Su último libro, "Los cuentos de la peste", es una obra de teatro
compleja e irregular, libremente inspirada en "El Decamerón"
de Bocaccio
Ningún ejemplo mejor que el de un boxeador veterano que se niega a bajar del ring para parodiar la tragedia humana que supone querer perpetuarse más allá de los límites naturales. Negar lo evidente para todos, no poder asumir otro papel que no sea el de héroe, dilatar el retiro, garantizan la paliza y el oprobio.
Sería fácil pegarle al Vargas Llosa de hoy: un excampeón de los pesos pesados desde hace ya varios años en franco declive. Acusarlo de vanidoso, reprocharle que no haya colgado los guantes, que no haya dado un paso al costado, que no esté protegiendo su legado. Decir a viva voz que pelea por la bolsa.
Más difícil es tratar de entender qué mueve a un hombre de 79 años que lo ha conquistado todo, incluido el premio Nobel de Literatura, a seguir escribiendo incansablemente, sin importarle el qué dirán o las consecuencias.
La explicación puede buscarse en el origen mismo de Los cuentos de la peste, su último trabajo, una audaz pero complicada pieza teatral que debe su nacimiento a la fascinación del peruano con la obra del escritor italiano Giovani Bocaccio.
Y es que en el caso de Vargas Llosa basta un estímulo, un viaje a Florencia, una relectura de El Decamerón, para que el fuego sagrado se desate, para que el viejo se sienta joven otra vez, para que el maestro se ponga a trabajar con esa mítica voluntad suya que lo llevó a asombrar al mundo con novelas como La ciudad y los perros, La casa verde, Conversaciones en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras o La guerra del fin del mundo.
A diferencia de la obra teatral, algo confusa y por momentos aburrida, el largo prólogo donde Vargas Llosa explica su amor por Bocaccio y en especial por El Decamerón, resulta excepcionalmente lúcido y revelador de su gran capacidad analítica. Allí se explica además el sentido de la adaptación libre, que toma algunos episodios del original y fabula otros para situarse justo al inicio de la célebre obra italiana, cuando la peste negra asola Florencia, en 1348.
Del original a la adaptación
En el original, siete mujeres y tres hombres huyen a una villa para escapar de la muerte y se entretienen contándose cuentos, muchos de ellos eróticos. Vargas Llosa presenta en cambio solo cinco personajes, con la particularidad de que Bocaccio mismo es transformado en protagonista y Aminta es un fantasma.
De entrada hay que decir que el comienzo del texto es difícil de seguir, ya que todos los personajes cuentan sucesos en paralelo, no estableciéndose las clásicas secuencias de diálogos, lo que dificulta la lectura, ya de por si ardua tratándose de teatro. A mitad de camino la obra mejora con relatos más lineales de fácil asimilación.
No obstante estos más y estos menos, la pieza logra por momentos explicitar la metáfora de que el arte sirve como antídoto frente a la muerte, como escape al sufrimiento, como freno a la peste que acecha tras los muros de esa villa que se transforma en una arcadia o en un palacio de Las mil y una noches.
Aunque divertidas, algunas de las historias narradas por los protagonistas de la obra pueden parecer hoy algo ingenuas, quizás porque rozan la picaresca, un género ya perimido. Otras, que se ajustan más al original, evocan toda la fuerza y el saber hacer de Bocaccio.
Temas como el incesto, el adulterio, la lujuria, las malas artes, la violencia, el sexo o la venganza, hicieron grande a El Decamerón y algo de esa grandeza se refleja en Los cuentos de la peste. De la misma forma, aún es posible ver destellos del gran Vargas Llosa en el prólogo y en algunos párrafos sueltos de esta obra de teatro con la que intenta conseguir, con todo derecho, que lo dejen pelear un round más.