Santa Hildegarda, El libro de las piedras que curan

Santa Hildegarda

Hace 850 años, una monja de clausura llamada Santa Hildegarda de Binguen, que acaba de ser canonizada y nombrada Doctora de la Iglesia por Benedicto XVI, revolucionó la medicina del momento al transmitir una sabiduría sobre las virtudes curativas y profilácticas de una veintena de piedras preciosas o semipreciosas.

Santa Hildegarda, sin salir del convento, con una cultura y formación muy básica, transmitió lo que la «Luz Viva del Espíritu Santo» le dictaba, ofreciendo remedios sencillos a personas
con dificultades de salud, basado en el contacto con determinadas piedras. Con los años, los remedios curativos de Santa Hildegarda fueron bautizados por el pueblo como «la medicina de Dios», y ya en pleno siglo xx, científicos y médicos alemanes descubrieron con asombro los conocimientos de esta monja del siglo xii, cuya sabiduría es, para muchos, «algo que viene del Cielo».

Hildegarda de Binguen (1098-1179) ingresó muy joven en un convento benedictino del que acabó siendo abadesa. Impulsó la fundación de nuevos monasterios. Formada en el latín clásico, tuvo acceso a toda la cultura de su tiempo y mantuvo relación epistolar con las principales figuras eclesiásticas y civiles de la época. Su producción escrita es inabarcable: fue poetisa y dramaturga, científica y mística, gestora y reformadora. Una personalidad extraordinaria celebrada como santa y que ha sido proclamada Doctora de la Iglesia por Benedicto XVI.

INTRODUCCIÓN

Hace 850 años, una monja benedictina alemana que estaba invadida por la Luz Viva del Espíritu Santo, dejó escritas para nosotros la utilidad de las criaturas más corrientes —vegetales, animales y minerales- en un Tratado que se ha venido a llamar Physica de Santa Hildegarda.


Este libro es la primera traducción española, comentada y anotada, del Libro Cuarto de la «Physica» de Santa Hildegarda de Binguen, que recoge y explica la utilidad para el hombre y las virtudes curativas de una veintena larga de piedras preciosas que, a pesar de sus nombres prestigiosos, son todas asequibles y nada onerosas.

Se trata de mostrar remedios sencillos a quienes tienen problemas de salud, para lo cual hemos analizado el original latino y cotejado la traducción con lapidarios antiguos y modernos, especialmente con los trabajos de los doctores Hertzka, Strehlow y Gienger, pioneros de la medicina hildegardiana.

Pero como no hay dos piedras iguales y cada ser humano reacciona según su constitución y naturaleza, nadie puede garantizar su eficacia en cada caso concreto.

Por eso, si usted está enfermo, vaya al médico, porque su opinión profesional es irremplazable, y rece por él como manda la Sagrada Escritura. Si tiene problemas serios de salud, vaya cuanto antes a verle porque ningún libro puede sustituirlo.

Pero si lo que usted tiene son dolorcillos o molestias, y va a pasar algún tiempo hasta que reciba atención facultativa, pruebe mientras

con estas piedras, que son inocuas y pueden ayudarle a resolver problemas que no haya logrado solucionar por otros medios. Pruébelas antes de someterse a operaciones quirúrgicas, que a veces son terribles y siempre son agresivas.

Este libro no reemplaza al médico y no sustituye a las medicinas, pero sus consejos han mejorado radicalmente la calidad de vida de muchos pacientes. Aquí puede encontrar la solución de algún problema de salud, viejo o nuevo, y en tal caso, habrá valido la pena probar.

EL SABER DE SANTA HILDEGARDA

Las obras de Santa Hildegarda están llenas de afirmaciones asombrosas que revelan un conocimiento de la realidad física muy avanzado para su época, el siglo XII. Al comienzo de sus obras principales Hildegarda deja bien claro que a los 43 años le invadió la Luz Viva, el Espíritu Santo, que le estuvo dictando durante décadas varios libros sin dejarle poner una sola palabra de su cosecha. Santa Hildegarda ha dejado escrito repetidas veces que carecía de instrucción y que solamente le habían enseñado el Salterio (la recitación de los salmos), para el cual era necesario saber leer y escribir.

