El universo ideológico de Vázquez de Mella

El universo ideológico de Vázquez de Mella

Contexto histórico

Mella hizo su aparición pública, cuando el particularismo científico había roto la unidad del saber humano, y cada ciencia luchaba por encontrar, dentro de sí misma, los primeros principios de su propia construcción. Esa autonomía de la ciencia precipitó en el materialismo a las ciencias experimentales; convirtió a la economía en la ciencia pura de la riqueza, emancipada de la ley moral y sujeta tan sólo a la ley de la oferta y de la demanda; circunscribió la ciencia política al empirismo de mantener un orden material; y redujo al Derecho a la regulación de las coexistencias individuales, sin un contenido positivo que impusiera la mutua ayuda.

Así pues, rota la unidad espiritual de Europa por la Reforma Protestante, emancipada la ciencia de la
religión por obra de los enciclopedistas, y dominado el mundo intelectual por el laicismo, se sintió en aquel momento la necesidad de reconstruir la Enciclopedia Cristiana. Las líneas maestras de esta reconstrucción, las había tenido el papa León XIII en la encíclica Aeterna Patris, que fundamenta la ciencia sobre el cultivo de la filosofía escolástica, en la encíclica Inmortale Dei, que expone el prototipo de la constitución cristiana de los estados, y en la Rerum Novarum, donde propone la reorganización corporativa del pueblo en clases hermanadas por la caridad cristiana.

A esta reconstrucción se aplican la Leogessellschaft de Austria, escuela así denominada en homenaje al Papa citado; la Goerresgessllschaft de Alemania, así denominada en recuerdo a Goerres, el gran despertador de la conciencia católica germánica en los albores del S. XIX; el Instituto Católico de París, la célebre Universidad de Lovaina, y algunos de los grandes sociólogos contemporáneos, entre los cuales destacan Costta-Rossetti, Cathrein y Toniolo. Es España el iniciador de esta labor, sobre las bases ya asentadas por Balmes, Donoso Cortés y Menéndez Pelayo, fue Vázquez de Mella.

La obra.

La pretensión de resultar original al hablar de Vázquez de Mella, no dejaría de ser un intento vano, habida cuenta de lo que, en otro tiempo, se estudió y conoció al llamado “verbo de la Tradición”. Tratar de resumir en breves esquemas la gran riqueza de ideas del tribuno tradicionalista es notoriamente insuficiente para llegar a profundizar en su pensamiento. Mella fue el gran sistematizador del pensamiento tradicional español, un subyugante expositor de la historia patria que hizo de su vida una afirmación de la tradición española.

A la profundidad conceptual se le suma la dispersión de su obra. Mella no sistematizó su pensamiento, y su legado intelectual está contenido principalmente en artículos periodísticos (en esto se asemejaría con el tiempo a Ortega o a su contemporáneo de muy distinto signo Gramsci) y en discursos, tanto dentro como fuera de las Cortes. Famosas intervenciones parlamentarias son, por ejemplo, la de 1907, en el debate sobre el discurso de la Corona que versó sobre el movimiento Solidaridad; la de la exposición del sistema de representación por clases; la del horóscopo de Maura o la de la musa temblorosa de miedo.

De los discursos que pronunció fuera de las Cortes habría que recordar muchos: citaremos el que sobre el tema “El escepticismo y el egoísmo son los dos males que imperan en nuestro siglo, y la Iglesia es la única que puede curarlos”, pronunciado en los juegos florales de Sevilla en 1906; el de los días siguientes al Congreso Católico de Santiago; el de la Asociación de la Prensa acerca del regionalismo; el de las Arenas de Barcelona; el del Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Madrid; el del Teatro Romea de Murcia en los juegos orales de Abril de 1912; los de afirmación y mantenimiento de la neutralidad española frente a los intervencionistas aliadófilos, pronunciados en Santander y Madrid; el del Teatro Real; su conferencia sobre el derecho a la ignorancia en la Academia de Jurisprudencia, etc.

