Hoffmann: un poeta que nos cuenta sus aventuras amorosas; un tenor spinto. Lindorf, Coppelius, Dapertutto, Doctor Miracle: personajes diabólicos, de tesitura baja o baritonal. Olympia: una muñeca; una soprano de coloratura. Giulietta: una cortesana; mezzosoprano. Antonia: el gran amor de Hoffmann; una soprano lírica.
Un prólogo y tres actos (y según ediciones, un epílogo), que sirven,
el primero, para presentar al personaje principal, y los otros tres, a
cada una de las tres mujeres con las que se relaciona.
Comentario
Los cuentos de Hoffmann es una obra plagada de misterios y de
problemática valoración; una curiosa mezcla, producto de la
confrontación de sus materiales básicos, es decir, los cuentos
originales del escritor E.T.A. Hoffmann escogidos por Jules Barbier y
Michel Carré para escribir una obra de teatro, el libreto que después
Barbier elaboró para la pieza de Offenbach y la partitura musical del
músico. E.T.A. Hoffmann fue un símbolo para el movimiento romántico.
Entre otras cosas, por su afán de abarcarlo todo y practicarlo todo con
contumaz desmesura: fue hombre de leyes, político, pintor, dibujante,
caricaturista, crítico, compositor, director de orquesta, hasta
tramoyista, y, por supuesto, el poeta y escritor que todos conocemos. No
fue un músico genial, pero escribió 11 óperas. Sus cuentos y relatos
cortos son de carácter fantástico, a veces, otras cómico-grotescos, pero
siempre exacerbadamente poéticos y, en casi todas las ocasiones,
historias de amor, directas o indirectas, en las que las situaciones y
los personajes se ven envueltos en misterios que suelen rozar lo
irreal.
Jules Barbier y Michel Carré fueron dos franceses preocupados por lo
germano, que tuvieron la ocurrencia de escribir una comedia de
“literatura dentro de la literatura”, tomando como base varios de los
cuentos de Hoffmann y con el propio autor como protagonista. La obra, Les contes fantastiques de Hoffmann,
fue estrenada en París, en el Teatro Odeón, en 1851, y, con toda
lógica, al entonces inexperto Offenbach, que asistió en primera fila a
la función, le gustó para convertirla en ópera, aunque, con no menos
sentido, ni lo intentó. Sólo 25 años después, muerto ya Carré, tras
triunfar como autor de operetas, Offenbach se decidió a abordar su
ópera. Barbier y Carré recurrieron para su comedia a tres cuentos de
Hoffmann: El hombre de arena, El violín de Cremona (que ha sido muchas veces publicado con los nombres de El Consejero Krespel, Antonia canta o El canto de Antonia)y La aventura de la Noche de San Silvestre (también conocido como El reflejo perdido). No se trata de piezas autobiográficas, pero
los autores de la comedia buscaron que la personalidad del autor
original y sus obsesiones marcaran la pauta: fuerte protagonismo de las
mujeres; relación entre sueño y realidad (las tres historias son
delirantemente fantásticas, pero en las tres se puede adivinar una
conclusión burguesa); desdoblamientos, pérdidas y yuxtaposiciones de
personalidad; el amor-rechazo de Hoffmann hacia los autómatas e
instrumentos mecánicos; la mascarada como manifestación de la
multiplicidad del yo; la presencia del mal en dialéctica activa con la
belleza física de la mujer, etc., etc.
¿Y qué dejó Barbier de todo esto? Pues como en tantas ocasiones
sucede con la ópera del área francesa, hay mucha autocensura por razones
comerciales, marcadas estas por unos gustos del público, para qué
engañarnos, francamente pobres. Barbier habría de reescribir la
historia, pero para un compositor de operetas que quería despedirse del
mundo con una ópera seria, o lo que es lo mismo, transformar la
germanófila obra que había escrito con el ya desparecido Carré dos
décadas antes en un texto que no perdiera el espíritu, pero que pudiera
“sonar en francés” (menos oscuro, más moralista y al estilo “opèra
comique”) y ser acompañado por la música de un autor de operetas en
busca de sus orígenes perdidos; una música que Offenbach debería
perfumar de homenaje al gótico catedralicio de su Colonia natal, pero
sin perder la marca, las maneras que le habían hecho famoso en Francia.
Todavía hemos de seguir preguntándonos si lo consiguieron.