Pero como esto resulta inexplicable, inaceptable e increíble para determinados críticos, buscan otras explicaciones y le atribuyen gran-des dotes naturales, una extensa cultura (eso dice el propio Benedicto XVI), experiencia científica, práctica médica, y una gran capacidad de absorción del legado científico de su tiempo y de la sabiduría popular alemana. Ahora bien, esas explicaciones cientifistas no resisten el cotejo con las fuentes históricas, que son abundantes y unánimes. En buena crítica histórica, si alguien quiere contradecir a lo que dicen las fuentes coetáneas, antes tendrá que demostrar que son falsas, y eso es imposible porque las fuentes proceden del propio scriptorium del monasterio que regía Santa Hildegarda. En realidad, lo único que puede oponerse a las fuentes históricas de Santa Hildegarda son nuestros prejuicios contemporáneos.

LA FÍSICA DE SANTA HILDEGARDA

Desde los cuarenta y tres años de edad, Santa Hildegarda recibió del Espíritu Santo, la Luz Viva, tres obras importantes cuyos dictados duraron respectivamente diez años (Scivias), cinco años (Vitae Meritorum) y ocho años (Divinorum Operum). En el intervalo entre los dos primeros dictados, recibió además interiormente vidas de santos y pie-zas musicales, una lengua desconocida, otras obras menores y sostuvo una copiosa correspondencia, además de una gran obra de medicina que tradicionalmente se ha separado en dos partes: un libro médico para profesionales de la salud, «Causas y remedios de las enfermedades», (Liber Causae et Curae), y un libro de divulgación para profanos, la Física (Physica), que trata de la utilidad para el hombre de las cosas creadas más corrientes.

La Física expone, desde el punto de vista divino, las características, valor dietético y uso medicinal de algo más de medio millar de animales, vegetales y minerales, agrupados a grandes rasgos y sin las precisiones científicas de hoy (por ejemplo, la ballena está con los peces como criatura acuática que es) en nueve libros, de los cuales el más cuantioso es el Libro Primero sobre hierbas, que contiene 213 plantas, a las que habría que añadir los 57 árboles del Libro Tercero.

El Libro Cuarto, dedicado a las piedras, y más concretamente a las piedras preciosas y semipreciosas, solo se ocupa de 25 piedras porque las demás, dice, valen poco para medicina. El libro constituye en realidad un lapidario.

LAPIDARIOS

La creencia humana en la eficacia medicinal de las piedras es muy antigua y ya la recogió en un tratado Teofrasto (327-287 a.C.), discípulo de Aristóteles, y primer historiador de la Ciencia, aunque seguramente no era el primero en hacerlo y trabajaba sobre textos más antiguos´. Teofrasto solo se ocupó de las 16 piedras a las que reconocía «capaci-
dad de actuar sobre otras materias». El tratado «De las piedras» de Teofrasto, es el primer lapidario de Occidente.

La Biblia menciona en varias ocasiones las piedras preciosas, especialmente al describir el efod, el pectoral del Sumo Sacerdote al oficiar, que llevaba doce piedras que representaban a las doce tribus. En diversos épocas se ha tratado de identificar qué piedras corresponde-rían a los doce nombres hebreos que menciona la Biblia; lo procura-ron los Setenta traductores de Alejandría, lo procuró San Jerónimo, y se sigue procurando hoy con resultados ligeramente dispares, lo que conviene tener presente para no tomar como definitivo y perfectamente sabido algo que, como traducción que es, nunca es muy segura.
En el Nuevo Testamento, el Apocalipsis de San Juan dice que la futura Jerusalén Celestial´ tendrá las murallas de jaspe y que los cimientos de la ciudad están adornados con piedras preciosas que enumera correlativamente: jaspe, zafiro, calcedonia, esmeralda, sardónice, cornalina, crisólito, berilo, topacio, crisoprasa, jacinto y amatista. San Juan dice también que las doce puertas estaban hechas cada una con una sola perla. Por esa misma época, un almirante romano de infatigable curiosidad, Cayo Plinio Segundo, llamado Plinio el Viejo, impenitente recolector de noticias sobre la Naturaleza, curiosidad que le costó la vida en la erupción del Vesubio cuando estaba al mando de la flota romana, escribió también un lapidario que es una obra maestra de la literatura científica y un libro de divulgación muy legible porque está salpicado de anécdotas.