Si bien el único volumen escrito al final de sus días y ya mencionado, la Filosofía de la Eucaristía, no enfrenta una temática muy diversa, Vázquez de Mella plantea en el conjunto de su obra una crítica al liberalismo desde sus propios fundamentos, realizada con la propia dialéctica de éste. Su análisis se basa en el análisis histórico y político de los grandes mitos liberales, el progreso, la libertad, el individualismo. Mella oponía al liberalismo un corporativismo católico fundamentado en la tradición encarnada en la monarquía española. Ésta debería basarse en una representación nacional plasmada en las Cortes estamentales, elegidas entre seis órdenes de la sociedad: la agricultura, la industria y el comercio, el clero, el Ejército, la aristocracia y la cultura. 

El orden propugnado por Mella se apoyaba en al cohesión social del catolicismo, entendido no sólo como religión del estado sino de la sociedad; era el antípoda de la secularización procedente de la Ilustración y del Liberalismo. Tanto por su acendrado regionalismo como por su preocupación social inspirada en la doctrina de León XIII, la tradición modernizada de Mella era también marcadamente populista, en lo que conectaba con Maura y el Partido Social Popular, en el que después de la ruptura con D. Jaime en 1919, entraron dos discípulos de Mella, Víctor Pradera, gran teórico que inspiró buena parte de la historia de España subsiguiente; y Salvador Minguijón, éste más tarde sería Catedrático en la Facultad de Derecho de Zaragoza, y miembro de número de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, así como autor del famoso Informe sobre la ilegalidad de la actuación de las fuerzas republicanas el 18 de Julio de 1936, que proporcionó la base jurídica para procesar por rebelión a los partidarios del bando frentepopulista al término de la guerra civil 1936-39.

Igualmente rechaza el Positivismo, y de sus partidarios dirá que, con su sostenimiento a ultranza del método experimental, caen en contradicción, ya que, al no ser éste un axioma, para probar su validez tienen que valerse de un método no experimental, lo cual constituye una contradicción en su principio. Pero combate también este principio afirmando que, si no hay más método que el experimental, la Metafísica y la Teología, lo suprasensible, no constituyen Ciencia. Objetivo que, afirma, es el que buscan, pero cuyas consecuencias padecen ellos mismos; porque si la ciencia es una sucesión de fenómenos, como todo tránsito supone pasar del no ser al ser, ¿existe o no una causa productora de ese paso?, y aquí es donde encuentra Mella la contradicción positivista, ya que “no puede haber cambio sin algo que cambie. Si el mundo es una serie de fenómenos, caemos en el absurdo si no admitimos el Creador. Quedarían esos fenómenos convertidos en sombras”[1].

El pensamiento mellista puede sintetizarse, para un breve estudio, en cuatro grandes rasgos, a saber:

A· La Filosofía de la Historia

B· La Tradición:
- Tradición y Progreso.
- Liberalismo y Tradicionalismo: la Tradición como la antítesis del Liberalismo.
C· El Derecho Público:

- El tránsito de la soberanía individual a la colectiva. Irrepresentatividad de ésta;
- La teoría de las dos soberanías;
- La monarquía tradicional;
- El constitucionalismo.

D· El Regionalismo.

A· La Filosofía de la Historia

Mella afirma:

“Balmes ya dejó dicho que la Religión es la Filosofía de la Historia”; “la Religión es objetiva, pues es relación del hombre con Dios; que tiene un órgano de interpretación infalible, y que una prueba de su divinidad y de su infalibilidad está en los años que lleva luchando con sus enemigos, sin perder ni variar”[2] Consecuentemente, toda la interpretación que del concepto de Civilización y del devenir histórico realiza Mella, tiene su clave en la fe, que una al hombre y lo eleva.

De aquí deduce la existencia de dos unidades en el gobierno del mundo, bien por su presencia, bien por su ausencia: la unidad religiosa o moral, la unidad interna; y la unidad de la fuerza, que es externa. Expone que la historia del espíritu humano está formada por las formas que la unidad interna ha adquirido en cada momento, sus alteraciones, el perfeccionamiento por su autor, la ruptura que el orgullo humano produzca, y su restauración. Y la unidad externa o de la fuerza, unas veces sometida a la unidad interna y otras opuesta y dominante, tratando de contener los efectos de la ruptura interna, ha acabado siempre por disolverse en la impotencia.

