Jaime Balmés, filósofo español
Balmes comprendió mejor que ningún otro español moderno el pensamiento de su nación, le
tomó por lema, y toda su obra está encaminada a formularle en religión,
en filosofía, en ciencias sociales, en política. Durante su vida, por
desgracia tan breve, pero tan rica y tan armónica, fue, sin hipérbole,
el doctor y el maestro de sus conciudadanos. España entera pensó con él,
y su magisterio continuó después de la tumba.
¡A
cuántos preservaron sus libros del contagio de la incredulidad! ¡En
cuántos entendimientos encendió la primera llama de las ciencias
especulativas! ¡A cuántos mostró por primera vez los principios
cardinales del Derecho público, las leyes de la Filosofía de la
Historia, y, sobre todo, las reglas de la lógica práctica, el arte de
pensar sobrio, modesto, con aplicación continua a los usos de la vida,
con instinto certero de moralista popular!
Por
la forma clarísima de sus escritos, reflejo de la lucidez de su
entendimiento, por la templanza de su ánimo, libre de toda violencia y
exageración, por el sano eclecticismo de su mente hospitalaria, Balmes
estaba predestinado para ser el mejor educador de la España de su siglo,
y en tal concepto no le aventajó nadie. El Criterio, El Protestantismo , la misma Filosofía Fundamental eran
los primeros libros serios que la juventud de mi tiempo leía, y por
ellos aprendimos que existía una ciencia difícil y tentadora llamada
Metafísica y cuáles eran sus principales problemas. Si hay algún español
educado en aquellos días que afirme que su inteligencia nada debe a
Balmes, habrá que compadecerle o dudar de la veracidad de su testimonio.
La filosofía moderna, aun en lo que tiene de más opuesto a la doctrina
de nuestro pensador, el idealismo kantiano y sus derivaciones en Fichte y
Schelling (puesto que de Hegel alcanzó poca noticia) entraron en España
principalmente por las exposiciones y críticas de Balmes, que fueron
razonadas y concienzudas dentro de lo que él pudo leer. Su vigoroso
talento analítico suplió en parte las deficiencias de su información, y
le hizo adivinar la trascendencia de algunos sistemas que sólo pudo
conocer en resumen y como en cifra.
No
poseía la lengua alemana, ni apenas la inglesa: tuvo que valerse de las
primeras traducciones francesas, que distaban mucho de ser buenas y
completas; si con tan pobres recursos alcanzó tanto, calcúlese qué
impulso hubiera dado a nuestra enseñanza filosófica viviendo algunos
años más. ¡Qué distinta hubiera sido nuestra suerte si el primer
explorador intelectual de Alemania, el primer viajero filósofo que nos
trajo noticias directas de las Universidades del Rhin, hubiese sido don
Jaime Balmes y no don Julián Sanz del Río! Con el primero hubiéramos
tenido una moderna escuela de filosofía española, en la que el genio
nacional, enriquecido con todo lo bueno y sano de otras partes, y
trabajando con originalidad sobre su propio fondo, se hubiese
incorporado en la corriente europea para volver a elaborar como en
mejores días, algo sustantivo y humano. Con el segundo caímos bajo el
yugo de una secta lóbrega y estéril, servilmente adicta a la palabra de
un sólo maestro, tan famoso entre nosotros como olvidado en su patria.
