura pero alegre. Como abogado y juez, encaminó la interpretación y la formulación de las leyes (es justamente considerado uno de los fundadores de la ciencia de la common law inglesa) a la tutela de una verdadera justicia social y a la construcción de la paz entre los individuos y las naciones. Más preocupado por eliminar la violencia en sus causas que por reprimirla, no separó la promoción, apasionada pero prudente, del bien común de la práctica constante de la caridad: sus conciudadanos, en efecto, lo denominaron patrono de los pobres. La dedicación benévola e incondicionada a la justicia en el respeto de la libertad y de la persona humana fue el norte de su conducta como magistrado. Sirviendo a cada hombre, santo Tomás Moro era consciente de servir a su rey -es decir, al Estado-, pero quería, sobre todo, servir a Dios.
Esta tensión hacia Dios empapaba toda su conducta. Su familia, a la que se afanó por procurar una instrucción de elevado nivel moral, fue llamada por sus contemporáneos academia cristiana. En su faceta de hombre público demostró ser enemigo absoluto de los favoritismos y de los privilegios del poder: profesó un ejemplar desprendimiento de los honores y los cargos y, a la vez, vivió con sencillez y humildad su condición de altísimo servidor del rey.
Fiel hasta las últimas consecuencias a sus deberes civiles, se expuso a riesgos extremos por servir a su propio país. Consiguió ser un perfecto servidor del Estado porque luchó por ser un perfecto cristiano. Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt 22, 21): santo Tomás Moro comprendió que estas palabras de Cristo, que por una parte afirman la relativa autonomía de lo temporal en relación con lo espiritual, por otra -en cuanto pronunciadas por Dios mismo- obligan a la conciencia del cristiano a proyectar sobre la esfera civil los valores del Evangelio, rechazando todo compromiso y llegando, si es preciso, hasta el heroísmo del martirio, de un martirio que él personalmente afrontó con profunda humildad.
Su martirio, dentro de los límites de la prudencia con que debe ser examinada la historia imperfecta de los hombres, es la prueba suprema de esta unidad de valores -fruto de la asidua búsqueda de la verdad y de una no menos tenaz lucha interior- a la que santo Tomás Moro supo condicionar toda su existencia. Su extraordinario buen humor, su perenne serenidad, la atenta consideración de las convicciones contrarias a la suya, y el sincero perdón de quienes lo condenaban muestran cómo su coherencia se compaginaba con un profundo respeto de la libertad de los demás.
Precisamente la actualidad de esta convergencia de responsabilidad política y coherencia moral, de esta armonía entre lo sobrenatural y lo humano, de esta unidad de vida sin residuos, ha movido a numerosas personalidades públicas de varios países del mundo a expresar su adhesión al Comité para la proclamación de Sir Thomas More, santo y mártir, como Patrono de los gobernantes. Entre los firmantes de la presente instancia hay católicos y no católicos: son hombres de Estado que ejercen su actividad en circunstancias políticas y culturales muy heterogéneas, pero que comparten una misma sensibilidad ante el ejemplo moreano, un ejemplo fecundo que, por encima del mero arte de gobernar, comprende las virtudes indispensables del buen gobierno.
La justa jerarquía de fines
La política nunca fue para él una profesión interesada, sino un servicio, con frecuencia arduo, al que se había preparado concienzudamente no sólo con el estudio de la historia, las leyes y la cultura de su propio país, sino, sobre todo, por medio de un paciente examen de la naturaleza humana, con su grandeza y sus debilidades, y de las condiciones siempre perfectibles de la vida social. En la política encontró su cauce un asiduo esfuerzo personal de comprensión. Gracias a ese esfuerzo, pudo mostrar la justa jerarquía de fines que, en virtud del primado de la verdad sobre el poder y del bien sobre la utilidad, todo Gobierno debe perseguir. Orientó siempre su actuación en la perspectiva de los fines últimos, esos fines que ningún cambio histórico podrá nunca anular.
