Feijoo
(Pazo de Casdemiro, Pereiro de Aguiar, provincia de Orense 8 de octubre de 1676 + Oviedo, 26 de septiembre de 1764) Ciertamente, después de las investigaciones
realizadas sobre la renovación científica y cultural que, desde las
décadas finales del siglo XVII, tiene lugar en círculos minoritarios de Sevilla, Madrid, Valencia, Zaragoza, etc.,
ya no cabe considerar a Feijoo como el exclusivo y genial iniciador
de ese gran movimiento cultural que tanto habría de modificar el
paisaje mental y social de España. Pero no es menos cierto también que
su poderoso aliento renovador y su capacidad de influencia en el
gran público le hacen ser el promotor más importante y decisivo de
la Ilustración española. Porque aunque otros antes que él habían
sentido la necesidad de arrumbar sistemas, emanciparse del
aristotelismo imperante en las aulas, contactar con Europa, y abrir
el camino a la crítica y el experimentalismo racionalista, ninguno
tuvo su liderazgo intelectual, universalidad de intereses, energía y
amenidad expresiva, ni alcanzó tan portentosa difusión y resonancia
pública.
Pero es justo reconocer que difícilmente se habría
planteado su gran empresa ilustradora ni su papel habría sido tan
fundamental sin el sustrato de modernización que forjan los llamados novatores
-aquéllos que desde fines del siglo anterior venían proponiendo otras
pautas para la ciencia o marcando nuevos rumbos al pensamiento
(Juan de Cabriada, Diego Mateo Zapata, Muñoz Peralta, Manuel Martí,
Gutiérrez de los Ríos, Tomás Vicente Tosca, Juan Bautista Corachán,
Uztáriz, etc.)-, y sin, también, los
vientos de renovación auspiciados por la nueva dinastía borbónica,
que le será tan propicia y a la que manifestará tan inequívoca
adhesión.
Él mismo atenúa su protagonismo cuando declara,
defendiéndose de quienes le acusan de presuntuoso, que si se decidió a
salir a la palestra pública fue por el impulso y estímulo de
compañeros y altos cargos de su Orden: «Años ha que muchos sujetos de
mi sagrada religión, algunos de la primera magnitud, han estado
lidiando con mi pereza, o con mi cobardía, sobre que trabajase para el
público. Vencido al fin de sus instancias, y determinado a escribir
para imprimir, les comuniqué diversos proyectos que tenía ideados,
entre los cuales escogieron por más útil y por más honroso el que
sigo» (TC, II,
Prólogo). Es decir, que fueron ellos los que, conociendo su talento
e inquietudes intelectuales, le animaron a publicar, y los que
eligieron, de los varios proyectos que barajaba -entre ellos, una
historia de la Teología, según dice en las Cartas eruditas (IV,
10)-, el que consideraron más digno y de mayor utilidad para el
público: la impugnación de errores comunes. Una confesión que, además
de revelar el sesgo comunitario de su empresa (que en modo alguno la
aminora, pues al cabo fue resolución propia), es también indicio
expresivo del espíritu renovador que se respiraba en la comunidad
benedictina, del que dan fe asimismo las aprobaciones de sus textos
suscritas por sus hermanos de San Vicente de Oviedo (Caso González,
1982), la colaboración incondicional de otro insigne benedictino del
momento, Fr. Martín Sarmiento, las oraciones fúnebres que a su muerte pronunciaron Fr. Benito Uría en el monasterio ovetense y Fr.
Eladio Novoa en el que había hecho su profesión, San Julián de
Samos, o los notables fondos bibliográficos de los colegios de
Samos, Salamanca y Oviedo de que pudo disfrutar.
Por eso no iba descaminado Gregorio Marañón, el
ilustre estudioso y panegirista de Feijoo, cuando afirma, aun
conociendo sólo una pequeña parte de ese movimiento renovador que
precede y acompaña al benedictino, que «sin ese ambiente no hubiera
nacido su genio crítico y su mano no hubiera escrito otra cosa que los
sermones y notas de su cátedra» (1941 [1934], 276).
Vida y obra
Así, con ese clima propicio y en la madurez de los
cincuenta años es como se inicia el perfil más acusado de su carrera
literaria, el de autor del Teatro crítico universal, o Discursos varios en todo género de materias para desengaño de errores comunes (1726-1739) y las Cartas eruditas y curiosas en que, por la mayor parte, se continúa el designio del Teatro crítico universal
(1742-1760), una voluminosa colección de ensayos repartidos en ocho y
cinco tomos respectivamente que se irán publicando en Madrid, al
cuidado del P. Sarmiento, a lo largo de más de un tercio de siglo, y a la que se irán sumando la Ilustración apologética al primero y segundo tomo del Teatro Crítico (1729), el Suplemento a éste (1740), que vendrá a ser su tomo noveno, la Justa repulsa de inicuas acusaciones (1749) y otros varios escritos de polémica, faceta esta última en la que había hecho sus primeras armas con la Aprobación apologética del escepticismo médico,
un folleto en apoyo de uno de los más insignes representantes del
movimiento novator, el médico honorario del rey y profesor de
anatomía Martín Martínez, redactado un año antes de que viera la luz
el primer tomo del Teatro crítico (lleva fecha de 1 de
septiembre de 1725), aunque aparecido, según demuestra Pedro Álvarez
de Miranda (1986), en 1727 y no 1725 como se ha repetido.
El otro perfil, el de poeta, iniciado mucho más
tempranamente, quedará prácticamente en la sombra, pues de su amplia
producción, en vida, sólo pasará por las prensas el largo romance Desengaño y conversión de un pecador,
publicado en Zaragoza h. 1740 y luego varias veces reeditado. Y
algo parecido ocurre también con su copioso epistolario; porque aunque
varias cartas, principalmente de carácter científico o polémico,
ven la luz en la época, la mayoría de las publicadas, que suponen
sólo una pequeña parte de las que escribió, lo serán tardíamente.
