Los más de cuarenta años de la muerte de Adriano Romualdi caen en un momento de
discusión –quizá también de confusión– con respecto a la identidad
cultural de Europa. A la civilización del Viejo Continente, Adriano
dedicó densas páginas llenas de entusiasmo y de rigor cultural; hoy su
intelecto –alcanzada la edad de la plena maduración cultural– habría
supuesto un aporte determinate y una enorme contribución a la definición
de un concepto de Europa que fuera una sístesis de tradición y
modernidad. Una contribución decididamente superior a la de los
políticos que asumiendo, la función improvisada de “padres
constituyentes”, durante semanas se han deleitado a añadir y quitar
renglones al soneto del “Preámbulo” de la Constitución europera.
Obviamente, no tiene sentido imaginar qué podría haber sucedido si la
más valiosa promesa de la cultura de Destra (¿sólo de Destra?) de la
postguerra italiana no se hubiera extinguido en una autopista en agosto.
Mayor sentido tiene constatar cómo una parte de la obra de Adriano haya
sido en el fondo olvidada con el paso de los años, y cuántas
intuiciones expresadas con un lenguaje todavía juvenil puedan hoy
reaparecer en nuestro contexto.
Para Romualdi la idea de Europa y
el intento de elaborar un nuevo mito del nacionalismo-europeo
representaron la vía de escape del callejón sin salida en que se habían
metido los movimientos patriotas (también los más revolucionarios) a
través de las peripecias de dos guerras mundiales. Como historiador
partía del presupuesto de que el año 1945 había supuesto una derrota
para todas las nacionalidades europeas. No sólo los húngaros, también
los polacos restituidos al más brutal de sus tradicionales opresores. No
sólo los alemanes, también los rusos, que veían consolidado un régimen
que en el fondo estaba ya moribundo en 1939 y destinado a una natural
implosión. No sólo los italianos, también los franceses y los ingleses
privados de sus imperios, reducidos al rango de potencias medianas, sinó
nada menos que a Dominio(1). Todos los pueblos europeos habían sido
sustancialmente humillados y miraban por primera vez a la cara el abismo
de su abnegación cultural. Al gran mal, Romualdi contrapuso el extremo
remedio de un retorno a la fuente primordial: la vanguardia política y
cultural de Europa habría debido reconocer que las patrias con sus
especifidades procedían de un origen, claramente distinto en su
fisonomía desde la alta Prehistoria. En este sentido, las raíces debían
estudiarse bajo un visión más profunda que la del racionalismo moderno o
la del cristianismo medieval. Tarea de la antropología, de la
lingüística, de la arqueología, de la historia en un sentido amplio,
debería ser la de reconstruir el rostro de la tradición europea,
mediante los más abanzados instrumentos de investigación científica.
En
este punto llegamos a un segundo aspecto fundamental de la obra
romualdiana. Adriano intuyó la necesidad estratégica de apoderarse del
lenguaje, de los instrumentos, incluso de las conclusiones de la ciencia
moderna occidental. De su relación con Evola extrajo su amor por el
elemento arcaico, por todo aquello que en un pasado remoto era testigo
de la pureza de un modo de ser todavía incorrupto. Sin embargo reaccionó
enérgicamente a la sombra “guenoniana” del pensamiento tradicionalista:
un comportamiento anticuado e incluso un poco lunático que en nombre de
dogmas inmutables inducía a despreciar todo aquello que había cambiado
en la historia de los últimos diez siglos, a despreciar las grandes
creaciones del genio europeo moderno. De esta manera, mientras los
guenonianos se perdian tras “metafísicas arabizantes” (la simpática
definición es de Massimo Scaligero) y alimentaban interminables
polémicas sobre la “regularidad iniciática” o sobre la “supremacía de
los brahmanes”, Adriano Romualdi quiso dar una nueva definición del
concepto de Tradición. La Tradición europea, como la entendió Romualdi,
era algo dimánico: en ésta encuentran su lugar el mos maiorum (el
patrimonio de los valores eternos), pero también la innovaciones
tecnológicas. En el fondo, los antiguos indoeuropeos irrumpieron en la
escena del mundo en carros de batalla, una extraordinaria invención de
la época. Desde el principio los indoeuropeos se caracterizaron por sus
innovaciones técnicas; y su concepción espiritual del mundo es tal de
