El peregrino ruso o Relatos de un peregrino ruso,
es un libro escrito entre 1853 y 1861 de reconocida fama dentro de la
práctica contemplativa hesicasta en la espiritualidad ortodoxa. Junto
con la Filocalia es uno de libros más populares del cristianismo ortodoxo.
Narra
de forma autobiográfica el peregrinar físico a la vez que itinerario
espiritual para alcanzar el conocimiento de la oración interior contínua
de un peregrino anónimo o starets, a través de la Rusia del mediados
del siglo XIX. Toma el camino a la oración interior como un método para
acostumbrar al espíritu al recogimiento, y dar lugar a que se encienda
en el espíritu la llama de la verdadera oración y del verdadero amor
como camino hacia Dios.
A Pierre Pascal
Habiéndome llamado la atención una breve nota de Nicolás Berdiaev,
descubrí este librito en la Biblioteca de Lenguas Orientales de París. A
pesar de las preocupaciones de un período de exámenes, no lo dejé de
mis manos durante toda una tarde, porque mejor que muchas novelas,
estudios y ensayos, revela el misterio del pueblo ruso en lo que posee
de más secreto: sus creencias y su fe.
Nadie se extrañará de la oscuridad en que quedaron los Relatos de un peregrino,
si se tiene en cuenta las condiciones de su publicación. Vieron la luz
por primera vez en Kazán hacia el año 1865, en forma muy primitiva, con
muchas faltas. Hasta el año 1884 no se hizo una edición correcta y
accesible de esta obra. Ni era posible que en pleno movimiento
socialista y naturalista tuviera mucha resonancia. Sólo después del 1920
se echa en falta una nueva edición, con ocasión de que muchos corazones
emigrados conocerán la nostalgia de la patria. El libro fue impreso de
nuevo en 1930 bajo la dirección del profesor Vyscheslavtsev (1). La
presente traducción está hecha según este texto.
Los Relatos fueron publicados sin nombre de autor. Según el
prefacio de la edición de 1884, el Padre Paisius, abad del monasterio de
San Miguel Arcángel de los cheremisos en Kazán, habría copiado su texto
de un monje ruso de Athos, cuyo nombre ignoramos. Numerosos indicios
nos inclinan a creer que las narraciones fueron redactadas por un
religioso después de sus conversaciones con el peregrino. Esta hipótesis
no quita en modo alguno al libro su carácter de autenticidad. El
peregrino, simple campesino de treinta y tres años, sólo conoce el
estilo oral. La redacción de sus aventuras le habría costado grandes
esfuerzos, y parecería que numerosas expresiones convencionales habrían
reemplazado el lenguaje arcaico y sencillo que constituye el encanto de
sus narraciones. En cambio, un confidente inteligente habría podido
captar exactamente el tono del peregrino y transmitir sus palabras al
lector. Muchos son los místicos que no nos han comunicado sus
experiencias sino con la ayuda de un cronista que con gran arte sabe
ocultarse tras los misterios que revela. Acaso sea este personaje el
ermitaño de Athos, o quizá el Padre Ambrosio, el gran solitario de
Optino -maestro de Iván Kireevski, amigo de Dostoievski, de Tolstoi y de
Leontiev-, entre cuyos manuscritos fueron encontrados otros tres
relatos (2), de tono más didáctico, y publicados en 1911.
Los relatos pertenecerían así al movimiento literario ruso del siglo
XIX, en lo que tiene de más sereno y de más puro. En el tumulto de los
escritos poéticos, romancescos y revolucionarios, en los que con tanta
violencia se entrechocan las tendencias extremas del carácter ruso, se
echaba de menos esta nota inocente y cristalina que sin duda constituye
su tónica secreta.