Para su gloria, Balmes hizo bastante. Consummatus in brevi explevit tempora multa.
fue el único filósofo español de la pasada centuria cuya palabra llegó
viva y eficaz a nuestro pueblo, y le sirvió de estímulo y acicate para
pensar. fue el único que se dejó entender de todos, porque profesaba
aquel género de filosofía activa que desde el gran moralista cordobés es
nota característica del pensamiento de la raza. No fue un puro
metafísico, un solitario de la ciencia, sino un combatiente intelectual,
un admirable polemista. Sus facultades analíticas superaban a las
sintéticas: quizá no ha dejado una construcción filosófica que pueda
decirse enteramente suya, pero tiene extraordinaria novedad en los
detalles y en las aplicaciones. Santo Tomás, Descartes, Leibniz, la
escuela escocesa, muy singularmente combinados, son los principales
elementos que integran la Filosofía Fundamental, y, sin
embargo, este libro es un organismo viviente, no un mecánico
sincretismo. Balmes se asimila con tanto vigor el pensamiento ajeno, que
vuelve a crearle, le infunde vida propia y personal y le hace servir
para nuevas teorías. Ocasiones hay en que parece llegar a las alturas
del genio, sobre todo cuando su fe religiosa y su talento metafísico
concurren a una misma demostración. Pero estos relámpagos no son
frecuentes: lo que sobresale en él es la pujanza dialéctica, el grande
arte de la controversia, que en manos tan honradas como las suyas no
degenera nunca en logomaquia ni en sofistería.
No es la Filosofía Fundamental, a
pesar de su título, un tratado completo de la ciencia primera, sino una
serie de disertaciones metafísicas a cuyo orden y enlace habría que
poner algunos reparos. Pero tal como está parece un privilegio si se
considera que fue escrita por un autor de treinta años, y en el
ambiente menos propicio a la serena y elevada especulación intelectual,
como lo era el de España al salir de la primera guerra civil. Y no sólo
conserva esta superioridad respecto de los raquíticos arbolillos que
luego hemos visto levantarse trabajosamente de nuestro agostado suelo,
sino que hace buena figura en los anales de la ciencia, al lado o
enfrente de las filosofías incompletas y transitorias que entonces
escribían los pensadores de raza latina, la de Cousin y Jonffroy en
Francia, las de Galluppi, Rosmini y Gioberti en Italia, obras todas más
caducas hoy que la de nuestro doctor ausetano.
Balmes
escribió antes de la restauración escolástica, y sólo en sentido muy
lato puede decirse que su libro pertenezca a ella, porque, en realidad,
es una independiente manifestación del espiritualismo cristiano. Pero no
cabe duda que conocía profundamente la doctrina de Santo Tomás, y que
la había tenido por primero y nunca olvidado texto. Exponiéndola y
vindicándola no sólo en la esfera ideológica, sino en lo tocante a la
filosofía de las leyes, hizo más por el tomismo que muchos tomistas de
profesión, y mereció el nombre de discípulo del Doctor Angélico, más que
muchos serviles repetidores de los artículos de la Summa; aunque
se apartase de ella en puntos importantes; aunque interpretase otros
conforme a la mente de Suárez y otros grandes maestros de la escolástica
española; aunque hiciese a la filosofía cartesiana concesiones que hoy
nos parecen excesivas. Lo que había de perenne y fecundo en la enseñanza
tradicional de las escuelas cristianas, tomó forma enteramente moderna
en sus libros. Si hubiese alcanzado los progresos de las ciencias
biológicas, ocuparía en el movimiento filosófico actual una posición
análoga a la de la moderna escuela de Lovaina, de la cual es indudable
precursor.
