Giovanni Papini: el amor al libro y la lectura, las bibliotecas


Uno de los autores que bien hubiera podido ser incluido en El escritor en su paraíso: Treinta grandes autores que fueron bibliotecarios de Ángel Estéban (Periférica, 2014) es sin duda Giovanni Papini (1881-1956). La obra de este polémico y complejo escritor italiano (inicialmente un furibundo ateo, y después de 1919 un converso al cristianismo y simpatizante del fascismo) está impregnada de controvertidas cuestiones filosóficas, sociológicas, morales y religiosas. Pero en interés de esta nota, debemos resaltar que Papini, hoy prácticamente olvidado, fue un apasionado de los libros y las bibliotecas, recursos con los que pudo hacer frente a las privaciones y a la soledad que marcaron su niñez y juventud. “No he tenido infancia”, decía sobre sí mismo en Hombre acabado (1), una suerte de prematuro esbozo autobiográfico. No obstante, sus primeras lecturas escolares lo llenaban de entusiasmo, a tal punto que de aquella época declaraba que no tuvo “placer más grande ni más seguro consuelo que el leer”:

Uno de los momentos más divinos de mi vida, fue cuando tuve pleno derecho sobre la biblioteca de mi casa. La biblioteca de mi padre consistía en una rústica cesta de viruta y dentro de ella unos cien volúmenes, sobre poco más o menos (…) Volúmenes desencuadernados, disparejos, manchados, envilecidos por cagadas de moscas y de palomas; todos rotos y maltrechos, y sin embargo, tan generosos para mí de sorpresas, de maravillas y de promesas (…) Para mí la realidad no era la de la escuela, de la calle, de la casa, sino más bien la de los libros –donde más me sentía vivir- (Hombre acabado, p. 13)

En Como leo, uno de los apartados de Exposición personal (publicada originalmente en 1941 como Mostra personale), se lamentaba de la suerte corrida por sus primeros libros:

Los libros que leí cuando tenía siete años, o diez, han desaparecido todos. Y he perdido los que poseía a los quince o a los veinte. Quedan algunos supervivientes de los que tuve entre los veinte y treinta años. Ocurre con los libros lo que con los amigos. Los más antiguos, los más queridos, los que nos enseñaron por primera vez la belleza del Arte y del afecto, desaparecen, se pierden, mueren.
Tal vez sean más grandes, más ricos y hermosos los que poseemos en la actualidad, pero no es lo mismo. Me gustaría volver a tener, por ejemplo, aquella Divina Comedia impresa pobremente en tres tomos allá por el año 1830, con los lomos de tela encarnada en los que yo mismo escribí el título, y que leía en los últimos años del reinado de Humberto, sentado en un frío banco de mosaico, a la vera de una fingida gruta llena de agua verdosa, allá arriba en las cercanías de San Salvatore al Monte (p. 140).

Cuando acabó por devorar los libros domésticos y algunos otros que pudo conseguir en su entorno, se enteró de la existencia de “grandes y riquísimas bibliotecas abiertas a todos”, donde “se podía ir, pedir el libro que quisiera y, lo que es más, sin gastar nada” y fue inmediatamente a la más próxima, la Biblioteca Nacional Central de Florencia que por entonces funcionaba en ambientes pertenecientes al complejo de los Uffizi, más para entonces sólo tenía doce o trece años y el acceso era permitido a partir de los dieciséis. La experiencia fue traumática:

Subí una gran escalera, que me pareció ancha y solemne, temblando. Luego de dos o tres minutos de incertidumbre y latir del corazón entré en la sala de pedidos, escribí mal que bien mi papeleta y la presenté con el aire turbado y sospechoso de quien se sabe en falta. El empleado –aun lo recuerdo, ¡Maldito sea!, era un hombrecillo un tanto panzudo, con ojos celestes de pez muerto y un pliegue maligno a uno y otro lado de la boca- me miró compasivo y, con ociosa y arrastrada voz, me preguntó:

-Perdone, ¿cuántos años tiene usted?

Se me enrojeció la cara, más de rabia que de vergüenza, y respondí, poniéndome tres años:

-Quince.

-No bastan. Lo siento. Lea el reglamento. Vuelva dentro de un año.

Salí de allí humillado, despechado, abatido y lleno de odio infantil contra aquel hombre horrible que me impedía a mí, pobre y hambriento de saber, el libre uso de un millón de libros, robándome así, cobardemente, en nombre de un número, un año entero de luz y contento (Hombre acabado, pp. 17-18).

Aunque Papini seguiría recordando esta anécdota por el resto de su vida, no se dio por vencido y tras algunos otros infructuosos intentos finalmente logró su cometido:

Junto con otro chico mayor que yo, que desde hacía tiempo entraba allí sin dificultad, entré por fin. Para no infundir sospechas y no pasar por niño en busca de pasatiempo, pedí un libro serio, un libro de ciencia – el de Canestrini sobre Darwin (Hombre acabado, p. 19).