Lamentablemente, todos sus papeles y materiales, que con su biblioteca
se hallaban depositados en la abadía de Samos, se dispersaron con
las medidas desamortizadoras, y los que, tras el regreso de los
benedictinos en 1880, se recuperaron o todavía quedaban ardieron en su
mayoría en el incendio de 1951 que asoló el monasterio.
Su larga trayectoria vital, antes y después de su
irrupción en la escena pública, discurre aparentemente en una apacible
rutina, primero en el hogar familiar, y luego, desde los catorce
años, en la Orden benedictina, a la que perteneció con lealtad y pleno
convencimiento hasta su muerte.
Los datos básicos de su vida son bien conocidos. Él
mismo precisa los más significativos en la breve autobiografía que
escribe a principios de 1733, a petición de Mayans, con objeto de
transmitírsela al barón de Schönberg (Dresde) para satisfacer su
curiosidad. Otras noticias acerca de su padre, por el que sintió
enorme devoción, sus gustos, conducta, enfermedades, relación con sus
compañeros de Orden, de Universidad o con otras personas, etc.,
irá desgranándolas en su personal registro ensayístico a lo largo
de su obra. A ellas se añadirán las de quienes le conocieron en
vida, especialmente los tres que predicaron en sus honras fúnebres,
el Rector Alonso Francos Arango (en la Universidad ovetense) y los
benedictinos Fr. Benito Uría y Fr.
Eladio Novoa, el anónimo relator de su enfermedad, muerte y solemnes
exequias (sin duda, compañero de comunidad), y el promotor y
prologuista de la primera edición conjunta de sus obras, Pedro
Rodríguez de Campomanes (1765), que le conoció en la adolescencia y
profesó inalterable admiración. Por lo demás, en el archivo de la
Universidad ovetense quedaron documentados los hitos fundamentales
de su currículo académico, que años después daría a conocer el
rector Fermín Canella (1879). Antes, otro catedrático de la misma,
José María Anchóriz, dejó constancia, en el discurso inaugural de
curso pronunciado el 1 de octubre de 1857, de diversos recuerdos de
Feijoo que continuaban vivos en Samos o en la memoria de sus
conciudadanos. Con todos esos materiales, reelaborados y aderezados
con diversas noticias y curiosidades referidas a su patria,
ascendencia familiar, parientes, amistades, etc., amén de múltiples
conjeturas sobre los aspectos no conocidos o documentados, construyó
el ilustre erudito gallego Ramón Otero Pedrayo (1972) la que hoy
por hoy es, aunque incompleta, la más amplia y circunstanciada
panorámica de su dilatada existencia. Es de lamentar, sin embargo, que
por ir entrelazada con el análisis de su pensamiento, y por lo
difuso de la expresión, resulte un tanto difícil de aquilatar.
Nació el 8 de octubre de 1676 en la aldea orensana de
Casdemiro (parroquia de Santa María de Melias), primogénito de los
diez hijos de don Antonio Feijoo Montenegro y doña María de Puga
Sandoval y Noboa, ambos, según él mismo explica, «de familias
honradísimas patricias de aquella provincia». Su padre, que
efectivamente pertenecía a la nobleza media gallega y gozaba de una
desahogada economía, era hombre culto y de extraordinario talento,
gran conversador, prodigiosa memoria, muy ocurrente («tenía
sazonadísimos dichos»), y asombrosa facilidad poética. En su
testamento queda constancia de que antes de su matrimonio tuvo tres
hijos naturales. De su madre únicamente sabemos que murió joven, al
poco de su último parto (1686). Después de cursar los estudios básicos
-verosímilmente las primeras letras en Allariz, y la Gramática y
Filosofía en el colegio benedictino de San Esteban de Ribas del Sil,
próximo a su aldea natal-, en 1690, contradiciendo el destino natural
que le correspondía como primogénito, ingresa en el monasterio
benedictino de San Julián de Samos, al que según los estatutos de la
Orden pertenecerá toda su vida. Aunque el motivo confesado para dar
ese paso es la vocación religiosa (el «superior llamamiento» al que
alude en su dedicatoria del tomo III del Teatro crítico
al abad de Samos), todo hace pensar que contribuyeron mucho también
las expectativas intelectuales que el monacato benedictino ofrecía a
quien, como él, creía no haber «otro placer en el mundo capaz de
embelesar tanto» como el estudio (TC, I, 7, § 4). Sabedores de esa marcada inclinación, así lo valoraron también sus padres.
Tras dos años de noviciado y hecha la profesión, fue
enviado a estudiar los tres cursos de Artes al colegio de San
Salvador de Lérez (Pontevedra), y los tres de Teología al de San
Vicente de Salamanca, de donde pasará al de San Pedro de Eslonza,
cerca de León, para hacer los tres de pasantía.
Finalizados los estudios, regresa a Galicia en 1702,
donde será tres años pasante y otros tres profesor de Artes en el
colegio de Lérez, y luego (1708), Maestro de Teología en el de San
Juan del Poyo, también en el arzobispado de Santiago. Destinado
después al colegio ovetense de San Vicente como Maestro de
estudiantes, en 1709 se traslada a Oviedo, una ciudad periférica de
unos 7.000 habitantes y con escasa vida cultural a la que llegará con
treinta y tres años y en la que permanecerá, salvo algunos viajes
esporádicos, el resto de sus días. A pesar de que recibió diversas
propuestas para residir y trabajar en Madrid, prefirió continuar
viviendo lejos del bullicio cortesano en el lugar al que había sido
destinado.
Oviedo añadió una nueva dimensión a su actividad
docente, pues tras graduarse como licenciado y teólogo en su
Universidad a instancias de sus superiores, opositó con éxito y
desempeñó sucesivamente las cátedras de Santo Tomás (1710), Sagrada
Escritura (1721), Vísperas de Teología (1724) y, ya oficialmente
jubilado (6 de marzo de 1734) pero con permiso especial, la de Prima,
la más prestigiosa en el escalafón académico, que ejerce desde 1737
hasta 1739, en que se jubila definitivamente por motivos de salud.