Ahí reside la fuerza que lo sostuvo cuando hubo de afrontar el martirio. Fue un mártir de la libertad en el sentido más moderno del término, porque se opuso a la pretensión del poder de dominar sobre las conciencias, tentación perenne -trágicamente atestiguada por la historia del siglo XX- de sistemas políticos que no reconocen nada por encima de ellos. Fiel a las instituciones de su pueblo –Ecclesia anglicana libera sit, rezaba la Magna Charta- y atento a las lecciones de la Historia, que le mostraban que el Primado de Pedro constituye una garantía de libertad para las Iglesias particulares, santo Tomás Moro dio la vida por defender una Iglesia libre del dominio del Estado. Ala vez estaba defendiendo también la libertad y el primado de la conciencia del ciudadano frente al poder civil.
Fue mártir de la libertad porque fue mártir de la primacía de la conciencia, una primacía que, sólidamente enraizada en la búsqueda de la verdad, nos hace plenamente responsables de nuestras decisiones y, por tanto, libres de todo vínculo que no sea el propio del ser creado, esto es, el vínculo que nos une a Dios. Su Santidad nos ha recordado que la conciencia moral rectamente entendida es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma (Veritatis splendor, 58). Nos parece que ésa es la lección fundamental de santo Tomás Moro a los hombres de gobierno: la lección de la huida del éxito y el consenso fáciles cuando ponen en entredicho la fidelidad a los principios irrenunciables, de los que dependen la dignidad del hombre y la justicia del orden civil. Y nos parece una lección altamente inspiradora para todos los que, en el umbral del nuevo milenio, se sienten llamados a conjurar las insidias, disimuladas pero recurrentes, de nuevas tiranías.
Por eso, seguros de actuar por el bien de la sociedad futura y confiando en que nuestra súplica encontrará benévola acogida en Su Santidad, pedimos que Sir Tomás Moro, santo y mártir, fiel servidor del rey, pero sobre todo de Dios, sea proclamado Patrono de los hombres de gobierno.
Solicitud enviada a Juan Pablo II para la proclamación de santo Tomás Moro como Patrono de los hombres de gobierno
Beatísimo Padre, la figura del mártir santo Tomás Moro suscita, desde hace siglos, la sincera veneración del pueblo cristiano. Además, el mundo de la cultura y el de la política profundizan en los múltiples aspectos de su vida y de su obra con estudios cada vez más prolijos y con un interés creciente, tanto en el ámbito de los saberes teóricos como en el de los prácticos. La bibliografía especializada aumenta constantemente y presenta características muy significativas: en primer lugar, une a autores de diferentes iglesias y comunidades cristianas (Sir Thomas More figura en el calendario litúrgico de la Iglesia anglicana de Inglaterra como martyr), así como de variadas confesiones religiosas, y no faltan entre ellos los agnósticos, dato que testimonia un interés verdaderamente universal. Además, del estudio de esa bibliografía se desprende una admiración que, más allá de la contribución de santo Tomás Moro en los distintos sectores en que actuó -como humanista, como apologeta, como juez y legislador, como diplomático o como estadista-, se concentra en su figura humana: si la santidad es siempre, de por sí, plenitud también de lo humano, en el caso de santo Tomás Moro este hecho es especialmente tangible.
Ya el predecesor de Su Santidad en la sede de Pedro, el Papa Pío XI, en la Bula de Canonización, lo propuso como modelo de probada integridad de costumbres para todos los cristianos, y lo definió laicorum hominum decus et ornamentum -orgullo y ornato de los hombres laicos-. Yla creciente atracción que, precisamente entre los laicos, ejerce esta extraordinaria figura nos habla de una presencia que, con el paso del tiempo, se hace cada vez más viva, más incisiva, más permanentemente actual.
Santo Tomás Moro aparece como el modelo ejemplar de esa unidad de vida en la que Su Santidad ha cifrado la expresión específica de la santidad para los laicos: La unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres (Christifideles laici, 17). En santo Tomás Moro no hubo señal alguna de esa fractura entre fe y cultura, entre principios y vida cotidiana, que el Concilio Vaticano II lamenta como uno de los más graves errores de nuestra época (Gaudium et spes, 43).