Todos hablamos de «chiringuitos» pero muy pocos saben de su historia... y casi nadie que ésta es literaria
Corría 1943 cuando César González-Ruano
llegó al sereno mar de Sitges tras un sexenio tumultoso. Allí viviría
cuatro años, hasta el 46. Pasó un tiempo en el hotel Subur y luego se
instaló en el 22 de la calle Sant Pau, propiedad de Miguel Utrillo: «Era
una casa de dos pisos que me pareció muy agradable y que estaba a diez o
doce pasos de la playa, entre ésta y la calle Parellada, la más
céntrica e importante del pueblo», recordará. El escritor encaló la
fachada, comunicó dos habitaciones con un arco y abrió una chimenea.
Después de vivir en París y Berlín, Sitges le brindaba el
microclima que encandiló al Rusiñol de las fiestas modernistas. Su
primer círculo de amistades: el doctor Benaprés, los escritores Ramón
Planas e Ignacio Agustí, los pintores Pere Pruna, Durancamps y
Sisquella. Con ellos descubrió los rincones sitgetanos: «En casa, donde
tenía la pequeña biblioteca con algunos diccionarios geográficos, me era
divertido, durante unas horas, estudiar la geografía y la historia de
Sitges. Era casi siempre de noche y el mar, débilmente, llamaba a la
ventana».
Colaboraba Ruano por aquel entonces en «La Vanguardia» de
Galinsoga y la revista «Destino» que dirigía Agustí —también residente
en Sitges—. Iba casi cada semana a Barcelona para cobrar artículos e
intervenir en el programa de Soler Serrano en Radio España.
De la calle Sant Pau, Ruano pasó a la calle Mayor con su
carga de libros: «Era un piso alegre, muy cuidado, aunque no demasiado
grande, en el corazón del barrio antiguo y marinero. Una casa moderna y
extraña que trepaba sobre otras casas y sacaba la cabeza al mar por
encima de un delicioso paisaje de azoteas que terminaba en la hoz de la
bahía, limitada, como un labio de luz en sus comisuras por la iglesia y
el edificio del hotel Terramar…» Desde aquella habitación con vistas
Ruano comprendía la adicción de los artistas a la Blanca Subur: «No sé
si habrá un pintor en esta tierra de pintores capaz de llevar a un
lienzo esta geometría casi inverosímil de Casbah limpia, mágica y
dificilísima por su sencillez».
Pero el auténtico lugar de trabajo para el escritor
bohemio no podía ser la comodidad hogareña, sino el rumor del café. Y
Ruano halló su rincón en El Chiringuito, «un café extraño sobre la misma
arena, como un pabellón de cristales donde me pareció que podía
escribir cada mañana». Fundado en 1913 por el capitán Calafell, es el
primer chiringuito de España, que hoy regenta Juan Rubio Grau, El
Chiringuito competía en su época con el Pabellón del Mar que
frecuentaban los indianos enriquecidos. A estos últimos debe atribuirse
el nombre del local que deriva de «chiringo», que es como se llamaba un
café en Cuba, según documentó Lázaro Carreter. El líquido filtrado por
el calcetín era ese «chiringo» que acabó en el diminutivo: chorrito de
café, chiringuito.
Sobre una mesa con azulejos, Ruano pergeñaba artículos de
«La Vanguardia» y «Destino» y la novela «La terraza de los Palau» con
la que no pudo ganar el Nadal de 1944 desbancado por la reveladora
Carmen Laforet. Ignacio Agustí se sorprendió al ver el volumen de
cuartillas que acumulaba la mesa del Chiringuito: «Para mí era un
fenómeno inexplicable. Porque después, leída la novela, que no ganó el
premio como es sabido, resulta que estaba mucho mejor de lo que cabía
esperar de las rociadas nocturnas de Pernod que había recibido y de los
lavados de cerebro que Ruano había tenido que aguantar, voluntariamente
desde luego, para llegar, en realidad, a fraguar la historia anodina de
unas damas de Sitges que iban muriendo de aburrimiento y de tristeza
junto al mar».
En El Chiringuito nació también el libro «Huésped del
mar» del que podemos leer un fragmento en la placa de los jardines
González-Ruano: «¡Qué difícil de situar este enorme mundo tan pequeñito
en superficie! Sitges es una villa clara y pequeña. Pero limita al Este
con las Indias de los virreyes, al Oeste con las costas romanas y las
islas griegas, al Sur con Andalucía y Marruecos, al Norte con la Mairie
de Montmartre».
A la sombra del Chiringuito, Ruano produjo doce títulos
entre 1944 y 1946. Cumplía con sus colaboraciones en Madrid y Barcelona.
Pero los cobros a la pieza no bastaban para mantener un ritmo de vida
repleto de incidentes erótico-festivos. Los ahorros de sus estancias en
Europa —unos once mil dólares— se volatilizaron y hubo de malvender
algunas alhajas: «Varias de las novelas que hice entonces fueron para mí
verdaderas novelas por entregas. Le mandaba al editor veinticinco
folios todos los sábados y él me enviaba por el mismo recadero que le
entregaba el original un dinero que debía durar siete días, pero que
sólo duraba dos. Así simultaneé muchas veces dos libros sin interrumpir
mis artículos y las colaboraciones para la radio». Trabajo febril,
generosamente regado de alcohol y café. Ruano se levantaba con la resaca
a cuestas, aunque con la disciplina imprescindible para mantener tal
producción literaria y periodística. Se levantaba «siempre a la misma
hora, a las nueve y media, me tiraba del lecho como un bombero
disciplinado y me iba escribir al Chiringuito. Muchas mañanas tenía que
hacerlo sujetándome la muñeca derecha con la mano izquierda y un estado
de nervios próximo a la locura. A la una venían algunos amigos y dejaba
de escribir para hacer tertulia».
Entre Sitges, Barcelona y Vilanova transcurrieron los
años catalanes de Ruano. La tentación bohemia pasaba factura: «Con una
voluntad tan débil y desmoralizada iba a Barcelona, por ejemplo, para
cobrar unas pesetas con las que podía vivir cómodamente mejor un par de
semanas y en Barcelona se me enredaban las cosas, me quedaba a dormir,
vivía la noche, y, al día siguiente, molido y casi enfermo regresaba a
Sitges con una cantidad ridícula».
Como recuerda su amigo Ramón Planas, en los cuatro años
sitgetanos de González-Ruano se le tributaron dos homenajes: un banquete
en el hotel Sitges y una sesión literaria en la Biblioteca Rusiñol.
Pero al final, las deudas precipitaron su marcha. Se acabó la escritura
matinal de El Chiringuito y toda una época. La despedida fue la de los
grandes amores que pasan de la pasión al desencanto: «Dejé Sitges
decidido por mi estado de salud, triste y al mismo tiempo alegre en
dejarle. No quise volver la cabeza atrás. No quise, de momento, llevarme
nada de la casa, como si a mí mismo me disimulara que me iba. Más tarde
levantaron aquel pisito alegre en el Mediterráneo que a mí me
proporcionó más que nada tristeza. Me enviaron libros y muebles a Madrid
y ya Sitges pasó a los melancólicos desvanes del sueño…»