El caballero creado por Cervantes vivió en la ciudad algunos de sus más célebres episodios
Siempre ha llamado mucho la atención de los lectores y los estudiosos
del Quijote que el Caballero de la Triste Figura o de los Leones, como
se hacía llamar por entonces, y su escudero Sancho Panza, claro,
acabasen yéndose a Barcelona, y es natural su
curiosidad, asombro e incluso perplejidad. ¿Por qué Cervantes los mandó a
Barcelona y no, pongamos por caso, a Cartagena o, mejor aún, a Sevilla,
o, por qué no, a Lisboa?
En el Quijote y camino
de Cartagena, a embarcarse para Italia, va un mancebo que quiere probar
fortuna como soldado, y en Vélez Málaga desembarca el Cautivo, réplica
del propio Cervantes. Sevilla estaba al fin y al cabo más cerca del
aquel “lugar de la Mancha” que Barcelona y en Sevilla vivió también
Cervantes algunos años, los mejores de su vida, y en Sevilla transcurren
algunas de sus mejores novelas ejemplares, y desde Sevilla se pasaba a
las Indias, donde también trató nuestro escritor infructuosamente de
lograr una colocación como contable o gobernador en Soconusco, La Paz de
Bolivia o donde se terciase. Alargándose a Cádiz o a Sanlúcar don
Quijote y Sancho habrían visto el mar, lo mismo que en Lisboa, otra más
de las ciudades a las que le llevó su azacaneada vida. Todos estos
lugares le eran mucho más familiares a Cervantes que Barcelona. De hecho
estuvo en Barcelona sólo una vez, seguramente de paso a Italia, y sin
que se sepa más de ese asunto.
Acaso por esa razón no cuenta gran
cosa de Barcelona. ¿Sus recuerdos eran demasiado lejanos y
desvanecidos? Suele ser preciso y prolijo Cervantes en los detales,
minucioso cuando son de primera mano, y contrasta la rotundidad del
elogio que dedica a la ciudad y lo poco que se ocupa de ella. Cuenta de
Barcelona prácticamente lo mismo que de Zaragoza, de la que pasó de
largo.
El elogio se ha hecho célebre, no obstante. Lo pone
Cervantes en boca del mismísimo don Quijote. Se lo dice a don Álvaro
Tarfe, un simpático personaje salido del Quijote apócrifo de Avellaneda.
Le cuenta don Quijote a este de modo somero sus aventuras y al llegar a
un punto le dice que tras pasar de largo de Zaragoza (precisamente
porque se ha enterado de que en el Quijote de Avellaneda se dice que don
Quijote se halló en unas justas poéticas de Zaragoza, y quiere dejar
por mentiroso a Avellaneda), llegó a “Barcelona, archivo de la cortesía,
albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los
valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes
amistades, y única en sitio y en belleza”.
Ni una agencia de
viajes lo habría hecho mejor. ¿Cuánto hay de lisonja en estas palabras
sobre Barcelona? Cervantes elogia mucho y a muchos, lo que no está dicho
aquí para rebajar el valor de sus elogios. Su Viaje del Parnaso es una
orquestación de bombos en toda regla a una caterva de poetas y
escritores de su época, buenos y mediocres, sin distinción. No es
probable que todos esos bombos fuesen sinceros, pero concurren en
Cervantes dos circunstancias: es verdad que, necesitando ser admitido en
la sociedad literaria de su época, de la que ha estado alejado tanto
tiempo, cree granjearse su favor con adjetivos, pero no es menos cierto
que a Cervantes no le cuesta ver siempre el lado bueno de las cosas y
las personas. También de las ciudades. Esa es la base de la famosa
visión compasiva de Cervantes. Siempre tiene presentes los mejores
recuerdos. Incluso de Argel, donde ha permanecido cinco años cautivo, se
los ha traído buenos. Cervantes ha recorrido medio mundo y toda España,
pueblo a pueblo, y de todos tiene algo bueno que contar. Podría haber
dicho: Allí donde estoy bien, está mi patria. Lo que les sucede a don
Quijote y Sancho en Cataluña y en Barcelona puede ser considerado un
Quijote en miniatura, como un fractal de todo el libro, porque en apenas
cinco capítulos le suceden toda clase de aventuras y enredos