El silencio de Dios, de Rafael Gambra

El silencio de Dios, de Rafael Gambra 

«Soror mea, sponsa» (Ct.4:9b)



«Entonces, poniéndose en pie el Sumo Sacerdote, le dijo: «¿Nada respondes a los que te acusan…?» Pero Jesús permaneció en silencio…» (Mt.26:62-63; cfr Mc.14:60-61)[1].


«- Si Dios existiera, no habría permitido al hombre construir un falso paraíso ocultando para siempre el verdadero…
- Tú no sabes hasta dónde puede llegar el silencio de Dios…»
Gustave Thibon“Vous serez comme des dieux”
Fayard, 1985, 190 pp., ISBN: 978-2213016511



“Este libro es un testimonio. No «al sol que más calienta», sino a los astros que fueron ayer estrellas fijas de nuestro destino y que están hoy desapareciendo de nuestro horizonte. Un testimonio en favor del hombre eterno contra los ídolos que ha segregado nuestra locura y que devoran nuestra propia sustancia. Un grito de alarma profético frente al inmenso suicidio colectivo que nos amenaza y que se reviste eufóricamente de los bellos nombres de progreso, de sentido de la historia, de liberación, de democracia, cuando no de ecumenismo o de «aggiornamento».

Por ello, este libro posee todas las virtudes de la novedad. En un siglo en el que reina el conformismo del absurdo y del desorden, en que el ídolo de la revolución permanente se ha convertido en centro de atracción para los rebaños de esclavos teledirigidos, nada hay más nuevo ni más insólito que predicar el retorno a las fuentes y defender la naturaleza y la tradición.

«Nunca como hoy el genio de una época se ha aplicado a la destrucción minuciosa de su propia Ciudad humana (de sus valores y de su sentido) hasta el extremo paradójico de que el conformismo ambiental se expresa hoy por la actitud revolucionaria, y que la posición insostenible, heroica, ha llegado a ser la conservación y la fidelidad.» (cfr. Cap. I, p. 25)

La «Ciudad de los hombres» que defiende Rafael Gambra estaba hecha de un conjunto de lazos vivos y vividos que, a través de los diferentes niveles de la creación, mantenían al hombre unido a su origen y le orientaban hacia su fin. La casa, la patria, el templo, le protegían contra el aislamiento en el espacio; las costumbres, los ritos, las tradiciones, al hacer gravitar las horas en torno a un eje inmóvil, le elevaban por encima del poder destructor del tiempo.

Hoy estamos presenciando la agonía de esta «Ciudad de los hombres». El liberalismo, al aislar a los individuos, y el estatismo, al reagruparlos en vastos conjuntos artificiales y anónimos, han transformado a la sociedad en un inmenso desierto cuyas ciegas arenas son arrebatadas en los torbellinos del viento de la historia. Y el hombre, víctima de este fenómeno de erosión, no tiene ya morada en el espacio (se ve, a la vez, en prisión y en destierro), ni punto de referencia en un tiempo por el que corre cada vez más deprisa sin saber adónde va.

Las ciudades de antaño, al enlazar al hombre con las realidades visibles e invisibles, le ayudaban a elevarse sobre sí mismo. Hoy día, el ideal que se le propone no es vertical, sino horizontal: está en la carrera misma, en la «huida hacia delante», y no en el crecimiento espiritual. En lugar de intentar reproducir un arquetipo eterno, hay que dejarse arrastrar por un movimiento perpetuo y siempre acelerado. Psicólogos y sociólogos «al día» nos hablan sin cesar de la «mutación radical exigida por los progresos de la técnica y de la socialización». En este punto, los luminosos análisis de Rafel Gambra sobre la aceleración de la historia coinciden con los recientes juicios de una jóven filósofa francesa, Françoise Chauvin:

«[…] los hombres han deseado siempre cambiar; pero en otro tiempo necesitaban ese cambio para acercarse a aquello que no cambia, al paso que hoy quieren cambiar para adaptarse a lo que de continuo cambia… Ya no se trata de ganar altura, sino de llevar la delantera; no de superarse, sino de no dejarse adelantar.»

