Gabriele D'Annunzio y los orígenes del fascismo
Hubo una época de vitalidad incontenible que, sobrecargada de tensiones e ideas de alto voltaje, precisó de una guerra mundial para ventilar sus contradicciones. Los pocos años que median entre 1900 y 1914 conocieron un extraordinario incendio en el arte y en la literatura, en el pensamiento y en la ideología, que pronto se propagó a todo el mundo. Uno de los epicentros de ese incendio fue Italia – más en concreto el eje entre Florencia y Milán –, lugar donde prendió “el sueño de un futuro radiante que surgiría tras haber purificado el pasado y el presente por el hierro y por el fuego”.
Esta
piromanía artístico-literaria se alimentaba, en sus estratos más
profundos, de una revolución filosófica y cultural cuidadosamente
incubada durante la segunda mitad del siglo XIX: un vendaval ideológico
que arremetía contra el positivismo racionalista de la triunfante
civilización burguesa. Frente a la tabulación de la existencia por la
economía y por la razón este nuevo vitalismo reivindicaba el
poder de lo irracional, del instinto y del subconsciente, y frente al
optimismo liberal en un mundo pacificado por el progreso oponía una
concepción trágica y heroica de la existencia. En este clima intelectual
surgió una apuesta que, por su radicalidad, bien podría calificarse de nuevo mito. Un mito destinado a cortar la historia en dos mitades.
El ensayista italiano Giorgio Locchi dio hace tres décadas el nombre de “suprahumanismo” a una corriente de ideas que encontró su formulación más acabada en la obra de Friedrich Nietzsche – en un plano filosófico –, y en la obra de Richard Wagner – en un plano artístico y mitopoético –. En su esencia, según Locchi, el suprahumanismo consistía en “una conciencia históricamente nueva, la conciencia del fatídico advenimiento del nihilismo, esto es – para decirlo con una terminología más moderna –, de la inminencia del fin de la historia”.
Esencialmente antiigualitarista, el suprahumanismo se situaba frente a las corrientes ideológicas que configuraron dos milenios de historia: el “cristianismo en cuanto proyecto mundano,
la democracia, el liberalismo, el socialismo: corrientes todas que
pertenecían al campo igualitarista”. La aspiración profunda del
suprahumanismo – que para Locchi no era sino la emergencia del inconsciente precristiano europeo al ámbito de la consciencia – consistía en proceder a una refundación de la historia, a través del advenimiento de un hombre nuevo. Con un método de acción: el nihilismo como única vía de salida del nihilismo, un nihilismo positivo que bebía la copa hasta las heces y que hacía tabla rasa para construir, sobre las ruinas y con las ruinas, el nuevo mundo.
Más que una corriente organizada el suprahumanismo se configuró como un clima intelectual europeo
que impregnó, en grados diversos, el pensamiento, la literatura y el
arte de comienzos del siglo XX, con Francia como laboratorio ideológico y
con Italia como teatro de todos los experimentos. En la ebullición
italiana de aquellos años se agitaban sindicalistas revolucionarios,
vanguardistas, anarquistas, y nacionalistas, y todos llevaban, en grados
diversos, la impronta suprahumanista. Pero el protagonista indiscutible
entre todos los aspirantes a incendiarios era el movimiento futurista.
El futurismo fue la primera vanguardia
auténticamente global, no sólo en el sentido geográfico sino en cuanto
vehiculaba una aspiración a la totalidad. Lejos de limitarse a ser una propuesta artística el futurismo se
extendía al pensamiento, a la literatura, a la música, al cine, al
urbanismo, a la arquitectura, al diseño, a la moda, a la publicidad, a
la política. El futurismo portaba “la euforia por el mundo de la
técnica, de las máquinas y de la velocidad” y empleaba “un nuevo
lenguaje sintético, metálico, sincopado”. No desdeñaba “la apología de
la violencia y de la guerra, exaltaba la raza entendida como estirpe – no como racismo vulgar – y sobre todo como promesa de una suprahumanidad futura”.
Sus enemigos eran la burguesía, el romanticismo la tradición, el clero, las familias, todo lo viejo,
en suma. El futurismo era la vanguardia por excelencia, la teorización
radical de una voluntad pirómana. Algo que parecía estar, en principio,
en las antípodas de D´Annunzio.
