Eugéne Sue , "El Judío Errante"

"El Judío Errante"

El folletín fue uno de los muchos hijos putativos del Romanticismo y uno de los múltiples padres del Realismo. Fue, también, un género abrumador e inabarcable que triunfó en los años centrales del XIX y donde los franceses reinaron casi sin competencia.

Si hay que hablar de una cuadruple corona del folletín galo, hay que hablar de Dumas, Féval, Ponson Du Terrail y Sue. Cierto, hubo otros muchos, pero estos cuatro son los que aún siguen siendo publicados y leídos (los tres últimos tampoco en exceso, todo hay que decirlo), si bien, la fama de Dumas ha eclipsado mucho a la de sus colegas.

El folletín fue un género de una temática multiforme y donde los rasgos definitorios hay que buscarlos más en el estilo, en esa pasión por la aventura, el enredo bizantino, la casualidad como motor de la vida, las desmesura, lo inverosímil, la multiplicidad de los personajes, la bondad y la maldad más extremas, lo aberrante y lo curioso. Todo eso caracteriza al folletín y no tanto el que tratase temas históricos (como la mayoría cree debido al éxito de “Los tres mosqueteros”). En efecto, hay un folletín histórico, pero también lo hay ambientado en el presente, de índole policíaco y/o de misterio, y, como no, también hay un folletín fantástico.

Eugéne Sue (1804-1857), con el permiso de Dumas, fue el más famoso folletinista de su época. Hijo de un médico militar francés de la época napoleónica, médico él mismo, viajó como cirujano naval durante un tiempo antes de dedicarse a la literatura. Sus primeras obras tuvieron, como era de esperar, una ambientación marinera y aventurera pero sólo alcanzó el éxito (eso sí, abrumador) tras la publicación de sus dos grandes novelas: “Los misterios de París” (1842-43) y “El judío errante” (1845). El periódico que tuvo a bien editarlas vivió un éxito sin precedentes y multiplico por veinte su tirada, Sue se hizo rico pero, a pesar de publicar unos cuantos libros más, no volvió a repetir semejante jugada.

Las dos novelas poseen características muy similares, quizá la más destacable sea el gusto por la descripción tremendista de los bajos fondos de París, pero sólo “El judío errante” puede clasificarse como obra fantástica.

Clute, en su “Ciencia Ficción. Enciclopedia Ilustrada “, señala que “Los misterios de París” influyó en la CF al mostrar una ciudad laberíntica y satánica, donde los sueños de la industrialización se convierten en pesadillas. Algo de esto hay, que duda cabe, quizá “Metrópolis” de Fritz Lang y Thea von Harbou sea una lejana heredera de Sue, pero, igualmente, hay un buen puñado de escritores realistas y naturalistas, mucho mejores que el folletinista que nos ocupa, que también se encargaron de describir a la ciudad industrial con tintes monstruosos (Zola, Balzac y, especialmente, Dickens y Collins, muy folletinescos ellos).

En cuanto a “El judío errante”, se trata de una novela fantástica de una forma un tanto tangencial. Cierto que el eje de la historia gira alrededor de la leyenda del judío que se negó a socorrer a Cristo y fue maldito por él a vagar toda la eternidad, pero en las casi mil páginas que forman este libro, este personaje apenas aparece en un 10 % de las escenas, y sus cualidades mágicas y/o fantásticas son totalmente infrautilizadas por el autor. De hecho, el personaje del judío errante guarda algunas similitudes con el centenario de Balzac, y no es descabellado suponer que Sue se inspirase en esa novela gótica para elaborar a su protagonista. Sin embargo, aquí acaban las influencias que es posible rastrear en esta obra, el grueso de sus ideas las sacó Sue de si mismo, concretamente de “Los misterios de París” que debió de ser redactado prácticamente a la vez que esta novela.

Sue fue toda su vida un socialista convencido, hoy diríamos un socialista utópico (hay una bella descripción de una falansterio a lo Fourier en “El judío errante”) muy alejado de los postulados marxistas de la lucha de clases. En los años de sus mayores triunfos se intentó crear una falsa polémica ente un Dumas monárquico (o imperial, su padre fue un afamado general napoleónico) y un Sue republicano, pero la cosa no tuvo mucho vuelo, especialmente por que la carrera de Dumas fue bastante más larga que la de Sue.

Como iba diciendo, Sue tenía ideas socialistas y gran parte de su libros son una acerba crítica al miserable modo de vida de las clases populares francesas, con unas descripciones crudas, pero, por desgracia, también efectistas y sensibleras. Familias muriendo de hambre, padres enloquecidos por el desempleo o el trabajo agotador por un sueldo ínfimo, niños agonizantes en inmundos cuchitriles, jóvenes arrojadas a la prostitución, abortos clandestinos, alcoholismo y delincuencia degenerada.

