Ángel Ganivet .- La inteligencia escindida


Redactado en la primavera de 1889, este trabajo de tesis doctoral, ya lo hemos visto, fue rechazado por Salmerón, entonces catedrático de Metafísica en la Universidad Central de Madrid. 



Con todo, la crítica recalca la importancia del documento como un testimonio temprano de cómo la Generación del 98 veía a la nación. Refleja la crisis europea y su impacto en todos los estratos sociales de España; la falta de ideales, necesarios, en el caso de Ganivet, para alimentar un "cinismo" sano y creador, apenas velado en su malograda disertación; la percepción de España como una sociedad enferma, según muestra su historia entera; el aprecio del papel desempeñado en la historia por el pueblo oscuro por contraste con los individuos notables; una nostalgia por el retorno a un orden social arquetípico, nunca vivido, aunque imaginado, y un tradicionalismo fingido por un incrédulo.


Para el autor, la prosperidad y la potencia creadora de una nación dependen de las de su sociedad.

Pero una sociedad prospera y crea sólo si vive animada por grandes principios filosóficos, erigidos en ideales cuya elevación varía con la importancia de los fines sociales supremos. A los ideales los llama Ganivet "ideas madres", que orientan a todos los hombres por el mar de la vida. Entre el Medievo y el siglo XIX, España vivía orientada por todo un sistema de filosofía moral, basado en tales "ideas madres" como la exaltación de la religión, la veneración a los reyes, la caballerosidad, la lucha por la fe y por la patria. Esa filosofía se comunicaba en forma sintética en los cantares de gesto, los romances y las "trovas" medievales, y después en las comedias del Siglo de Oro. Mas, a comienzos del siglo XIX, el impacto de la Revolución Francesa interrumpió la vida creativa del pueblo español, privándolo de orientación, de ideales, de fe y de poesía. Perdidas sus creencias, el pueblo olvidó también los refranes y proverbios que expresaban esas creencias (II, 610-611). Falta de "ideas madres", la novela decimonónica comenzó a patentizar el "fondo oscuro" que era la realidad social; el teatro se redujo a un pasatiempo intrascendente; la lírica, a un humorismo escéptico e irónico (II, 615-623). El periodismo español perdió su profesionalismo, politizándose y mostrando, por tanto, la indefinición general de la política del país (II, 624-627).

Un escepticismo vulgar, en opinión de Ganivet, se extiende a toda la Península, señalando una postración intelectual nacida de una contradicción entre sistemas y traducida en la práctica a un indiferentismo general. La causa histórica la rastrea Ganivet en la Reforma, en la cual alentaba el principio revolucionario. La Reforma protestante produjo la confrontación entre el dogma católico y el libre examen. El choque de principios llevó a la Revolución Francesa, que destruyó la fe antigua sin ofrecer nada nuevo ni estable en su lugar. Los países protestantes, a juicio de Ganivet, quedaban "inoculados e indemnes al contagio" del principio revolucionario; pero no así los países católicos. La lucha entre revolución y reacción llegó hasta los fines del siglo XIX y generó el escepticismo social, especialmente patente en España.

Ganivet lo percibe en casi todas las clases sociales: en los trabajadores que protestan por protestar, sin afirmar ni negar nada en concreto; en la clase media, indiferente, atenta a todo sin decidirse por nada e incapaz de crear ni de destruir; en la aristocracia, más apática que los burgueses, opuesta a toda innovación y arrastrada en pos de las demás clases. Asimismo, entre los elementos ilustrados, el clero paraliza la formación del pensamiento, defendiendo sus principios tradicionales. Entre los funcionarios de las clases educadas, los científicos se han creado una filosofía a su propio uso, el positivismo; y los filósofos profesionales se han diversificado tanto entre sí, que su diversidad enfría los entusiasmos de la juventud y lleva al eclecticismo. En España, Ganivet percibe la institucionalización de la indeterminación por doquier. Lo transitorio se ha hecho norma; el eclecticismo ha venido a ser ubicuo (II, 590-606).

Ganivet lamenta el divorcio que descubre entre la filosofía mostrenca de la sociedad y la filosofía científica, o, para utilizar el léxico de Platón, presente en este contraste, entre la dóxa y la epistéme (II, 588-589). Aunque Ganivet ha dedicado la mayor parte de su tesis a la descripción de la dóxa, no faltan algunas observaciones sobre la epistéme. A la insuficiencia del sistema de educación en España achaca la escasez en el país de filósofos rigurosos, su aislamiento de la sociedad y su escepticismo vulgar. El criticismo kantiano hizo nacer, por un lado, todos los racionalismos de la época y, por otro lado, todas las reacciones escolásticas. La reacción de la filosofía de Balmes y el racionalismo del krausismo le parecen a Ganivet los puntos de referencia obligados para todos los sistemas posteriores de la Península (II, 631-632). Considera a Balmes como a imitador ingenioso de los escolásticos antikantianos extranjeros, y aplaude los esfuerzos (tardíos) del obispo Ceferino González por armonizar a Balmes con Santo Tomás (II, 634-636). Elogia el krausismo por haber formado escuela en España ante la ortodoxia, pero sostiene que el apogeo de los krausistas ha pasado con su positivación (II, 643-645). El krausismo y Balmes yerran, según Ganivet, en centrarse en consideraciones sistemáticas en vez de en una antropología filosófica que estudie el origen, naturaleza y destino humanos, sus leyes evolutivas y la consecución de sus fines (II, 652).

Para terminar su tesis, Ganivet recomienda una reforma radical de la epistéme, realizable por medio de facilitar la enseñanza de la filosofía y disminuir el número de sistemas (II, 672). Para combatir el escepticismo de la sociedad española, el plan de reforma debe partir de la acertada educación filosófica. La Iglesia Católica, escribe Ganivet, debe regir la enseñanza elemental, grabando en el párvulo los principios de una religión y de una filosofía (II. 664). La educación secundaria debe preparar a los individuos para sus futuras profesiones. Debe, a la vez, exigir el estudio de la filosofía (o de la literatura) en todas las carreras para facilitar todo linaje de cultura intelectual (II, 669-670).
 
3.2 EpistolariosLas ideas de Ganivet se descubren in statu nascendi en su correspondencia epistolar. Antonio Gallego Morell (1971: 97) ha subrayado la importancia de las cartas en la producción literaria de Ganivet: por un lado, gran parte de su obra total la componen colecciones de cartas: Granada la bella, dirigida a los amigos granadinos; El porvenir de España, diálogo epistolar con Unamuno, Cartas finlandesas y Hombres del Norte. Dada la luz que derrama sobre Ganivet y su pensamiento, el Epistolario a Navarro Ledesma, recogido en las Obras completas y compuesto de treinta y una cartas escritas entre 1893 y 95, ha solido verse como un libro entero más. Cuatro tomos de las cartas de Ganivet han salido hasta la fecha.

Bien se comprende la predilección de Ganivet por el género epistolar. No sólo se siente libre para improvisar su pensamiento y sentimiento, sino también se disciplina al estrenar ideas delante de interlocutores intelectualmente exigentes. Pero además si, como vamos viendo, su pensar es esencialmente dialogístico, ¿qué medio literario más idóneo para exteriorizar este diálogo entre los dos lados principales de su personalidad? Dialogando con el otro, intercala su "monodiálogo" interior en la conversación epistolar, enriqueciendo así ese género literario con la variedad de sus propias voces interiores. Para verlo, examinemos el Epistolario a Navarro Ledesma tal y como aparece en las Obras completas, confiados en poder localizar idéntico "monodiálogo" en las cartas todavía inéditas al querido amigo.

Esta colección epistolar parte de un sentimiento radical de tristeza sin una causa concreta, el cual desemboca en abulia, condición de muchos "hombres nuevos" o miembros de su generación. Ganivet la concibe, a la manera de Pierre Janet, como debilitación de la voluntad, incapacitada para asimilar novedades y, por tanto, de mantener la vida a la altura del tiempo. Aplica la abulia a su patria, en cuanto produce esa enfermedad la rapidez y poca profundidad de la percepción, la educación deficiente y el afán de vivir con prisa. Propone el remedio de atenerse a un asunto personalmente interesante hasta vencer la inatención abúlica. Porque de la victoria nace la autenticidad personal: "Realmente, lo único que hay, o que "es", es la voluntad, la fuerza creadora, cuya primera materia es el conocimiento y cuyo impulso es el sentimiento o lo que llamamos tal" (Obras completas II, 843). Esta frase combina el voluntarismo de Schopenhauer con la unión de voluntad, de conocimiento y de sentimiento de Alfred Fouillée, y añade una preocupación por la creatividad constante en el mismo Ganivet.

Frente a la incipiente misantropía que atisba en Navarro Ledesma, por razones prácticas recomienda un equilibrio dinámico entre el pesimismo y el optimismo. No es otra la relación que sostiene entre sus dos voces íntimas, que pocos años después ha de denominar Hípope y Cínope. Porque si Hípope expresa la inclinación al heroísmo idealista, el optimismo recomendado por Ganivet "nos permite marchar en filas con el fusil al hombro y la cara sonriente de quinto recién traído de la dehesa; de este modo llegamos [...] a cualquier parte, y evitamos quedar rezagados". Por otra parte, el pesimismo, metódicamente empleado, evita los excesos. "Templa los ardores que a veces despiertan los pequeños éxitos, e impide que, enorgullecidos [...] vayamos [...] a ponernos delante de los cañones para ser carne de ídem" (Carta a Navarro Ledesma, 1893). La interacción entre el optimismo y el pesimismo, entre el idealismo y el cinismo, se presenta en las intuiciones de Ganivet sobre la religión y sobre la política esbozadas en esta correspondencia.