El peregrino hace que el lector penetre en el corazón mismo de la
vida rusa, poco después de la guerra de Crimea y antes de la abolición
de la servidumbre, o sea entre los años 1856 y 1861. Desfilan por la
obra todos los personajes de la novela rusa: el príncipe que intenta
expiar su vida disipada, el conductor de postas borracho y pendenciero, y
el escribano de provincias, incrédulo y liberal. Los condenados a
trabajos forzados pasan en caravanas hacia Siberia, los correos
imperiales agotan a sus caballos en las llanuras infinitas, los
desertores rondan en las selvas apartadas; nobles, campesinos,
funcionarios, miembros de diferentes sectas, maestros y curas de pueblo,
toda esta antigua Rusia resucita con sus defectos, el menor de los
cuales no es la embriaguez, y con sus virtudes, entre las que brilla con
mayor esplendor la caridad, el amor espiritual del prójimo, iluminado
por el amor de Dios. Todo esto encuadrado en la tierra rusa, llanura
inmensa hasta perderse de vista, selvas desiertas, ventas a la vera de
los caminos, iglesias de colores claros y campanas refulgentes y
sonoras. Y no obstante, jamás se detiene el campesino a describir el
rostro de estas apariencias sensibles. Cristiano ortodoxo como es, su
preocupación se fija en lo absoluto.
Para conducir sus pasos en este empeño, no tiene el peregrino sino
dos libros, la Biblia y una colección de textos patrísticos, la Filocalía
(3). Basta este nombre para definir la escuela a la cual pertenece.
Ruso del siglo XIX, el peregrino es un hesicasta (de calma, silencio,
contemplación).
El hesicasmo se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Su
origen se encuentra en el monte Sinaí y en los desiertos de Egipto. En
la Iglesia oriental aparece como la corriente mística por oposición a la
tradición puramente ascética que arranca de San Basilio y que domina
durante mucho tiempo como consecuencia de la condenación del origenismo
en los siglos V y VI. Inspirándose en Orígenes y en Gregorio de Nisa
(4), la mística oriental pone como fin del alma la definición. La
naturaleza humana es buena, pero está deformada por el pecado. Hacerla
retornar a su primera virtud, restablecer en el hombre, hecho a imagen
de Dios, la semejanza divina, obra de la gracia, he aquí el camino de la
salvación. Bajo la acción de la gracia, el espíritu, liberado de las
pasiones por la ascesis, se eleva a la contemplación de las razones de
las cosas creadas, y llega a veces hasta la «noche luminosa», la oscura
contemplación de la Santísima Trinidad. Tal es el fin al que se
consagran los solitarios y los grandes místicos de los diez primeros
siglos cristianos. Para fijar el espíritu en las realidades invisibles,
algunos de ellos adoptarán procedimientos técnicos, tales como la
repetición frecuente de una breve plegaria, el Kyrie eleison.
Ningún católico se extrañará de esto que no deja de tener semejanza con
el rezo del rosario. Por estar unida al dogma de la resurrección futura,
la idea de una participación del cuerpo en la vida espiritual es en sí
profundamente ortodoxa. Así es como poco a poco se va desarrollando lo
que, un día, en medio de encarnizadas controversias, será llamado
hesicasmo.
A partir del siglo XI, esta doctrina tiende a corromperse. Bajo la
indirecta influencia de San Simeón el Nuevo Teólogo, se atribuye a las
visiones y revelaciones sensibles exagerado valor. Nadie podrá ser
considerado cristiano si no ha conocido y experimentado concretamente la
gracia. Inquietante teología a la cual se oponen las palabras de Santa
Juana de Arco a los doctores que le preguntaban si estaba en estado de
gracia: Si no lo estoy, que Dios me ponga en él, y si lo estoy, que en él me guarde Dios.
Más allá no puede ir el cristiano sin correr riesgos. La acción de Dios
en el alma es esencialmente misteriosa, «transpsicológica», empleando
la expresión de Stolz (5).
El andar tras las iluminaciones conduce, en efecto, al menosprecio de
las prácticas ascéticas y a buscar medios considerados como más
eficaces para llegar a las visiones. Que es el peligro del «camino
breve» y del quietismo en el que el alma corre el riesgo de quedar
fulminada. Por parecida evolución se concede demasiada atención a los
procedimientos corporales, a la posición del cuerpo y al papel del
corazón en la oración. El hesicasta del siglo XIV que espera salvarse
«sin trabajo y sin dolor», olvida que, en la vida espiritual, todo es
gracia, y que nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es por gracia del Espíritu Santo (I Cor., 12, 3).