atribuir un significado superior a las mismas creaciones materiales. En
India las ruedas del carro de batalla (los chakras) devienen el símbolo
de los centros de energía vertiginosa que el yogini activa en su
interioridad. En Grecia, el herrero, que forja las armas y otros objetos
de hierro, deviene imagen del dios-ordenador del cosmos según la
concepción platónica del demiurgos. En las modernas hazañas espaciales,
en la audacia investigativa de la ciencia moderna, en el límpido estilo
de las creaciones tecnológicas, Romualdi vislumbraba por lo tanto los
frutos más maduros del genio europeo. Digamos la verdad, cuando nuestros
amigos franceses de la Nouvelle Droite han empezado a valorar los
estudios de sociobiología, la etología de Konrad Lorenz y los más
heterodoxos estudios de psicología, no han hecho otra cosa que
desarrollar un impulso ya dado por Adriano Romualdi. Y todavía más,
cuando Faye ha lanzado la brillante provocación del Arqueofuturismo
proponiendo reconciliar Evola y Marinetti, o dicho de otra forma las
raíces más profundas de Europa y sus modernas capacidades
científico-tecnológicas, en el fondo ha retomado un conocido tema de
Romualdi. Quien haya leído El fascismo como fenómeno europeo recordará
que Romualdi en el mismo caso de los fascismos distinguía el tentativo
de defender los aspectos más elevados de la tradición con los
instrumentos mas audaces de la modernidad. Mirando al futuro venidero
que se anunciaba en los ambiguos años de la contestación, Romualdi
advertía del riesgo que los europeos sucumbieran en la debilidad del
bienestar, callendo como frutos demasiado maduros en el saco de los
pueblos menos civilizados y más vitales ( leer el prefacio a Corrientes
políticas y culturales de la Destra alemana). Sin embargo no despreció
nunca los aspectos positivos de la modernidad europea y de la misma
sociedad de bienestar construida en Occidente. Hoy probablemente se
habría burlado de los intelectuales que dentro de la Destra han tentado
de abrazar toscas utopias talibanas. Romualdi quería una Europa ancorada
a su arké, y al mismo tiempo moderna, innovadora, a la vanguardia de la
tecnología. Una Europa cuyos hombres sepan dialogar idealmente con
Séneca y Marco Aurelio mientras conducen automóviles veloces, utilizan
instrumentos de comunicación satelital, y hacen operaciones quirúrjicas
con el láser. Esta imagen de Europa – esbozada en pocos años por
Romualdi – queda hoy como el mejor “preámbulo” para un continente
viejísimo y sin embargo todavía con orgullo.
Alfonso Piscitelli
(1) En el Imperio británico y en la Comunidad Británica de Naciones, un
dominio (o Dominio) es un actual o antiguo territorio de ultramar de la
Corona británica (pero no Inglaterra, Gran Bretaña, o el Reino Unido en
sí mismo). El término provino durante el desarrollo de la ley
constitucional británica, cuando se convirtió en práctica para referirse
a la Corona de Inglaterra, Gran Bretaña, el Reino Unido "y los dominios
que además pertenecen o se relacionan".
Así, a mediados de los años 1800, el término era el más comúnmente usado para estados total o prácticamente autónomos del Imperio británico (hoy Comunidad Británica de Naciones), en particular para naciones que alcanzaron aquella etapa de desarrollo constitucional a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, como Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Terranova. Antes de alcanzar el estatus de dominio estos estados siempre fueron colonias de la Corona, bajo el mando directo del Reino Unido y/o una colonia autónoma, o han sido formados por grupos de colonias.
A principios del siglo XX, las diferencias principales entre un dominio y una colonia autónoma eran que un dominio había alcanzado el estatus "de carácter de nación", si no una independencia política incontrovertible del Reino Unido. Por comparación, una colonia autónoma controló sus asuntos internos, pero no controló asuntos exteriores, defensa o comercio internacional. Las naciones a las que se les concedieron el estatus de dominio tendieron a asumir áreas como asuntos exteriores sólo gradualmente, a veces tomando décadas para adquirir el control total de sus relaciones extranjeras de Gran Bretaña. (Wikipedia)
Publicado en la revista italiana Area nº 82, julio-agosto 2003
http://adrianoromualdi.blogia.com/