En materias de religión, Ganivet se declara francamente incrédulo. Con Ludwig Feuerbach, sostiene que los dioses son creaciones de los hombres, con Jesucristo el más humano de todos. Si él reclama la devoción de Occidente, es por ser la divinidad más nueva y, hoy por hoy, la más posible (II, 989-990). El fin de todos los seres humanos consta de acabar en la nada, pues no cree Ganivet en la perduración de la vida ideal así como no cree en la de la vida orgánica. Percibe como "milagrosa" la pervivencia del catolicismo, condenado a reducirse en un par de siglos a un mero recuerdo histórico. Si, en opinión de Ganivet, la mayoría de los católicos vive sin fe ni amor a las ideas evangélicas, una minoría las defiende con entusiasmo. La historia recordará a esta minoría en primera línea. Por esto, pese a la hipocresía de tal actitud, Ganivet, "sin ser católico", se confiesa partidario de la minoría. Su héroe Pío Cid, otro incrédulo, ayudará a los demás a creer. Y en su único drama, El escultor de su alma, el protagonista Pedro Mártir depositará su fe en su propia alma, un dios de su propia hechura, a la manera feuerbachiana. En suma, la actitud de Ganivet hacia la religión resulta ser un equilibrio difícil entre su cinismo y su idealismo.

Cabe describir así también su visión de la sociedad humana y la consecuente doctrina política. Ha escrito a Navarro Ledesma que "el hombre no tiene ningún fin que cumplir" en la sociedad. El sistema social venda los ojos de cada cual, convirtiéndole en una mula atada a la noria, y que da vueltas algunas veces en vano por la sequedad de la misma, y que otras veces saca agua sin saberlo. Por eso Ganivet, como sus coetáneos Baroja y Valle-Inclán, odia la organización social con sus "infinitas farsas", y anima a su destrucción. Siente aversión hacia la acción, hacia la contemplación y hacia el misticismo escapista hacia lo alto. "Cuando se es cínico hay que vivir en el tonel, como Diógenes" (II, 1026). Con otras palabras, convierte en ideal la epojé, la abstinencia y la ascesis frente al mundo social.

Hostil a la organización en cualquier forma, se opone al centralismo de la Iglesia y del Estado, y prefiere la independencia semiautónoma de ambos. Anhela el ideal futuro de la implantación de la ""pólis" autónoma" en toda ciudad, donde los habitantes pudieran vivir "en familia", posiblemente "filosofando bajo la dirección de un Aristóteles". En esta utopía federativa, podría Ganivet imaginar con Maurice Barrès la instauración de un "socialismo práctico", libre de reglamentos. La solución al problema social equivaldría a la distribución de la sopa boba a todos los perezosos. Idealista, Ganivet ve a este "socialismo anárquico-nirvánico" como su "credo filosófico-político, económico, familiar y religioso". Cínico, no intenta eliminar la holgazanería, aunque sí quisiera permitir que unos cuantos dediquen todo su tiempo al pensar sin tener que preocuparse de la adquisición material.

Desde la perspectiva de tales ideas, Ganivet juzga en sus cartas la literatura de la época. La excesiva extensión de la comunidad, a su ver, lleva a la vida nacional a usurpar el puesto reservado a la vida natural. Natural significa, en su léxico, todo cuanto ha contribuido a la formación personal: los padres, la casa, el campo, las posesiones, en suma, todo lo que, llamado "nuestro", participa de nosotros y nosotros de ello (II, 962-963). Granadinista, Ganivet equipara lo natural con la patria, entendiendo por tal "la cantidad de medio que de pequeños nos hemos asimilado y que forma parte latente de nuestro ser físico y casi todo nuestro ser psicológico". La asimilación individual a la gran metrópoli cosmopolita falsifica el carácter, dando lugar a los decadentismos que Ganivet deplora. Celebra los frutos humanos de los pequeños centros provinciales: Francisco Fernández y González, Urbano González Serrano, Fernando de Castro, Pedro Antonio de Alarcón y Juan Valera. En cambio, dejando aparte el caso excepcional de Galdós, a Ganivet no le convence el cosmopolitismo de la Pardo-Bazán, diletante transplantada de Marineda a Madrid (II, 979-981). No salen mejor librados escritores extranjeros como Émile Zola, tan admirado de doña Emilia y de "Clarín": su obra "tiene que venirse abajo aplastando a los que la admiran, incluso Clarín. Zola es, en grande, el tipo internacional, que apesta en congresos y conferencias" (II, 1007). Con su cientificismo y su progresismo, sus personajes ocultan ridiculeces humanas tras una gravedad consistente en manías individuales (II, 861).
 
3.3 Dos novelas de ideasLas dos novelas de Ganivet las protagoniza el granadino Pío Cid, desdoblamiento del autor. Por eso Hípope y Cínope conviven y compiten en el carácter de Pío Cid mientras Ganivet satiriza en su primera novela el imperialismo europeo, y alegoriza la reforma intelectual y moral de España en la segunda. Si los títulos de una y otra novela implican el heroísmo de la figura central, los contenidos insinúan en gran medida cierto antiheroísmo en su ánimo.

En La conquista del reino de Maya por el último conquistador español, Pío Cid, Ganivet quisiera situar su sátira antiimperialista en la tradición de las historias de las Indias redactadas por los conquistadores españoles. Por tanto, inventa a un narrador-protagonista que es "un hombre de acción y de perspicacia, un transformador de hombres", pero al mismo tiempo, un idealista que desea imponer su sello a la sociedad. Maya, nombre del reino que se propone conquistar, es ambivalente. En sánscrito, estudiado por Ganivet para su segunda tesis doctoral, el vocablo significa, por una parte, algo afirmativo, el poder de crear ilusiones, y, por otra parte, la ilusión misma, una irrealidad, un sueño, un fraude (Santiáñez-Tió 1994:222). Pío Cid ha erigido en ideal el progresismo material, que intenta imponer a los nativos. Los resultados, como es de esperar, redundan en su pro y en contra de los nativos. En su brillante análisis de la novela, Nil Santiáñez-Tió percibe la dualidad dialogística de Pío Cid y de los mayas que le rodean. "La dualidad civilización-barbarie [vale decir, heroísmo/cinismo] presente en Pío y en el reino de Maya se justifica narrativamente [...] por ese doble componente de ambos: Pío, español e Igana Iguru (o sea distinguido ciudadano mayo); los mayas, poblado primitivo, salvaje, y a la vez refracción satírica de Europa y España".

La dicotomía de Hípope y Cínope se deja notar en el tono con que narra Pío Cid su experiencia africana. El mismo Ganivet aspiraba a un equilibrio de tono, en que quería ser "serio, con tendencia a la guasa, y guasón con tendencia a la seriedad" (Ginsberg 52-53). Narra Pío Cid, "Me hallé en disposición [...] de trabajar por la felicidad de aquellos hombres que, no obstante la diferencia de color, yo consideraba como hermanos. No eran tampoco mis móviles exclusivamente humanitarios, pues sentía una noble curiosidad científica, un vivo deseo de hacer ensayos u experimentos sobre esa nación, para deducir principios generales de arte político" (Maya 139). ¿Trabajar por la felicidad ajena? Luego, vivir guiado por el idealismo heroico de Hípope. ¿Reducir el prójimo a un objeto de ciencia práctica, tan desdeñada por Ganivet? Luego, disimular un cinismo antiheroico tras una máscara de nobleza. La justicia que suministra Pío Cid involucra la adhesión a la ley, aunque también a menudo la ejecución de la víctima por motivos triviales. La reforma social que introduce en Maya, europeizando a esa sociedad, alza a sus habitantes de la feliz inconciencia bestial a la completa infelicidad fáustica.

Suspendamos aquí esta breve consideración del dialogismo que informa el monólogo autobiográfico titulado La conquista del reinode Maya. Pasemos a la segunda novela de Ganivet, Los trabajos delinfatigable creador, Pío Cid. Los críticos observan el heroísmo explícito en el título y en el plan de la novela. Originalmente, Ganivet se propuso reanudar la vida aventurera de Pío Cid en doce capítulos, cada uno de los cuales iba a corresponder a uno de los doce trabajos de Hércules. Pero cuando Hípope y Cínope dejaron de dialogar en el ánimo de Ganivet, e iniciaron una lucha a muerte entre sí, el suicidio del autor cortó esta extensa novela por la mitad, reduciéndola a sólo seis trabajos, en los cuales predomina el diálogo. El sentido alegórico de Pío Cid se le comunica Ganivet en carta a Navarro Ledesma: "Pío Cid es el instinto de un pueblo conquistador que ya no puede conquistar nada y que se contenta con cometer necedades, como las que cometemos a diario; pero esa mismo impotencia para la acción bélica se transforma por necesidad en acción interior; comienza por los trabajos manuales-gubernativos y se eleva hasta el arte" (Agudiez 89).
Los seis trabajos del Pío Cid, mediante interacciones medio humorísticos, medio serias con sus compatriotas, posibilitan ensimismamientos cada vez más heroicos y personales. El intento pacífico de superar a Cínope impide que esta novela se convierta en esperpento valleinclanesco, o la inversión negativa de los héroes clásicos. Aquí se presenta una inversión, sin duda, pero de otro signo. Comparable no sólo a Hércules, sino también al Cid, a don Quijote y a Jesucristo, Pío Cid, descrito por el narrador Ángel como "casi un santo", juega en esta novela, según J. Ginsberg (84-85), el mismo papel que el cura incrédulo, protagonista de San Manuel Bueno, mártir. Afectiva e intelectualmente, sigue siendo imposible excluir a Ganivet del 98. Porque su Pío Cid, incapaz de creer él mismo --cínico como Cínope--, anima a los demás a reforzar sus propias creencias y a emprender actos estoicos, aprobables por Hípope, como en el Idearium español. Todo lo hace con altruísmo, rehuyendo la conversación sobre sí mismo.

