El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad

El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad

Comienzo mi comentario de la novela “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad con una mención especial del inicio de la primera parte de la obra (desde “Estaba pensando en épocas remotas, cuando llegaron los romanos por primera vez a esos lugares…” hasta “…una creencia generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse y ofrecerse en sacrificio…”), pues en ella se contiene, resumido, y acaso también justificado, todo el proceso de transformación que se nos va a contar a lo largo de la narración. En ese extracto nos aparecen dos pares de conceptos fundamentales en esta obra (el salvajismo extremo-la fascinación de lo abominable, una pura opresión-robo con violencia, y la envoltura en que se amparará todo el proceso de colonización, la idea). Considero su relectura esencial para comprender aún mejor de qué vamos a hablar, y además se nos presenta de un modo sugestivo, pues los actuales responsables de masacres sin número tras la ficción de una débil excusa humanitaria y civilizatoria son/somos en realidad los descendientes de las víctimas de masacres similares acaecidas dos milenios atrás, pero a las que ya consideramos el “peaje necesario” para haber podido llegar al estado de avanzada civilización en que hoy vivimos en los territorios antaño dominados y explotados por los romanos.
Debo confesar, antes de continuar, la dificultad que me ha supuesto decidir por dónde comenzar este comentario, pues en principio tenía pensado abordarlo a partir de la maravillosa versión cinematográfica (“Apocalypse now”), que Francis Ford Coppola realizó basándose en la novela de Conrad, pero operando una reinterpretación magistral de la historia mediante su traslación al ambiente bélico para al fin ceñirse, a mi entender de modo insuperable, al propósito de Conrad, es decir, mostrar paso a paso el proceso de degradación del espíritu humano. Este es en realidad el objetivo último de Joseph Conrad, y ese trozo que he mencionado del inicio de la novela es la prueba palmaria que el autor nos brinda de que desea abordar un problema tan esencialmente humano como eterno, por encima de épocas y localizaciones geográficas. Su intención es gritarnos que nadie está exento, caso de presentarse las circunstancias adecuadas para ello, de experimentar el mismo proceso de degradación y aniquilación de aquello que nos hace humanos, o visto como en un espejo deformante, mostrarnos que precisamente lo específicamente humano consiste en esa propensión a la corrupción del alma, si tal existe, arrastrando al ser humano a los más viles comportamientos.

En cuanto al aspecto estrictamente literario de la obra, no es posible decir que estamos ante una gran obra desde el punto de vista formal, más bien se trata de una relativamente breve narración lineal, sencilla y sin especiales florituras ni experimentos formales, concebida como un relato dentro de otro, de carácter casi monologal, en el que se van narrando, o casi enumerando los acontecimientos que se suceden a lo largo de una travesía fluvial en medio de la jungla (ésta sí, descrita con un verdadero derroche idiomático y un alarde de vívidas descripciones, convirtiéndola en un subyugante personaje imprescindible de la historia), intercalándose las reflexiones que dichos acontecimientos y los personajes con los que se relaciona provocan en el protagonista y narrador (Marlow), narración en la que, en base a la constante repetición de una serie de leit motivs (la oscuridad, las tinieblas, el salvajismo, la jungla, la fascinación, la locura, el miedo, los instintos, la desesperación, el horror) va enraizando en el ánimo del lector un desasosiego cada vez más intenso, hasta la parte final que vuelve a transcurrir en la civilizada Europa, diluyéndose esa desagradable y asfixiante sensación con que el lector había ido avanzando a lo largo de la novela.

En realidad, esta novela no había logrado entre los lectores el impacto y el éxito que sí cosecharon otras obras de Conrad, como Lord Jim, Nostromo o El negro del Narciso, pero indudablemente la versión cinematográfica antes citada acabó de encumbrarla (y a ello no es ajena, por cierto, la selección musical realizada, sumamente adecuada, creo yo: The end, del grupo The Doors, La cabalgata de las Valquirias, de Wagner, que contribuyen a enriquecer ese ambiente opresivo, alucinatorio) y convertirla definitivamente en la obra más famosa de su autor, aunque no, como queda dicho, la de mayor calidad literaria. De cualquier manera, en este caso queda confirmado ese aserto de que en ocasiones el envoltorio carece del interés que sin embargo el contenido desborda de manera imparable, aunque es indudable que Conrad consigue de modo apropiado conformar una ambientación narrativa perfectamente coadyuvante al clima de agobio e incomodidad con que quiere envolver e intranquilizar al lector.

Y aquí enlazo con el tema central de la novela, el meollo filosófico que conmovió al autor y nos conmueve a todos tras la lectura de la novela, el horror que anida en nuestros propios corazones.