El hombre se encuentra así reducido al más pobre de sus atributos, al más próximo a la nada: el cambio indeterminado, sin principio y sin objeto…

Que este tipo humano así fabricado en el laboratorio del progreso y de la democracia abstracta goce de un nivel material incomparablemente superior al de sus antepasados; que pueda esperar, en un porvenir más o menos próximo, verse libre de la miseria, de la enfermedad y de la guerra, poco importa: habrá perdido esos dos bienes esenciales e irreemplazables para él, que son el arraigo y la continuidad; y, con ellos, la posibilidad misma de ejercer las más altas virtudes del hombre: el amor y la fidelidad.

«¿Cómo ser fiel a un flujo o evolución permanentes? ¿Cómo amar lo abstracto conceptual que no tiene forma o figura humana ni divina?» (cfr. Cap. IX, pp. 136-137)

Aún peor, ni siquiera se acordará del bien perdido: pierde lo esencial sin darse cuenta de que lo ha perdido (cfr. Saint-Exupéry). Asegurado contra todos los riesgos, quedará al mismo tiempo insensibilizado a todas las promesas. Acuden a la memoria los versos de Machado: «soledad de corazón sombrío, de barco sin naufragio y sin estrella…»

Las páginas más emocionantes y más dolorosas de este libro son aquellas en las que el autor analiza los efectos de este proceso de desintegración en el seno de la Iglesia Católica. El progresismo católico corta los puentes (Simón Weil diría los «Metaxu») entre el hombre y Dios, la tierra y el cielo. Una religión que disuelve lo eterno en la historia y que rechaza, como adherencia de un pasado para siempre concluso, prácticas y ritos que son el punto de inserción de lo infinito en el espacio y de lo eterno en el tiempo… tal religión no será más que un vago humanitarismo, sin forma y sin contenido. En ella, la prostitución a los ídolos del siglo se reviste del vocablo halagüeño de «apertura al mundo»; la mescolanza y la confusión se presentan como un progreso hacia la unidad; la deserción se disfraza de «superación». ¿Cómo no evocar las líneas proféticas de Dostoievski?

«… cuando los pueblos comienzan a tener dioses comunes, es signo de muerte para esos pueblos y para sus dioses… Cuando más fuerte es un pueblo, más difiere su Dios de los otros dioses… Cuando muchos pueblos ponen en común sus nociones del bien y del mal, es entonces cuando la distincinón entre el bien y el mal desaparece[2]



Gustave Thibon“Prólogo”

Rafael Gambra Ciudad“El silencio de Dios”
Madrid: Ciudadela Libros

A este respecto, viene a colación una reflexión de mons. Richard Williamson[3] sobre el arte moderno:

[El] argumento no es que, «dado que Dios existe [y el arte moderno lo rechaza, entonces es que] el arte moderno es pretencioso e ilógico» (cfr. Evelyn Waugh’s «Brideshead Revisited», I, 6). Más bien, el argumento es que, «dado que el arte moderno [rechaza a Dios y] es pretencioso e ilógico, Dios existe.» Hay una gran diferencia entre el descenso desde la causa hasta el efecto y la ascensión desde el efecto hasta la causa.

Si razonamos a partir del hecho de la existencia de Dios hasta llegar al hecho de la fealdad, pongamos por caso, del arte moderno, de la música moderna, de las producciones modernas de ópera, etc., en primer lugar Dios y su existencia no serán probados en sí, y en segundo lugar podría parecer que la religión es como un cepo municipal a nuestra libertad. Si queremos ser libres para escoger el arte que más nos guste ¿es que entonces va a venir un policía municipal -se supone que del Cielo- a poner un cepo a nuestra libertad? ¡No, gracias…!