Los títulos de cada capítulo o "trabajo" suelen ocultar el heroísmo del protagonista tras una apariencia de picardía, y el lector tiene que extraer la realidad de su virtud, de las transformaciones que hace Pío Cid en los demás y en sí mismo mediante su diálogo. Aunque con Ortega juzgamos esta obra como "una de las mejores novelas que en nuestro idioma existe" (VI, 373), lo cual dificulta la selección de un solo trabajo para el análisis, enfoquemos aquí el cuarto, "Pío Cid emprende la reforma política de España", de todos los trabajos el central y el más extenso. Va escrito casi totalmente en diálogo, y abundan los ejemplos de intercambios entre Hípope y Cínope, tanto en lo que dice y calla Pío Cid, cuanto en sus conversaciones con otros. En realidad, la "reforma política de España" que Pío Cid "emprende" no lo es. Consiste en el consejo dado a los campesinos de oponer una resistencia pasiva a su cacique, y, en caso de no poder encontrar respeto y trabajo en la aldea, de emigrar. "Lo primero en el hombre es la dignidad; si no se puede vivir dignamente en este pueblo, váyase a otro, y luego a otro si es preciso; y si no encuentran en ningún pueblo trabajo y respeto, que es a lo menos a que tiene derecho el hombre, les queda aún el recurso de emigrar a otros países" (II, 98). Aquí Hípope parece tomar la palabra en el discurso de Pío Cid al encarecer, como Séneca, la dignidad humana, pero poco a poco cede la palabra a Cínope al aconsejar con pesimismo un tanto cínico la emigración. Sin embargo, lo mejor de este "trabajo" consiste en los diálogos de Pío Cid con los campesinos, y, en concreto, con la familia del tío Rentero, que le habla en dialecto granadino. Cuando Pío Cid pregunta al tío Rentero sobre la labor, éste le responde, "Toos se quejan [...] y la verdá es que hay que suarlo, créame osté; [...] y lo que es yo, no salgo de aquí jasta que me lleven con los pies pa alante" (II, 21). Pío Cid aplaude tal conducta. Por heroico que sea, se sabe infeliz, reconociendo, con tonalidades derivadas de la República platónica, que "no hay condición más feliz que la del hombre que vive apegado a la tierra, madre de todos, recibiendo de ella la vida en pago de sus esfuerzos[...]. El campesino [...] mientras vive no pierde el calor de su madre" (II, 99).

3.4 Los ensayos: respuestas a las crisis y propuestas de reforma

Dos años y medio (1896-1898) transcurridos en Helsinki ofrecen al cónsul Ganivet pocos deberes por razón de su cargo, y abundante tiempo para escribir. Compone los libros de ensayos Granada la bella, Idearium español, Cartas finlandesas y Hombres del Norte. Con el materialismo de Bélgica todavía a la vista en los primeros dos, busca salvar, por un lado, a la patria chica y, por otro, a la nación con una reforma propuesta de cara a los ideales o arquetipos de ambas. En los tercero y cuarto libros, compara productos culturales de España con los del Norte de Europa, y ensalza a los creadores nórdicos orientados por arquetipos colectivos o individuales. En todas estas obras, al tono heroico del idealista Hípope se opone la voz cínica, crítica, de Cínope.

3.4.1 Granada la bella

Los doce ensayos de Granada la bella forman un arco de medio punto, con su arranque en una aporía titulada "Puntos de vista", el ápice en el ensayo central, titulado "Nuestro carácter", y el final situado en una solución, "El Eterno Femenino". En todos el ensayista pone en juego no sólo conversaciones con imaginados interlocutores granadinos, sino también diálogos íntimos entre su heroísmo y su cinismo. El ensayo introductorio anuncia una perspectiva multiforme aplicable a una temática conflictiva. Tras haber visitado muchas ciudades europeas, Ganivet ha podido armonizar sus recuerdos de todas con otros de Granada. Concibe la comparación mental que, sin violar la esencia de una cosa, permite completarla, complementarla con algunas perfecciones de otra. De ahí la paradoja puesta al comienzo de su libro, donde Ganivet se atreve a exponer "ideas viejas con espíritu nuevo"-- es decir, con ánimo heroico de Hípope--, para en seguida agregar que no dejará de exponer "ideas nuevas con espíritu viejo"-- como si, con un cinismo al estilo de Cínope, no dejara de atisbar la ilusoriedad de toda innovación. Afirma evitar elogiar bellezas actuales, dando la preferencia a "bellezas ideales, imaginarias". Imagina a una Granada arquetípica, como la pólis de la Grecia antigua o como el Estado-ciudad de la Italia renacentista idealizados por él. Aspira, a la manera heroica, a una belleza omnímoda, clásica, para Granada. Por eso escribe, "Mi Granada no es la de hoy, es la que pudiera y debiera ser". Pero en seguida apostilla, un tanto cínicamente, que tal Granada es "la que ignoro si algún día será" (Granada 61). Al habérselas con las "encontradas aspiraciones que luchan en el grave problema de la transformación de las ciudades", Ganivet, refiriéndose a Granada, admite, "El problema es heroico", para de pronto añadir con desparpajo ejemplar, propio de Cínope, "y como yo no soy un héroe, claro está que no me prometo dar la solución. Me limitaré [...] a pasarle la mano por encima" (68).

Con todo, no le tomemos en serio, pues en Ganivet la seriedad se combina con la guasa. Sobresale, por ejemplo, en sexto ensayo de Granada la bella, "Nuestro carácter", que la crítica relaciona siempre con el Idearium español y que forma la clave de todo el arco implicado por los ensayos granadinos. En ensayos previos Ganivet ha podido sacar en limpio la devoción al agua y el amor al pan como dos rasgos típicos de Granada, y esta afición al pan y agua le lleva a dar un salto, temerario si no heroico, al "centro de nuestras almas, donde se encuentra el eje de nuestra vida secular y el secreto de nuestra historia": los granadinos pertenecen a un pueblo de "ayunantes, de ascetas, de místicos". Ganivet equipara lo místico con lo español, y encuentra que los granadinos son los más místicos de todo el país por sus orígenes cristianos y arábigos (102).

Al exaltarse con las ideas, se frena nuestro ensayista con la humorada a menudo cínica. Por eso mantiene que "España fue cristiana quizá antes de Cristo, como lo atestigua nuestro gran Séneca" (102-103). Ahora bien, en Idearium español, que Ganivet va redactando a la vez que Granada la bella, afirma, quizás orientado por su admirado Quevedo, inventor de un Séneca cristiano y español, que "Séneca tiene todo el aire de un doctor de la Iglesia" (50). Tan cristiana encuentra el irónico Ganivet a España, que lo "prueba" en Granada la bella con la permanencia de la mendicidad española, la dedicación al pan y agua. Hippolyte Taine, en su Philosophie de l'art (II, 304-305), ha escrito que en la España de fines del siglo XVI y principios del XVII, el pícaro y el caballero que abundan en las letras muestran todas las miserias, grandezas y locuras de aquella extraña civilización. Trasladado a Granada la bella, y sometido al influjo del heroismo y del cinismo, este pensamiento produce la siguiente variación, en que Cínope e Hípope revisten ropajes de mendigos literarios: de modo cínico comienza Ganivet su alusión al Siglo de Oro, escribiendo, "Así, en aquella época de ventura en que nos venía "oro de América", España fue simbolizada [...] en dos tipos sorprendentes del Lazarillo de Tormes: el Lazarillo es la mendicidad plebeya y desvergonzada; y aquel hidalgo que se enorgullece del fino temple de su espada y de sus solares imaginados, que sueña grandezas y se nutre -- como en broma-- de los mendrugos que recoge su criado, es la noble mendicidad. Yo veo en esas creaciones los gérmenes de otras dos figuras más grandes [...]: Don Quijote y Sancho Panza" (104).

Sin embargo, el núcleo del ensayo "Nuestro carácter" se descubre, no en el cristianismo como tal de los españoles, sino en la peculiaridad de esta fe: lo que Ganivet llama su "misticismo", producido por su roce de ocho siglos con el árabe. Los musulmanes importan a la Península la sensualidad africana-- un lugar común entre los novelistas realistas admirados por Ganivet (p. ej., Alarcón en El Niño de la Bola)--. Y esta sensualidad sirve como la materia para la cual el cristianismo brinda la forma que refrena y disciplina. Aquí se ve un modo de pensar que equipara la ficción con la realidad histórica. Poco va de Don Juan a San Juan: "La gran fe acompaña a las grandes pasiones, y muchos grandes místicos han salido de jóvenes desordenados y calaveras". El misticismo, pues, una especie de heroísmo romántico, entendido como "sensualidad refrenada por la virtud", parece a Ganivet la fuente del pensamiento español acerca de todas las relaciones sociales, las familiares y las políticas inclusive, y sobre la industria y el comercio (Granada, 105). Con todo, los productos más nobles del género humano están sujetos a la destrucción. Ganivet arremete con cinismo contra los europeístas de Granada que intentan imponer a la urbe formas ajenas a su esencia mística.

Todas las creaciones del heroico misticismo granadino peligran en la ciudad. Ganivet emplea las armas provistas por Cínope para combatir la desaparición de Hípope del ámbito de Granada la bella. Frente a los tradicionalistas y a los progresistas de Granada, emite el juicio sobre cada reforma propuesta dependiendo de si armoniza o no con la esencia del país. Por eso Ganivet en Granada la bella sigue teorías sobre al alumbrado esbozadas en La conquista del reino de Maya (249-251), al sostener que la luz débil y el brasero en casa unen a la familia; y que el "abuso de la luz" por el empleo del foco eléctrico y una estufa calentadora tiene el efecto contrario. La lucha contra la destrucción de la familia puede parecer heroica, pero en el fondo del pensamiento de Ganivet se descubre, en sus palabras, "no pequeñas dosis de amargo pesimismo": "el ideal de la Humanidad" no es lograr el conocimiento, asequible a la luz del día: "nos duele poseer" la verdad, y preferimos la comodidad de "vivir semi a obscuras" (Maya 250).

