Francisco Javier Conde, "El hombre, animal político"

 
 
La figura de Francisco Javier Conde es, sin duda alguna, una de las más admirables en el campo la filosofía política española del siglo XX. Su papel como pensador político no queda relegado a la mera apreciación filosófica de los clásicos por él leídos y los problemas de su tiempo. Conde va hacia adelante y hacia atrás en la línea temporal del pensamiento filosófico político. Cabalga sobre su gran envergadura intelectual a través de las múltiples líneas temporales, acaso burlándose de aquellos que permanecen estáticos en su habitar académico. 
Quienes se acercan una vez a la obra de Conde, mentirían al asegurar no querer volver a ella. Este español del siglo pasado nos obliga a leerlo y releerlo, a pensar en otros de sus textos, a reconstruir esa telaraña, a veces infinita, con la que nos encontramos al leer un par de sus escritos.

Esa es precisamente la naturaleza del libro que hace las veces de excusa para la elaboración de esta reseña. El hombre, animal político de Francisco Javier Conde, publicado por primera vez en 1957, y presentado nuevamente en 2011 con la edición y prólogo del profesor Jerónimo Molina Cano, es una obra monumental, solo digna de la genialidad del propio Conde.

Con todo, debo señalar que mi primer acercamiento a Conde tuvo lugar en un breve estudio que hice de la Revista de Estudios Políticos. Tras leer muchos artículos, procurar entender la dinámica que se entretejía en clave de pensamiento político en el seno del Instituto de Estudios Políticos y, por supuesto, en la España del siglo XX, me encontré con un nuevo director de la Revista, heredero de las direcciones formadoras de Alfonso García-Valdecasas y Fernando María Castiella Maiz, que habían dado lugar a una interesante serie de discusiones acerca del papel político de la sociedad. Este nuevo director, que no es otro que Francisco Javier Conde y que dirigiría la revista entre 1948 y 1956, lograría un sutil giro con el que transformaría la Revista, sin obviar la tradición de los anteriores colegas. 

Conde, respetuoso del anterior trabajo, introdujo tenues cambios que dieron lugar a la conformación de una revista de estudios políticos centrada en dos temáticas bastante innovadoras para el momento en el que se inscribe, a saber: Teoría del Estado y Ciencia política. La dirección de Conde continuó la línea teórica mantenida por Castiella, por ejemplo, sin dejar atrás la impronta española que García Valdecasas había introducido como primer director de la revista. De este modo, Conde consintió la unión de ambas preocupaciones, desde las dos temáticas mencionadas líneas arriba, permitiéndose la pregunta por el cómo, el qué y el por qué de la formación del Estado español.

Así dicho, Conde logró integrar una preocupación teórica que se encargara de inscribir su campo de estudio en la realidad que le era más cercana, tanto al Instituto como a la Revista de Estudios Políticos, a saber: España. El filósofo español, como puede percatarse cualquiera que vuelque su mirada en esa publicación periódica, marcaría la pauta de los siguientes directores, entre los que se cuentan Emilio Lamo de Espinosa y Enríquez de Navarra (1956-1960), Manuel Fraga Iribarne (1961-1962) y Jesús Fueyo (1962-1968). Después de Conde, la primera etapa de la revista mantuvo su campo de estudio en una doble línea que entretejiera los asuntos de la ciencia política con los de la filosofía política, en un campo profundamente interesante como el de la teoría del Estado. 

Es menester señalar que si bien el presente escrito pretende mostrar a los lectores el libro de Conde como toda una obra digna de ser ubicada en los anales de la filosofía política, el propio autor insiste en intentar convencernos de que lo suyo no es un libro, sino ‒más bien‒ unas cuantas anotaciones dispersas, fragmentadas, sin ningún tipo de orden, que ha tomado a bien reunir para abrir una breve discusión acerca de la condición política del ser humano. Sin embargo, contra Conde, no puede obviarse que la reconstrucción magistral que hace del pensamiento aristotélico, para luego enmarcar la necesidad de entender el fenómeno de lo político como necesariamente humano, y a este último como un ser necesariamente político, no obedece simplemente a unos fragmentos desorganizados, a unos cuantos apuntes que bien pueden quedarse en la incoherencia. Todo lo contrario, su trabajo es una reconstrucción acaso necesaria para la nueva modernidad que explica que, en la significación del ser humano, esto es, en lo que este es, se encuentra concretamente la condición de lo político. 

Para Conde no es válido indicar que la realización del hombre se encuentra en la política como acción, pues esto nos llevaría a pensar en la política como una actividad ajena al hombre, es decir, como algo que éste realiza fuera de sí. El filósofo señala que el entendimiento de la vinculación del hombre con la política no está completamente claro en la expresión aristotélica «el hombre es una animal político», pues esta categorización del hombre solo permite identificar actividades que de este se desprendan. Para solventar este problema, Conde agrega una palabra más a la expresión, quedando de la siguiente manera «el hombre es, necesariamente, un animal político». Así, la política no se entiende solo como una actividad posible del ser humano, esto es, como una que puede desecharse a pesar de la no consecución de la realización humana. La política es, con Conde, esencia necesaria del ser humano en su condición de ser moral. Justamente, lo político en el hombre es tanto potencia como posibilidad de su realización como ser humano. 

La ontología política que explica Conde, y que el profesor Molina recoge con amplio entusiasmo, es una muestra clara de la pertinencia con que el autor se permitía inscribir en el ambiente temático de la época. En esta línea, conviene recordar que sería Hannah Arendt, curiosamente un año después de la publicación de El hombre, animal político de Conde quien escribiera La condición humana. En este libro, Arendt concibe la política como condición de humanidad, esto es: se es humano en tanto se tiene lugar en la vida política, la cual solo es posible bajo la condición de estar juntos. Esta condición es determinante a la hora de entender el mundo griego y, por tanto, a la hora de entender la concepción que Arendt tiene de la política.

Sin intención alguna de malograr la afirmación de una relación directa entre ambos libros y autores, es interesante que la discusión que tenga lugar en ambos esté sujeta a similitudes dadas en función de la pregunta por la ontología política del hombre. Tal escenario indica, más bien, que las discusiones acerca de la condición del hombre en el mundo, desde escenarios metafísicos dirigidos a la política, estaban cobrando importancia. Conde, cabalgando sobre las líneas temporales del pensamiento, también habitó tal discusión.

Sin el ánimo de resumir el libro para que el lector no vaya a este, sino con la intención de obligar su visita, baste con que las palabras dichas hasta el momento hayan servido como escenario de construcción de intriga, curiosidad y, por qué no, de confianza en la genialidad del trabajo del pensador español.