Siendo así que la historia no tiene más que tres capítulos: la unidad interna en sus distintas categorías de conocimiento y práctica, la anarquía en sus diferentes grados y formas de disolución, y la unidad externa en sus diferentes clases de opresión. Mas la unidad moral existente al principio, que adulterada y combatida se da siempre en el medio, brilla también al final; la Historia como el hombre, viene de Dios y va a Dios, y ÉL tiene el centro, quedando los hechos del hombre producto de su libertad, al margen de esta cadena, sin lograr nunca cortar el hilo conductor que enlaza lo finito de lo infinito, asumiendo la humanidad en síntesis todo lo creado por Dios que es su causa.

Entiende Mella que debe empezarse el examen de esta disciplina con el estudio del concepto de civilización, investigando sus leyes y los nes de la sociedad, para posteriormente jar la idea de progreso, medio necesario para que la civilización se alcance y, utilizando la dialéctica, exponer, recogiendo la idea de las dos ciudades expuesta en “De Civitate Dei” de San Agustín y enriqueciéndola, como la historia se ha fraccionado, según el hombre actuara dentro o fuera del plan de Dios. Así dice:

“De un lado aparecerán las sociedades modeladas según el decálogo y el sermón de la montaña, y, del otro, los que los desconocen o niegan; el naturalismo pagano, que adulteraba con el panteísmo y el dualismo oriental y el politeísmo occidental el depósito de las verdades religiosas primitivas,
conservadas en la sinagoga, que fue la Iglesia antigua; y el neopaganismo apóstata, fraguado por la protesta, el enciclopedismo, la revolución, el racionalismo y el positivismo de la Edad Contemporánea, que llega a esta consecuencia, que hubiera sublevado a los mismos pueblos paganos asentados en las tinieblas del error, pero no de la impiedad, que ignoraban pero no odiaban a Jesucristo: romper toda relación con la divinidad, negándola y declarándola inaccesible a la razón y a la voluntad humana, es decir, arrancando toda vida religiosa, primero del Estado, después de la sociedad, y, por último, del individuo, secularizando la vida entera, desde el nacimiento hasta la muerte”[3]

Del anterior razonamiento se desprende que en el pensamiento histórico y losóco de Mella, la negación de los deberes religiosos individuales y sociales supone la negación de Dios, que no existe si no tienen con él relación de dependencia y de nalidad los hombres. Asevera que, este monismo panteísta, como desarrollo de una unidad absoluta, implica: o el determinismo histórico, fruto de la revolución de la materia y de la fuerza primitivas, que niega la libertad al reducirla a un consiguiente necesario y antecedentes inevitables; o la adaptación forzosa a un medio irresistible, la negación de la libertad arguye la de la inteligencia, porque:

“el que no puede elegir, es porque no puede deliberar; el que no puede deliberar, no puede juzgar; y el que no juzga, no piensa; y como el ser que es libre y no piensa, pero se mueve y siente, es un mal, la lógica (…) deducirá esta conclusión (…): secularizar es animalizar. No se puede renegar de la religión sin asesinar la razón”[4]

Para Mella, la religión, por el conocimiento de lo suprasensible y de lo sobrenatural que supone, y por la práctica de los deberes que ligan al ser nito con el innito (a diferencia de las religiones orientales actualmente de moda en Occidente y que escinden lo transcendente de lo inmanente negando toda relación entre ambas esferas), comprende todas las diferencias psicológicas que separan al hombre del animal. Por eso, afirmar la negación parcial o completa de la religión conduce a la siguiente consecuencia: el hombre es un animal perfeccionado, y el animal un hombre imperfecto; entre los dos hay diferencias de estado, pero no de naturaleza. El resultado de este razonamiento es el bestialismo, la identidad del animal y el hombre. Y aquí es donde Mella lleva su radicalismo a sus últimas consecuencias, al afirmar:

“la historia de todos los sistemas los sitemas filosóficos  y de todas las ideas religiosas que han
pasado por el entendimiento de los hombres, llega en último extremo a esta disyuntiva inexorable: o Teología o Zoología”[5]

B. La Tradición

- La Tradición y el Progreso.