Los comienzos
Offenbach comenzó a trabajar en la partitura en 1877, sin perder la
esperanza de que sus operetas todavía le funcionaran; de hecho, al mismo
tiempo que escribía para los Cuentos, estuvo poniendo notas a La fille du Tambour-Major. Por
primera vez no trabajaba contrarreloj; ahora su partitura avanzaba muy
lentamente, escribiendo y repasando con minuciosidad, y también
disfrutando de un trabajo que hacía ya tiempo se había convertido en
fastidioso oficio. Pero todavía hubo de transcurrir varios meses para
que la partitura quedara preparada. El 18 de mayo de 1879 organizó una
audición privada con “tres o cuatro trozos terminados”, según rezaba la
invitación cursada a los más de 300 invitados, entre los que se
encontraban los posibles encargados de la futura puesta en escena. Pero
la orquestación de Le fille du Tambour-Major, por un lado (la
opereta se estrenó en diciembre) y el durísimo invierno de 1879-1880,
con temperaturas de hasta 15 grados bajo cero, no le permitieron, molido
por el reuma, avanzar demasiado en sus Cuentos. Durante el
verano y quizá por primera vez en su vida, fue extraordinariamente poco
productivo. Su médico decía que del cuerpo de Offenbach ya no quedaba
casi nada: ¡imagínense, nada en un cuerpo del que se comentaba era el
más delgado de París! A trancas y barrancas dio por concluida la
partitura para piano, pero no había orquestado ni una nota. En
septiembre, a pesar de su debilidad, trabajó mejor; prácticamente no
comía, alimentándose de ponche caliente. Llegaba la hora del estreno, y
se daba cuenta por momentos de que, efectivamente, en su escritorio
estaba su testamento musical; el cuatro de octubre pidió el manuscrito
de la obra, y todavía hizo correcciones. De pronto, en pleno trabajo, se
echó la mano al corazón, y con un hilillo de voz dijo: ”Me duele”.
Aguantó hasta las tres y media de la madrugada entre quejidos, y a esa
hora murió. La obra de su vida quedaba inacabada.
Las versiones discográficas
- Domingo, Sutherland, Bacquier, Tourangeau. Coro y Orquesta de la Suisse Romande / Richard Bonynge. Decca 4173632. 2 CDs
- Gedda, D´Angelo, Schwarzkopf, De los Ángeles, Faure, Benoit, Ghiuselev, Blanc. Coro René Duclos. Orquesta de la Sociedad de Conciertos del Conservatorio / André Cluytens. Emi, 7632222. 2 CDs
- Araiza, Lind, Norman, Studer, Ramey, Von Otter. Coro de la Radio de Leipzig. Staatskapelle Dresden / Jeffrey Tate. Philips, 4223742. 3 CDs
La decisión de representar Los cuentos de Hoffmann corrió a cargo del director del Teatro y de los hijos del compositor, pero con los “arreglos” pertinentes, ya que los materiales recibidos del autor se encontraban en un “prodigioso desorden”. Prescindieron del acto veneciano (Giulietta), pues pensaban que la ópera era demasiado larga, aunque no de la Barcarola (una música que Offenbach tomó de una opereta fantástica sin éxito que él sin embargo estimaba bastante, Las ondinas del Rin), que situaron en el acto muniqués.
La segunda edición de la partitura utilizada en el estreno trató de
deshacer el entuerto, pero en parte complicó más las cosas, pues sí,
restauraba el acto de Giulietta, pero en posición distinta. La obra
quedaba ahora así: Prólogo, Olympia, Giuletta, Antonia, Epílogo. Esta es
la primera vez que aparece el aria de Dappertutto “Scintille, diamant” y
el sexteto sobre el tema de la Barcarola “Perte du reflet”. La duda
sobre esta versión es muy sustancial: ¿por qué ese cambio en el orden de
los actos? La coherencia en la evolución de las tres mujeres en una
queda hecha añicos: no es lo mismo que tras el ideal de Olympia (esta sí
necesariamente en primer lugar), se manifieste la fuerza del arte que
la del sexo. De manera que es muy celebrable que casi todas las
versiones posteriores hayan prescindido de esta idea y hayan dado por
buena la secuencia Olympia-Antonia-Giulietta.
Tuvo que pasar tres años para que apareciera en papeles la versión
que funcionaría a partir de entonces en todos los teatros durante
décadas, es decir, la famosísima edición que Choudens (primera versión
de las tres que recomiendo en disco) realizó basándose en la anterior de
Monte-Carlo y que, entre otros, fue utilizada por el meticuloso Gustav
Mahler, aunque sin partes habladas y sin el personaje de la Musa. Pero
tras un rodaje de la misma de medio siglo, Felsenstein (1958) y Bonynge
(1972) cortaron por lo sano y volvieron a la versión original. De la
primera poco se ha sabido, pero sí de la segunda, que es precisamente la
segunda de mis tres recomendaciones. O sea, la primera de Plácido.
Ya en 1978, el musicólogo Fritz Oeser realizó su edición crítica de
la partitura para la editorial Alkor, de Kassel, eso sí, siguiendo de
cerca la de Choudens, necesariamente una referencia hasta nuestros días,
y con el añadido de las páginas encontradas por el director de orquesta
y estudioso de Offenbach Antonio de Almeida. Y en 1984, el musicólogo
norteamericano Michael Kaye utilizó una fotocopia del manuscrito del
acto veneciano que un multimillonario estadounidense había encontrado en
el castillo que había comprado. Kaye preparó una nueva edición crítica
para Schott, de Maguncia, conservando el acto en su posición original. Y
esta es la edición que usa la tercera de mis versiones recomendadas.