Por el contrario, si empezamos a partir de nuestras propias experiencias personales con el arte moderno, entonces estamos empezando a partir de aquello que experimentamos directa y libremente. Y si, realmente, esas experiencias no nos resultaran satisfactorias -aunque no tiene por qué ser necesariamente el caso, bien puede serlo- entonces es lógico que empecemos a preguntarnos por qué nos sentimos tan incómodos delante de la obra de artistas modernos universalmente elogiados. Por qué, a pesar de seguir escuchando una vez tras otra los elogios a su obra, seguimos sintiéndonos incómodos ante ella.

¿Por qué? Pues porque el arte moderno es feo. ¿Qué tiene de malo la fealdad? La falta de belleza. Y así, si continúo ascendiendo a través de la belleza de, pongamos por caso, unos paisajes o unos retratos femeninos, hacia la belleza en la naturaleza, y hacia una armonía de las partes que existe en toda la creación, entonces resultará que, a partir de nuestra experiencia personal, nuestros pensamientos habrán realizado un considerable ascenso hacia el Creador.

Dios ya no nos parecerá un policía municipal poniéndole el cepo a nuestra libertad. Al contrario, lejos de limitarla, veremos que nos permite el ejercicio del libre albedrío hasta el extremo de permitirnos diseminar la fealdad y construir un mundo sumido en el caos, quizá esperando que la fealdad se torne tan horrible que nos obligue a dirigir nuestros pensamientos hacia la Verdad y la Bondad [y el caos de nuestras vidas nos obligue a recapacitar sobre el por qué de nuestros actos].

La religión ya no nos parecerá un cepo externo a nuestra libertad interna, sino una ayuda para liberar todo aquello que tenemos bueno de todo aquello malo que lo aprisiona. A menos que nos ciegue la soberbia, tendremos que admitir que no todo lo que tenemos dentro nuestro está armónicamente organizado.

La Gracia sobrenatural ya no nos parecerá un policía que sujeta nuestra naturaleza para forzarla a actuar contra nuestro libre albedrío. Al contrario, ahora la veremos como una gran amiga que, de acuerdo con nuestro libre albedrío, liberará aquello mejor de nosotros de aquello peor de nosotros mismos o, por lo menos, nos ayudará a que luchemos para conseguirlo. 

Ambos textos se complementan. El de Rafael Gambra Ciudad describe el silencio de Dios y sus causas externas. El de mons. Richard Williamson, FSSPX, describe sus causas internas. 

He escogido el texto de mons. Williamson porque estoy de acuerdo con el argumento que utiliza. No se trata tanto de que los cristianos creamos en Dios y, por eso, el cepo de nuestra Fe nos convierta en esclavos (cfr. Simone Weil) obligándonos a pensar de una determinada forma. Se trata, más bien, de que, al querer vivir de una determinada manera, fundada en el amor, la verdad, la belleza, y el orden, Dios sale a nuestro encuentro. Y lo hace porque el terreno para que crezcan las semillas de Sus palabras, nuestro corazón, ya está preparado para recibirlas. 

Pero si no queremos vivir nuestras vidas fundándolas en el amor, la verdad, la belleza y el orden, entonces Dios no saldrá a nuestro encuentro. Dado que nuestros corazones no querrán acoger Sus palabras, no seremos dignos de ellas. Por eso, como ante el Sumo Sacerdote, se producirá el terrible silencio de Dios. El silencio de una condena.

“No den las cosas sagradas a los perros, ni arrojen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y después se vuelvan contra ustedes para destrozarlos.” (Mt.7:6)


Miguel Serrano Cabeza


[1] El silencio de Jesús ha sido registrado por todos los evangelistas (Mt.27:12-14Mc.15:4-5Lc.23:9Jn.19:9). En este caso, tal y como indica Orígenes, el Sumo Sacerdoteigual que Satanás ya había hecho antes, le pregunta al Salvador dos veces si realmente Él es «el Mesías, el Hijo de Dios». Pero Jesús no le responde porque, como indican OrígenesTeófilo de AntioquíaSan BedaSan Ambrosio y San Jerónimo, es indigno de Sus palabras  cfr. Saint Thomas of Aquinas«Catena Aurea», edited by blessed John Henry NewmanVol. I - Part. III, pp. 925 y 938; Vol. II, pp. 302 y 310; y Vol. III- Part. II, p. 741, NY: Preserving Christian Publications, 2009, ISBN: 978-0-9802084-6-7