Entre Aristóteles y Plinio hubo en Occidente no menos de siete lapidarios; y de Plinio en adelante, otros diez más hasta Gaspar de Morales en tiempos de Felipe II, que acusan la influencia de Plinio, pero aún más de los lapidarios árabes.

De los lapidarios cercanos a la época de Santa Hildegarda, los del obispo Marbodio de Rennes y Alfonso X el Sabio son meros refritos de lapidarios árabes: el de Marbordo, de un lapidario que al parecer envió a Tiberio el rey de Arabia Evax; y el de Alfonso X es traducción de cuatro lapidarios árabes. Ligeramente posterior a Santa Hildegarda,
es el lapidario que se atribuye a San Alberto Magno, un tratado de magia negra sobre cómo hacer daño a la gente3.

La diferencia entre estos lapidarios y el de Santa Hildegarda es pa-tente. Las enseñanzas de la Santa sobre la curación con piedras son diáfanas, sencillas, sin complicaciones, y no coinciden con lo que dicen los otros lapidarios.

¿PERO REALMENTE CURAN LAS PIEDRAS?

La pregunta obligada es si en pleno siglo XXI todavía puede creerse que las piedras curen. Y la respuesta más razonable es que eso hay que verlo, porque a menos de dejarse cegar por los prejuicios, todo lo que funciona hay que tomarlo en serio.

Existe una medicina hildegardiana que se practica con éxito desde hace medio siglo a satisfacción de usuarios siempre crecientes, con asociaciones que reúnen experiencias y publican casos clínicos. Existen en Alemania, Austria y Suiza grupos de experimentación que recogen sistemáticamente experiencias sobre la aplicación de las piedras de Santa Hildegarda. Pero, sobre todo, las experiencias personales están al alcance de cualquiera, experiencias por lo demás fáciles, sin complicaciones ni riesgos.

Así que a la pregunta escéptica de más arriba se puede responder modestamente que sí, que algunas piedras de las que dice Santa Hildegarda, aplicadas como ella dice, han curado a personas concretas. E inmediatamente hay que reconocer que no sabemos por qué, que no sabemos cómo funciona y que es un misterio. Y con la misma claridad hay que reconocer también que tampoco sabemos por qué a veces funcionan y a veces no.
Claro que también es un misterio que te pongan agujas en la oreja durante una hora y en lo sucesivo te sepa mal el tabaco. O que una crisoprasa en el pie hizo que éste dejara de molestar y se deshinchara

en pleno ataque de gota. Un doctor amigo sugiere que todo es pura-mente psicosomático. Pues bueno, aunque la explicación no sea muy convincente.

El hecho es que el cuerpo humano reacciona rápida y vigorosa-mente a estímulos muy pequeños. Y así por ejemplo, una Agencia de Medio Ambiente califica de «riesgo medio» dos a cuatro granos de polen de castaño por metro cúbico de aire, es decir, un grano cada 250 a 500 litros de aire. Lo llama «riesgo medio», pero ese grano puede suponer auténticas y enojosas molestias a una persona alérgica al polen de castaño. Una picadura de abeja, que para cualquiera es poco más que una quemazón, podría serle mortal en pocos segundos a un alérgico previamente sensibilizado. De hecho, la farmacopea contemporánea actúa sobre el cuerpo humano en cantidades muy pequeñas, tal vez décimas de miligramo.

La vigorosa y veloz respuesta del cuerpo humano a la introducción de ínfimas cantidades de cuerpos extraños podría explicar la lapidoterapia de Santa Hildegarda cuando dice que hay que lamer la piedra, meterla en la boca, frotarla sobre la zona doliente o introducirla en el vino o agua de beber. La cantidad ingerida o introducida a través de la piel sería infinitesimal, la inapreciable transferencia de algunas moléculas, mucho menor que los medicamentos habituales, pero suficiente para arreglar las cosas.

