Houellebecq: Sumisión



En Sumisión, Michel Houellebecq pone como protagonista a un intelectual que flaquea en sus convicciones y se pliega a una Francia gobernada por el Islam

La novela llega a Uruguay con toda la previa de haber sido editada el mismo día de los atentados parisinos contra la revista Charlie Hebdo, que ese día lo tenía en la tapa a Michel Houellebecq disfrazado de un mago que era capaz de pronosticar el futuro. 

¿Por qué? Porque Sumisión, la novela en cuestión, plantea una realidad de futuro cercano (¿una ucronía o una invención razonable?) donde en las elecciones francesas de 2022 obtiene la victoria un candidato musulmán, que recibe el apoyo tanto de socialistas como de sarkozistas para impedir la victoria del Frente Nacional de la familia Le Pen.



Todo esto es previo y se puede saber con solo seguir por arriba las noticias internacionales o leer la contratapa de Sumisión.

Pero la situación cambia cuando se pasa por la experiencia de leer esta novela, que provoca de una manera sutil, que mantiene un ritmo introspectivo y asordinado desde el ángulo del protagonista de existencia solitaria y amarga, que encuentra una nueva luz para su vida blandamente decadente.
El aspecto político es sobre todo contextual, funciona como un gran telón de fondo encima del cual sucede la anécdota del profesor Francois, un catedrático universitario de la Sorbona experto en el escritor Joris Karl Huysmans. Este fue un autor que a finales del siglo XIX se convirtió al catolicismo como forma de refugio frente a un mundo que se alejaba del sentimiento religioso. 

Ese paralelismo entre el profesor y su objeto de estudio es constante a través de las 280 páginas de Sumisión

Pero la novela, más allá del ángulo electoral de la anécdota, carretea en buena parte de sus capítulos por la vida de Francois y sus reflexiones en primera persona: su hogar, sus relaciones con las mujeres (su exesposa y su novia alumna), su trabajo y el ambiente docente, su barrio (una zona de chinos en medio de París), su padre y su segunda esposa, su agrio divagar sobre la realidad circundante y su manía de mirar el cielo y el estado del tiempo para reflejar el divorcio o la súbita coincidencia entre la naturaleza y sus estados de ánimo. 

Houellebecq revolotea y pica su aguijón sobre la idea de una Francia que culmina su crisis sobre los valores liberales heredados de la revolución de 1789 y decide cambiar de credo por motivos más bien prácticos.

Francois tiene amigos que no son verdaderos amigos, sino colegas que en el fondo lo miran con desconfianza y recelo. Su vida sentimental es un desastre. Toma buen vino, como buen francés, pide sushi al delivery, su casa es confortable, tiene buen sexo con su novia, pero solo Huysmans y su decisión radical de convertirse lo emocionan. Francois viaja en tren en el cómodo TGV de alta velocidad y la naturaleza pasa a su lado con veloz indiferencia. Está divorciado de todo. Intenta internarse en un monasterio pero no resiste. 

El avance al poder del partido de los Hermanos Musulmanes produce en su vida cambios. Su novia, judía, huye a Israel y no demora en cortar su relación, al tiempo que lo destituyen de la universidad.
También produce cambios en la sociedad. Las mujeres deben ir a trabajar de pantalón y de a poco comienzan a usar velo. Pero como el gobierno promueve su retiro para que estén en sus casas con abultados incentivos económicos provenientes de las petro monarquías del golfo Pérsico, pronto se abate la desocupación y el delito. Además, los sueldos trepan, la crisis se esfuma en pocos meses y el país cobra la sensación de que vuelve de nuevo a liderar Europa

Todos están mejor. ¿Cuál es el precio a pagar? Se recortan varias libertades, pero Houellebecq hace otra repregunta: ¿a quién le importan las libertades? 

A Francois no. Comprende que su símil con Huysmans debe cumplirse en este siglo XXI caótico: la media luna y la estrella aparecen en su cielo como la señal hacia donde debe caminar. Es la dulce forma de ponerse de rodillas, porque una nueva vida se abre frente a sus ojos. 

Le dernier provocateur

La tradición francesa de escandalizar con novelas ensayo que obliguen a la reflexión y a la mirada descarnada tiene varios siglos. 

Desde los grandes escritores filósofos de la Ilustración del siglo XVIII (cuyo legado ahora Houellebecq pone en la guillotina), como Voltaire, Rousseau y Montesquieu, pasando por los pensadores y autores del siglo XIX, como Chateaubriand, Balzac, Baudelaire, Flaubert, Zola y el propio Huysmans, entre otros, hasta arribar al siglo XX con Bergson, Sartre, Camus, Genet y Barthes, existe esta cadena de correspondencias entre una ciudad y una forma de provocar con las ideas.

De alguna forma (un poco caricaturesca), Michel Houellebecq representa ese papel de disparador de dardos del presente a una zona sensible de la sociedad francesa. Pero la actitud provocadora no puede ser nunca solo una cuestión de pose. Si no está acompañada de elementos de estilo que califiquen al autor al podio de campeón literario. 

La prosa de Houellebecq no alardea con remilgos. A diferencia de su poesía, la narrativa confía en su parquedad y en la simple contundencia de oraciones que describen el paisaje mental de un hombre cuya vida baldía representa a un país que parece pedir a gritos un buen sacudón. 

En este sentido, la narración es clara, transparente y descarnada. Descriptiva y reflexiva en sendos momentos alternativos, la novela deriva hacia una conclusión que podrá ser ficticia pero su fuerza reside en la cercanía de la posibilidad. 

Se podrá argüir que Houellebecq escribe para franceses o europeos, pero lo cierto es que su lectura deleita a cualquier persona que valore la buena literatura