El proceso de vulgarización de la política experimentado con posterioridad a 1789, ha contrapuesto la tradición al progreso, como si tales valores fueran en sí mismos antitéticos. Mella rechaza tal proceso de vulgarización como cosa infantil. Para Mella, la tradición expresa transmisión de cosas que van de generación en generación; es, en consecuencia, el vínculo del progreso social, es el progreso hereditario, el sufragio universal de los siglos. 

Rechaza la división articial entre progreso y tradición, entendiendo que lo uno era consecuencia de lo otro. Afirma que un progreso que no contase con la tradición para ser transmitido, sería como si no se hubieselogrado; y una tradición que no acrecentase en nada lo recibido, sería algo inane y petricado,
que debería ser apartado para no obstruir el cauce de la historia de una nación.

La tradición reivindicada por Mella, no es un concepto que recoge mecánicamente todo lo pretérito y lo transmite desordenadamente al porvenir. La tradición, nos explica, implica progreso porque el depósito recibido por ella ha de ser acrecentado; y supone selección, porque ha de ser mejorado. Pero el progreso concebido al modo de Mella, no puede ser arbitrario, porque en el hecho mismo de serlo dejaría de ser progreso. Lo expuesto es justificado afirmando:

“El hombre discurre y por tanto inventa; combina, transforma, es decir, progresa y transmite a los demás las conquistas de su progreso. El primer invento ha sido el primer progreso; y el primer progreso, al transmitirse a los demás, ha sido la primera tradición que empezaba. La tradición es el efecto del progreso; pero como lo comunica, es decir lo conserva y lo propaga, ella misma es el progreso social”[6]

Por tanto, tradición y progreso, no sólo no son valores antitéticos, sino que dan en ser una misma y sola cosa.

- Liberalismo y Tradicionalismo: la Tradición como la antítesis del Liberalismo.

La historia de España, desde la Guerra de la Independencia en 1808 hasta prácticamente nuestros días, ha girado alrededor de las luchas entre Liberalismo y Tradicionalismo. El primero, entendido como producto híbrido entre éste y la democracia revolucionaria; el segundo, como manifestación política operativa de la continuidad histórica de España. El pensamiento de Mella se halla plenamente implicado en estos dos aspectos: lucha radical contra el Liberalismo, y afirmación rotunda de la Tradición. Y su estudio bajo este prisma, nos aporta una mejor comprensión del mismo.

El liberalismo es un agnosticismo ideológico que pretende la libertad, y que, si es consecuente consigo mismo, debe abstenerse de pronunciamiento político alguno al ignorar dónde está la verdad, dando igualdad de trato teórico a todas las opiniones; pero, paradójicamente, se vincula al principio
democrático (confundiendo poder con libertad) y se hace consustancial con él. De esta síntesis, en la que ambas posturas salen beneficiadas al resolver la voluntad general el problema de designar una verdad, nace el sistema democrático liberal, en el cual resulta casi imposible la separación de sus
componentes iniciales. Pero centrémonos en primer lugar en el liberalismo.

Mella afirma que la tesis fundamental del Liberalismo es la neutralidad axiológica del Estado: “El Estado es neutral en el orden religiosos y moral, porque ignora cuál es la verdad en esos órdenes y proclama, como un postulado, la libertad completa de todas las opiniones y de todas las propagandas”[7]. Así, dada la exposición de Mella, la consecuencia es que si toda propaganda es lícita y libre su manifestación, no cabe censura o condena alguna. Esta es la conclusión de la tesis liberal, a la que llega Mella. De aquí que se afirme, que al no poder combatir el efecto y amparar y fomentar la causa, llega el momento en el que la acción de propaganda en el hecho es tan visible, y éste tan contrario a la más incipiente disciplina, que el Estado interviene y censura y prohíbe ciertas propagandas. Y aquí surge un nuevo problema: “Pero ¿hay una regla, un principio, para saber qué doctrinas son lícitas y qué propagandas pueden ser permitidas o condenadas?”[8]