Como
padre de una nueva ciencia en muchas cosas distinta de la Escolástica
está considerado nuestro autor en una reciente tesis latina de la
Facultad de Letras de París, cuyo autor, discípulo del insigue Boutroux,
procura refutar en parte, y en parte acepta y corrige, la doctrina de
Balmes acerca de la certeza (De facultate verum assequendi secundum Balmesium, por
A. Leclerc, 1900). Las ideas de Balmes prosiguen siendo objeto de
discusión en Europa, mientras en su patria no faltan osados pedantes que
le desdeñen. Es el único de nuestros filósofos modernos que ha pasado
las fronteras y que ha obtenido los honores de la traducción en diversas
lenguas. No digo que haya sido el único que lo mereció, aun sin salir
de Cataluña, donde la psicología escocesa encontró una segunda patria, y
donde el malogrado Comellas trazó un surco tan original en su dirección
al ideal de la ciencia. Otros hubo muy dignos de recuerdo en varias
partes de España y aun en la América española, pero ninguno entró en el
comercio intelectual del mundo más que Balmes. La reputación de Donoso
Cortés fue grande y universal, pero mucho más efímera, ligada en parte a
las circunstancias del momento, y debida más bien a la elocuencia
deslumbradora del autor que a la novedad de su doctrina, cuyas ideas
capitales pueden encontrarse en De Maistre, en Bonald y en los escritos
de la primera época de Lamennais. Balmes parece un pobre escritor
comparado con el regio estilo de Donoso, pero ha envejecido mucho menos
que él, aun en la parte política. Sus obras enseñan y persuaden, las de
Donoso recrean y a veces asombran, pero nada edifican, y a él se
debieron principalmente los rumbos peligrosos que siguió el
tradicionalismo español durante mucho tiempo.
Balmes
hizo cuanto pudo para divulgar la ciencia filosófica, y hacerla llegar a
las inteligencias más humildes. Sus tratados elementales, demasiado
elementales, por las condiciones del público a quien se dirigía, no son
indignos de su nombre, especialmente el de Ética y Teodicea, pero su
gloria como filósofo popular es El Criterio, una especie de
juguete literario que pueden entender hasta los niños, una lógica
familiar amenizada con ejemplos y caracteres, una higiene del espíritu
formulada en sencillas reglas, un código de sensatez y cordura, que
bastaría a la mayor parte de los hombres para recorrer sin grave
tropiezo el camino de la vida. Las cualidades de fino observador y
moralista ingenioso que había en Balmes, campean en este librito, que
puede oponerse sin desventaja a los mejores de pensamientos, máximas y
consejos, de que andan ufanas otras literaturas, con la ventaja de tener
El Criterio un plan riguroso y didáctico, en medio de la ligereza de su forma y de la extrema variedad de sus capítulos.
Con
ser Balmes filósofo tan señalado, todavía vale más como apologista de
la religión católica contra incrédulos y disidentes. Prescindo de las Cartas a un escéptico, de los excelentes artículos de La Sociedad, de los de La civilización, todavía no coleccionados, y de otros opúsculos de menos importancia; porque toda la atención se la lleva El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la civilización europea, que
es la obra más célebre de Balmes, la más leída en su tiempo y ahora, la
que interesa a mayor número de espíritus cultos, la que, por su
carácter mixto de historia y filosofía, abarca un círculo más vasto y
satisface mejor los anhelos de la cultura media, que no gusta de separar
aquellas dos manifestaciones de la ciencia y de la vida. El instinto
certero de los lectores no se ha equivocado sobre la verdadera
trascendencia de la obra de Balmes, cuyo título no da exacta idea de su
contenido. No es una refutación directa del protestantismo ni una
historia de sus evoluciones, asunto de poco interés en España, donde la
teología protestante es materia de pura erudición, que entonces sólo
cultivaba algún bibliófilo excéntrico como don Luis Usoz. Balmes había
estudiado a los grandes controversistas católicos, especialmente a
Belarmino y Bossuet, pero le fueron inaccesibles los primitivos
documentos de la Reforma, las obras de los heresiarcas del siglo XVI, y
para su plan le hubieran sido inútiles, porque no escribía como teólogo,
sino como historiador de la civilización, y no estudiaba el
protestantismo en su esencia dogmática ni en la variedad de sus
confesiones, sino en su influjo social.
