Cyrano de Bergerac, de Rostand
Estrenada en París en 1897, esta comedia heroica en cinco actos y en verso de Edmond Rostand fue en su época la obra más popular del teatro francés. El bizarro poeta francés Cyrano de Bergerac,
polemista violento, filósofo de vanguardia, escritor teatral innovador y
hombre de guerra, encuentra aquí una viva evocación, a la que
contribuyen por un igual el marco y el drama.
Ya en el primer acto, en el excéntrico teatro
del Hôtel de Bourgogne, se muestra con los caracteres fundamentales de
su naturaleza: el amor a la bravata, que le impulsa a interrumpir una
representación sólo porque sale un actor que le es antipático; el
"preciosismo" literario, que le inspira una balada en el momento mismo
en que se desafía con un gentilhombre que trataba de oponerse a su
dominio; y el sentimentalismo que llena por entero su amor hacia su
prima Roxana.
Pero Roxana ama a un joven cadete de Gascuña
llamado Christian de Neuvillette, tan guapo como carente de ingenio.
Roxana teme por él las violencias de los colegas gascones, siempre
dispuestos a tratar duramente a un novato, que además no es gascón, y se
le ocurre ponerlo precisamente bajo la protección de un terrible
espadachín primo suyo que no es otro que el mismo Cyrano, ignorando la
pasión que le inspira.
Cyrano acepta, y Christian, consciente de su
pobreza de ingenio en una época en que todas las mujeres son
"preciosas", se dirige a él para que le aconseje. Cyrano queda así
sumido en un juego escabroso que a la vez le embriaga y le angustia:
escribe las cartas amorosas de su rival, le sugiere las palabras que
habrá de repetir a la amada, y llega incluso en una famosa escena a
hacer él mismo, aprovechándose de la oscuridad, una declaración de amor
particularmente vibrante a Roxana, dejándose luego sustituir cuando la
joven, fascinada, se asoma al balcón para besarle.
También el conde de Guise ama a Roxana, pero la
ayuda de Cyrano y las argucias de la joven estropean sus manejos; Roxana
y Christian se casan por fin y al conde de Guise sólo le queda la
venganza de hacer marchar al sitio de Arras a los cadetes mandados por
él, entre ellos Cyrano y Christian. En el sitio, Christian muere el
mismo día en que Roxana, siguiendo audazmente su inspiración, consigue
reunirse con él. La lejanía había obligado a su amor a vivir sólo en
forma epistolar, o sea a través de la pluma de Cyrano: cartas de
fervorosa pasión que habían impresionado profundamente a la muchacha. Y,
poco antes de caer, el joven esposo había abierto por fin los ojos:
Roxana ya no estaba enamorada de él, sino, sin saberlo, de Cyrano. Ambos
habían decidido confesar la verdad a Roxana. Pero la muerte del amigo
sella los labios de Cyrano.
Roxana se retira a un convento; durante quince
años Cyrano la visita todos los sábados, viviendo con ella la dulzura
del recuerdo. El día en que una teja lanzada a traición le hiere de
muerte, Cyrano reúne sus últimas fuerzas para hacer la última visita. Y
es también el día de la casual revelación de todo su drama y de su pena,
que llega demasiado tarde: Cyrano se sume en un delirio de fantasmas
heroicos, dejando a Roxana con la angustia de un amor dos veces perdido.
La comedia, como contrapunto de motivos líricos y
emotivos, es perfecta; su clima es tan intenso que sofoca la misma
personalidad de los personajes que no parecen vivir una existencia
propia, sino entregarse por entero a la creación de un solo clima de
fuertes emociones y de elegantísimos anudamientos de afectos. En ello
radica, como se ha advertido, su debilidad y, si se quiere, su falsedad;
pero también en ello está su poesía sencilla, donde toda una tradición
literaria y espiritual francesa, desde Honoré d'Urfé, hasta Scarron,
Regnard, incluso Dumas padre y Richepin, parecen resumirse en decorativa
conmoción.
Lo que hace de Cyrano un personaje intensamente
teatral es el hecho de que él sea el primero y más exigente público de
sí mismo; es su continuo estar "representando" ante sus ojos sin perder
jamás en el juego una limpidez y una dignidad que le impiden caer en la
afectación; pero lo que más le aproximó a las simpatías del público fue
precisamente la derrota de todo ello. En efecto, en la derrota Cyrano se
purifica: cuando, en el último acto del drama, se nos presenta
convertido en un pobre fracasado, reducido a aceptar de vez en cuando
una taza de caldo que le ofrecen unas monjas caritativas, le vemos
desprenderse súbitamente de su caparazón decadentista y sentimos cómo se
afirma su auténtica humanidad. Es una humanidad que ya conocíamos, pero
que hasta entonces había permanecido sumergida en el centelleante juego
de sus salidas, de sus frases y de sus ademanes; para que se revelase
hasta conmovernos, debía mostrarse indefensa y abatida.
En aquel momento Cyrano, el héroe charlatán
finisecular, que reflejaba con brillante superficialidad las maneras y
actitudes del eterno héroe francés, valiente, caballeresco y novelesco,
cierra su época y al mismo tiempo la enlaza con aquel clima de cosas
calladas y sufridas con que se venía afirmando hasta entonces el período
intimista. Cyrano, con su enorme nariz y el corazón de chiquillo,
espadachín terrible y tiernísimo amante, personaje siempre apreciado por
el espíritu francés que le ha ensalzado casi en todos los siglos,
permanece como la última y gloriosa expresión del héroe del siglo XIX
que, nacido con el romanticismo de Víctor Hugo, alcanzó en él toda su
madurez.