Siguió no obstante vinculado a la Universidad, pues desempeñó el
cargo de vicerrector entre 1748 y 1750. La experiencia académica,
sobre la que habla muy poco, modificó su ritmo vital y le dio unas
posibilidades de comunicación con sus alumnos y colegas
universitarios desconocidas hasta entonces. Todos los indicios
apuntan a que sobre ellos ejerció la misma profunda sugestión que
sobre sus amigos y lectores, y que sus clases no desmentían los
planteamientos metodológicos de su escritura. Según el testimonio
del P. Eladio Novoa, «en la Cátedra se hizo
admirar Feijoo por la superior comprensión y claridad de
entendimiento, por la solidez con que establecía las verdades, la
ingenuidad con que, sin espíritu de escuela particular, profería su
dictamen, por la solidez con que se expedía de las mayores
dificultades, por la prodigiosa extensión de su doctrina, por la
concisión y propiedad de expresiones, siempre dignas de la
sublimidad de la materia» (1765, 15-16). Consta también, por el
acuerdo unánime del claustro para celebrar solemnemente sus honras
fúnebres, que siempre mereció una «justa y especial estimación». Y no
cabe duda igualmente de que en la Universidad, una Universidad
pequeña, con una biblioteca escasamente dotada y sin Facultad
médica, hizo excelentes amigos, como los catedráticos Fr.
Pedro Menéndez y Lope José Valdés o el doctoral Avello Castrillón,
rector durante varios años y luego obispo de Oviedo (al que dedicará
el primer tomo de las Cartas eruditas).
Paralelamente a su carrera académica discurre la
religiosa, ya que además de ser maestro de novicios, lector y regente
de estudios en el colegio de Oviedo, y de ostentar los honores y
exenciones de Maestro General de la Orden (que, sin solicitarlo, se le
concedió por aclamación), fue elegido abad en tres ocasiones, en
1721, 1729 y 1734. Pero poco amigo de cargos, renuncia a la primera
abadía a los dos años (eran cuatrianuales), rechaza en 1725 las de San
Julián de Samos y San Martín de Madrid así como un obispado en
América que le ofrece Felipe V, y rehúsa
también, en 1737, el nombramiento de General de su orden. A cambio,
acepta complacido el de de socio de la Regia Sociedad de Medicina y
demás Ciencias de Sevilla (1727) y el de consejero real, que el 17 de
noviembre de 1748 le otorga Fernando VI
como homenaje de reconocimiento y gratitud por «la aprobación y
aplauso que han merecido a propios y extraños en la república
literaria» sus «útiles y eruditas obras». Muy limitado físicamente
en sus seis últimos meses de vida, falleció ejemplarmente el 26 de
septiembre de 1764 a la edad de 87 años. Su cuerpo reposa en la nave
central de la iglesia de su monasterio, actualmente parroquia de
Santa María la Real de la Corte.
A diferencia de sus anteriores destinos, de los que
apenas se sabe nada, su vida en la que fue residencia durante
cincuenta y cinco años presenta trazos bastante nítidos. La doble
actividad docente, a la que a partir de 1725 se sumará la redacción de
sus obras mayores, se entrelazaba con sus compromisos religiosos
(rezos, púlpito, confesionario, atención a las religiosas benedictinas
del contiguo convento de San Pelayo o el de la Vega, gestiones
administrativas del Colegio...), el consejo a las personas que acudían
a él (muchas veces enfermos consultándole su caso), y la
conversación con amigos y conocidos -colegas, frailes, jesuitas,
gentes de toga, militares, hidalgos, etc.-,
a los que veía tanto en el recinto recoleto de su celda, como en la
calle o en las casas a que era invitado. Porque en efecto, no por
ser hombre consagrado al pensamiento, la oración y la lectura
encarna el tipo de monje retraído y aislado en su celda. Todo lo
contrario. Según testimonio unánime de todos los que le trataron,
corroborado por la imagen que él mismo traslada de su persona, se
distinguió por su capacidad comunicativa, afabilidad, simpatía y
buen humor, una cualidad que defendió vigorosamente como signo de
humanidad y elemental compromiso de sociabilidad. Fue justamente esa
sociabilidad de buena ley la que hizo que su celda fuera lugar de
encuentro de amigos, colegas y visitantes ocasionales, muchos
desplazados de intento a Oviedo para visitarle, que abriera
complacido su biblioteca a quienes se lo pedían, que atendiera
solícito a las múltiples consultas que se le hacían y, también, que
la correspondencia le ocupara muchísimas horas, hasta que abrumado
por las innumerables cartas que recibía decidió recortarla. De entre
los estrechos lazos de amistad que pronto anudó con muchos
asturianos o residentes en Asturias destacan el ilustre médico
Gaspar Casal («estimadísimo amigo») con el que durante años
compartió su pasión por la Medicina, Juan D'Elgart («excelente
anatómico francés que hoy vive en esta ciudad»), el Regente de la
nueva Audiencia, Isidoro Gil de Jaz, y el poeta y Teniente Coronel
del Regimiento de Asturias Francisco Bernardo de Quirós, cuya
erudición y dotes poéticas admiró sobremanera, pero al que pudo
tratar muy poco tiempo pues falleció en la batalla de Zaragoza,
acaecida el 17 de agosto de 1710. Esa extraordinaria capacidad
comunicativa se manifestó igualmente en el púlpito, en el que, como
testimonia el P. Novoa, arrebataba de tal manera a los oyentes que todo Oviedo acudía a oír sus sermones.