Mella adivina tres posibles respuestas:

1ª Que no exista, que el Estado no pueda conocer si la hay. Si no existe, el Estado no puede aplicarla, y deberá forzosamente proclamar la licitud de todas las propagandas;

2ª Que se declare el Estado inepto para conocer acerca de la bondad de las reglas, es por tanto incapaz de reprimir sus efectos y, en consecuencia, demostrará su impotencia e inutilidad;

3ª Que existiendo la regla, hay un límite para la libertad individual y para el poder público infranqueable para éste, y por lo tanto, resulta falsa la ilimitación jurídica de esas libertades en el orden teórico, tesis fundamental del liberalismo.

Así, nos encontramos con la cuestión de los límites de la libertad. Dice Mella que si se admiten los límites en un punto, ¿por qué razón deberían rechazarse en otro, sin invocar otro principio que justifique esa diferencia? A partir de este momento, la discusión versará sobre el más o el menos, pero el Estado habrá negado, de forma categórica, su autoridad indiferente y proclamará su derecho a intervenir en un orden moral. Mas esta declaración de intervención del Estado, suscita otra nueva, y aún más profunda interrogación: ¿Hay un orden moral, religioso y jurídico anterior y superior al poder público, con un órgano social propio que lo interpreta y que el estado tiene la obligación de reconocer como norma y como frontera de sus actos? Evidentemente, Mella afirma la existencia, tanto de una regla, el Decálogo, como de un órgano social interpretativo, la Iglesia. De igual manera rechaza a los doctrinarios de su tiempo, que, reconociendo la libertad ilimitada en el orden especulativo vienen después a imponerle limitaciones en el orden político impidiendo, por ejemplo, que se discutan formas políticas del estado mudables, o poderes expuestos a constantes cambios.

Como conclusión general de lo expuesto, Mella llega a afirmar que: “no ha existido jamás un estado que haya practicado plenamente el principio liberal. Siempre con la conducta le ha negado, proclamando en parte el principio contrario y para salir de esa contradicción, no le han quedado más que dos recursos: o someterse a la Iglesia, con el orden superior que afirma o usurparle sus atribuciones, declarándose definidor teológico y moral; es decir, la Iglesia laica que implica el cesarismo o el estado ilógico e inepto; o estado usurpador, tiránico y apóstata; o estado cristiano que, en la medida de sus fuerzas, no consiente que se altere el orden a que él mismo rinde vasallaje”[9]

En segundo lugar, la Tradición, al modo en que nos es expuesta por el autor, es la antítesis del liberalismo. Aquélla supone algo permanente que es transmitido como un patrimonio, como una herencia social que se transmite de unas instituciones a otras. Encuentra su fundamento en un doble derecho: el de los ancestros a la perpetuidad de sus obras, y el de los venideros a que no se les despoje de un patrimonio que les corresponde. Entre estos dos derechos, se alza el deber de las generaciones intermedias de respetar el caudal hereditario. Si éstas no cumplieran con este deber, incurrirían, a decir de Mella, en una anarquía sucesiva: “Las generaciones sin respeto a los antepasados, ni deberes con los venideros, afirmados con el derecho absoluto al derribo hasta de la casa en la que nacieron, forman la anarquía sucesiva”[10]

El otro componente de la democracia liberal resaltado por Mella, es el principio democrático. La democracia es una teoría acerca del origen del poder político. Afirma una regla de forma axiomática a la que todos deben someterse: la de la voluntad general expresada a través de las mayorías.