No obstante, el deseo de conservar la sombra en las calles de Granada, no ya sólo en sus casas, motiva a Ganivet a oponerse al afán para él mimético de ensanchar las calles y, por tanto, de abrirlas a la luz opresiva del sol. En las urbes del sur, surgen comunidades de enemigos de la luz. Además, como africanista, Ganivet favorece las viejas calles estrechas e irregulares a las rectas y anchas para proteger a los habitantes del viento cálido (88). "La vida social de Granada", escribe, "es todavía muy moruna" (96). La granadina, mujer sencilla, cuando sale, suele ir vestida "de trapillo" para sus recados, y evitar las tiendas de lujo (97). El africanismo de Granada le parece a Ganivet natural, el ensanchamiento de las calles un "encarecimiento artificial" (99).

Partidario de la naturalidad, de la flora que da sombra en Granada, Ganivet distingue el arte local del resto del arte español: el arte granadino expresa un misticismo que parte del desprecio del mundo de los particulares, y se eleva a un ideal que disminuye pero que embellece los objetos naturales. Así explica la frescura y lozanía tanto de la Introducción al símbolo de la fe de fray Luis de Granada, como de El sombrero de tres picos de Pedro Antonio de Alarcón. ¿Cómo explicar entonces el profesado escepticismo del primer Alarcón? No duda Ganivet que dentro del novelista de Guádix, como dentro del poeta Zorrilla, Hípope coexistía con Cínope. Quizás pensando en sí mismo mientras escribía Granada la bella e Idearium español, formula la paradoja de que "Alarcón era un escéptico, y escribió como un creyente". Porque "nuestras ideas son negativas y no sirven para el arte, que es cosa de crear, no de destruir". El arte es producto de "todo nuestro ser", no sólo de "nuestra cabeza".

Es más: Ganivet admite en su arte ensayístico a la mujer en todo su ser. Termina Granada la bella con un ensayo que rompe con la tradición árabe de velar y encerrar a la mujer, y adopta un tono de actualidad. Virginia Woolfe reclamaba para la mujer un cuarto suyo, un espacio propio para la expresión de su personalidad. Ganivet ofrece a la granadina toda la ciudad para idéntica función. Con humor que oculta una auténtica voluntad de reforma, Ganivet abre su ensayo reconociendo la pobreza de Granada para adornar monumentos, pero su riqueza en "monumentos vivos cuya construcción nos sale casi de balde", granadinas cuya omnipresencia a través de la ciudad la embellecería (Granada 153). Este ideal, heroico y virtualmente utópico en una nación como la España finisecular, en Finlandia, donde reside Ganivet, resulta tan cotidiano, que no resiste a su guasa. Explica cómo en baños públicos, las jóvenes finesas, después de desnudar a los varones y enjabonarlos, con una profesionalidad total, los lavan como las mujeres de Granada "lavan unos calzoncillos, sólo con un poco más de tiento" (156). Al notar la costumbre finesa de dejar a la mujer salir libre de casa a todas horas, el guasón Ganivet se expresa con prosa rimada, digna del Zorrilla más popular. En Finlandia, "donde no hay cerrojos que quebrantar, ni balcones que escalar, ni terceras que sobornar, ni vigilancia que burlar, no puede vivir don Juan Tenorio" (156). Por eso Ganivet pude un tratamiento cristiano para la mujer en una nación esencialmente cristiana, donde cada individuo, varón o mujer, merece tener su fin en sí mismo. No convence a Ganivet la solución del convento, "competidor de los enamorados" cuando la mujer carece de vocación de monja, ni la vida de beata, de "quedarse para vestir imágenes" en una España donde escasean ya las imágenes (160). Pero Ganivet deja de lado todo cinismo y suena la nota heroica al exigir en sus últimas líneas de Granada la bella "una promesa de poesía futura: la de la mujer con voluntad, con experiencia, con iniciativa, con espíritu personal, suyo, formado por su legítimo esfuerzo" (161).

3.4.2 Idearium español: contexto e "intratexto"

Ganivet consideraba el Idearium como su mejor obra, aunque la crítica actual parece preferir Los trabajos del Pío Cid. El examen de la intertextualidad de la obra ensayística desmiente la visión difundida del ensayista como dogmático, plagiario y mal informado. De hecho, nunca plagia ideas ajenas, sino intenta casar lecturas españolas con otras extranjeras, al tiempo de sostener discusiones interiores consigo mismo. Una y otra vez repite el patrón de partir de las ideas de un autor español, y de intentar compaginarle con escritores extranjeros, sin ocultar sus reacciones personales a todos. Así hace en las nociones más fundamentales del Idearium, estrechamente relacionadas entre sí: [3.4.2.1] la doctrina de "idea madre" en general; [3.4.2.2] la "idea madre" del senequismo español en particular; [3.4.2.3] la "idea madre" del cristianismo español, manifestación de la idea anterior; [3.4.2.4] la "idea madre" fundante del "espíritu territorial", con sus especificaciones del espíritu "peninsular", del "insular" y del "continental"; y, por último, [3.2.2.5] la famosa doctrina de la "abulia española", tan influyente en los demás noventayochistas.

3.4.2.1 La doctrina de "idea madre"

A menudo hemos acentuado la índole arquetípica de la mentalidad de Ganivet. Gusta de moverse entre ideales, modelos, ejemplares o arquetipos de los objetos, situados en un mundo trascendente y asociados con la mente divina. Ya en una obra primeriza, ha llamado a estos arquetipos "ideas madres". Javier Herrero identifica a Platón como fuente de esta concepción (216-218). Según la alegoría de la caverna de la República VII, 518 b, 519 d, una vez vistas las ideas o arquetipos, que contienen un elemento divino, el filósofo, vuelto al mundo de las apariencias, se siente impuro, impedido en sus movimientos, incapaz de manejar bien su doctrina. Además, en el Fedón 101 d, Platón alude a lo firme de una hipótesis, que ofrece una base firme en medio de la confusión intelectual. Todos estos aspectos de la noción de "idea" recurren en el Idearium. En la República, los dialogantes se los aplican a la idea de la justicia en la "constitucion del Estado" ideal, o sea, la República en griego. Ganivet imita a Platón al identificar el tema de su libro como "la constitución ideal de España" (45).

Con todo, el teórico político Platón le inquieta. En su primera tesis doctoral, orientado por Cínope, aunque sin poder disimular una admiración propia de Hípope, ha escrito que ningún socialista moderno "ha formulado un sistema tan radical y absurdo como el que explana Platón en su República; Platón, el más idealista de los paganos, el que se eleva a un concepto de Dios no desdeñado por San Agustín" (II, 593). Entre Platón y sí mismo el autor del Idearium intercala a un político español, a quien admira por su creatividad política: Antonio Cánovas del Castillo, arquitecto de la Constitución de 1876.

Cánovas basa la monarquía constitucional de la Restauración en varios principios políticos que no deja abiertos a la discusión tras tres décadas de disturbios civiles en España (1843-1873). A esos sencillos principios estabilizantes los llama "verdades madres", que integran la "constitución interna" de España. Tales preceptos, inmanentes al alma nacional y nacidos de su tradición y carácter, no surgen de imposición institucional alguna, sino del ser de la patria. Proyectados hacia el futuro, forman el destino histórico de la nación. Es cierto que, desde la perspectiva de sus contenidos, las "ideas madres" de Ganivet difieren mucho de la "verdades madres" de Cánovas por su grado superior de abstracción,
Pero, como éstas, han existido siempre en la Península como parte de su esencia y no admiten apelación. Las considera Ganivet tan básicas, que dentro de la división tripartita de su libro, ellas dominan la primera parte, titulada A, que hace comprensible la segunda, B, sobre la política internacional de la modernidad española; y la tercera C, un diagnóstico de la enfermedad colectiva que aflige la sique nacional.

3.4.2.2 La "idea madre" del senequismo, o la autarquía

Una de las "ideas madres" permanentes en el territorio ibérico es lo que llama Ganivet el senequismo --más precisamente, la autarquía, el principio ético del autodominio--. Ganivet reduce la doctrina de Séneca al siguiente imperativo: "No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, [...] alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir" (46). Explica Javier Herrero (180-181) que esa "fuerza madre" es el conjunto de "ideas madres", una especie de "mundo ideal que imprime su huella sobre el espíritu". El principio de la autarquía lo cree Ganivet (a imitación de Cánovas) "tan español, que Séneca no tuvo que inventarlo porque lo encontró inventado ya" (45-46). Mas, por española que sea, la doctrina, entresacada de múltiples obras de Séneca, contiene un marcado componente europeo. La ecuación de una "idea madre" con una "fuerza madre", es decir, de una "idea" con una "fuerza", tiene un origen francés --el filósofo y sociólogo francés Alfred Fouillée: "Las ideas constituyen una fuerza colectiva almacenada en el individuo; son de la herencia intelectual, que reacciona sobre la herencia síquica y que puede, mediante la educación, dirigirla y hasta a veces dominarla" (364). En el Idearium, Ganivet desea educar a sus lectores en las "ideas madres" para que vivan conformes a su auténtico destino.