Sabemos también, porque lo indica el propio Feijoo,
que hizo muchos viajes, por más que fueran en el radio limitado que
le imponían sus obligaciones. Gracias a ellos, a sus dotes de
observador y a su vivo interés por todo lo que le rodeaba, pudo
conocer a fondo la realidad física y social de Galicia, montaña de
León y, especialmente, Asturias, sobre la que hay múltiples
referencias en su obra. Menos son las que hace de los lugares en que
hizo su formación, y tampoco es mucho lo que dice de Madrid, en
donde estuvo en 1726, para gestionar la publicación del primer tomo
del Teatro, y en 1728. Aunque el ambiente de la Corte no le gustó -como expresa en su Carta «Ingrata habitación la de la Corte» (CE, III,
25)-, y tuvo que sufrir, en el mes que pasó siendo ya un autor
reputado, a muchos impertinentes que le torturaron a consultas, la
experiencia madrileña le permitió entrar en contacto con el círculo de
amistades del P. Sarmiento -del que se había hecho ya íntimo
durante su estancia en Oviedo por los años 1723-1725-, entrevistarse
con Felipe V y expresarle verbalmente su negativa a aceptar la
oferta de un obispado en América que le había hecho llegar su
confesor, trabar amistad con diversas personalidades de la capital,
como el empresario y tesorero de la reina Juan de Goyeneche, -al que
había de mostrar su profunda simpatía y admiración en la
dedicatoria al tomo V del Teatro-, visitar la Biblioteca Real, y ser recibido en palacio por el joven príncipe don Carlos, el futuro Carlos III (1728). Gracias a su estrecha relación con el P.
Sarmiento, que cuidaba de la preparación de los distintos volúmenes
de su obra, someterlos a censura, mandarlos a la imprenta, corregir
pruebas, etc., y que le facilitaba la
documentación, libros y objetos que necesitaba (papel, tabaco,
lentes...), pudo estar siempre al tanto de lo que pasaba y se decía en
Madrid.
Querido y respetado por todos, su existencia
cotidiana transcurre apacible y sin contratiempos. De las buenas
relaciones que mantuvo con el Cabildo son pruebas fehacientes el
sermón que predicó en la catedral el 13 de septiembre de 1717 con
motivo de la traslación de la imagen de la Virgen del Rey Casto a la
nueva capilla construida por el obispo Reluz y el encargo de escribir
el relato de la tormenta eléctrica que destruyó parte de la torre
de la catedral el 13 de diciembre de 1723. Buenas relaciones mantuvo
también con el clero secular y regular de la diócesis,
particularmente con los dominicos y jesuitas, entre los que estaba
el P. Felipe Aguirre, joven Lector de
Teología en el colegio de la Compañía de Oviedo, que trazó una
cálida estampa de su persona en la aprobación del tomo VII del Teatro crítico.
Y desde luego, con sus hermanos de San Vicente, en los que siempre
encontró afecto, apoyo, admiración y solidaridad con sus propósitos
intelectuales. Las desazones le vinieron más bien de fuera, de los
ataques y críticas encarnizadas de sus opositores y, en septiembre de
1739, de la humillante sanción inquisitorial mandando borrar in totum, como doctrina peligrosa, dos pasajes del discurso «Importancia de la ciencia física para la moral» (TC, VIII,
2) en los que atenuaba la presunta condición pecaminosa de los
bailes y visitas privadas. Muy disgustado por la medida, redactó un
largo escrito mostrando que había habido una mala trascripción de la
imprenta y argumentando la ortodoxia de su postura, que sometió a
la aprobación de una comisión de teólogos de la Universidad de
Salamanca y fue favorablemente informado por sus treinta y tres
componentes, y otro más para que, una vez aprobado, pudiera darse al
público. Pero fue en vano, porque la Inquisición consideró que era
mejor dejar las cosas como estaban; de manera que las sucesivas
ediciones tuvieron que salir sin esos párrafos (Aguilar Piñal,
2003).
Su pasión por el conocimiento hizo de él un lector
insaciable y enciclopédico. Siempre, incluso en las horas de comer,
se le veía leyendo, dicen los que le trataron. Además de procurarse
por sí mismo o la ayuda de sus amigos y compañeros de Orden las
novedades que salían al mercado, encontró en los modernos
Diccionarios (Moreri, Trevoux, P. Bayle, T. Corneille, Savérien,
Ozanam, Calmet, Savary...) y en la prensa extranjera el privilegiado
ventanal para asomarse a los últimos compases de la ciencia y la
cultura europeas. Toda su obra proclama la amplitud de sus lecturas y
la consulta directa de las más afamadas revistas del momento, como
las Memoires de Trevoux, la más frecuentada, la Histoire de l'Académie Royal des Sciences, el Journal des Savants, las Nouvelles de la République des Lettres, la Histoire de l'Académie Royale des Inscriptions et Belles Lettres, de Sciences o la versión francesa del Spectator de Addison y Steele, mencionado a partir del tomo II de las Cartas eruditas.
Y así lo confirman los estudios de Hevia Ballina sobre su
biblioteca y los de Delpy, Ceñal, Elizalde o Sáenz de Santamaría
sobre las fuentes que maneja. Tenía además una portentosa facilidad
para formalizar sus ideas, como elocuentemente expresa un testigo
continuado de su escritura, Fr. José Pérez, en la Aprobación al tomo VI del Teatro:
«Del primer rasgo de su pluma salen perfectos los discursos. No
pondero. Logro la dicha de gozar de la compañía y enseñanza del autor
desde que empezó a escribir; entre otros muchos y excesivos favores
le debo el señalado de que acostumbra honrar mi insuficiencia
manifestándome en el original sus escritos según los va produciendo, y
puedo con verdad decir salen de la primera mano con la perfección y
pulimento que en la prensa se estampan para el público. Nada
escribe dos veces, sin interpolación corre y aun vuela su pluma, ni
un ápice suele añadir a lo que una vez escribe, rarísima vez cancela
aun una sola cláusula; en fin, tan perfectas y uniformes salen
todas las primeras producciones del autor que parece nada ocurre a
su discurso ni traslada su pluma que no venga como nacido al asunto;
y así, no dudaré aseverar que de primera mano produce el autor más
perfectos los discursos que otros autores después de muchas manos y
trabajo». Esa facilidad, unida a una también extraordinaria
memoria, explican que hubiera podido escribir una obra de tamaña
envergadura.
