Cualquier persona que se haya acercado sin anteojeras a la literatura, la filosofía o el arte rusos habrá descubierto que, más allá de sus logros estéticos o intelectuales, lo que caracteriza sus mejores obras es su trasfondo místico.
Esta vocación mística del genio ruso adquiere ribetes épicos en las
coyunturas históricas más sacrificadas; y cuando esta vocación se
reprime o adultera o anula puede llegar a provocar cataclismos feroces.
Muchos han sido los intérpretes del alma rusa -de Soloviev a
Solzhenitsyn, de Dostoievski a Berdiaev- que han augurado que la
vocación de Rusia será salvar a Occidente de su decadencia. El monje
Filoteo lo profetizó de modo sintético: «Bizancio es la segunda Roma; la
tercera será Moscú. Cuando esta caiga, no habrá más».
Durante muchos siglos, Rusia
vivió de espaldas a Occidente, primero forjándose como nación, después
repeliendo las invasiones de ideas o ejércitos extranjeros. Hubo,
sin embargo, épocas en que Rusia se asomó curiosa a Occidente,
fascinada por los primores de su progreso material, bebiendo en las
fuentes de su cultura y su pensamiento, esplendoroso en apariencia
aunque ya secretamente infectado de decrepitud. Pero el espíritu
ruso no pudo digerir aquella influencia, sino que se revolvió
trágicamente ante ella, en parte como reacción instintiva de defensa,
en parte como prueba de una contaminación letal. Si en Occidente el
tránsito de una sociedad religiosa a una sociedad apóstata ha sido un
proceso gradual y mitigado por los sucesivos cloroformos materiales
suministrados por el liberalismo, en Rusia el tránsito fue dramático y
fulminante, extendiendo una niebla de nihilismo que los espíritus más
clarividentes (no hay más que leer, por ejemplo, a Dostoievski)
intuyeron como el anuncio de un gran cataclismo. Cuando Rusia se
rindió al veneno del paganismo extendido por Occidente que había
tratado de repeler durante siglos no lo hizo al modo pacífico y
conformista de las naciones que integran el pudridero europeo,
sino -como señala el propio Dostoievski- con un ímpetu vengador y en un
vendaval de furia. Cuando los pueblos religiosos son obligados a renegar
de su fe no se hacen paganos hedonistas ni modernistas fofos, sino
ateos rabiosos, locos satanizados que queman iglesias y se atiborran de
sangre. Así se explica que en la mística Rusia (un país industrialmente
mucho menos desarrollado que Francia, Alemania o Gran Bretaña) prendiera
el comunismo con un ímpetu mayor que en cualquier nación rehén del
materialismo. Mientras las naciones del pudridero europeo volvían la
espalda a Dios de forma desdeñosamente finolis, borrando paulatinamente
todas sus tradiciones, anulando los frenos morales y exaltando los
caprichos del deseo, deificando la avaricia de riquezas lograda a costa
de la explotación del pobre, Rusia volvía la espalda a Dios de la forma
más violenta, convirtiendo el odio religioso en eje central de su
política.
Aquella reacción trágica y destructiva nada tenía que ver con la verdadera naturaleza de la mística Rusia,
que a la caída del comunismo soviético parecía extenuada y presta a
servir de felpudo a Occidente. Fueron los años indignos de Gorbachov y
Yeltsin, aquellos años en los que parecía que se había llegado al final
de la Historia augurado por Fukuyama, con una Rusia convertida en
vomitorio occidental y entregada a las fuerzas tenebrosas que querían
convertirla en un burdel para turistas y en una colonia más del Nuevo
Orden Mundial. Pero cuando ya parecía que su suerte estaba echada ha
vuelto a emerger, al principio tímidamente pero cada vez con mayor
orgullo, la Rusia opuesta al pudridero occidental, la nación fiel a su
historia y a sus tradiciones que tiene el cuajo de señalar la inanidad
de las colonias europeas, convertidas en felpudo del mundialismo que, a
la vez que repudia sus orígenes cristianos, financia la expansión del
yihadismo. «Si el siglo XX comporta alguna lección para con la humanidad
-escribió Solzhenitsyn-, seremos nosotros quienes la habremos dado a
Occidente, y no Occidente a nosotros: el exceso de bienestar y una
atmósfera contaminante de sinvergonzonería le han atrofiado la voluntad y
el juicio».Todavía no sabemos si Rusia logrará hacer realidad ese
designio histórico, o si los hostigamientos que sufre lograrán rendirla.
Pero en ella hay el ímpetu de una esperanza, que es una luminosa virtud
teologal; por ello en la rusofobia rampante encontramos a la postre el
sempiterno y azufroso odio teológico de quienes tiemblan -«creen y
tiemblan»- ante la remota, pero posible, restauración del mundo que
aborrecen y creían haber dejado atrás definitivamente.