“Enrique VIII…”: un Calderón histórico y atemporal, en una función de gran belleza

Nada que ver con otra historia. Hay que dejar fuera de la sala todos los prejuicios sobre las andanzas de Enrique VIII y Ana Bolena, personajes enormemente transitados por la literatura, el cine y el teatro (con un Shakespeare recientemente representado en España). Aquí hay muy poco de lo mucho que se ha dicho: Calderón de la Barca se inventa la historia de un monarca víctima de sus impulsos amorosos y de la angustia existencial. Y el CNTC consigue otra puesta en escena memorable con dos inmensos actores al frente: Pepa Pedroche y Sergio Peris-Mencheta.

Enrique VIII y La cisma de Inglaterra es un Calderón que cautiva y a ratos abrasa, entre caricias de todo tipo: una gran fiesta de sensualidad sublime y a la vez carnal, que comienza restallando con el protagonista vapuleado por un sueño voluptuoso a través de una mujer vestida de rojo, portadora de noticias, de cartas inquietantes, y él que es como un hombre a medias, un hombre atribulado porque se siente víctima del poder que ostenta, y busca con fuerza sobrehumana y egoísmo demencial el camino que los sueños le unan a la tierra: un camino sembrado de desdichas.

Para enloquecer de amor junto a la joven de rojo que enseguida llega a palacio desde el reino de Francia (Ana Bolena), ha de despedir de su lado a su cónyuge, la reina Catalina y a su hija, la Infanta… un descalabro monumental del que quiere aprovecharse su seguro servidor, el vil cardenal que le adula, le intriga, le traiciona…


Toda la trama fluye con la fuerza y la elegancia de una puesta en escena en la que sorprende gratamente la sencillez y practicidad de la escenografía, la precisión de las luces, conformando una escenografía paralela, el movimiento de los actores que por momentos parece cifrado en coreografía minuciosa, y ya como colofón paralelo y plenamente integrado la sabia interpretación de un elenco espléndido que domina con mágico encanto un texto muy calderoniano que se escucha con la enorme belleza de su lenguaje, pero también —gracias a una versión minuciosa, muy estudiada— sin sus carencias, a menudo capaces de cargarse una función entera.

Es Calderón un adicto acérrimo e impenitente, al monólogo: sus personajes siempre se enfrentan o enamoran en breves situaciones, pues lo que les va es hablar solos, con Dios o con sus fantasmas interiores, o con algún escucha fugaz; no hay personaje destacado que no se lance en soliloquios a menudo cargados de excesos, más literarios que teatrales, capaces de huir de la acción dramática (interior o exterior) como de la quema. En este Enrique VIII todos los textos carecen de sombras, caen sobre ellos matices deliciosamente mimados por los intérpretes, logrando la técnica justa de vocalización para que se les entienda en todo momento y transmitir emoción, algo excepcional con este autor.

Una Compañía en la que el bufón es Emilio Gavira, un actor-barítono que en cada temporada ofrece nuevas posibilidades de asombro y renovada calidad (Fausto), el malvado cardenal que quiere llegar a Papa, Joaquín Notario (sinuoso y cínico intriguista de palacio en sorprendente caída), Pepa Pedroche (tantas veces formidable, en grandes o pequeños papeles, especialmente inolvidable su Lady Macbeth junto a José Tomé dirigidos por Helena Pimenta) en la condenada reina Catalina, despreciada por un Peris-Mencheta volcánico y sutil, entre contrastes que alcanza con maestría, como si siempre hubiera pertenecido a esta Compañía Nacional de Teatro Clásico, como si el siglo de Oro le amara por completo y en el que se mueve con la vitalidad de un texto contemporáneo y el clasicismo imprescindible de sus formas y musicalidad.

Mamen Camacho es una Ana Bolena más insolente que seductora, ya que su capacidad de seducción radica más en la avidez de los hombres que la miran y besan, que en su propio y calculado comportamiento, también ante el francés que se cree a punto de tenerla para siempre (Sergio Otegui: medido caballero de una ligereza y simpatía que contrastan notablemente con la ferocidad del monarca).

Un trabajo emocionante exhibido en un espacio escénico a base de austeras intenciones, con aparente sencillez y capacidad para recrearse y aportar una extraordinaria sensación de plenitud, en una muy gratificante experiencia visual, momento a momento diáfana y brillante, creciendo en interés hasta el impactante final.

Un espectáculo proclive al debate religioso y político tras la mirada calderoniana sobre los hechos históricos, pero sobre todo vibrante, invitando al espectador a formar parte de una pasión en la que el abuso de poder se planta en la vida de los personajes para devorarlos de manera implacable.

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