No
hay, pues, que buscar en el libro lo que su autor no pudo ni quiso
poner. Las grandes demostraciones apologéticas de la doctrina ortodoxa
contra sus disidentes han nacido donde debían nacer, es decir, en las
escuelas católicas de Alemania e Inglaterra, únicas que conocen a fondo
el enemigo a quien combaten y con quien parten el campo. Un libro como
la Simbólica, de Moehler, hubiera sido imposible en España, y
para nada hubiera servido. Los liberales del tiempo de Balmes no habían
pasado de las Ruinas de Palmira, y cualquier cosa podían ser,
menos protestantes. El fracaso de la romántica propaganda del célebre
misionero bíblico Jorge Borrow, que se vió reducido a buscar adeptos
entre los presidiarios y los gitanos y acabó por traducir el Evangelio
de San Lucas al caló, basta para evidenciarlo. Balmes, entendimiento
positivo y práctico, conocía el estado de su pueblo, y no luchaba con
enemigos imaginarios. Sólo como un mero fermento de incredulidad podía
obrar el protestantismo sobre la masa española, y aun este riesgo
parecía entonces muy lejano.
El
adversario que verdaderamente combate Balmes en aquel libro, sin salir
del campo de la Historia, es la escuela ecléctica, y su expresión más
concreta el doctrinarismo político, que se había enseñoreado de las
inteligencias más cultivadas de Espana. El partido moderado, del cual
fue Balmes juez más o menos benévolo, pero nunca cómplice ni siquiera
aliado, había convertido en oráculo suyo a un seco y honrado hugonote,
gran historiador de las instituciones todavía más que de los hombres, y
muy mediano filósofo de la historia porque su rígido y abstracto
dogmatismo, aspirando a simplificar los fenómenos sociales, le hacía
perder de vista muchos de los hilos con que se teje la rica urdimbre de
la vida. El que por espíritu sectario o por estrechez de criterio
pretendió borrar de la historia de la civilización europea el nombre de
España, no parecía muy calificado para ser maestro de españoles, y, sin
embargo, aconteció todo lo contrario. Ese primer curso de Historia de la
Civilización, que hoy nos parece el más endeble de los libros de
Guizot, y el que menos manifiesta sus altas dotes de investigador
crítico, fue en algún tiempo el Alcorán de nuestros publicistas y
hombres de estado.
Refutar algunos puntos capitales de estas Lecciones. ya
en lo que toca a la acción civilizadora de la Iglesia durante los
siglos medios, ya al influjo atribuído a la Reforma en el desarrollo de
la cultura moderna, fue el primer propósito de Balmes, y sin duda el
germen de su obra. Pero el plan se fue agrandando en su mente, y Guizot
y el protestantismo vinieron a quedar en segundo término. Así, lo que
había empezado con visos de polémica, adquirió solidez y consistencia de
obra doctrinal, y se convirtió en uno de los más excelentes tratados de
Filosofía de la Historia que con criterio católico se han escrito, sin
caer en el misticismo vago y nebuloso de Federico Schlegel y los
románticos alemanes, ni en la apología ciega e inconsiderada de las
instituciones de la Edad Media que puede notarse en muchos autores
franceses de la llamada escuela neocatólica.
Los capítulos que Balmes dedica a analizar la noción del individualismo y
el sentimiento de la dignidad personal, que Guizot consideraba
característico de los invasores germánicos; las páginas de noble
elevación donde expone la obra santa de la Iglesia en dulcificar primero
y abolir después la esclavitud, en dar estabilidad y fijeza a la
propiedad, en organizar la familia y vindicar la indisolubilidad del
matrimonio, en realzar la condición de la mujer, en templar los rigores
de la miseria, en fundar el poder público sobre la base inconmovible de
la justicia divina, conservan el mismo valor que cuando se escribieron,
salvo en la parte de erudición histórica, que no era el fuerte de
Balmes, y en que no pudo adelantarse a su tiempo. Pero tampoco incurre
en error grave, y El Protestantismo, más que ninguna de sus
obras, manifiesta una lectura extensa y bien dirigida, que no se pierde
en fútiles pormenores y sabe interpretar los hechos verdaderamente
significativos en la historia del linaje humano, mostrando no vulgar
conocimiento de las fuentes.