[2] Indudablemente, precisamente eso, y no otra cosa, es lo que parece buscar el profesor don José Antonio Marina Torres en su libro «Por qué soy cristiano», Madrid: Anagrama, 2005, Col. Argumentos n. 338, 154 pp., ISBN: 978-84-339-6233-1. Marina afirma que «Dios» es un símbolo dotado de potentísimas posibilidades creativas, teóricas y prácticas, producto de la inteligencia creadora del ser humano. No niega que pueda ser algo más. Pero no se ocupa de ese hipotético «algo más», ni en éste ni en ninguno de sus libros. Lo más terrible del asunto es que, con toda seguridad, Marina ya cononocía ese texto de Dostoievski antes de redactar su libro. Aún es más, es posible que, precisamente por conocerlo, lo redactara afirmando que:
“Pues bien, si la inteligencia desplegara su actividad creadora, su brillante capacidad de bondad, enérgica y bella, fértil en existencia, ¿qué aparecería? Pues aparecería lo que en términos evangélicos se llama Reino de Dios.” (cfr. p. 140)
Gnosis pura y dura. Ni Plotino lo hubiera explicado mejor. Por eso, un poco más adelante el profesor habla de «la inteligencia que inventó a Dios» (cfr. p. 144). Ése es el «Dios» universal en el que Marina cree: el que uno mismo se construye para su uso y disfrute propio. Se trata de la versión posmoderna del Becerro de Oro (Éx.32:1-8), del Pecado contra el Espíritu Santo  (Mc.3:29;  Mt.12:32Lc 12:10).  Se trata del nuevo eje que está desquiciando unas sociedades que nunca podrán ser poscristianas por la sencilla razón de que Cristo nunca pasará (Mt.28:20), aunque sea rechazado por algunos, olvidado por otros, y desfigurado por casi todos los que deberíamos presentarlo tal cual nos fue presentado. De todo eso nos están hablando Rafael Gambra Ciudad y Gustave Thibbon: de la apostasía, de sus bonitas palabras y de la amarga realidad de sus frutos.

[3] Comentario Eleison CLXXVIII, correspondiente al domingo 11 de diciembre de 2010. Al escoger la causa de los males de la IglesiaRafael Gambra Ciudad acertó más que mons. Williamson. La causa de esos males no reside tanto en el Concilio Vaticano II cuanto en el «progresismo» teológico. Progresismo teológico denunciado por San Pío X en su «Pascendi Dominici Gregis» y por el venerable Pío XII en su «Humani Generis». Progresismo teológico que, so capa conciliar, ha realizado cosas que el Concilio Vaticano II jamás quiso, como la abrogación práctica de la misa gregoriana, y la eliminación práctica del latín de la liturgia. Cosas como el desarrollo de una catequesis y una pastoral que, al difuminar la doctrina del pecado mortal individual, han demostrado ser extraordinariamente efectivas para lograr la apostasía de las sociedades en su conjunto y de los ciudadanos individuales que las componen en particular. (En el Catecismo infantil aprobado por la Conferencia Episcopal Española, «Jesús es el Señor», no se hace la distinción entre pecado mortal y pecado venial hasta la p. 112. Y eso sólo al responder a la pregunta «¿Que consecuencias tiene el pecado?» respondiendo, simple y lacónicamente, que «ROMPE o DEBILITA nuestra relación con Dios». NO me quejo de mala doctrina sino de la pastoral que deja la decisión de profundizar en una distinción tan sumamente importante al simple arbitrio del catequista de turno)