Sin embargo, tanto Cínope como Hípope obran sobre el concepto de autarquía senequista en Ganivet. Es heroica la universalidad que intenta dar a la idea dentro de la cultura hispánica. Su amplitud de miras es digna del regeneracionista Joaquín Costa, estudioso de la religión de los celtíberos, del derecho consuetudinario español, de la poesía popular española y de la doctrina política presente en los cantares de gesta, los refranes y los romances viejos (Pérez de la Dehesa 236-238). En todas estas esferas, mantiene Ganivet, entra el senequismo o, mejor dicho, la doctrina del señorío de sí mismo. Sólo que, cuanto más se exalta Hípope, con tanto más parece interrumpirle la voz ronca de Cínope: Séneca, ya lo hemos visto, para afirmar su autodominio, se suicidó, "ocurrencia genial y nunca bastante alabada y ponderada". Aquí parodia Ganivet el heroísmo mediante la imitación burlesca, cervantina, de los libros de caballería. Pero introduce en su cínica parodia una influencia europea. Henry T. Buckle ha escrito que, durante la Ilustración y después, la medicina española estaba tan atrasada, que purgar y sangrar eran los únicos remedios recetados por los médicos, con la preferencia dada al segundo, practicado con ignorancia y temeridad (II, 76). De ahí el enunciado de Ganivet, consciente de los debates en el Ateneo sobre la ciencia española (Fox 15), de que "España sola sobrepuja a todas las demás naciones juntas, por el número y excelencia de sus sangradores" (Idearium 47).

3.4.2.3 La "idea madre" del cristianismo español

Ya en el ensayo clave "Nuestro carácter" de Granada la bella, hemos visto el misticismo que para Ganivet define la religiosidad española. Ganivet reconoce al historiador alemán de Derecho Romano, Rudolf von Jhering, como una fuente (Idearium 175). De él procede la idea de que el contacto del indoeuropeo con los semitas ha resultado siempre en grandes creaciones culturales. Por eso, si los griegos han innovado en la cultura occidental, ha sido por su contacto directo con los semitas, o sea, los fenicios (280-281). Ahora bien: Jhering no alude a España. Del mismo Ganivet es la analogía, Grecia antigua es a los fenicios como los españoles a los árabes. La lectura de Joaquín Costa, de Henry Buckle y de Unamuno ha sugerido la analogía. Costa ha visto la virtualidad de la poesía popular española para penetrar en el pensamiento religioso que anima a sus autores. Y Buckle contrasta el espíritu religioso previo a la invasión musulmana con la religiosidad española posterior a aquel evento y visible en la poesía popular (II, 22-23). Si antes de 711 la piedad peninsular peca de docilidad ante el clero, luce una creatividad peculiar después. Por eso escribe Ganivet, "España, invadida y dominada por los bárbaros [visigodos], da un paso atrás hacia la organización falsa y artificiosa [dominada por el clero hispanorromano]; con los árabes recobra con creces el terreno perdido y adquiere el individualismo más enérgico, el sentimental" (Idearium 176).

En tiempos de Ganivet, predomina la concepción de la poesía popular como creación de individuos sobre todo. Si de la poesía popular nace la religiosidad española (Costa), entonces Ganivet puede rastrear el misticismo en el individualismo, patente en el Romancero viejo. Ha leído en Unamuno que los místicos castellanos como San Juan y Santa Teresa afirman su individualidad y su libre albedrío, y hasta incorporan la presión de la ley externa social a su propio modo de vivir (1895, I, 844-845). Sin embargo, Ganivet retrata la individualidad religiosa castellana de otro modo. Orientado tanto por su visión heroica (Hípope) como por su cinismo (Cínope), mantiene que la piedad peninsular tiene dos vertientes, una digna de admiración, la otra temible. Debido al influjo musulmán, goza de una sensualidad e intensidad especial, pero peca de un fanatismo innegable: "el mismo espíritu que se elevaba a los más sublimes conceptos creaba instituciones formidables y terroríficos; y cuando queremos mostrar algo que marque con gran relieve nuestro carácter tradicional, tenemos que acudir, con aparente contrasentido, a los autos de fe y a los arrebatos de amor divino de Santa Teresa" (Idearium 54).

3.4.2.4 La "idea madre" del "espíritu territorial"

La "idea madre" del "espíritu territorial" subyace a las del senequismo y del cristianismo español, y en cierto sentido las explica. Si Ganivet privilegia la tierra como lo más profundo de cada nación, es porque la considera como "lo único que hay para nosotros perenne", aun más que la religión, el arte y el derecho, fenómenos históricos (Idearium 66). Granadino siempre nostálgico, Ganivet necesita sostener la estabilidad terrestre. Hablando de su suelo nativo, escribe, "En el seno de este ambiente individual [...] está la tabla donde debemos agarrarnos fuertemente antes de irnos al fondo" (II, 963). Además, en Unamuno (I, 808), ha leído la noción de que el clima extremoso ha erosionado la tierra castellana y afectado a la sicología de sus habitantes, obligándoles a formar "una atmósfera personal, regularmente constante en medio de las oscilaciones exteriores, defensa contra el frío y contra el calor a la vez" y prefiguración, sin duda, del estoicismo o autarquía admirada por Ganivet (Idearium 45-46).

Pero la ley de su pensamiento consiste en la unión de lo nacional con lo extranjero. Mantenemos, pues, la influencia de Jhering en su noción de "espíritu territorial". Jhering relaciona las instituciones de Roma con hipotéticas migraciones de los antiguos arios desde Asia a Europa. Busca una constante en la vida de las naciones, y elige el hábitat, diciendo que los demás-- derecho, moral, costumbres, religión-- pueden variar. Infiere, por ende, que el suelo ("Boden") constituye la nación, la define. "Suelo" abarca aquí no sólo la constitución de la tierra habitada por la gente, sino también todo detalle anejo a la situación del hábitat nacional en su región del globo terráqueo: el clima, la configuración del suelo, la distancia del mar y el contacto con otras naciones.

Pese a todo, ¿de quiénes deriva Ganivet su doctrina más discutible, a saber, que la configuración de la tierra impacta en el carácter nacional? ¿A quiénes se une al presentar al insular como agresivo, al continental como defensivo y al peninsular como independentista? A dos historiadores ingleses muy consultados por él, Henry T. Buckle y Thomas Babington Macaulay. De Buckle puede provenir la teoría ganivetiana del espíritu territorial español como afanoso de independencia; y de Macaulay, la concepción del espíritu territorial inglés como agresivo y la del francés como defensivo. En ningún caso descubrimos una absoluta sumisión a las fuentes.

En su Historia de Inglaterra, muy leída por la Generación del 98, el viejo liberal Buckle polemiza contra el proteccionismo, el intervencionismo de Iglesia y Estado. En España descubre al país menos prudente, proteccionista desde la época visigótica y sometido al influjo del clero desde siempre. Ganivet debe a Buckle las ideas de que España es independentista por carácter (II, 2-23); de que la tierra ha influido en este carácter; de que la Reconquista equivalía a ocho siglos sin pausa de una campaña en pro de la independencia. Mas no comparte Ganivet el anticlericalismo de Buckle; o, para ser preciso, antiunitarista, se opone al intento eclesiástico de centralizar y uniformizar el cristianismo, pero hay que relacionar esta actitud con su autonomismo. Encuentra la teología española ajena al carácter del país, pero descubre con Buckle lo extraordinario del romancero como expresión de ese carácter.

Además, al contrario de Buckle, Ganivet distingue la política de los Reyes Católicos de la de Carlos V: la primera surgió del espíritu territorial peninsular; la segunda, del espíritu territorial continental-- Carlos había nacido en Gante--, y desvió a los españoles de su auténtico destino nacional. Esta espacialización de la historia española surge de una síntesis original de Macaulay y, en menor grado, de Taine. Macaulay ha escrito su famosa Historia de Inglaterra desde la perspectiva de un Whig, un liberal moderado, partidario del libre intercambio comercial. Deplora la agresividad británica, y lamenta la necesidad que han solido sentirse los franceses de defenderse. El pueblo inglés pareció a Macaulay nacer a principios del siglo XIV y, durante más de un siglo, pretendió fraguar con armas un imperio continental. El desdén con que sólo dos siglos antes los "conquistadores del Continente" habían mirado a los "isleños", escribe Macaulay, ahora reapareció en la actitud de los "isleños" hacia el "pueblo del Continente". Todo inglés se veía nacido para el triunfo y el dominio (I, 20-21), pero por fin el "espíritu" de los franceses se despertó, oponiendo una vigorosa "resistencia nacional" a los agresores. Aunque los ingleses pusieron fin a su campaña continental, según Macaulay, el pueblo seguía recordando orgulloso sus victorias contra los franceses (I, 23).

Consta, empero, que la política de Francia se volverá agresiva. Pero esto no ocurre, advierte Ganivet (70), "hasta Napoleón, quien no sólo era un extranjero que conoció a Francia de un modo puramente objetivo y la utilizó como un instrumento para satisfacer sus ambiciones, según Taine ha sostenido y demostrado, sino que era un insular, más aún," agrega con admiración, "fue una isla que cayó sobre el continente". No participa Ganivet, sin embargo, de todo el antinapoleonismo de Taine, crítico del fin desastroso del Segundo Imperio, y quien presentaba a Napoleón como a un extranjero, ferozmente leal a su isla de Córcega, y que manejaba al pueblo de Francia como un jinete a su caballo. Si, pues, según Taine, "Napoleón hizo de Francia una nación insular", por analogía, razona Ganivet, el flamenco Carlos V "hizo de España una nación continental", que necesitaba defender la herencia de su monarca en el continente de Europa (Idearium 113).

Por heroicas que suenen las hazañas de Carlos V, de Napoleón Bonaparte, de los agresivos ingleses y de los guerrilleros españoles, no se salvan del ojo a veces cínico de Ganivet. Los españoles, a su ver, siempre han llevado su independentismo a un extremo risible. Los Pirineos y el Estrecho de Gibraltar sólo aíslan e independizan en parte a los peninsulares: dotados de feroz independencia personal, carecen de confianza en sus defensores locales, y por eso reducen su país a "una especie de parque internacional, donde todos los pueblos y razas han venido a distraerse cuando les ha parecido oportuno" (71-72). De los ingleses, agresores en Gibraltar, le consuela a Ganivet considerar que, según testimonian sus propios expertos, serían vencidos al luchar en su propio territorio. Constituyendo una nación insular, mal podrían hacer una guerra de resistencia (69-70). En el caso de Napoleón, le divierte a Ganivet reflexionar sobre la humillación sufrida en Rusia por sus tropas que, al perseguir al enemigo aparentemente fugitivo, se encontraron hechas víctimas del invierno ruso (71). Por último, en cuanto a Carlos V, pese a sus indiscutibles derechos dinásticos al Sacro Imperio Romano, su política, en opinión de Ganivet, fue funesta para España, una nación peninsular, no continental. "En España no había nadie capaz de comprender su política, y esto prueba, sin necesidad de más demostraciones, que su política era ajena a nuestros intereses" (112). En conclusión, la interacción entre Cínope e Hípope no falta en las meditaciones ganivetianas del "espíritu territorial".