Contiene,
además, esta obra insigne un caudal de materiales apologéticos, que
pueden considerarse como estudios y disertaciones sueltas, aunque todos
tengan natural cabida dentro del vasto programa que Balmes fue
desenvolviendo con tan serena y majestuosa amplitud. Uno de los temas
que con más extensión y acierto trata, hasta el punto de formar por sí
solo una tercera parte de la obra, es la Filosofía católica de las
Leyes, materia de singular importancia en los tiempos de confusión
política en que Balmes escribía, No puede decirse que la admirable
doctrina de Santo Tomás sobre el concepto de la ley, sobre el origen del
poder civil y su transmisión a las sociedades, estuviese olvidada,
puesto que entre otros la había expuesto y defendido con gran
penetración y notable vigor dialéctico el dominico sevillano Fr.
Francisco Alvarado. Pero ni los liberales ni los absolutistas habían
querido entenderla, y con sus opuestas exageraciones, fanáticamente
profesadas, habían llenado de nieblas los entendimientos y de saña los
corazones.
Balmes
tuvo la gloria de restablecer la verdadera noción jurídica, que es uno
de los mejores timbres de la Escuela, sobre todo en la forma magistral
que la dieron nuestros grandes teólogos del siglo XVI, Francisco de
Vitoria, Domingo de Soto y el eximio Suárez. Balmes, que en este punto
se enlaza con la ciencia nacional más que en ningún otro, reivindica
estos precedentes y los de otros varios políticos y moralistas
españoles. Entre los modernos, ninguno mostró tanto tino como él en
acomodar la doctrina escolástica de legibus y de justitia et jure
a las condiciones didácticas del tiempo presente, y en concordarla con
las ideas de otros publicistas, no tan apartadas como pudiera creerse de
aquella sabiduría tradicional.
Balmes,
que en ciencias sociales tuvo intuiciones y presentimientos que rayan
con el genio, no era un político meramente especulativo: era también un
gran ciudadano, que intervino con su palabra y su consejo en los más
arduos negocios de su tiempo, y ejerció cierta especie de suave dominio
sobre muy nobles y cultivadas inteligencias. No era hombre de partido,
pero fue el oráculo de un grupo de hombres de buena voluntad, de
españoles netos, que venidos de opuestos campos, aceptan no una
transacción sino una fusión de derechos, una legalidad que, amparando a
todos, hiciese imposible la renovación de la guerra civil y trajese la
paz a los espíritus. La fórmula de Balmes no triunfó, acaso por ser
prematura, pero de la pureza de sus móviles e intenciones no dudó nadie,
ni tampoco de la habilidad con que condujo aquella memorable campaña.
No falta quien lamente que en ella emplease tanta parte de su energía
mental, para cosechar al fin desengaños y sinsabores que entristecieron
sus últimos años. Hay quien opina que Balmes hubiese filosofado más y
mejor, si no hubiera pensado tanto en la boda del Conde de Montemolín y
en otros negocios del momento. Pero no reparan los que tal dicen que
Balmes no era de aquella casta de pensadores que se embebecen en el puro
intelectualismo, sino de aquellos otros que hacen descender la
filosofía a las moradas de los hombres, y ennoblecen el arte de gobernar
enlazándole con los primeros principios. Fichte fue más grande en sus Discursos a la nación alemana, después
de la derrota de Jena, que en su trascendental idealismo. La metafísica
de Balmes no fue obstáculo para que su política tuviese una base real y
positiva, en lo cual consiste su fuerza. Sus conclusiones son análogas a
las de la escuela histórica, que ya contaba prosélitos en Cataluña
cuando él comenzó a escribir, pero descienden de más alto origen, y bien
se ve que no han sido elaboradas al tibio calor de la erudición
jurídica. Otros habían penetrado mucho más adelante que él en el examen
de las antiguas instituciones nacionales; bastaría el gran nombre de
Martínez Marina para probarlo. Pero la pasión política les ofuscó a
veces en la interpretación, haciéndoles confundir la libertad antigua
con la moderna, y la democracia privilegiada del municipio con el dogma
de la soberanía del pueblo. Balmes, que conocía mucho menos el texto de
las franquicias de los siglos medios, entendió mejor el sentido de
nuestra constitución interna, aunque a veces le formulase con demasiado
apresuramiento.