El teórico de la democracia moderna es Rousseau, que recoge las doctrinas del pacto social ya formuladas por Locke y sus consecuentes del status naturalis, y el paso al status civilis. Vázquez de Mella critica al “buen salvaje” roussoniano, que, en su opinión, convierte toda forma social de civilización en malvada al pervertir al hombre. A propósito de esta misma idea, Ortega y Gasset nos dirá en “Ideas y Creencias”: “todos deseamos que el hombre sea bueno, pero el Rousseau que nos han hecho padecer creía que ese deseo estaba ya realizado desde luego, que el hombre era bueno de suyo y por naturaleza. Lo cual nos ha estropeado siglo y medio de historia europea”[11]

Pero volviendo a Mella, éste nos dice que, la tesis roussoniana cree que la sociedad, el pueblo, suma de individuos igualmente soberanos y naturalmente buenos, no puede desear su mal, y caso de que algún individuo lo hiciera, se vería corregido por las voluntades de los otros. Así, y dada la imposibilidad de gobernar por sí, el pueblo elegiría a los más justos y capaces. Pero en este razonamiento, Mella afirma advertir un error :

“consiste en creer que, por medio del sufrago universal, la elección se convierte en selección; la cantidad designa a la calidad, los incapaces a los capaces, los ignorantes a los doctos, la masa analfabeta a los sabios, la mayoría pecadora a la minoría virtuosa y, en una palabra, el mayor número juzga, discierne y aquilata las dotes de los gobernantes y los eleva y los coloca en las alturas, retirándose modestamente a obedecer, cuando debiera mandar, pues más condiciones requiere y demuestra el juzgador que el juzgado y el elector que el elegido”[12]

Resulta consecuentemente y según afirma, un absurdo sostener una voluntad general según la cual, no pudiendo los hombres individual y separadamente tener certeza alguna, todos juntos resultan infalibles.

Para Mella la verdadera democracia no consiste en el ejercicio del mando por parte de todos, lo que es imposible, sino en el “derecho a ser bien gobernado”. La verdadera democracia cristiana, que propugna Mella, no consiste en un sistema igualitarista, en la línea uniforme para todos, sino en el derecho a romper esa línea; no se trata de doblegar todas las voluntades a un derecho común, ni en la facultad de ser igual con los más, sino, muy por el contrario, en la posibilidad de diferenciarse, de desigualarse y ascender meritocráticamente sobre el nivel de la multitud. Es lo que llama una democracia por elevación en contraste con la democracia criticada que sería una democracia por descenso, fruto maduro de una pasión ruin.

Lo anterior no debe confundirse con la ausencia de participación ciudadana en la res publica, sino que predica el sufragio universal a la manera orgánica, acuñando el concepto de voto acumulado. Consiste éste en atribuir tantos votos a los individuos como grupos sociales a los que pertenezcan, que nunca serán demasiados al no poder pertenecer la personas a más de un reducido número de profesiones, corporaciones o estados. Así el militar será militar, pero no podrá ser al tiempo magistrado o profesor, o el agricultor será tal, pero no podrá ser al tiempo magistrado. Esta es la manera orgánica de concebir el voto, como expresión de la fórmula política que se dio en llamar sociedalismo.

Luego Mella no rechaza la democracia, sino una forma que afirma falsa de la misma:

“En un alto sentido de escuela nosotros admitimos la democracia, no ya como compatible, sino como esencial de toda verdadera monarquía; pero es entendiéndola como el mantenimiento igual de todos los derechos comunes y distintos de las clases y de las personas individuales y colectivas jerárquicamente ordenadas”[13]

C) El Derecho Público.

Para comprender el origen del Derecho en el pensamiento mellista, hay que reejar brevemente el ideario de la Escolástica. Partiendo de la idea de Dios, principio y n de todas las cosas, Mella expone como el Creador, no sólo le asignó un n a su Creación, sino que también le marcó un camino para su logro.

Este camino es la lex aeterna, de rancia consideración en la Escolástica, es decir, la misma razón y voluntad divina que manda conservar el orden natural y prohíbe su violación, ley suprema de todo lo existente, que hace que las cosas observen su curso natural; ley que, cumplida de modo necesario en la materia inerte, en el mundo vegetal y animal dada su carencia de alma y libre albedrío, va siendo descubierta por el hombre a través del conocimiento de las leyes llamadas naturales, pero sin menoscabar en modo alguno la libertad humana.