Esta doctrina es la que, a pesar de las controversias del siglo XIV, fue transmitida a Rusia por el starets Nilo
Sorski (1433-1508), una de las figuras más puras del monaquismo ruso, y
el que quería que se prohibiera a los conventos poseer bienes
materiales. Caída en el olvido, fue restaurada a fines del siglo XVIII
por otro starets, Paisius Velichkovski. Los textos hesicastas
que reúne y publica en 1794 habrán de guiar a los solitarios y místicos
rusos del siglo XIX.
Vinculado a la monótona cadena de las generaciones, el peregrino
encuentra la doctrina hesicasta deformada por largos siglos de historia.
Pero su espiritualidad es pura. Si por momentos parece creer que sólo
la práctica de la oración puede llevarlo a conocer «cuán bueno es el
Señor», su amor de Dios es demasiado grande para no ser de origen
sobrenatural. El ascetismo casi espontáneo de su vida es también una
guarda para él. Viviendo siempre errante de una parte a otra, no
teniendo siquiera una piedra donde reposar su cabeza, la oración
perpetua es ante todo para él el medio de fijar la atención sobre el
misterio de la fe, y de hacer volver al alma hacia esa misma fe. Su
espíritu permanece siempre en actividad, y su fe se ilumina por una
ardiente y sincera solicitud.
La fe del peregrino no es una respetuosa emoción en presencia de
poéticos misterios, sino que se nutre de enseñanzas teológicas. A
quienes se dirigen a él, les ofrece consejos técnicos y explicaciones
doctrinales; no generosas e imprecisas exhortaciones. Como conoce al
hombre a la luz de Dios, sabe también su lugar y sus deberes en el
universo.
La moral del peregrino no es un conjunto de reglas aprendidas, como
tampoco es una higiene interior. Todas sus acciones van guiadas por el
deseo de la perfección espiritual. El ascetismo es la condición de la
contemplación, y no tiene sentido en sí mismo. La vida espiritual queda
de este modo reducida a la unidad. De la fe proceden las obras, pero sin
obras la fe no existe. Procedente del mundo de la caída, de la
ignorancia y de la debilidad, el peregrino se dirige hacia la nueva
Jerusalén, en la que entrará entero, en cuerpo y alma, cuando llegue la
consumación de los tiempos. Reuniendo todas las fuerzas de su espíritu
para contemplar al Ser Absoluto, recibe a veces de Cristo, el nuevo
Adán, alguno de los privilegios del primer Adán. Consigue llegar a
ignorar al frío, el hambre y el dolor; la misma naturaleza le aparece
transfigurada:
«Arboles, hierbas, tierra, aire, luz; todas estas cosas me dicen
que existen para el hombre, y que para el hombre dan testimonio de Dios.
Todas oraban, todas cantaban la gloria de Dios.»
Este optimismo liberador no es privativo del Oriente cristiano, sino
que es la profunda tendencia del cristianismo. Que la creación sea buena
y que después de la caída deba ser conducida en su totalidad por el
camino de la salvación, es cosa que la enseña San Agustín y después de
él los grandes doctores medievales, lo mismo que San Gregorio de Nisa.
Si la Edad Media occidental se inclina sobre todo al misterio del pecado
y de la Cruz, es porque las maravillosas implicaciones de la
Encarnación han sido ya reveladas a la conciencia cristiana por los
Padres. Sólo las crisis y el desquiciamiento del mundo moderno han hecho
que se oscurezca este sentido «cósmico» de la teología patrística, sin
el cual el pensamiento de los grandes doctores occidentales no puede ser
verdaderamente comprendido.
Ante estas inmensas perspectivas, puede el peregrino conducir a los
que le escuchan con sinceridad. ¿Es esto privarle de su carácter ruso?
Al contrario, pues es el tipo perfecto de la piedad rusa. Esta no ha
llegado a formar una escuela de pensamiento, una doctrina propia. Pero
de la misma manera que un icono de Novgorod con sus colores frescos y
vigorosos ha renovado los modelos recibidos de Bizancio, así también esa
piedad ha dado a las doctrinas del Oriente cristiano un tono nuevo y
original.