Si alguien cree que Dickens es ñoño y que se deja llevar por el exceso en muchas páginas de “Oliver Twist”, “David Copperfield” o “La pequeña Dorritt”, le animo a leer el capítulo de “El judío errante” donde dos encantadoras gemelas de doce años (a las que llevamos siguiendo desde hace 800 páginas) fallecen de cólera al intentar cuidar a su anciana criada enferma, después de haber sido convencidas de esta decisión por sus malignos y ocultos enemigos. Sencillamente overbooking de nata.

Sí en “Los Misterios de París” Sue cargaba sus tintas contra la burguesía gobernante, en “El judío errante” el enemigo a batir es la iglesia y, concretamente, la orden de los jesuitas. En unas páginas que son un ejemplo perfecto de teoría conspiratoria, los muy nobles seguidores de San Ignacio de Loyola son mostrados como una oscura y oculta secta en la sombra, cuyo objetivo es el dominio del planeta, y que cuentan con espías y miembros infiltrados en todos los estratos sociales y de gobierno. Existe una herencia millonaria que la Compañía ambiciona, y doce herederos legales que desconocen la existencia de este tesoro. El judío errante intenta ayudar a los miembros de esta familia mientas los jesuitas pugnas por destruirlos y convertirse en los únicos beneficiarios de la herencia.

Todo esto da lugar a una serie de azares inverosímiles donde la presencia de lo fantástico hubiera sido un condimento que habría conseguido un guiso sabroso pero que Sue deja de lado con olímpico (e inexplicable) desprecio. Lo que sigue no deja de ser una historia más en la que el motor de la narración son los tejemanejes del mortal jesuita que intenta la muerte de sus enemigos de forma tan sutil como artera. Sue no es precisamente un estilista, sus “malos” (quizá lo mejor del libro) son de una perfidia tan esmerada y perfecta que acaban por convertirse en simpáticos, más si los comparamos con los muy aburridos y estúpidos “buenos” que acaban estragando y que deseamos que desaparezcan lo más rápido y dolorosamente posible de la escena. Como decía, Sue no es un artista delicado, que un asesino thug de la India sea uno de los ayudantes de los jesuitas y que, al final del libro, convenga en que esta orden y su Dios son más terribles que la suya y el poder de Kali, da un idea de por donde van los tiros.

Eso sí, cuando el francés se desmelena y empieza a describir con todo tipo de detalles lo miserable de la vida de los trabajadores y los bajos fondos delictivos franceses, el libro gana enteros, aunque no es menos cierto que uno tiene que mantener la incredulidad muy baja para disfrutar del todo de estas descripciones, más fantásticas aún que el propio judío que da título a la novela.

Por desgracia, Sue, que debía de escribir a destajo para tener listos los capítulos de sus libros cuando la insaciable imprenta se lo solicitaba, sacrifica todo su arte por el asombro y lo inmediato. En un libro tan largo es fácil perder el hilo de las historias y Sue lo hace con demasiada frecuencia. Se cierra un capítulo con los protagonistas en Java al borde la muerte y se abre el siguiente con nuestros héroes en Normandía sanos y salvos. Parece que se va a explicar como se logró la salvación in extremis pero, al final, otra peripecia hace al autor olvidar la explicación y pasar a una nueva aventura en la que, una vez más, volveremos a encontrarnos con este modus operandis. En este sentido, “Los misterios de París”, menos ambiciosa aunque igual de larga, resulta más satisfactoria y lógica.

Tampoco podemos obviar que la historia se alarga de forma exagerada e innecesaria, que da vueltas sobre si misma y que se repite con mucha frecuencia. Sue no quiere acabar la historia demasiado pronto y nos obliga a leer casi mil páginas cuando cuatrocientas hubieran sido suficientes. Hay, probablemente, una motivación monetaria en este recurso, pero no es excusa para la tomadura de pelo que muchas hojas del libro resultan para el lector.

Llega pues la gran pregunta ¿merece la pena leer a Sue hoy en día? La respuesta es un no rotundo. Sus escasas virtudes no sobreviven a sus demasiados defectos y a la longitud desmesurada de sus libros. En este sentido, Dumas ha envejecido de una forma infinitamente mejor, se puede todavía disfrutar de “Los tres mosqueteros” pero con “El judío errante” más bien se sufre. Y es una pena, por que Sue no deja de ser un autor simpático que en ocasiones posee fuerza, pero al que nadie supo dirigir y podar, enderezar y aconsejar, en fin, que buen escritor habría sido si hubiera tenido buen editor. 

Iván Fernández
http://memoriasdeunfriki.blogspot.com.es