Garcilaso de la Vega, murió en combate
Garcilaso sigue recibiendo favores del emperador que le nombra, el 17 de mayo de 1536, maestre de campo al mando de tres mil soldados que van a luchar contra los franceses dispuestos a invadir Italia. «La empecinada rivalidad entre el emperador y el cristianísimo Francisco I, aliado con Barbarroja —relata Antonio Prieto— ofrece un nuevo escenario: Provenza. El prudente plan de ataque de don Antonio de Leiva contra los franceses es descartado por el más idealmente estratégico y ambicioso del almirante Andrea Doria. […] El 19 de septiembre de 1536, las tropas imperiales avistan en Le Muy, cerca de Frejus, una torre que parece abandonada». En esa aparentemente sin importancia torre, Garcilaso va a vivir su última jornada: «el emperador manda que fuesen a saber qué gente eran, y así fueron ciertos caballeros, demandándoles qué hacían allí. Ellos dijeron que era su tierra y que querían estar allí […] y que no era su voluntad salir de la torre. Viendo esto el emperador […] mandó que con el artillería […] se diese batería a la torre, y así se dio y se hizo pequeño portillo en la torre y […] subiendo Garcilaso de la Vega y el capitán Maldonado, los que en la torre estaban dejan caer una gran gruesa piedra y da en la escala y la rompe, y así cayó el maestre de campo y capitán, y fue muy mal descalabrado el maese de campo en la cabeza, de lo cual murió a los pocos días» (Martín García Cereceda, Tratado de las campañas y otros acontecimientos[…]). En efecto, unos días después, el 13 ó 14 de octubre, Garcilaso muere.
En el asalto a este torre, Le Muy, murió Garcilaso de la Vega
EL RETRATO DE GARCILASO
No se conoce retrato verdadero de Garcilaso. Un frío documento notarial, sin embargo, permite saber que sí existió uno: entre los bienes de Elena de Zúñiga que se inventarían el seis de febrero de 1563, se relacionan «Dos cajas para poner imágenes y retratos» y «El retrato de Garcilaso». Pero tal retrato no ha llegado hasta nuestros días, y los que se han sugerido presentan serias dudas, cuando no reparos definitivos. El rigor funeral de la estatua genuflexa en la iglesia toledana de San Pedro Mártir no ofrece una efigie bien perfilada. He aquí la descripción efectuada por Gustavo Adolfo Bécquer: «En el convento de San Pedro Mártir de Toledo y en la capilla de la cabecera de la nave lateral derecha, en la que hay un altar churrigueresco con la imagen (muy venerada en esta ciudad) de la virgen del Rosario, se hallan empotrados en el muro los sepulcros del poeta Garcilaso de la Vega y de su valiente padre, del mismo nombre, cuyas dos estatuas de mármol, armadas a la antigua y arrodilladas hacia el altar, no carecen de mérito». El hermano de Gustavo Adolfo, Valeriano, realizó un magnífico grabado del grupo escultórico.
Representa un caballero rayando los cuarenta años de edad, de profunda mirada, barba bermeja, sorprendente estatura y elegante ademán. Las mangas de raso amarillo-limón recortan el rico ropón negro cruzado con hilos de oro y rosetas de perlas; la espada al cinto, los guantes en la mano y el paño rosado que cubre la mesa enmarcan la mirada honda y el amplio pecho, centrado por una pequeña cruz de Alcántara, de uno de los más bellos lienzos conservados en la Galería». De nuevo, la cruz de Alcántara sobre el pecho del caballero siembra dudas sobre la personalidad del personaje retratado (el poeta no fue nunca caballero de la Orden de Alcántara, si no de la de Santiago, a diferencia de su sobrino homónimo, que sí lo fue).
Queda finalmente acudir a los retratos literarios, efectuados en fechas y circunstancias muy diferentes, generalmente enaltecedores. Como el del cardenal Álvaro Cienfuegos dentro de una biografía de San Francisco de Borja (1714, 2.ª ed.): «Era garboso y cortesano con no sé qué majestad envuelta en el agrado del rostro que le hacía dueño de los corazones, no más que con saludarlos. Y luego entraban su elocuencia y su trato a rendir lo que su afabilidad y su gentileza habían dejado por conquistar. Ningún hombre tuvo más prendas para arrastrar las almas, habiendo puesto la Naturaleza un cuerpo galán y de proporcionada estatura para palacio de la majestad de aquella alma. Adorábale el pueblo, y sus iguales, o no podían o no se atrevían a ser émulos porque el resplandor de sus prendas deslumbraba a la envidia, dejándola cobardes los ojos con la mucha luz o del todo ciegos»). O el de Manuel Altolaguirre (1933): «Alto, altivo, sonriente, vivió envuelto en la irrealidad poética de sus ilusiones. Nunca alma humana se vio aislada como la suya de la cruel realidad, que hoy día a todos se nos manifiesta. Nieblas ideales empañaron sus ojos, mientras su corazón latía por quimeras. Crédulo, generoso, impulsivo, veía en las instituciones de su tiempo el calor que las sostenía y no la frágil materia derrumbable. De esta visión de las cosas sacó su firmeza, al mismo tiempo que afirmaba y enfirmecía la felicidad de su pueblo». O el de Guillermo Díaz Plaja (1952), cuya evocación se muestra influida por los estudios de Gregorio Marañón sobre don Juan Tenorio: «Garcilaso sintió el valor de su propia belleza. Sus aventuras de amor aureolan la figura gentil. El tiempo era favorable a cortar, al paso, las rosas de la vida; y en Italia —donde oía cantar las alegres ballatas del Poliziano— aprendió bien el color y el perfume de la alegre primavera. Ahí —en Nápoles— estaba, sensual y sonriente, Don Juan antes que Tirso le diese barrocas escenografías funerales de pecado y escarmiento. Garcilaso mismo pudo haber sido Don Juan, a no haber quedado siempre dulcemente anudado al recuerdo de los amores fugitivos; a no haberle faltado la primera capacidad del Burlador: la del rápido olvido».
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