En el momento de apogeo de las
vanguardias y del estallido de la primera guerra mundial Gabriele
D´Annunzio – celebrado en toda Italia como Il Vate – era el
escritor más famoso de la península, para muchos su principal poeta
después de Dante. Pero para los futuristas su estilo – abundante en
manierismos modernistas, decadentistas y simbolistas, en florilegios y
en retórica ochocentista – podía ser considerado por derecho propio como
el lenguaje de ese mausoleo al que ellos querían prender fuego.
Pero entre los futuristas y D´Annunzio se trataba más bien de amor y odio. En la estela de Byron, Il Vate
pensaba que un poeta podía ser también un héroe. Al estallar la guerra
mundial, y haciendo gala de la versatilidad que ya había mostrado en su
carrera literaria, se tornó de poeta decadente en poeta combatiente. Y
se invistió de una nueva misión, la de ejemplarizar el ideal
suprahumanista y su aspiración máxima: la superación del mundo burgués y
la llegada de un “hombre nuevo” que encarnase una nueva ética de la acción. El estilo es el hombre. Pocas figuras tan dispuestas como la suya para simbolizar los nuevos tiempos.
La reputación que D´Annunzio adquirió durante la guerra se debe más a
sus hechos que a sus palabras. Lejos de ser un “soldado de papel” no
desperdició ocasión de poner su vida en peligro, y a lo largo de tres
años llegó a combatir por tierra, mar y aire. Con un talento precursor
para la publicidad sabía que los pequeños actos de terrorismo tenían más
fuerza psicológica que los ataques masivos, y se especializó en
acciones suicidas – aéreas y navales según los cánones futuristas – con
valor simbólico e impacto mediático. Voló en numerosas ocasiones sobre
los Alpes – en una época en la que eso era algo extraordinario – para
bombardear al enemigo, ocasionalmente con hojas de propaganda. Y cuando
los austríacos pusieron precio a su cabeza lideró una incursión suicida,
en una torpedera con un puñado de hombres, contra el puerto enemigo de
Buccari.
En una de sus misiones aéreas perdió la visión de un ojo y parcialmente
la del otro, lo que ocultó durante un mes para seguir volando.
Finalmente tuvo que permanecer varios meses inmovilizado para salvar la
vista.
El verdadero D´Annunzio se revela, más
que en sus trompeterías patrióticas, en su correspondencia y en sus
diarios. En ellos trasluce su actitud suprahumanista frente a la guerra.
Si algo llama la atención en sus anotaciones es la “fluctuación
constante entre lo espantoso y lo pastoral”. Todo se hace para él objeto
de celebración, hasta los detalles más nimios: desde las explosiones y
los ataques a la bayoneta hasta el brillo de una libélula en el barro o
la aparición fugaz de un pájaro carpintero entre los árboles calcinados.
De creerle, D´Annunzio fue feliz en medio del hambre, de la sed, del
frío extremo, de las heridas y de los bombardeos, porque su entusiasmo
omnívoro por la vida podía con todo ello, porque todo ello no era sino
uno y lo mismo: la manifestación de esa vida que él consumía con un
entusiasmo voluptuoso. ¿Qué era la guerra, sino un agujero en la vida
ordinaria a través del cuál se manifestaba algo más alto?… “la
vida tal y como debe ser, y que pasa ante nosotros, la Vida – en
palabras de Ernst Jünger – como esfuerzo supremo, voluntad de combatir y
dominar”.
El paralelismo entre D´Annunzio y Jünger
no es casual, ambos manifiestan una común actitud suprahumanista. La
misma avidez de experiencias, el mismo desafío al azar, la misma
preocupación estética, la misma ausencia de moralismo. Contrasta en el
caso del prusiano – aparte de la objetividad acerada de su estilo – la
práctica ausencia de cualquier nota patriótica. Pero cabe también pensar
que en D´Annunzio la prosopopeya nacionalista no era el grano, sino la
paja. Un arma de guerra como otras muchas. Cabe pensar que lo esencial
para él era esa disciplina del sufrimiento de la que hablaba Nietzsche, ese Amor fati que no es sino un gran Sí a la vida en toda su crudeza.