3.4.2.5 La "abulia española"

¿Cómo explicar, entonces, la famosa abulia española, que comienza con la decadencia durante el Siglo de Oro? Ya en En torno al casticismo (I, 864), Unamuno se queja de la imposibilidad de vivir la vida agitada de los aventureros áureos, capaces de enriquecer sus obras con aquellas experiencias. En cambio, en la España finisecular, "hay abulia para el trabajo modesto y la investigación directa, lenta y sosegada" (I, 864). Si Unamuno, pues, ha puesto en circulación la palabra "abulia", aplicándola a España, historiadores extranjeros como Buckle han descrito el fenómeno previamente sin llamarlo por ese nombre técnico. Animado, sin duda, por el ejemplo de Unamuno (I, 813), que ha aplicado la sicología inglesa (Spencer) a la historia española, Ganivet intenta aclarar esta historia aplicando la sicología francesa a datos históricos entresacados de Buckle. El anticlerical Buckle sostiene que Felipe II, el último gran rey de España, dirigió todos sus esfuerzos hacia el imperio de Europa con el único fin de restaurar la autoridad de la Iglesia. "Toda su política, todas sus negociaciones, todas sus guerras, apuntaban a esta única finalidad" (Buckle, II, 20). ç

Después de su muerte, la declinación se precipitó, con la ocupación del trono por dos reyes (Felipe III y IV) "ociosos, ignorantes, enfermos en sus propósitos" (31). La experiencia de España parece a Buckle demostrar el peligro del proteccionismo, pues cuando un pueblo viene a depender de su soberano para todo, el ascenso al trono de líderes incompetentes derroca todo el sistema (29).
Ganivet, por su parte, sustituye la religiosidad que Buckle atribuye a Felipe II por su "independencia y exclusivismo", fruto del espíritu territorial. Quería gobernar de hecho, no sólo por derecho. Por eso perseguía la política continental de su padre (Idearium 113). Con Buckle coincide Ganivet sobre la unidad de esa política. Pero trata la unidad sirviéndose de terminología sicológica: "Con Felipe II desaparece de nuestra nación el sentido sintético, esto es, la facultad de apreciar en su totalidad nuestros varios intereses políticos".

Después, puede Ganivet concurrir con Buckle acerca de la incompetencia de los sucesores de Felipe II: "Lo más triste que hay en nuestra decadencia no es la decadencia en sí, sino la refinada estupidez de que dieron repetidas muestras los hombres colocados al frente de los negocios públicos en España" (Idearium 114-115).

Hacia el fin de su libro diagnostica los síntomas de la abulia española como un defecto de la inteligencia. Veamos cómo, una vez más puesto en la pista por Unamuno, prosigue su camino combinándole con el pensamiento extranjero --aquí, la sicología de Pierre Janet, sobre todo--. Unamuno, orientado por la sicología inglesa, y, en concreto, por la de Herbert Spencer, sostiene que la casta histórica Castilla no sabe sintetizar el ideal y el real, buscar los "nimbos" entre los objetos más varios (I, 814), con la consecuencia de que afirma dogmas demasiado abstractos o impresiones sensoriales sin matizar (I, 918-819). Este dogmatismo produce una "Inquisición latente", con esfuerzo y tiempo gastados en polémicas estériles y con la pérdida de toda iniciativa (I, 859).

Ganivet se une a Unamuno al rastrear la abulia española en "la debilitación del sentido sintético, de la facultad de asociar las representaciones" (166). Ya hemos visto idéntico léxico en la descripción de la capacidad mental que España perdió con Felipe II. Estos términos provienen del sicólogo francés Pierre Janet, que define la abulia como "una desaparición, una abolición casi total de aquella facultad que tiene alguna importancia y que llamamos la voluntad" (258), definición aceptada por Ganivet. Los síntomas que Ganivet describe coinciden con los descritos por Janet en una paciente suya: una "debilidad del pensamiento" que "se exagera por la más mínima labor de la mente" (395). Así Ganivet: "La atención se debilita tanto más cuanto más nuevo [...] es el objeto [...]; el entendimiento parece como que se petrifica y se incapacita para la asimilación de ideas nuevas: sólo está ágil para resucitar el recuerdo de los hechos pasados; pero si llega a adquirir una idea nueva, [...] cae de la atonía en la exaltación, en la ‘idea fija’ que la arrastra a la ‘impulsión violenta’" (163). Descritos los síntomas, Ganivet se los aplica a España. Encuentra a la nación "como distraída en medio del mundo" (164), como ha visto Buckle. Comenta Ganivet que, normalmente apática, se aferra España a una idea, y "produce la impresión arrebatada" (162-65).

La curación se producirá con la introspección y con la dedicación de España a proyectos adecuados a su esencia. Por eso Ganivet rehace en un sentido patriótico el imperativo agustiniano de la autorreflexión: "Noli foras ire; in interiore Hispaniæ habitat veritas". "No quieras salir fuera; en el interior de España mora la verdad". El mandato ganivetiano, tantas veces criticado por su teología, juega diestramente con un triple sentido de interioridad: el español debe limitar sus esfuerzos al interior de la Península, buscar su verdad en la intimidad de sus prójimos a internarse, con el mismo fin, en la hondura de sí mismo (154-155). Al hacerlo, descubrirá, aparte de proyectos intrapeninsulares, la posibilidad de difundir la cultura española a los otros países hispanoparlantes y hasta a África (con la colaboración de los árabes.

3.4.3 El porvenir de España

El Idearium español (1897) constituye una respuesta a las ideas principales de En torno al casticismo (1895). Y El porvenirde España (1898) forma la primera reacción profunda al Idearium, hecha dentro del marco histórico de la derrota española en Cuba (3 de julio). Sin embargo, en las cartas de Unamuno a Ganivet contenidas en El porvenir de España, entra una doctrina sólo entrevista en En torno al casticismo: el antinacionalismo socialista de su autor; y en las cartas que integran la respuesta de Ganivet, notamos cierta vacilación, visible también en el Idearium, entre la agesividad heroica y la retirada cínica, entre Hípope y Cínope.

Partidario de la "intrahistoria", Unamuno se queja de la opresión de la historia nacional. Favorece el chapuceo "en pueblo" y la europeización, y celebra que aumenten en España el apego a la región nativa y el amor cosmopolita a la humanidad a expensas del nacionalismo. El apego a la patria chica pertenece al labrador productivo; el patriotismo nacional, empero, tiene su origen como una imposición externa, bien de la burguesía urbana, o bien de los grandes terratenientes. Los burgueses, a juicio del socialista Unamuno, explotan el suelo patrio para monopolizar la tierra y los instrumentos de producción y para promover la guerra. Estas doctrinas, amalgama de Achille Loria y Carlos Marx. impulsan a Unamuno a distinguir entre patria y nación y a preferir la primera como el camino más corto al comunismo agrario universal en un mundo de paz (Obras I, 978-982). Desde tal perspectiva juzga Unamuno el Idearium español al leerlo por primera vez, quizás en el año de su publicación.

En El porvenir de España Unamuno manifiesta su sorpresa por el cambio que el Idearium señala en Ganivet: está hecho ahora un "hombre nuevo", reformador de la patria. Enseña una lección de sinceridad en el ámbito de ramplonería e inercia mental de entonces. Aplaude Unamuno la necesidad que Ganivet ve de introducir heterodoxias en España y de "arrojar aunque sea un millón de españoles [ortodoxos] a los lobos, si no queremos arrojarnos todos a los puercos". Celebra el imperativo ganivetiano de la introspección tras la pérdida del imperio, como Segismundo vuelto a la prisión y consciente de haber vivido un sueño (Porvenir 28-29), o como Don Quijote, vencido por el Caballero de la Blanca Luna y obligado a regresar a su aldea y a morir cuerdo para resucitar prudente (38).
Tras señalar sus puntos de concordancia con Ganivet, Unamuno indica sus discrepancias. Ganivet deplora la ausencia del cristianismo puro en el mundo. Pero Unamuno percibe una relación sólo aparente entre esa religión y la moral senequista. Propugnando "la completa despaganización de España", no oculta D. Miguel la "profunda antipatía" que siente hacia los árabes (41-44). Lamenta que almas sinceras como Ganivet no hayan pensado y sentido con mayor rigor su religión y, por tanto, hayan subestimado el protestantismo y supravalorado el catolicismo en su estado finisecular (44-45). El mismo Unamuno va digiriendo a fondo el protestantismo liberal en este momento de preparación para una especie de conversión religiosa de alguna especie, todavía indeterminada.

Con su aprecio por los árabes y su desprecio por los protestantes, Ganivet le parece a Unamuno demasiado convencido por la historia y no de modo suficiente por la "intrahistoria". Iberos, celtas, fenicios, romanos, visigodos y árabes han influído de mínima manera, escribe Unamuno (97), en el fondo prehistórico e "intrahistórico" de los peninsulares. Coincide Unamuno con Ganivet en la necesidad de armonizar la intimidad esencial de los españoles con su ambiente. Mas ve la historia, imposición externa, como la gran ocultadora de la constitución íntima de la patria. Cristiano, aunque en este momento también marxista, Unamuno sitúa los dos factores más profundos de la vida de un pueblo en su economía y en su religión (106-109). Cree, pues, que Ganivet ha exagerado la fuerza de las ideas, más bien resultados, no causas, de los hechos. La variación de las ideas depende de la variación de la organización social, sujeta a las leyes económicas. Unamuno encuentra la Conquista de América y el problema colonial español emparentados en la búsqueda española del oro (111-113).