Esta ley eterna, impuesta de una manera necesaria al mundo inferior y acatada por el hombre de un modo libre, es el eje supremo en cuyo derredor gira todo el universo; porque el orden de la naturaleza no es sino la colocación de cada cosa en el lugar que le asignó la voluntad divina; y el orden moral es la aceptación libre y espontánea de la misma ley en cuanto deslinda lo honesto; y el orden jurídico resulta del libre juego de los derechos y deberes emanados de la ley eterna.

Fundamentado el orden universal sobre el cumplimiento de esa ley eterna en sus varias  manifestaciones,  todo poder cualquiera que sea su especie, es una derivación del poder divino. Todos
son partícipes, aunque en muy diversa manera del poder soberano de Dios sobre la Creación entera. 

Así queda consagrado el ejercicio legítimo de toda autoridad, a la vez que es santificada la obediencia, convirtiéndola de yugo servil en sumisión voluntaria que dignifica al obediente.

De este modo el poder público cristiano viene a ser el intérprete de aquella ley natural, y ha de recogerla en leyes positivas que garanticen su cumplimiento. Por tanto el soberano no es el creador de las instituciones sociales, sino un mero conservador de las mismas que ha de proceder respetando su
propia norma constitutiva. Queda así la sociedad ante el soberano, como un todo armónico y orgánico, donde cada hombre vive vinculado al estado, por medio de las unidades naturales de convivencia social.

- El tránsito de la soberanía individual a la colectiva. Irrepresentatividad de ésta.

La cuestión de la soberanía tiene en Mella una especial relevancia, que nos obliga a considerar, de forma previa a su Teoría de las dos soberanías, la cuestión del tránsito de la soberanía individual a la colectiva del pensamiento roussoniano. Advierte que, el pesimista ginebrino pone la soberanía en los individuos, y éstos se ven parcialmente desprovistos de ella, al pasar del status naturalis al status civilis, a pesar de ser un derecho innato de todos y cada uno, éste es mutilado. Queda pues formado el poder público, por las mermas representadas por las partes de soberanía enajenadas por los individuos.

Esta construcción, que partiendo de la autonomía individual pasa a sostener una soberanía colectiva, no es admitida por Mella, ¿por qué?: “Porque admitiendo el derecho de cada individuo a regirse y gobernarse a sí mismo, con entera independencia que los demás y sumando esas autonomías individuales, no se produce nunca esa soberanía colectiva que pueda mandar ni siquiera a un hombre solo”[14] Coba de este modo excepcional importancia el tránsito de la soberanía individual a la soberanía colectiva, ya que aún no ha podido ser justificado.

Pero incluso admitiendo la soberanía colectiva como suma de las individuales, lo que Mella no admite en ningún caso, al no poderse justificar, es el concepto de representación pública. Asevera que la soberanía, siendo inherente a la colectividad, viene a ser por naturaleza irrepresentable. De aquí el dislate de los doctrinarios – en concreto se opuso enconadamente a Cánovas del Castillo en esta cuestión – que admitiendo que la soberanía es inherente a la colectividad y después, teniendo que
admitir que es imposible que la colectividad ejercite por sí misma la soberanía, acuden al subterfugio de la representación, bien como delegación del poder; o bien como delegación del ejercicio del poder. Pero la representación, por la propia lógica del sistema, tiene que ser perpetua. Lo que supone que, aunque sean distintos los sujetos que la ejercitan en cada momento, lo que no siempre ocurre, puesto que son perpetuas las funciones del Estado que por la representación desempeña, resulta que hay una sola soberanía colectiva que no puede ejercer nunca por sí misma sus propias funciones, es decir un derecho separado, no circunstancialmente, sino de modo perpetuo de su ejercicio por el titular. 