Más que de exaltación belicista se trata
de una opción filosófica, muy distinta de la postura moralizante y
lastimera de otros escritores. Cuando Wilfred Owen, Heinrich Maria
Remarque o Ernest Hemingway denuncian y condenan la guerra
indudablemente tienen razón, pero no por eso dejan de subrayar
una obviedad. Ocurre que ellos viven la guerra desde la sensibilidad
horrorizada del hombre moderno. Pero cuando Ernst Jünger escribe:
“aquellos que únicamente han sentido y conservado la amargura de su
propio sufrimiento, en lugar de reconocer en ella (la guerra) el signo
de una alta afirmación, ésos han vivido como esclavos, no tuvieron Vida
Interior, sino solamente una existencia pura y tristemente material”, lo
que hace es expresar esa sensibilidad inmemorial que considera que el espíritu lo es todo.
“Todo es vanidad en este mundo – continúa Jünger – sólo la emoción es
eterna. Sólo a muy pocos hombres les es dado poder hundirse en su
sublime inutilidad”. Amor fati. El lenguaje “moral” no tiene nada que hacer aquí. Si acaso, el lenguaje de La Iliada.
Otro elemento interesante es el uso que
D´Annunzio hace del tiempo histórico. La dicotomía nuevo/viejo, un tema
recurrente en su pensamiento, alcanzaría expresión plena en sus
anotaciones bélicas. Siempre a la caza de analogías históricas “cada
soldado de infantería le recordaba a algún episodio del glorioso pasado,
cada campesino agotado a un intrépido marinero veneciano, a un
legionario romano, a un caballero medieval, a algún santo marcial
recreado en un cuadro renacentista. Su visión del pasado glorioso de
Italia recubría el horrible conflicto de un velo teatral y rodeaba de
glamour a los excrementos, a la basura y a los montones de muertos”. Para el poeta de Pescara el armamento podía ser moderno, pero los
hombres que lo manejaban – los jóvenes reclutas que asemejaba a héroes
míticos o arquetipos – pertenecían a una tradición intemporal.
Esta confusión del pasado y del presente
ilustra a su manera un elemento que Giorgio Locchi asociaba a la
mentalidad suprahumanista: la concepción “no-lineal” del tiempo, la
presencia constante del pasado como una dimensión que está dentro del presente
junto a la dimensión del futuro. Es la idea revolucionaria – frente a
las concepciones lineales, ya sean “progresistas” o “cíclicas” – de la tridimensionalidad
del tiempo histórico: en cada conciencia humana “el pasado no es otra
cosa que el proyecto al cual el hombre conforma su acción histórica,
proyecto que trata de realizar en función de la imagen que se forma de
sí mismo y que se esfuerza por encarnar. El pasado aparece entonces no
como algo muerto, sino como una prefiguración del porvenir”.
Locchi asociaba esta “nostalgia del porvenir” a la imagen “esférica” del tiempo esbozada en Así habló Zaratustra, así como a uno de los significados canalizados por el mitema nietzschiano del Eterno Retorno. Confusión del pasado y del porvenir, nostalgia de los orígenes y utopía del futuro: la concepción suprahumanista del tiempo – sentida
de forma seguramente inconsciente por D´Annunzio y muchos otros – pone
en primer plano la libertad del hombre frente a todo determinismo,
porque el pasado al que religarse es siempre objeto de elección en
el presente, así como objeto de interpretación cambiante. El momento
presente “nunca es un punto, sino una encrucijada: cada instante
presente actualiza la totalidad del pasado y potencia la totalidad del
futuro”.De manera que el pasado nunca es un dato inerte, y cuando se manifiesta
en el futuro lo hace de forma siempre nueva, siempre desconocida.
Señala Hughes-Hallett que “la guerra
trajo a D´Annunzio la paz”. Había encontrado una trascendental “tercera
dimensión” del ser, más allá de la vida y la muerte. Partir en misión
peligrosa era para él alcanzar un éxtasis comparable al de los grandes
místicos. La guerra le trajo “aventura, propósito, una cohorte de bravos
y jóvenes camaradas a los que amar con un amor más allá del que se
dedica a las mujeres, una forma de fama, nueva y viril, y la
intoxicación de vivir en peligro mortal constante”.
Comenzaba a nacer el fascismo.
Adriano Erriguel