Cuando le fue entregado su pedido después de media hora de espera, ingresó a la gran sala de lectura, experimentando un sentimiento de reverencia que no había tenido ni siquiera entrando a la Iglesia de pequeño. Abrumado como estaba, huelga decir que no entendió nada del contenido del libro que había solicitado:

Todo allí dentro parecíame santo y majestuoso como el locutorio de una nación. Aquellos sillones sucios y desteñidos, forrados de tela cuyo verde descolorido acababa en amarillo o se escondía bajo la negra grasa, parecían a mis ojos colosales y fastuosos como tronos, y el vasto silencio pesábame en el alma más grave y solemne que el de una catedral (p. 20)

Cuando sus visitas se hicieron frecuentes, Papini  descubrió “los secretos de las signaturas, penetré en los catálogos, conocí los rostros de los fieles y los apasionados que, como yo, iban todos los días puntuales e impacientes, como a un lugar de voluptuosidad”.

En 1902, cuando tenía alrededor de veintiún años y muchos apuros económicos, es designado como bibliotecario en el Museo de Antropología de Florencia gracias a su amistad con el antropólogo Ettore Regàlia, con un sueldo de sesenta liras anuales. Permaneció en el cargo hasta 1904, aunque ya a partir de 1903 se dedica por completo al periodismo, fundando la revista Leonardo

Lamentablemente nada más nos dicen sus biógrafos sobre el tiempo que Papini ejerció ésta actividad.

Papini en 1903, por el tiempo en que fue nombrado bibliotecario, pintado por Giovanni Costetti, colaborador de la revista Leonardo

Papini en 1903, por el tiempo en que fue nombrado bibliotecario, pintado por Giovanni Costetti, colaborador de la revista Leonardo

Victorio Franchini (3) quien fuera uno de sus últimos secretarios, cuenta que en 1943, cuando Papini ya era un consagrado escritor, residía habitualmente en la aldea toscana de Bulciano. Ahí lo alcanzó la guerra, cuando al año siguiente los alemanes exigieron su salida de la villa y tuvo que desplazarse junto a su esposa a la cercana Bulcinella y luego al convento del Eremitorio de la Verna. Se lamentaba de la pérdida de su biblioteca de trabajo cuando uno de los religiosos, el padre Samuele, se ofreció de voluntario para ir al rescate de sus libros, y junto con dos frailes y un camión, y para sorpresa de Papini, cumplió su ofrecimiento. El padre Samuele encontró la villa bombardeada por los aliados y sometida al saqueo, pero los libros “aunque revueltos y tirados por tierra, seguían estando allí porque no constituían, en el fondo, una cosa atractiva para los campesinos y menos aún para la tropa combatiente”.

El avance del frente de guerra hizo que los Papini abandonaran la Verna y buscaran refugio en Arezzo. Sus libros y algunas otras pertenencias rescatadas de entre las ruinas de su villa de Bulciano tuvieron que permanecer en el convento. Cuando Papini pudo volver a su domicilio en la Vía Guerrazzi de Florencia, que también había sido ocupada por los aliados, “su primer pensamiento y su primer cuidado fueron la biblioteca y el archivo” que allí tenía, comprobando que no había sufrido robos, aunque los libros se encontraban cubiertos de una gruesa capa de polvo. Por fin pudo transportar sus libros rescatados de Bulciano a Florencia. Una vez reunida toda su colección “con paciencia de cartujo, puso en orden libros y documentos, de forma que en poco más de un mes todo estaba en su sitio”.

Según Franchini, para Papini

los libros eran criaturas vivas y parlantes, a las cuales debía los máximos cuidados. El libro abierto entre las manos del lector es voz que habla al corazón, esencia viva de pensamiento que se ofrece para la alegría y el alimento del alma, pero también cerrado y colocado en el estante, continúa siendo espíritu e inteligencia y no se le puede condenar al olvido y al abandono. Por esta razón, los libros, para el Maestro, tenían que ser tratados con especial consideración y su cuidado antepuesto a las exigencias de la casa (Papini íntimo, pp. [45]-46).

Esta veneración por el libro y la lectura llevó a Papini a reflexionar sobre cuáles serían aquellos títulos que la humanidad debería salvar en previsión de una Tercera Guerra Mundial, para lo cual confeccionó un listado o canon de lo que consideró lo mejor de la cultura occidental. Su preocupación se plasmó en La Biblioteca de Acero, conversación VI de El libro negro (4) donde un profesor universitario busca en un multimillonario (que no es otro que Gog, el extravagante personaje de la novela homónima de Papini) el financiamiento para llevar a cabo tan monumental (y desmedido) proyecto de salvamento. Los libros elegidos serían grabados en láminas de acero y almacenados en refugios subterráneos lejos de las ciudades.

