Leon Bloy , La mujer pobre
León Bloy (1846-1917) fue un novelista tardío, contrarrevolucionario
ya después del tiempo de las revoluciones. Se consideraba descendiente
de De Maistre. Era un hombre furibundo que procuraba, con convicción, lo políticamente incorrecto.
Desde el catolicismo que profesaba se ganó fama de hombre díscolo, paladín de la ortodoxia y extraño
a todo al mismo tiempo. Como novelista no huyó del maniqueísmo, ni de
la soflama. Sus ficciones son de índole autobiográfica, él mismo llegó a
asegurar que sus personajes son extracciones directas de su experiencia
vital, compañeros de salón y de vida.
Carlos Cámara, traductor de 'La mujer pobre' (Alfama) explica
certeramente: "El estilo de León Bloy se aparta de la corriente
predominante de las letras francesas, con sus principios de claridad,
elegancia, equilibrio y precisión. Su prosa está toda hecha de
intensidad que tiende al paroxismo, esplendor verbal, imágenes desmesuradas..."
Por ejemplo, dice de un joven que poseía "la jovialidad de una lombriz solitaria en un tarro de farmacia".
O sobre una vieja: "tenía una voz de gendarme y hablaba con la
precipitación de un vendedor de frutas agrias que corre el riesgo de
perder el tren".
Se trata de un escritor siempre excesivo, entre la pedantería (en una de sus formas más anticuadas, además) al trompicón
más desgarbado. Sus frases ocupan un párrafo cada una, su verbo salta
indistintamente del presente al pasado. A veces recuerda a Victor Hugo.
Bloy mismo habló de 'La mujer pobre' como una larga digresión sobre la desgracia de vivir en una sociedad sin Dios.
Es una novela sobre desamparados. Sus protagonistas son inteligencias
más bien discursivas (de largos parlamentos) que vienen a expresar lo
que el autor piensa. Los demás, deformados por el prisma venenoso de
Bloy, son chusma aburguesada e infiel. Los feos aquí son además malos, y la vileza es esperpento.
El dolor de los hombres es como una corona floral de todo el fresco, que tiene mucho de parábola. En definitiva remite a la redención cristiana, a la Cruz. El filósofo Maritain
vivió una suerte de revelación con esta novela. Él mismo dijo que su
vida tenía un punto de inflexión determinante (hacia la fe) al descubrir
a este reaccionario, literato de sacudidas, promotor de controversia.
Habla Bloy de la Edad Media como de una Iglesia formidable, y de Lutero dice: "Encarnaba
maravillosamente la bestialidad, la ininteligencia de las cosas
profundas y el pútrido orgullo de todos esos bebedores de meada de vaca". Es de suponer que la "meada de vaca"
es la cerveza. Se lo imagina uno escribiendo enfadado, casi soltando
espumarajos, enredando un anatema a otro, y de ahí a las citas bíblicas.
En él todo es énfasis. Su redacción está plagada de exclamaciones, de preguntas retóricas.
"¿Nadie entiende que esto es más vil que lo que comúnmente se llama
prostitución?", dice sobre las modelos que posan frente a los pintores.
Ataca a los wagnerianos, ataca a la ciencia, ataca a los actores de la
'Comedia Francesa', a las nodrizas, a la nación alemana y en particular,
ataca al burgués. Son muchos los fantasmas de León Bloy.
Clotilde es una joven santa (y guapa) que se ve sacada del arroyo por
un pintor, bienhechor absoluto. En su "círculo de confianza" (véase
'Los padres de él') presencia los combates dialécticos de Marchenoir,
una lumbrera de aquel París, frente a diversos y caricaturescos
contendientes. Marchenoir, personaje devoto y místico, tiene un algo de
los dos oradores de 'La montaña mágica'. La disposición saludable de
Settembrini y el medievo de Leo Nafta.
Recargado mapa de obsesiones
El pintor, Clotilde y Marchenoir, junto con el misterioso Léopold,
otro artista, son diferentes expresiones de la misma santidad. De ellos
se sirve Bloy para añadir matices a sus posturas a través del coloquio,
en detrimento de la naturalidad del registro oral. Tanta salva retórica,
tanta palabra encendida sólo obvia el artificio.
No hay espacios ambiguos, es todo un cantar a unas bondades y un
recargado mapa de obsesiones y de combate. La muerte y la precariedad
son los rasgos fundamentales de la atmósfera.
Muy curiosa la escena en el zoo, frente a un triste tigre
enjaulado:"Es necesario en consecuencia", dice Marchenoir, "que sufra
por nosotros, los inmortales, si no queremos que Dios resulte absurdo". El dolor es la gran cuestión del libro,
el dolor de los inocentes que hacía temblar a Iván Karamázov. "Desde el
hombre hasta la última de las bestias, el dolor universal es una
idéntica propiciación", dice aquí Marchenoir.
Los padecimientos de los miserables de Bloy son un sólo y único
monumento de gloria universal. Se intuye en la extraña (y a veces
risible) ensaya una incriminación masiva. Bloy loa lo más alto, lo invisible,
haciendo añicos el mundo terreno desentendido de sus honores. La
pobreza hunde a la canalla y eleva a los mejores: "La pena del hombre
pertenece al mundo invisible". Se trata de una línea literaria
infrecuente.