Como
periodista político, Balmes no ha sido superado en España, si se
atiende a la firmeza y solidez de sus convicciones, a la honrada
gravedad de su pensamiento, al brío de su argumentación, a los recursos
fecundos y variados, pero siempre de buena ley, que empleaba en sus
polémicas, donde no hay una frase ofensiva para nadie. Su gloria sería
tan indiscutible como lo es es la de Larra en el periodismo literario y
satírico, si le hubiese acompañado el don del estilo, el admirable
talento de prosista que encumbra a Larra sobre todos sus coetáneos. Los
artículos de Balmes son un tesoro de ideas que no se han agotado
todavía; pueden considerarse, además, como la historia verídica y
profunda de su tiempo, pero la forma es redundante, monótona,
descuidada. La prosa de Balmes tiene el gran mérito de ser
extraordinariamente clara, pero carece de condiciones artísticas, no
tiene color ni relieve. Suponen algunos que esto procede de que no
escribía en su lengua nativa y tenía que vaciar su pensamiento en un
molde extraño. Pero creo que se equivocan, porque precisamente las
cualidades que más le faltan son el nervio y la concentración
sentenciosa, que son característica de los autores genuinamente
catalanes, sea cualquiera la lengua en que hayan expresado sus
conceptos. Balmes hablaba y escribía con suma facilidad la castellana y
nunca había empleado otro instrumento de comunicación científica, fuera
del latín de las escuelas. Tiene muchas incorrecciones, pero la mayor
parte no son resabios provinciales—como entonces se decía—, sino puros
galicismos, en que incurrían tanto o más que él los escritores
castellanos de más nombradía en aquel tiempo, salvo cuatro o cinco que
por especial privilegio o por la índole particular de sus estudios
salieron casi inmunes del contagio. Balmes procuró depurar su lenguaje, y
en parte lo consiguió, con la lectura de nuestros clásicos,
especialmente de Cervantes y Fr. Luis de Granada, cuyas obras frecuentó
mucho, pero no llegó a adquirir, ni era posible, las dotes estéticas que
le faltaban. Tuvo, además, la desgracia de prendarse, en la literatura
contemporánea, de los modelos menos adecuados a su índole reposada y
austera, y cuando quiere construir prosa poética a estilo de
Chateaubriand o de Lamennais, fracasa irremisiblemente. Pero en sus
obras la retórica es lo que menos importa, y sólo en prueba de
imparcialidad se nota esto.
Fue
el Dr. D. Jaime Balmes varón recto y piadoso, de intachable pureza, de
costumbres verdaderamente sacerdotales, de sincera modestia que no
excluía la conciencia del propio valer ni la firmeza en sus dictámenes;
meditabundo y contemplativo, pero no ensimismado; algo esquivo en el
trato de gentes, pero pródigo de sus afectos en la intimidad de sus
verdaderos amigos que, naturalmente, fueron pocos; tolerante y benévolo
con las personas, pero inflexible con el error; operario incansable de
la ciencia hasta el punto de haber dado al traste con su salud, que
nunca fue muy robusta; previsor y cuidadoso de sus intereses, no por
avaricia, como fingieron sus émulos, sino por el justo anhelo de
conquistar con su honrado trabajo la independencia de su pensamiento y
de su pluma, que jamás cedieron a ninguna sugestión extraña. Su vida
interior, que fue grande, se nutría con la oración y con la lectura de
libros espirituales, sobre todo con la del Kempis, que renovaba
diariamente.
Marcelino Menéndez Pelayo