«El juzgador de AjedreZ», antibelicismo en las 64 casillas

El poeta, pensador y entusiasta del ajedrez Eduardo Scala ha publicado el libro «El juzgador de AjedreZ», una aproximación al juego desde los caminos más recónditos. La obra es, en palabras de su autor, «un extenso (cerca de 400 páginas) monólogo interior-exterior polifónico», un texto erudito en el que abundan los recuerdos y toda suerte de historias que se asoman al mundo sin abandonar nunca el límite de las 64 casillas. El «raro lector», como nos llama en un hallazgo genial el propio Scala, debe buscar esta obra en la sección de Ensayo de las librerías, como prueba la fotografía de arriba. Está editado por Ardora y cuesta 19,50 euros, una ganga por el trabajo de una vida. Si debo resumirlo en una enseñanza, me quedo con que «el ajedrez no es un juego de guerra» y no debe ser visto como tal, sino como un arte.

«El juzgador de AjedreZ» es un libro que se puede empezar por cualquier página, «como si fuéramos ingleses», que escribió Azcona y decía Fernán-Gómez. Eduardo Scala (Madrid, 1945) nos trae alguna de sus crónicas de torneos memorables y habla de los grandes ajedrecistas de la historia. Él mismo llevaba camino de ser uno, pero en 1967, el año que
yo nací (seguro que él encontrará algún significado en ese hecho), y después de haberse proclamado campeón de Castilla, decidió abandonar la competición, que no el ajedrez, a la edad de 22 años. No es casualidad que Bobby Fischer, quien también dejó el juego cuando menos se esperaba, sea uno de sus ídolos y aparezca infinidad de veces a lo largo de las páginas, incluso para reclamar a Obama que restituya su memoria.
Lo que tampoco es casualidad es que esta obra, que hunde sus raíces en la historia, se enrede con asuntos tan actuales como la introducción del ajedrez en los colegios, medida por la que abogan algunos de los entrevistados por el autor, hace ya años, como el gran Miguel Najdorf, en una de las partes más interesantes. El propio Scala, a quien tuve la suerte de conocer a unos 30.000 pies de altura, rumbo a México, es entrevistado en sus páginas. El maestro descorre, hasta cierto punto, la cortina que lo mantenía oculto y bajo el velo del enigma. Eduardo es algo más que un monje capaz de situar toda la vida entre la A y la Z, letras que (de nuevo la casualidad está excluida) delimitan la palabra elegida en castellano para designar nuestro juego favorito.

Otro de los capítulos más apasionantes, hacia el final de su libro, es el «Postludio», donde nos abre definitivamente su corazón y su vida y permite que conozcamos algunas de las anécdotas y experiencias vitales que justifican esta obra. Que su padre jugara en el Nápoles o que debido a su nacionalidad italiana la Federación le advirtiera que no podría representar a España son algunos de los  descubrimientos que yo he realizado. «El juzgador de AjedreZ», en suma,  puede ser fascinante incluso en su faceta más discutible, cuando Scala nos habla de su afición a la numerología, al cuadrado mágico del ocho y a la influencia de la astrología en el ajedrez y en nuestras vidas. Incluso Vishy Anand, otro de sus ídolos, de talante pacífico y talento abrumador, frena su entusiasmo místico, astral y filosófico y deja claro en alguna respuesta que no está dispuesto a seguir por esos caminos. El indio, por cierto, anticipa además la carrera política deKasparov, en una sorprendente profecía cumplida que contrasta con las fallidas de Pomar y Suetin, quienes manifiestan su creencia de que las máquinas jamás ganarían a los hombres.
En cualquier caso, el libro de Scala es muy recomendable para los aficionados al juego y a la historia, aunque a veces se eche en falta algún diagrama, sobre todo en los estudios. El lector siempre puede hacerse con un juego de piezas y utilizar la portada, como pequeño tablero.