Pero en otras ocasiones Santa Hildegarda recomienda poner la piedra encima de la piel o simplemente llevarla encima, y no parece verosímil que llegue a entrar en el cuerpo ni una molécula de la piedra. Entonces quizá habría que pensar en algún tipo de radiación refracta-da o modificada por la gema, que actúa de forma desconocida. En la segunda mitad del siglo Xx se descubrió que el paso reiterado de un haz de luz a través de un rubí terminaba por filtrar una luz de frecuencia única, absolutamente monocroma, con singulares propiedades muy distintas de la luz solar, y desde entonces se utilizan diversos tipos de láser para distintas aplicaciones y también sobre el cuerpo humano. Cabe la posibilidad de que otras radiaciones visibles o invisibles, después de atravesar y refractarse en una gema, tengan capacidades insospechadas sobre el cuerpo humano. Mientras preparábamos este libro enseñamos las piedras en una reunión de amigos que se fueron pasan-do la caja. A la mañana siguiente, una de las señoras nos contó jubilosa que le habían mejorado la cadera y las rodillas, y lo atribuía al ratito que tuvo las piedras en sus rodillas. Un efecto inesperado, incomprobable, sin valor científico alguno, pero que abría nuevos interrogantes.
En la cosmovisión de Santa Hildegarda, el hombre y el cosmos se influyen mutuamente; el hombre encierra en sí toda la Naturaleza y está sometido a su influjo. Según Santa Hildegarda, al hombre le in-fluye todo lo creado, y por tanto, también las piedras preciosas. Además, Santa Hildegarda tiene muy presente la acción y la presencia in-visible de seres espirituales libres, hostiles al hombre y que huyen de las piedras preciosas.

La capacidad de sanación de las piedras preciosas es una antigua creencia humana, que sin duda habrá quien tenga por supersticiosa, pero no quienes hayan experimentado una vivencia personal de sana-ción con piedras. En todo caso es una terapia inocua, indolora y que cuesta muy poco, de modo que por probar no se arriesga nada y se pierde muy poco.
Con todo, es necesario advertir que no es fácil estar seguro de que la piedra que aplicamos es la que señalaba Santa Hildegarda, sea por-que esté manipulada artificialmente, o porque el vendedor o nosotros mismos nos hayamos confundido de piedra, cosa más fácil de lo que uno creería. Por eso, lo aconsejable es ir probando piedras hasta encontrar la que funcione.

Por otra parte, aunque no sepamos en qué consiste la «potencia» o «fuerza», «energía» de las piedras que en latín llamaban virtus, estas piedras pueden ser muy potentes. Santa Hildegarda advierte expresa-mente que la esmeralda y el olivino lo son, pero si, como parece, están ordenadas precisamente por su potencia, son todas ellas potentes hasta las piedras número 19 ó 20, por lo cual no estará de más tomar precauciones y aplicárselas pausadamente, dos o tres veces al día, en períodos cortos de un cuarto de hora a media hora. Media hora de esmeralda puede ser suficiente para darse un chute de energía que podremos valorar al cabo del día, al repasar todo lo que hemos sido capaces de hacer en las horas precedentes.

No sabemos si la potencia tiene algo que ver con el tamaño, pero en alguna aplicación de jaspe hemos llegado a pensar que el jaspe es más potente cuanto más grande sea; no sabemos si con las demás pasa lo mismo.

Una observación de orden práctico: cuando Santa Hildegarda recomienda poner la piedra en contacto con la piel donde duela, sobre una vena o sobre el corazón, la cosa no es tan sencilla como parece porque la piedra se descoloca incluso durante el sueño, y tiende a caer-se al suelo una y otra vez. Para evitarlo, use colgantes o piedras con argolla que puedan sujetarse con un imperdible a la cara interna de la ropa interior. A falta de piedra con argolla, consiga en un comercio de abalorios una cuenta de esa piedra y pásela por el taladro una gaza aplastada de hilo fuerte, uno de cuyos cabos meterá por el otro extremo de la gaza para formar una argolla en ese extremo del taladro. Por último, las piedras sin argolla y sin perforar pueden sujetarse a la ropa o a la correa del reloj con cinta adhesiva por ambas caras, o directa-mente a la piel con cinta adhesiva transparente ("celo") o con un esparadrapo que no sea muy fuerte.

UNA ÚLTIMA CUESTIÓN

Mientras preparábamos esta traducción nos hemos preguntado muchas veces si la curación con piedras es una cuestión de fe y, si la acción (la virtus) de la piedra depende de que uno crea que puede curar.

Según nuestra modesta experiencia, no lo es. Estas piedras curan en cierto modo como la aspirina, que lleva siglo y medio quitando a la gente el dolor de cabeza, sin preguntar si el doliente cree o no en ella.

No sabemos por qué curan estas piedras, pero eso no importa. La mayoría de nosotros tampoco sabe por qué curan las aspirinas.