La economía de España, concede Unamuno ante Ganivet, se basa en las condiciones del suelo. Dado el clima extremoso, el suelo pobre y los ríos indomables --factores notados por Buckle (II, 2-3)--, aconseja Unamuno una nueva orientación económica, no ya hacia la meseta castellana, sino hacia la periferia provincial y hacia la industria europea (116-117). En España, nota Unamuno, se resucita el regionalismo, tendencia que él celebra, con tal que este movimiento no pierda de vista la integración en la comunidad peninsular (123-124). Si el fondo del espíritu español adoptase una base popular, dominaría en la Península el cristianismo español, representado, según Ganivet, por los místicos (124-125). Pero Unamuno repite que la ley externa, el ánimo militante, ha coartado el desarrollo de la mística castellana. Percibe que tal actitud sigue de moda. Termina sus reflexiones insinuando la antinomia de nación y patria, y dando la preferencia a la segunda por "intrahistórica" (127-134).

Ahora bien, frente al ataque sólidamente razonado de Unamuno, Ganivet parece no arredrarse al principio, aunque a la heroica voz de Hípope sucede la de Cínope, preparando la retirada. Al considerar discrepancias entre Unamuno y él mismo, como en el afán unamuniano de "despaganizar" a España, de libertarla del paganismo senequista y de dejar de lado la herencia árabe, Ganivet, entusiasta de Séneca y amigo de los árabes, promete cambiar de opinión-- insinúa con cinismo-- el día que los españoles se europeicen, aceptando el parlamentarismo y la bicicleta como los belgas (51-52). Pero Unamuno mismo la parece la viva demostración de lo dudoso del cambio. Con su condición de vasco, poco afectado por los romanos y nada afecto a los árabes, y con sus compatriotas carlistas aun dispuestos a defender su libertad con el fusil, quisiera ver un utópico regreso a la cultura celtíbera. El mismo Ganivet, con "sangre de limosín, árabe, castellano y murciano", se identifica, como Unamuno, con su tierra, prueba viviente, como D. Miguel, de la doctrina del espíritu territorial.

Pero en medio de su heroica solidaridad con los pueblos invasores, Ganivet deja caer la nota cínica: tiene que identificarse también con las atrocidades que cometieron. Vemos, pues, que a la vez que discute con Unamuno, reanuda el monodiálogo en su intimidad (52-53). Apunta que el negar las influencias de los invasores en España acarrea la ceguera ante la persistencia del paganismo en el suelo patrio. Y, al insistir que la máxima influencia postcristiana en la Península ha sido la árabe, con la continuación diaria de la Reconquista durante siglos, convirtiendo el mundo en campo de torneo, no sólo vuelve a la visión de Buckle de los ocho siglos ininterrumpidos, sino que combate su propia herencia árabe afirmando su bélica herencia cristiana (53-54). Como Larra alguna vez, Ganivet se siente en un país de máscaras. Quisiera creer que el aspecto exterior del país no tiene que ver con su intimidad, que los ramplones del marasmo español pintados por Unamuno aprovechan la disparidad para enriquecerse, y que España puede compararse con un genio disfrazado de careta de burro para burlarse de los amigos (55-56).

Todo lo dicho por Ganivet, lo serio y lo burlesco, lo heroico y lo cínico, lo relaciona con el espíritu del territorio. Si Unamuno no le tomó en serio al escucharle hablar en 1891 de los gitanos, era el hecho que Ganivet había vivido muchos años cerca de ellos. Y el contraste, grato para Unamuno, entre las ideas "redondas" y las "picudas", como las piedras que hacen harina y pan en oposición a las que hieren, remonta también al medio ambiente juvenil de Ganivet, cuando era molinero. Defiende la poca claridad de sus conceptos religiosos por su temor a herir sensibilidades con un exceso de transparencia. Ha deseado la adaptación del catolicismo al espíritu peninsular, lo cual supondría la ruptura de su unidad centralizadora. Al no respaldar la noción de espíritu territorial con suficientes datos para satisfacer a Unamuno, Ganivet se refugia, medio en broma, en la mítica hazaña de Hércules de haber creado de un golpe la separación peninsular de África, "el hecho más trascendente de nuestra historia", aunque no corroborada por documentación digna de fe (57-60). En suma, la poca seguridad de sus propias posiciones, marcadas por la antinomia Hípope-Cínope, le impone a Ganivet el toque de la retirada.

Cuando intenta atacar las posiciones de Unamuno, lo hace percatándose de haber cometido los mismos errores. Compara el pacifismo de Unamuno con el de Tolstoi (bien leído por el autor de Paz en la guerra) por su no violencia, aunque también por su antiprogresismo evangélico, con abstención del trabajo en cuanto impedimiento a la meditación y al amor cristiano. Lector de Jhering, Ganivet parece rechazar el utopismo que abriga al atribuir la hegemonía indoeuropea en el mundo al uso de la fuerza. De hecho, niega una tesis esencial del Idearium, la fuerza política de las ideas en Europa, al refutar el pacifismo de Unamuno con el aserto de que "los europeos dicen que dominan por sus ideas, pero esto es falso" (65-67). Retrocede también un tanto en su sueño del imperio del cristianismo en España. Confiesa que los europeos, paganos de origen, viven a veces dominados por la sangre. Por eso, puesto a elegir entre el arte cristiano y el pagano, se inclina a preferir el primero por su espiritualidad, pero sin negar la atracción formal del segundo. El eclecticismo priva en España, y sólo pide Ganivet una victoria lenta y paulatina del cristianismo en su cultura (68-70).

Cuando pasa del mundo de la idea a la realidad del "desastre" cubano, Ganivet, aunque nada pacifista, recomienda la solución más "lógica" de "dejarse [el país] derrotar "heroicamente"". Califica la batalla de Cavite en las Filipinas como la "más discretamente perdida", con la rápida capitulación de la flota española ante la norteamericana, sin pérdida de vidas. Como Tolstoi, cuya pasividad Ganivet ha parecido rechazar, éste exige una retirada colectiva del mundo exterior para meditar. Compara a España con un personaje trágico del novelista Pedro Antonio de Alarcón, aunque sin mencionar al autor ni a su novela El Niño de la Bola (621), en donde el heroico hidalgo don Rodrigo Vanegas contrae deudas con el usurero don Elías para restaurar su casa solariega. Confiesa Ganivet por eso que "nuestra colonización ha sido casi novelesca". La mayoría de los españoles desconocía la geografía del Imperio, y sus súbditos, a juicio de Ganivet, eran "torpes y desagradecidos". Todo el mundo se dedica, como don Elías, a los negocios, pero los españoles, como Vanegas, carecen de capital y de capacidad financiera. Por lo cual Ganivet recomienda que España practique la modestia y orden, aunque emigren muchos españoles, en vez de la pretenciosidad imperialista que puede matarlos (Porvenir 77-81).

Con todo, deja la puerta abierta para la exportación de la cultura española a África y a Hispanoamérica. Desea la fundación en Granada de una "Escuela africana, centro de estudios activos", así como el apoyo oficial de cursos formales sobre la América española (140-141). En Granada, además, favorece no precisamente con Unamuno el regionalismo socialista, sino más bien el cantonalismo libre y autónomo, como ha deseado el maduro Maurice Barrès (153). Termina El porvenir de España parodiando el final del Manifiesto comunista al pedir la "Hermandad de trabajadores espírituales", la fraternidad panhispánica (170).

3.4.4 Cartas finlandesas y Hombres del Norte

Los dos libros de ensayos sobre temas nórdicos entablan con plena conciencia un diálogo entre dos modos de vivir, el hispánico y el septentrional, a la vez que el intercambio de siempre entre el idealismo heroico y el cinismo de Ganivet. Como en el Idearium, Ganivet tiene presente el "espíritu territorial" de los países del Norte, señalando ora sus calidades heroicas, ora sus límites. En Cartas finlandesas trata así múltiples aspectos de la vida y cultura finesa en veintidós breves ensayos; y en Hombres del Norte estudia de la misma manera a seis escritores noruegos.

De la dualidad de su perspectiva sobre el Kalevala, la epopeya popular de los fineses, considerada por Ganivet como una "creación étnica y territorial", parece partir la dualidad perspectival con que comprende a toda Finlandia. Expone tanto las "bellezas" ideales de aquel poema como sus "lunares", y contrasta estos aspectos con los de la Ilíada (Cartas 290). Asimismo, en la contienda entre los dos campos literarios de Helsinki, los "fenomanos" y los "suecomanos", advierte lo justo y lo ridículo de la causa de unos y otros (296). Dentro del contexto de la "desenfrenada vida teatral" de Helsingfors, idealiza los "cuadros vivos" o tablaer (270), mientras que lamenta la "mala estrella" del teatro nativo (274). Sintetiza a Hípope y a Cínico al elogiar la afición finesa a la bebida como la más perfecta de Europa (260). Semiidealista, semicínico es su tratamiento de las casas, de la feminidad y de la política finlandesas.

Entre los ensayos noruegos, dedicados a Jonas Lie, a Bjornsterne Bjornson, a Henrik Ibsen, a Arne Garborg, a Knut Hamsun y a Wilhelm Krag, descüella su opinión de Ibsen, "personificación" de la literatura noruega. Sin tocar su kierkegaardismo, Ganivet le compara con Nietzsche por su defensa acalorada del individuo frente a la sociedad. Pero lejos de ensalzar su pasión por el heroísmo, le critica por la inmoderación de su individualismo, que le lleva a "las mayores exageraciones autoritarias". agnivet divide a sus figuras masculinas en dos tipos, los "imbéciles",que acentúan por contraste la superioridad de los personajes femeninos, y los solitarios luchadores con la sociedad (338-343).