Hubo también otros rasgos que le distinguieron. Por
temperamento y convicción era, al decir también de quienes le
conocieron, extraordinariamente espléndido y caritativo. Alonso Francos
Arango, que asegura no haber tratado nunca a hombre «más humano,
amable y accesible» y subraya su condición alegre y jovial, atestigua
que empleaba una gran parte de los cuantiosos beneficios de sus
publicaciones en ayudar a los pobres y necesitados, una vez obtenido
el permiso de Roma para detraer lo que según la regla benedictina
correspondía al monasterio de su profesión, y que a ninguno que acudió
a él pidiendo limosna se la negó. Incluso cuando lo hacían por la
noche clamando bajo su celda porque, como por la clausura no podía
salir, arrojaba el dinero desde la ventana envuelto en papeles. Esta
munificencia se manifestó especialmente en la terrible hambruna de
1741 y 1742, en la que, para remediar la extrema necesidad de muchos
campesinos, compró una gran cantidad de grano y contrató a varias
personas para que lo distribuyeran en Oviedo y en muchas aldeas de modo
que tuvieran para comer y les quedase para sembrar. Por confesión
del propio Feijoo (CE, III, 27), queda constancia también de su sensibilidad y espíritu compasivo con los animales.
Su profundo sentido religioso y la austeridad de sus
costumbres encajan sin estridencias con una personalidad en la que
no hay lugar para el apocamiento ni las componendas pseudo-místicas.
Enemigo visceral de cualquier forma de mentira o hipocresía, y
convencido de que la verdadera virtud no consiste «en melindrosas
circunspecciones», se condujo siempre con naturalidad y sencillez,
proclamando seguro sus verdades, reconociendo sus errores cuando él
mismo los advierte o se los advierten otros, y reclamando sin falsas
humildades su valer y su buen nombre. Por eso no oculta su irritación
ante las insidias y trapacerías de sus detractores, como tampoco la
satisfacción de verse seguido con entusiasmo por infinidad de
lectores, cultos y anónimos, de España, Portugal y América, del eco de
sus obras en el extranjero, o de ser traducido a otros idiomas. En
las antípodas del rigorismo ascético y la sacralización del universo
barroco, su mentalidad es profundamente secular; distingue
exquisitamente la esfera de la «Gracia» y de la «Naturaleza» -lo
religioso y lo civil-, le repugnan las milagrerías y la severidad
desabrida con la que muchos confunden la santidad, valora y cultiva
las virtudes cívicas (el trabajo, la amistad, la solidaridad, la
responsabilidad social...), disfruta gozoso de los placeres que le son
permitidos (el arte, la música, los paseos por el campo, la
conversación, el chocolate, el tabaco...), y afirma con decisión su
personalidad de «ciudadano libre de la República de las letras». No en
vano el mayor santo de su devoción es Tomás Moro, un político
resuelto y comprometido con su tiempo que supo aunar, sin
aparatosidades ni alardes místicos, una virtud heroica con un poderoso
atractivo humano (Urzainqui, 2003). El retrato físico y moral que
de él hizo Campomanes resume elocuentemente ese atractivo que
también emanaba de su persona: «El trato de nuestro benedictino era
ameno y cortesano, como lo es comúnmente el de estos monjes, escogido
por su corto número de familias honradas y decentes. Era salado en
la conversación, como lo acredita su afición a la poesía, sin
salir de la decencia. Esto le hacía agradable en la sociedad, además
de su aspecto apacible, su estatura alta y bien dispuesta, y una
felicidad de explicarse de palabra con la propiedad misma que por
escrito. La viveza de sus ojos era un índice de la de su alma»
(1765, I, p. XI).
Pero aunque su biografía, vertebrada por el monacato y
la docencia, no ofrece nada particularmente llamativo, encubre en
realidad una gran aventura: la aventura de saber y de enseñar a
saber, para contribuir a forjar un mundo mejor, más racional y más
humano, que eso es en definitiva a donde apunta su sostenido afán
por «desengañar al vulgo». Y en eso, que constituye su gran pasión,
es donde vuelca hasta el final de sus días -a pesar de los
padecimientos físicos que le acompañaron desde la juventud y a su
modestamente declarada «corta resistencia al trabajo»- sus
sobresalientes cualidades humanas e intelectuales (firmeza,
constancia, clarividencia, sentido universalista, facilidad de
escritura...) y en donde encuentra muchas de sus más íntimas
satisfacciones. Porque aunque nada más salir el primer tomo del Teatro crítico
empezaron a surgir impugnadores y detractores, pronto pudo sentir
también el reconocimiento de su valía intelectual y la cálida adhesión
de sus lectores, tanto nacionales como extranjeros. Como testimonia
su compañero en San Vicente Fr. Marcos Martínez en la Aprobación del tomo V del Teatro,
llegaban «repetidas cartas de eruditísimos extranjeros escritas
al autor en que le congratulan y exhortan a la prosecución de obra tan
insigne».
El objetivo con el que inicia su Teatro crítico universal
queda expuesto desde el primer momento con toda claridad: «impugnar
errores comunes» -«desengañar» al vulgo de ideas que, por estar
admitidas como verdaderas, le son perjudiciales-, y proponer la verdad.
