Todo sobre Hansel y Gretel


Cuando los celos obsesivos y enfermizos gobiernan sobre un amor devoto y ciego, no hay orden que equilibre al caos que se avecina. Y es aún peor cuando esos celos clavan sus garras sobre dos almas puras e inocentes.


      Pasó lo que nunca debió de pasar. Que aquella madrastra, cuyas entrañas no gozaban del fuego de la maternidad decidió cargarse de argumentos para deshacerse de esos niños que ella nunca parió. No soportaba sus risas, sus llantos, ni sus juegos y mucho menos que le disputaran el amor de su marido, un leñador apocado y sin carácter.


     El machaconeo incesante sobre la falta de recursos para alimentarlos decidió resolverlo con la idea delirante del abandono. Y aunque la sangre le llamaba a proteger a su sangre, aquella mujer que no era suya, más bien él le pertenecía a ella en cuerpo y alma, ya había dictado sentencia e impuesto la pena sin juicio, ni defensa.


      Decidieron en la noche planear el modo y la forma, pero las almas inocentes, que son inocentes y no estúpidas descubrieron el plan y la estrategia para desbaratarlo.


      De camino a cumplir su fatal destino, Hansel emulaba a Teseo en el laberinto de Creta dejando guijarros tan blancos como su alma, mientras que la vanidad caminaba feliz y orgullosa de su victoria.

       El camino a la libertad era plateado como la luna, pero no así el recibimiento. Mientras el abrazo de su padre era cálido como el fuego del hogar, el de la mujer derrotada por la fuerza de la vida y la supervivencia, era gélido e hiriente.

         Tras algunos días de calma chicha, volvió la tormenta y esta vez, el aire arreciaba del otro lado. La puerta hacia la libertad estaba cerrada con llave, la esperanza de Teseo se ahogaba y no hallaba el modo de achicar el agua.

     De nuevo el mismo ritual, pero Hansel solo tenía migas de pan que pajarillos hambrientos iban deshaciendo en sus picos junto a sus esperanzas.

     En la casa llamaron a la puerta, pero no eran los niños, eran el remordimiento y la tristeza que clamaban justicia. Entre tanto, en aquel bosque oscuro y lleno de estrellas dos niños vagaban perdidos y hambrientos. Gretel lloraba y tiritaba de frío, Hansel también.

    Y el hambre y el cansancio los izaron en volandas hacía el olor engañoso de un hogar, dónde una vieja de máscara amable los acogió con cariño impostado. No era bruja, pero casi. No era tampoco ruda, pero escondía un as en la manga que pronto habría de jugar. Y como tahúr de taberna supo jugar su partida. Les prometió techo y comida a cambio de que la ayudasen en las tareas de la casa. Pero lo que no sabían es que la vieja iba de farol y acabó teniéndolos de esclavos haciendo el trabajo de cuatro adultos y sin más recompensa que dos platos de comida diario y el suelo de colchón.

   Gretel que pasaba más tiempo con aquella embaucadora abuelita decidió buscar la manera de vencerla en su terreno.

     La suerte que a veces decide ponerse de cara le regaló la foto de un niño, el hijo de la anciana. Como ya llevaba aprendida la lección de que todos tenemos un punto débil decidió que ya era la hora jugar sus cartas. Ahondó en la herida día tras día, hasta que obtuvo la confesión. Su hijo había fallecido a causa de unas fiebres contra las que nada pudo hacer.

      Al llegar la noche los niños planearon la huida, Hansel debía de hacer la mejor actuación de su vida, fingirse enfermo para despertar los fantasmas de aquella bruja con rostro de tierna abuelita y enternecerla de verdad.

     La ficción a veces supera a la realidad y la actuación puede ser tan magistral que puede engañar hasta el mismísimo diablo aunque adopte la forma de dulce anciana. Aplausos merecía el papel de enfermo de Hansel, tanto como para poner patas arriba los sentimientos maternales enterrados de aquella mujer de cabellos plateados. La historia se repetía en su mente, el dolor se asomó a su corazón y con el miedo en un puño salió corriendo al pueblo a buscar el doctor. Cuando ya estuvo lejos los dos niños salieron de la casa, no sin antes cobrarse el salario que aquella aprovechada les había negado por los trabajos forzados.  Corrieron tanto como pudieron hasta llegar a su antiguo hogar. Allí un hombre con el rostro triste y amargado no podía dar crédito a su buena estrella, sus hijos estaban vivos y corrían a sus brazos. Ya no se desharía de ellos jamás, ya nadie le obligaría a hacerlo. Aquella desdichada mujer que nunca fue suya, se murió sin haberlo sido, porque nunca fue de nadie. Y ahora pertenecía al pasado, un pasado triste y oscuro que se disipaba ante sus ojos. La felicidad acababa de aparecer en su vida, y tenía el rostro y la voz de dos niños: la de sus hijos.








Isabel Barrado Pablos
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