¿Qué leía Papini? De todo. El mismo lo dice:

He tenido siempre el vicio de leerlo todo, aún los billetes de tranvía, los avisos colgados en las paredes de las oficinas, los letreros de las cajas de cerillas, las etiquetas de las botellas, las “instrucciones para el uso” de los específicos, los anuncios económicos de los periódicos, las imperativas y optativas admoniciones de los impresos burocráticos, etc. (Exposición personal, p. 145).

En Exposición personal, apartado Como leo, Papini hace un recuento de sus propias costumbres lectoras: No excederse en leer por lo común más de un libro por día; la lectura nocturna de las nuevas adquisiciones para evitar cualquier interrupción; su preferencia por la lectura al aire libre frente al uso de otros espacios; la cuestión de por dónde empezar a leer un libro; la relectura de ciertas obras que le brinda detalles pasados por alto, y que por recurrencia hacen dudar al lector sobre su propios gustos y cuestionan su nivel de progreso intelectual. También hay espacio para expresar el sentimiento de desasosiego o desesperación que eventualmente despierta en el poseedor la tenencia de tantas obras impresas:

Me desagradan los verdaderos libros, los libros impresos. Son demasiados; me rodean cual acreedores desengañados, como jueces sin piedad, cual compañeros opresivos. Quiero venderlos todos y hacerme una biblioteca nueva, que no me moleste.

Estará integrada:





  • Por todas las obras antiguas que se han perdido para siempre y de las que no nos quedan más que los títulos y las añoranzas.






  • Por todas las obras soñadas, meditadas y prometidas por las (sic) escritores modernos de todas las naciones, pero que no llegaron nunca a escribirse o que, después de escritas, fueron destruídas. Entre ellas muchísimas mías.


  • Con semejante librería, que no ocupa casi para nada las paredes y los pensamientos, me parecería estar mejor; más solo, quizá, pero más libre y más rico (Exposición personal, pp. 80-81)

    Papini leía “a mano armada”, es decir, utilizando el lápiz bicolor (azul-rojo) para “herir con él en las márgenes (zona más vulnerable)” del libro y marcarlos “con largos trazos violentos”, especialmente aquellos

    que se tienen que leer a la fuerza, y los que deshonran a un escritor, y los que traicionan las promesas del título o de la fama, y aquellos, en fin, que se leen precisamente para que sirvan de válvula de escape a los humores marciales(Exposición personal, pp. 137-138).

    A pesar de lo bárbaro que pudiera parecernos esta práctica, no es nada comparada con la costumbre de mutilar libros que Papini advirtió en cierto anónimo personaje:

    Conocí a uno que quería llevar siempre consigo, aun cuando iba de paseo, su biblioteca. Puesto que no era un Atlante, había resuelto el problema con vandálica ingeniosidad. Había cortado las hojas (o los trozos de las hojas) de todos los libros por él leídos y que le gustaban, y luego había juntado estos míseros recortes en sendas carpetas de distintos colores: verde para las literaturas clásicas, encarnado para la religión, amarillo para la historia, violeta para la literatura italiana, etc. Metía todas estas carpetas repletas de fragmentos impresos dentro de una de esas carteras de piel que usan los abogados y salía con ella. Si se le antojaba leer un soneto de Petrarca o un pensamiento de Guicciardini extraía de la cartera la carpeta color violeta o amarillo y deleitábase sin mucho esfuerzo. En las discusiones tenía casi siempre al alcance de su mano los textos adecuados, y podía ser, por ende, un adversario peligroso. El resto de los libros estropeados los tiraba a la basura (Exposición personal, pp. 143-144).
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    El hoy denominado Archivo Histórico Giovanni Papini fue vendido por sus herederos a la Región Toscana, y entregada a su vez en comodato a la Fondazione Primo Conti en 1980 (5). Consta de una abundante correspondencia con personajes italianos y extranjeros, manuscritos (principalmente los originales de varias de sus obras, e inéditos), fotografías y documentos iconográficos, y recortes de prensa y revistas.

    En cuanto a su biblioteca propiamente dicha, ésta fue legada por disposición testamentaria a la Facultad de Letras de la Universidad de Florencia.

    Referencias
    (1) Papini, Giovanni. Hombre acabado. Madrid, Biblioteca nueva, 1923.
    (2) Papini, Giovanni. Exposición personal. Barcelona, Luis de Caralt, 1953
    (3) Franchini, Victorio. Papini íntimo. Buenos Aires, Edit. Nova, 1959.