Un objetivo que en realidad traspasa la literalidad del enunciado y
forja un vasto programa de reforma intelectual que se despliega en
una constelación de frentes diversos y complementarios: sacudir la
inercia intelectual y estimular la reflexión («La causa más universal
de los errores comunes es que los más de los hombres no pasan con
el discurso más allá de la superficie de las cosas», TC, V,
2), fomentar el espíritu crítico y la lectura, desenmascarar mitos y
prejuicios sin base racional, diluir dogmatismos y propiciar un
sano escepticismo, importar los nuevos conocimientos científicos y
filosóficos del extranjero y difundir los nacionales, concienciar
sobre la necesidad de someter el propio conocimiento y la vida práctica
a un criterio de racionalismo experimental, combatir el monopolio
escolástico, la charlatanería, la hostilidad a lo nuevo, la xenofobia,
y toda suerte de corporativismos (regionales, religiosos, etc.),
animar a sustraerse al peso aplastante de autoridades e ideas
fosilizadas («tenaz adherencia a las máximas antiguas»), depurar la
religiosidad de supersticiones y falsedades, y en fin, insuflar
espíritu de progreso, tolerancia intelectual y apertura a Europa. Y
junto a todo eso, «proponer la verdad», es decir, expresar
pensamiento, decir lo que a su modo de ver y entender, desde su
experiencia y capacidad analítica («Salgo al campo sin más armas que
el raciocinio y la experiencia» TC,
II, Prólogo), considera ser cierto en la infinidad de cuestiones
que saca a la exposición pública de su «teatro» (=escenario)
virtual.
Porque en efecto, esa multiplicidad temática que
caracteriza su obra es también indisociable de su proyecto crítico,
que él proclama sin ambages -al replicar a quienes le critican que no
escriba sobre materias importantes como Teología, Moral, Sagrada
Escritura, etc.-, grandioso y original:
«Deja, pues, de morderme sobre si escribo esto o aquello. Fuera de
que, si lo miras bien, yo escribo de todo y no hay asunto alguno
forastero al intento de mi obra [...] Di lo que quisieres, no podrás
negarme la novedad de esta obra, la cual me da el carácter de autor
original, por más que lo sientas. Tampoco podrás negar que el
designio de impugnar errores comunes, sin restricción de materias, no
sólo es nuevo sino grande...» (TC,
IV, prólogo). Aunque, a decir verdad, en ese designio ya le habían
precedido de algún modo otros autores extranjeros -como han puesto
de manifiesto Álvarez de Miranda (1996) y Alberto Ortiz (2006)- no
le faltaba razón al reclamar originalidad, pues nadie en España se
había propuesto tratar críticamente de una tan asombrosa variedad de
materias: medicina, ciencias naturales, historia, supersticiones y
creencias populares, filosofía, política, literatura y teoría
literaria, filología, música, derecho, demografía, urbanidad,
estética, enseñanza pública, moral, etc.
De acuerdo con ese designio, decide escribir en
castellano y no en latín, como era común en la expresión intelectual, y
elige un formato bifronte magníficamente dotado para ello: por un
lado, y con respecto al diseño general de la obra, la «literatura
mixta» o miscelánea de vieja tradición hispana («no van los discursos
distribuidos por determinadas clases [...] de suerte que cada tomo
parecerá un riguroso misceláneo»), y por otro, para al tratamiento
individual de los temas, el «discurso» o ensayo, un molde que en su
expresión moderna había hecho su aparición con los Essais de
Montaige (1580) y estaba dando mucho rédito en la Ilustración
europea. Andando el tiempo sin embargo, optará, sin modificar lo
esencial, por la versión más breve, ligera y personal de la «carta»,
forma igualmente eficaz para su intento y muy extendida entre los
ilustrados europeos, como constata en su Aprobación al primer tomo
de las Cartas eruditas José de Valcárcel Dato (8 de marzo,
1742): «El método [...] aunque común entre los extranjeros, es nuevo
o muy raro para nosotros, bien que basta para su calificación el
verle admitido y usado por el P. M. que tanto conocimiento tiene de
lo mejor en cada línea. Por eso no se le escondió el provecho y
beneficios que son efecto de este arbitrio o invento de Cartas
al que desde su antiquísima introducción (y hoy más que nunca) se
le ha considerado como el más a propósito para hacer pública una
erudición extendida y diversificada».
Y tanto en unos como en otras su escritura se
caracterizará por la claridad, precisión, viveza, prudente y calculado
empleo de los recursos expresivos, y acusado sesgo personal. No
sólo porque su yo expresivo impregne de subjetivismo toda
la escritura, como es habitual en el ensayo; también, porque es fiel
reflejo de su personalidad y presenta unas características que lo
individualizan inequívocamente. Lo dice él, desde un declarado desdén
por la retórica y la imitación de modelos («No he tenido estudio,
ni seguido algunas reglas para formar el estilo. Más digo, ni le he
formado ni he pensado en reformarle. Tal cual es, bueno o malo, de
esta especie u de aquella, no lo busqué yo; él se me vino; y si es
bueno, como Ud. afirma, es preciso que haya sido así, como voy a
probar», CE, II, 6, 1); y lo perciben igualmente sus lectores, como elocuentemente expresa Fr. Gregorio Moreyras, amigo y colega en la universidad desde hacía quince años, en la aprobación de la Justa repulsa de inicuas acusaciones
(1749): «en la conversación es igual que en sus escritos: igual
gracia y hermosura en el estilo, igual agudeza y solidez en los
discursos, igual oportunidad en las noticias, igual fecundidad en las
sentencias, igual energía en las persuasiones, igual dulzura y
atractivo en sustancia y modo para conciliarse los ánimos [...] No sé
si a su lengua llame imagen viva de su pluma, o a su pluma imagen
viva de su lengua».
En confluencia con estas características, su poética
del ensayo, que marcará el rumbo futuro del género, se distingue por
su libertad discursiva, antirretoricismo y tono conversacional. Las
ideas fluyen con naturalidad, sin las formalidades habituales de la
escolástica y ramificándose con frecuencia en varias direcciones;
la voz discursiva acorta distancias con el lector y lejos de adoptar
el papel de expositor distanciado, solemne e impersonal, apela a su
comprensión, lo asocia a su tarea crítica, ameniza la escritura
mezclando lo desenfadado con lo grave y, para dejar «ligerita la
lectura y evitar el fastidio de los lectores», como dice en una de sus
cartas al P. Sarmiento (Arias, 1977), rehuye la proliferación de
citas, imitando en ello, dirá en otro momento, «la práctica corriente
de los mejores escritores de otras naciones» (TC, prólogo V).
