Platón, ante el grupo de jóvenes
atenienses, habla, piensa, sueña. Todos los que lo escuchan, ardiente la
mirada y el corazón ligero, no han nacido en Atenas. Algunos vienen
desde las islas del Egeo: en el viaje, fueron diciéndose los versos de
Ulises y encontrando en el hexámetro de Homero, un anticipo heroico de
la eterna Grecia. Venidos de las tierras lejanas, más allá del mar, al
llegar a Atenas, todos son atenienses.
La ciudad los conquista con sus estatuas
de una blancura nueva, deslumbrante y atenuada; con la línea sencilla y
magnífica de su Partenón; con la belleza radiante y serena, demorada
sutilmente sobre todas las cosas. Y por sobre la sugestión de esta
belleza que ninguna ciudad poseyó nunca, ésta es la Atenas donde
Sócrates ha muerto; donde se repitieron las palabras de Heráclito,
oscuras, bellas y falaces; la Atenas de los sofistas de ambiguas
enseñanzas que la más rigurosa especulación filosófica iba a desmentir;
la ciudad de la sabiduría.
Entre los jóvenes que escuchan a Platón,
que se ha puesto a meditar en su teoría de las Ideas y despliega la
bellísima imagen de la reminiscencia, hay uno más pensativo que los
otros que trata —marino que podrá navegar los más profundos mares—, de
no dejarse arrastrar por el canto de las sirenas, probando el agua
salobre; mirando las rocas hostiles; la sonrisa de espuma, fugaz y
traidora de Anfitrita; el rostro viril del mar.
Este joven se llama Aristóteles. Va a ser
humilde y fiel discípulo de Platón, hasta que, elevado a la forma pura
del pensamiento, va a penetrar con la más sorprendente capacidad para el
análisis de la esencia de las cosas, desdeñando las creaciones
bellísimas pero inciertas, para mostrar la excelencia suma de la más
alta ciencia, de la ciencia que distingue y jerarquiza: la Metafísica.
No hubo poeta embriagado con sus propios
sueños, más exaltado que el severo y contenido Aristóteles, creando su
sistema; recogiendo la multiplicidad de los seres y las cosas en un
cuento único; mostrando los perfiles interiores; señalando la escala
ascendente que culmina en el Ser que Es, máxima perfección, motor inmóvil.
Aristóteles no es un soñador; su exaltación es fría y tensa. No es un creador, como el poeta.
Pero él posee la clave secreta de todo lo
creado, puesto que sabe el lugar propio de cada cosa y conoce el camino
más difícil, el itinerario de la mente humana que conduce a la
contemplación de la Verdad.
Liberada de todo lo contingente y
perecedero, de la esclavitud de los sentidos, he aquí que la
Inteligencia del hombre puede alcanzar su más alta perfección,
contemplando, lúcida y plenamente dueña de sí, en el Acto Puro,
principio y fin, la suma de todas las perfecciones.
Aristóteles es la pasión de la sabiduría,
una pasión sin ardientes transportes porque se pone a sí misma su
límite, para no dejarse arrastrar y esclavizarse.
Aristóteles representa el esfuerzo del
conocimiento puro y desinteresado; el alerta más severo de la
inteligencia que logra ser fiel al propio ser de ella misma; el
ascetismo de la sabiduría.
Hace dos mil quinientos años que
Aristóteles se impuso a sí mismo la dignidad altísima de ese esfuerzo.
Hoy volvemos a sus páginas maestras a recoger la doble enseñanza de su
verdad y de su pasión.
La juventud capaz de cumplir un destino
vuelve a Aristóteles como se vuelve a los versos de Homero. Porque ella
sabe que del progreso sólo puede hablarse en el orden de la técnica, de
lo meramente instrumental, pero en el orden de las cosas eternas —el
pensamiento, el arte— el progreso no existe y sólo es válido aquello
que, nacido en el tiempo perecedero, supo dejar un mensaje para todos
los tiempos.
Jordán Bruno Genta