Varios autores noruegos atraen a Ganivet por su captación del espíritu territorial. Jonas Lie se le antoja el "Pereda noruego" por el "vigor" con que se atienen sus obras al suelo patrio --rasgo digno de Hípope-- aunque también por su cortedad de vuelos --reparo puesto por Cínope (312)--. Bjornson, más una creación nacional que un creador, ha descubierto, a juicio de Ganivet (327), el carácter de Noruega. Encierra en su compleja personalidad literaria "todo lo bueno y todo lo malo de su país" (334). Dentro de la corriente decadentista, censurada por Ganivet en vista de su cosmopolitismo falso, le parece Knut Hamsun en "evolución constante", un "hombre de ideas frescas". No obstante, aunque aprueba el antipositivismo del decadentismo, tacha de afeminada, antiheroica, su incapacidad de lucha por nuevos ideales (375). En Ganivet, Hípope siempre tiene que estar presente para complementar a Cínope. En Noruega el decadentismo ha suscitado una reacción religiosa en las obras de Arne Garborg, con un espíritu muy afín al de Ganivet, que cree descubrir en él una crítica profunda de toda la cultura moderna, expresada en novelas de ideas y en poesía alegórica. Localista, Ganivet aplaude a Garborg por haber hecho una lengua literaria de su "lengua natural", el dialecto noruego del maal (361).

Asimismo, elogia a Wilhelm Krag como "versificador que va camino de ser un gran poeta". El versificador asombra con sus sonoridades externas, pero llega a cansar, lo mismo que el poeta que apenas interesa al principio para seducir al lector después. Krag hace una poesía decadentista para Ganivet "templada y casi inofensiva", capaz de expresar un estado espiritual con musicalidad rimada (365-366). Así pues, lo más humilde del verbo lírico sirve de trampolín para la aproximación a lo ideal, e Hípope acompaña a Cínope.

3.5 El escultor de su alma: testamento literario de Ganivet

El escultor de su alma, quizás la última obra salida de la pluma de Ganivet, que a menudo la retocó antes de suicidarse, en cierto sentido resume todo su pensar y sentir. Con este testamento poético, quería contribuir a renovar el teatro español, revitalizando una forma clásica, el auto sacramental. Tradicionalmente, el género alegorizaba la Eucaristía. pero Ganivet aspiraba a secularizar la transustanciación, refiriéndola a la creación de la propia personalidad. En realidad, pretendía buscar un delicado equilibrio entre el esfuerzo heroico por inmortalizarse y la cínica conciencia del propio límite. La obra había de arrancar, como toda la producción de Ganivet, de su amor a Granada, destacada por su atrevida creatividad. Estrenada en esa ciudad, la pieza había de ganar fondos para el tricentenario del gran escultor Alonso Cano (1601-1667). Como en el Idearium español, el dramaturgo tenía que fingir una ortodoxia ajena a él para evitar ofender el espíritu local granadino (Ginsberg 106-107). El protagonista prefiere la fe en sí mismo como creador a la fe en Dios, y en consecuencia de este heroísmo diabólico, satánico, se ve a sí mismo y a su alma transustanciados, al final, en piedra. Por un lado, conquista así la eternidad para su creación, en el sentido del célebre verso de Mallarmé sobre el poeta Edgar Allen Poe, que muriendo cobra su ser, fijo, inmutable, irrefutable, "Tel qu'en Lui-même enfin l'éternité le change" ("Le Tombeau d'Edgar Poe"). Por otro lado, la muerte ha triunfado de la vida, la "muerte de piedra", en palabras del protagonista Pedro Mártir. Por eso las últimas palabras que pronuncia antes de quedar petrificada apenas consuelan y producen escalofríos: "¡Oh, qué ventura es morir/ esculpido en forma eterna!" (II, 822).

Para llegar a esta problemática conclusión, el escultor atraviesa tres pruebas espirituales, vistas en los títulos de los tres actos, I. Auto de la fe, II. Auto del amor, III. Auto de la muerte. Todos se despliegan o en una habitación subterránea de la Alhambra (I, III) o en un jardín de la misma (II), metáfora, tal vez, de la proximidad a las antiguas raíces de Granada. La creatividad del espíritu territorial está puesta a prueba, y sale triunfante sólo desde la perspectiva arquetípica, ideal (Hípope), no desde el punto de vista de la vida viviente, incapaz de desprenderse de sus límites (Cínope).

El "auto de la fe" produce la confrontación de dos fe encontradas, la fe en Dios y la confianza en uno mismo en cuanto creador. El escultor Pedro Mártir plantea con Segismundo la aporía del ser de la vida: ¿es dolor?; ¿es placer?; ¿idea?; o ¿mera ilusión? ¿Es sufrir, gozar, pensar o soñar? (II, 739-742). Y, si san Cecilio es el patrón de Granada, la piadosa Cecilia, amante de Pedro, intenta prestar sentido a su vida, induciéndole a la fe en Dios. Mas él prefiere el autodominio senequista ("Yo en mí mismo mando"), que privilegia la fe en uno mismo como una gloria "libre y cierta", en suma, "en mi alma esculpida" (II, 755).

El "auto del amor" ofrece la oposición de dos amores, el del alma del Escultor a un amor terrestre y el del alma a un padre desconocido, amor ideal de una criatura por su creador. El alma del protagonista va simbolizada aquí por una hermosa muchacha, Alma, su hija que no le conoce; y el amor terrestre de Alma lo encarna su novio Aurelio. Así como en el primer "auto" el Escultor abandonó a Cecilia, la mujer una vez amada, en el segundo (su) Alma parece privilegiar el amor ideal. Siente una misteriosa atracción a Pedro Mártir, que regresa a la Alhambra disfrazado tras quince años de ausencia. Él, a su vez, aunque adora en Alma al Dios de la tierra que ha creado, y ama el mundo a través de ese Dios, siente el amor como una mentira que enmascara su odio al mundo (II, 801-802). Se identifica con los torreones de la Alhambra, que sueñan con la muerte, teniéndola lejana. Al final de este acto, Pedro percibe dos luces sobre la Alhambra, una que le orienta al cielo y a la fe en Dios, y otra que apunta a la gruta donde se oculta la estancia secreta del primer acto, y que le guía hacia la fe mortal en sí mismo. Elige, como antes, la autosuficiencia (II, 803-804).

En el "Auto de la muerte", se reafirman definitivamente las decisiones ya tomadas, la del alma a favor del amor ideal, la del Escultor a favor del amor a su alma, criatura suya. Ha llegado el día de la boda de Alma con Aurelio, es decir, su autoentrega a las vanidades del mundo. Sin embargo, el Escultor Pedro Mártir revela a su hija los secretos de su origen: nació ella (el alma de él) en la estancia secreta del primer acto, junto a las raíces de Granada (II, 806); es la hija natural de él, un padre y creador que la adora con un amor sacrílego, incestuoso (II, 809). Pide el afecto de Alma. Cuando, tras el suicidio de Aurelio (II, 810), Alma concede un abrazo a su padre, muere en la gloria, convertida en piedra (II, 815). Pedro Mártir, para verla, es decir, para conocer a su alma en su forma más acabada, busca luz. Se le aparece Cecilia, la luz de la fe, que posibilita la percepción de su hija en el cielo (II, 817-819). Sin embargo, como en los dos actos anteriores, el Escultor se niega a creer en Dios, y hasta amenaza hundir el cielo (II, 820-821), con lo cual muere transformado en piedra (II, 823), sufriendo una muerte que cabe interpretar en el sentido semiidealista, semicínico que indicado: inmortalizado como piedra, ha perdido los atributos de la vida.

En conclusión, el testamento literario de Ganivet expresa una serie de ideas comunicadas anteriormente en sus obras. Acentúa la voluntad creadora como el único camino de la autorrealización. Ya hemos visto esta noción en el Epistolario dirigido a Navarro Ledesma y en las dos novelas, La conquista del reino de Maya por el último conquistador, Pío Cid y Los trabajos del infatigable creador, Pío Cid. La puesta en marcha de la voluntad conlleva la presencia de un alto ideal hacia el cual dirigir los pasos con ardor heroico, aunque también la influencia de un cinismo sano para templar el heroísmo y evitar excesos ilusorios. Así pues, la fe en uno mismo tiene la fe en Dios como su límite, y viceversa; el amor al ideal creador se encuentra limitado por el amor al mundo; la muerte creativa realiza el ideal de la inmortalidad, pero tropieza con el límite de la pérdida de la vida. En todas las obras de Ganivet, la voz de Hípope se halla atenuada por la de Cínope. Pero, además, la voluntad de creación que constituye el punto de partida de este pensamiento, queda condicionada en el granadino Ganivet por el espíritu territorial del creador, orientado a la vez que limitado por su tierra natal. El espíritu de la tierra es el principio fundante de las obras ensayísticas Granada la bella, su proyección nacional en el Idearium español y la internacional en Cartas finlandesas y en Hombres del Norte. Una vez admitida la percepción de un Ganivet que no mueve la pluma con ánimo dogmático, sino con una inteligencia escindida, con el idealismo y la guasa patentes por doquier en sus páginas, la lectura de estas páginas se enriquece, y les presta un matiz metódico que deja transparentar una hondura subterránea.
  
Nelson R. Orringer
University of Connecticut

[La versión original de este estudio, con una selección de textos de Ángel Ganivet, se publicó en 1998. Nelson R. Orringer. Ganivet (1865-1898). Madrid: Ediciones del Orto, 1998.]
 
© José Luis Gómez-Martínez