El innato sentido del misterio en el hombre -la compasión y la piedad
ante el dolor y el pecado-, la simplicidad de corazón, que
espontáneamente purifica las exaltadas doctrinas de la Edad Media
bizantina -la imitación directa y casi la mímica de la vida de Cristo y
de las verdades evangélicas-, tales son los fundamentos de la piedad
rusa. De modo que en Rusia existe un inmenso potencial religioso, una
pujante fuerza popular que no ha llegado a expresarse en una doctrina
propia. Hasta el siglo XIX, la teología rusa no existe; todo es
traducido, calcado del griego o secundariamente del latín. Exceptuando
quizá la Edad Media rusa, la fusión, la síntesis entre el pensamiento
religioso y la corriente de la piedad popular no ha sido una realidad
sino en algunos casos individuales, de los que el peregrino es un
ejemplo. En la vida de la Iglesia, esta ausencia de unidad da a la idea
religiosa rusa su trágico carácter, fuente de crisis espantosas.
Abandonada a sí misma, la Iglesia rusa conoció muy pronto la injerencia
del Estado. Privada de apoyo sucumbió, el cisma vino a desgarrarla y ha
ido quedando agotada y esquilmada poco a poco. En los bosques donde Nilo
Sorski realizaba su meditación solitaria, es dado ver en el siglo XVII
las trágicas hogueras de los «viejos creyentes». El vigor espiritual se
refugia en los eremitorios, en los monasterios; de cuando en cuando
irradia sobre el pueblo, pero la unidad orgánica está rota. Los
grandiosos esfuerzos de los laicos por crear en el siglo XVIII una
doctrina religiosa rusa se apoyan únicamente en una difusa realidad,
carecen de sostén y quedan aislados. Indudablemente, el alma rusa sigue
siendo ante todo religiosa. Pero a la fe sucede la religiosidad; y
basadas en ésta, nacen las terribles excrecencias del oscuro fanatismo,
del nihilismo total y del ateísmo militante, que es el poder de las
tinieblas.
Enamorado de lo absoluto, por una misteriosa vocación, el pueblo
ruso, como todos los pueblos de Europa, ha hecho traición a su misión
histórica, que es la de una civilización progresivamente impregnada de
la Verdad, en un activo equilibrio entre los abismos del pecado y la
infinitud de la divina luz. La visión de una Rusia reconciliadora del
Oriente con el Occidente, que Soloviev entrevió un instante, parece
desvanecerse definitivamente. Pero de un mal radical puede nacer un bien
infinito. En el temor y el temblor es donde se prepara la resurrección.
«Llora, llora, pueblo miserable, canta el Inocente de Mussorgsky, ese hermano del peregrino; gime, gime, pueblo hambriento, que Dios tendrá piedad de ti. »
Jean GAUVAIN
NOTAS
1. Oskrovennye razskazy Strannika dukhovnomu svoemu otcu, París, YMCA Press, 1930. Una primera traducción francesa fue publicada en la revista Irénikon (Amay/Meuse, Bélgica). Traducción alemana: Em russisches Pilgerleben, por R. von WALTER, Berlín, 1925.
2. Sobre los bienhechores efectos de la oración de Jesús,
Ladimirova u Svidnika, Checoeslovaquia, 1933 (en ruso). (Son estos
relatos los que componen la segunda parte de la presente edición.)
3. Ver nota 15 del primer relato.
4. Cfr. Gregorio de NISA, Vie de Moïse, traducida y presentada por J. Daniélou, S. J., Col. «Sources chrétiennes», Lyon-Paris, 1943. En alemán: Gregor VON NYSSA, Der Versiegelte Quell,
trad. e introd. de Baus Urs von Balthasar, Salzburgo, O. Müller, 1939.
En lo que concierne a la teología oriental, ver más en particular C.
CONGAR: «La notion de déification en Orient», Vie spirituelle, 1935, p. 99, y Mme. Lot BORODINE: «La déification dans l’église grecque», Revue d’Histoire des Religions, t. 105, 106, 107 (1933).
5. Anselmo STOLZ, O. S. B., Theologie der Mystik, Ratisbona, 1936.
Enlace a Pierre a Pierre Pascal AQUÍ
Fuente: http://www.abandono.com
Los dos primeros párrafos están tomados de : http://es.catholic.net/