Todo lo cual, unido a su consciente impulso enciclopédico, hará de
él, como advierte sutilmente Marichal, «el primer ensayista
hispánico contemporáneo» (1984, 98).
Sin privilegiar a sectores de terminados del público,
dirige su obra a toda la sociedad española, si bien teniendo
principalmente presente a esa inmensa porción de gentes, no
necesariamente incultas, que por su inercia y gregarismo acrítico
constituyen el vulgo. Pero a poco de publicado el primer tomo, entre
sus lectores empiezan a cobrar bulto dos grupos crecientes y
enfrentados, a los que también empieza a dirigirse Feijoo en términos
contrapuestos. Por un lado, el de sus devotos, esa «comunidad de
conversos», como la califican Antonio Lafuente y Nuria Valverde (2003),
que le toman por guía y mediador cultural, y entre quienes se
cuentan miembros de la familia real y personajes muy significativos
de la política, la industria y la cultura de su tiempo, que muchas
veces le hacen consultas o le trasladan amistosamente reparos o
sugerencias, y por otro, el de sus émulos y detractores, todos los
que salen a contradecir sus ideas o a lanzarle aviesas imputaciones
(falta de rigor, superficialidad, descuidos, plagios de periódicos
franceses o de otros autores...) y a los que contesta, bien en las
páginas del Teatro crítico o las Cartas Eruditas o
en escritos independientes, como sucede con sus dos opositores más
notables y encarnizados, Salvador José Mañer y Francisco Soto y Marne.
Al primero, que al poco de aparecer el segundo volumen del Teatro crítico publica un Anti-Teatro crítico (1729) señalando «setenta descuidos» en informaciones y citas, le responde con la Ilustración apologética (1729), aunque no lo hace con la segunda parte, aparecida en 1731, de la que se encargará el P. Sarmiento (Demostración apologética, 1732); y al segundo, cronista general de la Orden franciscana, que años después saca dos volúmenes de Reflexiones crítico-apologéticas sobre las obras de Feijoo (1748-1749) atacando duramente sus ideas, incluso con insinuaciones de herejía, con la Justa repulsa de inicuas acusaciones (1749).
Al final, cuando éste tenía ya listo para la imprenta el tercer
tomo de su obra, la cuestión quedó zanjada, y con ella cualquier
posibilidad de polemizar con Feijoo, con la insólita Real Orden de
Fernando VI (de 23 de junio de 1750)
prohibiendo «absolutamente» la publicación de dicho tomo y de
cualquier otro que «se atreva a impugnarle». Y también se irá
dibujando entre sus lectores otro tercer grupo igualmente en
expansión: el de quienes le leen con interés fuera de nuestras
fronteras, sea en español o en las lenguas a las que ya en vida de
Feijoo es traducido (francés, italiano inglés, portugués, alemán).
Sin lugar a dudas, ningún escritor español había
alcanzado hasta entonces tanta celebridad dentro y fuera de España ni
conseguido dar tal proyección social al pensamiento. Lo prueban las
repetidas citas y muestras de admiración que se prodigan a lo largo
del siglo, tanto entre autores españoles como extranjeros, y sobre
todo, la extraordinaria difusión de sus obras, que es uno de los
fenómenos culturales más llamativos del siglo XVIII
y un caso único en la historia editorial de libros de pensamiento.
Porque, en efecto, ya desde la salida al público del primer tomo del Teatro crítico se suceden las reimpresiones de los volúmenes que van viendo la luz, así como de las Cartas eruditas, la Ilustración apologética y la Justa repulsa de inicuas acusaciones);
y otro tanto ocurre con recopilación de todas ellas (14 tomos) a
partir de 1765. Lo que supone, según el cálculo de José M. Caso
González (1981), 189 ediciones seguras entre 1726 y 1787, que es la
última del siglo XVIII, y un total de unos 300.000 ejemplares, tomando como cifra media 1500 ejemplares por edición (algunos alcanzaron, según el P. Sarmiento, 2250, y al menos los tomos V y VI,
3000, según constata el propio Feijoo). Una cantidad insólita en
ese tiempo, y aun mucho después, que se incrementa bastante más si
se le suman otras 26 ediciones de las que hay noticia pero no se han
podido verificar, las que se hicieron furtivamente, y las que
salieron en fascículos sueltos o en forma compendiada, como el Feijoo crítico-moral y reflexivo de su teatro,
publicado por Leonardo Antonio de la Cuesta entre 1764 y 1765 (F.
López, 2003). Pudieron llegar así los libros de Feijoo a todos los
rincones donde se hablaba o entendía el español, como hoy todavía lo
acredita su presencia en infinidad de bibliotecas de España, Portugal
e Hispanoamérica.
Tampoco autor alguno había generado tanta polémica,
según es fácil comprobar con solo repasar la extensa nómina de obras
que ya desde la salida del primer tomo del Teatro crítico
empezaron a publicarse a favor y en contra de sus escritos (Millares
Carlo, 1923; Caso González-Cerra, 1981). Aparte de las
incriminaciones que se le hicieron por sus planteamientos
crítico-reformistas, su método de trabajo, su presunta falta de
erudición o de ortodoxia, su «desenfrenada libertad de la pluma», etc.,
se discutieron muchas de sus ideas científicas, médicas,
filosóficas, filológicas, artísticas, etc., o cuando menos, se
expresaron dudas o reservas acerca de muchos puntos tratados más o
menos ocasionalmente por él. Entre las cuestiones que fueron objeto
de controversia cabe recordar su defensa de la mujer, sus
observaciones sobre la música de los templos, la racionalidad de los
brutos, el supuesto milagro de las florecillas de San Luis, los
pronósticos y la astrología, la piedra filosofal, la leyenda del
falso nuncio de Portugal, los exorcismos, los orígenes del portugués
y el gallego, los francmasones o la enseñanza universitaria, su
valoración de Lucano, Raimon Lull, Savonarola o Pico della
Mirandola, su teoría defendiendo que La elocuencia es naturaleza y no arte...
