Un estilo lo configura el temperamento individual de quien escribe: biografía, educación, profesión, influencias, lecturas, y la expresión peculiar de la época: el Zeitgeist alemán. Los Conceptos fundamentales en la historia de arte de Enrique Wölfflin que, desde 1924, circularon traducidos por Moreno Villa, influyeron a la hora de definir un período artístico y las modalidades de un estilo. Destaca los aciertos estéticos a base de intuiciones que la misma subjetividad del crítico experimenta a modo de fruitiva lectura. Y resalta aquello que más incita a la contemplación de una escena, o a la lectura de un poema: epítetos, tiempos verbales, formas sintácticas, grupos consonánticos, proceso climático, yuxtaposición rítmica, morfología, musicalidad, estridencias léxicas, hipérbaton. Reflejan la subjetividad, feliz o atormentada, de quien escribe. Es decir, todo es valorable a través de la forma: la palabra.
La figura del pastor, la del niño o la del buen salvaje, casan con el idealismo de conducta que proponía el Humanismo renacentista. La figura del cortesano ideal se parangona con el surgir del mito de la Edad de Oro, con el topos del Beatus ille, y con un neo-estoicismo que propone el control de las pasiones y el imperio de la lógica y de la razón. La naturaleza se ubica en espacios donde impera la modulación armónica de los elementos cósmicos. La figuración neoplatónica deriva de la sabia contemplación del hombre cuya imagen viene a ser figura de otra, convertida en invariable arquetipo. En la frontera de esta noble aspiración se establece lo primordial del bucolismo pastoril: la vida retirada, la naturaleza anímica, el hombre libre, el oficio noble del pastoreo. Se anula la realidad social y a la vez se congela el tiempo en la confección de los viejos mitos que articulaban el comportamiento ideal con claras resonancias neoplatónicas. El pastor se enfrenta con otra figura clave: la del cortesano quien es actor y hacedor de su propio destino.
El Cortesano de Baltasar de Castiglione es el modelo: un programa educativo que delinea la anatomía cívica y moral del cortesano. Conlleva severidad y dulzura, artes militares y ternura, mesura y arrebato amoroso. A la adversidad antepone la fortaleza, a la ira, la quietud y el amor. El ser humano se eleva mediante el vencimiento de los apetitos carnales, espoleado por el amor de la belleza eterna. A la sombra, el carpe diem pagano. En este afán muy de época, de deletrear temas y motivos, destaca la detallada radiografía del cuerpo, del espíritu humano y de su radical diferencia. El primero como velo o tela que encubre y contiene al alma. Se asocia a la vez con la establecida analogía del sueño como muerte, motivo senequista, colindante con agüeros y magias, con el poder de la amistad y con la contemplación idílica, señera, de la mujer como retrato.
El arquetipo de belleza natural es a modo de un paraíso perdido que añora la lejana Edad de Oro, carente de esfuerzos, de ceremonias y ritos sociales. El mundo pastoril de Jacopo Sannazaro (Arcadia) hablaba a los sentidos. Recreó la sensibilidad del oír, del ver y del tocar. Los colores se describen en diversas tonalidades, y el sonido se multiplica en variedad de cantos que aportan las aves. Se cifró en forma de epítetos y adjetivos que se convertían en placer de los sentidos. La Arcadia se funde, paralelamente, con las Bucólicas de Virgilio quien, bajo la persona del mantuano Títiro, acompasa sus sentimientos con el dolido sentir de la naturaleza. Ésta, también compasiva, se altera ante las nuevas vicisitudes anímicas. Aun resuena, aunque tan lejana, el moroso intercambio de Melibeo y Tityre, que abre la primera égloga de Virgilio: “Tityre, tu patulae recubans sub Termini fagi [. . .].
Y si toda poesía tiene su metafísica, en acertada frase de Antonio Machado, la del Siglo de Oro se define por una clara correspondencia y alternancia entre Dios, el hombre y el mundo. El aquí y el presente cobran sustantividad en el Renacimiento; en el Barroco se transfieren en múltiples perspectivas: en el por qué del destino, sus causas, su salvación religiosa. El hombre se define, en palabras de Segismundo, el gran personaje de La vida es sueño de Calderón, en “monstruo de su laberinto”. Si la figura ideal perfecta es en el Renacimiento el “cortesano”, en el Barroco es el “discreto”, objeto de la atención de Gracián. El Renacimiento realzaba la realidad de los objetos; el Barroco sus apariencias, meros signos, simulacros del lenguaje. Tal artificio se extiende a la vida como sueño, al espacio como ruinas, al placer de la vida como fugacidad. Como en el teatro de la época, los hechos reales quedan encubiertos por las falsas apariencias. El signo se desliza en otros signos, más complejos e intrincados, en una continua fuga que anula la referencia. Se anula la semejanza. Todo es apariencia o mejor, diferencia, un problema epistemológico hábilmente estudiado por Michel Foucault.
Lo explicó sabiamente el poeta mejicano Octavio Paz: “La invención del pasado se proyecta, desde el presente, hacia el porvenir”. Ahora como siempre: simplemente simulacros.
Octavio Carreño