Se aprovecha en la obra el fenómeno de la supuesta colonización del continente africano, que en realidad escondía un episodio más en la historia humana de conquista y explotación de tierras recientemente descubiertas y exploradas, con el inevitable choque de civilizaciones en fases enormemente distantes de su respectiva evolución, para, además de la obvia aunque solapada denuncia de las arbitrariedades, brutalidades y crímenes cometidos por los europeos contra los africanos en pos de las enormes riquezas naturales de África, realizar una agobiante disección de las ruindades que puede encerrar el corazón humano, un descenso a los infiernos que se ocultan detrás de la fina capa de barniz civilizado con que estamos todos recubiertos. Hablamos de descenso a los infiernos, y ciertamente es un proceso en virtud del cual nuestro narrador, Marlow, a medida que transcurre su viaje en busca del perdido agente comercial Kurtz, va cayendo de manera progresiva e inexorable víctima de la atrayente fascinación que ese misterioso Jefe de la Estación Interior ejerce sobre él a través tan sólo de lo que oye contar de ese personaje (su figura, su voz, sus comportamientos, su ascendiente sobre los “salvajes”…), a la vez que el propio paisaje por el que discurre el viaje le va también, de alguna manera, poseyendo y transformando, de modo que para cuando llegue finalmente a encontrarse con Kurtz ya se habrá convertido en un admirador y defensor de sus ideas y acciones, por atroces que éstas sean, y todo ello sin haber cruzado una palabra con él. Es más, cuando tenga oportunidad de conversar con Kurtz, éste no realizará en realidad ningún alegato exculpatorio, ninguna defensa de sus opiniones y comportamientos (más allá del famoso “extermínenlos a todos” que había anotado en un ensayo sobre la tarea de civilizar a los indígenas).

Realmente, muchas de las afirmaciones que nos van a dar la clave de esta novela se han ido sucediendo a lo largo de la narración al modo de piedrecitas que van marcando el camino por el que se desea posteriormente retornar, si ello fuera posible... Afirmaciones como “¿Principios? Los principios no sirven”, “…a qué región concreta de las primeras edades del hombre pueden conducir a un hombre los pies libres de ataduras…”, “todo lo que había allí…era la verdad, una verdad desnuda de todos los disfraces del tiempo”, “La selva…se había apoderado de él, lo había amado, abrazado, se había metido en sus venas y le había consumido la carne, y su alma había sellado un pacto…”, “El poder irrefrenable de la elocuencia, de las palabras, de las nobles y ardientes palabras”, “Uno no habla con ese hombre, solo le escucha”, “La conmoción moral que recibí, como si algo en todo punto monstruoso, intolerable para el pensamiento y odioso para el alma, me hubiera sido arrojado inesperadamente”, “Se había desprendido de todas las ataduras que lo unían a la tierra”, “…su inteligencia era perfectamente clara,…pero su alma se había vuelto loca,…un alma que no conocía ningún control, ninguna fe y ningún temor…” constituyen sucesivos peldaños de dos fenómenos claves en esta obra: por un lado, el proceso de degradación personal, de descenso hasta y la sumisión a los presuntamente dominados instintos primarios, al salvajismo aparentemente superado tiempo atrás, por parte de unos personajes sometidos a situaciones límite que exigen sacrificios y comportamientos extremos, y por otro lado, el proceso de fascinación que personajes como Kurtz ejercen sobre quienes oyen contar de ellos y sus actos relatos realmente espeluznantes a la vez que van encontrando en su camino rastros de las atrocidades cometidas por aquellos cuya fascinación están irremediablemente experimentando. Así cobran un valor capital dos expresiones fundamentales en la comprensión de lo que Conrad quiso transmitirnos por medio de esta novela, “EL HORROR” y “SU VOZ”, aunadas para en conclusión recordarnos que la palabra puede tener un poder devastador, una increíble capacidad para transformar y destruir tanto vidas como espíritus.

Queda claro por tanto, y en este punto la versión cinematográfica da también en el centro de la diana, que ese viaje al corazón de la jungla, esa travesía al corazón de las tinieblas es en realidad un viaje a lo más profundo y tenebroso del corazón humano, una cruda disección del comportamiento humano en cualquier época y región, a fin de constatar que la violencia y el horror son constantes de la condición humana, una condición humana incesantemente abocada a la eterna elección entre el bien y el mal.

No soy muy hábil en lo que se entiende como literatura comparada, pero apuntaría al hecho de que algunos otros autores, más o menos contemporáneos de Joseph Conrad, exploraron también, aunque desde otros presupuestos narrativos, el tenebroso territorio de las inclinaciones y motivaciones humanas, como Robert Louis Stevenson en “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”, Oscar Wilde en “El retrato de Dorian Gray” o más tarde Bernhard Traven en “El tesoro de Sierra Madre”.

En fin, espero haber abierto surcos por los que discurra una fértil discusión, pues la obra lo merece.

Santiago
http://tertuliapuntocom.blogspot.com.es