Pero lo importante de esa polvareda de escritos no es todo lo que
se puso en cuestión, que puede tener mayor o menor interés. Lo
realmente significativo de la recepción feijoniana es justamente
eso, la efervescencia ideológica que provocaron sus obras-«no hay
ejemplo en España de más intensa agitación espiritual que la
producida por el Padre Maestro Benito Jerónimo Feijoo», escribió
Azorín en Los valores literarios (1914)- y la movilización
cultural que vino con ella. Lo vio muy bien el gran cronista de la
cultura de ese tiempo, Sempere y Guarinos, cuando escribe en su Ensayo de una biblioteca de los mejores escritores del reinado de Carlos III:
«Las obras de este sabio produjeron una fermentación útil;
hicieron empezar a dudar; dieron a conocer otros libros muy
distintos de los que había en el país; excitaron la curiosidad; y en
fin abrieron la puerta a la razón, que antes había cerrado la
indolencia y la falsa sabiduría» (III, 1786, p.
24). Porque así ocurrió. La infinidad de temas que desfilaron por
sus páginas, y sobre todo, el enfoque y manera de tratarlos, no
sólo llegaron a los círculos del saber institucionalizado. Atrajeron
también al gran público, con lo que se despertó un interés nuevo
por la ciencia y el pensamiento, se extendió la confianza en el
ejercicio libre de la razón, se avivó el interés por la lectura, se
activó el mercado editorial, y en definitiva, se difundieron las
nuevas ideas. Aunque no todos los que discreparon de sus puntos de
vista lo hicieron desde posiciones ideológicamente antagónicas ni
fueron fruto de hostilidad o mala fe, la polémica feijoniana, además
de acrecentar la fama del benedictino, fue decisiva para la
fijación de los perfiles básicos de la oposición entre ilustrados y
anti-ilustrados que recorrerá el Setecientos. Frente a la razón y el
progreso, la charlatanería y el anquilosamiento.
Tan extraordinaria fue la popularidad y
reconocimiento intelectual de Feijoo que de todas partes acudían a
verle; incluso muchos años después de su muerte seguían llegando
visitas a los lugares que habían sido su residencia. Recibía infinidad
de cartas recabando su opinión o sugiriéndole que tratara sobre
determinados asuntos (muchas de las Cartas eruditas tienen en
ello su origen). También, cuantiosos regalos de muchos españoles,
portugueses y americanos que testimoniaban así su respeto y
veneración (entre ellos, las famosas Antigüedades de Herculano que le envió Carlos III
desde Nápoles con expresiva dedicatoria autógrafa); regalos de los
que, salvo los libros, inmediatamente se desprendía. Cabe añadir
además que, para satisfacer la curiosidad que despertaba su persona,
pronto se sintió la necesidad de fijar y divulgar su retrato
(González Santos, 2003). Con ese fin posó para un pintor local,
Francisco Antonio Martínez Bustamante, a finales de 1733 o a lo
largo de 1734, y de ese retrato, hoy perdido y que no satisfizo del
todo a Feijoo por su falta de expresividad, sacó Palomino el grabado
que se constituyó en su imagen oficial -por la que están copiados
la mayoría de los retratos ulteriores-, que a partir de entonces
pasó a figurar al frente de la mayoría de las ediciones dieciochistas
de sus obras y a circular en estampas sueltas. Consta también que en
la portería del monasterio de San Martín se instaló un retrato de
Feijoo (acaso el cuadro de Bustamente) para que pudiera ser
contemplado por los curiosos. Años después, ya próximo a la muerte,
le hizo otro el dibujante y grabador francés Jacques Lavau, que se
desplazó en 1763 o 1764 ex profeso a Oviedo para ello, y cuyo
grabado fue editado también en láminas sueltas. El último fue la
mascarilla de su semblante que se sacó, antes de ser inhumado, para
ser colocado en lo alto del túmulo que presidió sus solemnes
exequias.
Al anónimo autor que hizo la Relación de la muerte y
funerales de Feijoo, consciente del interés del público por conocer
todos los detalles tanto de esos actos como de sus últimos días,
debemos el perfil más completo y expresivo de su atractiva figura:
«Fue el Rmo. Feijoo de estatura
prócer, como de ocho palmos o algo más; el cuerpo muy derecho, aun en
el último tercio de su vida; sus miembros robustos y
proporcionados. En una palabra: era bien hecho. Su cara algo más
alargada que lo justo; el color medianamente blanco; los ojos vivos,
penetrantes y juntamente apacibles. Este fue el único de los
sentidos que se le conservó sin particular lesión. El semblante
plácido, sobre sí y justamente majestuoso, de suerte que desde luego
enviaba especie de hombre grande. Era algo calvo, y había
encanecido desde la edad de 30 años, como decía él mismo. La nariz
proporcionada y algo inclinada hacia el lado izquierdo. El labio de
la mandible inferior belfo, y más carnoso de lo que correspondía. El
cutis muy delicado, y la complexión sana, de suerte que su grande
achaque para la muerte fue la vejez y falta de espíritus vitales.
Así nada se desfiguró en el tiempo que estuvo sin enterrarse, que
fueron casi dos días, ni despidió malos olores de sí».
Así fue el hombre del que, poco antes de su muerte, escribió con segura conciencia el viajero inglés Eduard Clarke (Letters concerning the stage of Spain writen at Madrid during the years 1760 and 1761,
Londres 1763): «Él solo ha hecho más para formar el gusto de los
españoles y para enseñarles a pensar que todos sus predecesores».
http://www.cervantesvirtual.com
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