Resulta admisible que un derecho y su ejercicio puedan existir separados por causa eventual, pero nunca que lo estén de manera definitiva, ya que no es de recibo admitir un derecho, al cual además se supone inalienable, repartido en dos. Siendo así que, frente a los demócratas doctrinarios, apoya a los que él denomina demócratas lógicos, como Proudhon o el mismo Rousseau, considerando que si fuera realizable la democracia directa, ésta sería la unidad lógica.

Así, su discípulo Víctor Pradera en El Estado Nuevo, efectúa una dura crítica de las doctrinas de Rousseau culminando ésta con la siguiente frase:

“Consignémoslo simplemente: en la democracia no cabe representación. Quien quiera que en ella pretenda ejercer la soberanía con aquel título, es un usurpador”[15]

- La teoría de las dos soberanías

Frente a la mencionada soberanía popular que el Enciclopedismo francés del S. XVIII proclamó como dogma, Mella, paralelamente a la teoría de la soberanía formulada por Maurice Hariou, proclama la soberanía dual. Ambos partirán de una concepción orgánica de la sociedad, tan al uso en todos los órdenes a principios del S. XX (bástenos recordar a Spengler en la Filosofía de la Historia o a Hausoer, padre de la Geopolítica), pero mantienen una esencial diferencia. Hariou aporta la soberanía individual de sujeción, frente a la cual, Mella, recogiendo las doctrinas clásicas del tradicionalismo español, remite a los núcleos colectivos llamados naturales, como sede de la soberanía social, que en unión de la soberanía política forma la soberanía dual.

La soberanía social nace en la familia y se desarrolla en una doble jerarquía ascendente de las sociedades complementarias: los municipios, donde se aúnan las familias con el fin de cubrir las necesidades comunes, haciendo de los municipios una sociedad natural y no una creación legal del estado; que se desarrolla en la comarca, y que llega a la región como la entidad más alta de esa jerarquía ascendente, que se completa con otras sociedades derivativas de la familia, como los centros de enseñanza y ciertas corporaciones económicas. De aquí, que el estado surja de la soberanía social, por lo que la soberanía política es así posterior, y nace como complemento a la propia sociedad.

Entiende que estas dos soberanías se mantienen independientes una de otra, y critica la posibilidad de su confusión que, a su juicio, es una realidad den los regímenes parlamentarios y en los totalitarios. En éstos, la centralización deviene en necesidad, con la consecuente concentración del poder en un partido o en una poliarquía de partidos, de carácter indiscutiblemente absolutista.

A propósito de las teorías de Mella acerca de la soberanía dual, el Conde de Romanones, el prototipo de político liberal del caciquismo de la Restauración, dijo:

“ante la grave crisis que hoy en el mundo está travesando el régimen parlamentario y los gobiernos de gabinete, sus teorías sobre el origen de la representación, buscándola en lo que él llama con frase admirable ‘aristocracia de la sangre – bien distinta de la aristocracia de la toga-‘no sería camino acertado para salir del impasse donde las sociedades políticas se hallan sumidas y estancadas a la hora presente”[16]

Lo que no deja de sorprender, conociendo los corruptos modos de hacer política de los caciques de la restauración borbónica.

- La monarquía tradicional.

A las dos soberanías, Mella suma un elemento moderador, la monarquía. Ésta se aparta en la concepción de Mella, tanto de la monarquía parlamentaria, como de la absoluta.

Considera inaceptable la monarquía parlamentaria, por entender que ésta tan sólo mantiene los atributos externos y formales de una monarquía. En el sentir de Mella, el rey que no es soberano en este esquema, se encuentra a merced de los caprichos de los partidos representados en el Parlamento, de los motines que efectúen o de los designios de los oligarcas que los controlan. Considera que la monarquía liberal es centralista y absorbente, y que en este régimen el verdadero poder constituido es el Gobierno. Es más, cree que monarquía y liberalismo son incompatibles:

“La monarquía hereditaria lleva ya en el principio de la herencia la oposición con el liberalismo que, por la fuerza de la lógica, tiende a combatir todos los poderes que no reconozcan su origen en la soberanía individual y no sean revocables por la voluntad colectiva”[17]

Igualmente, rechaza la monarquía absoluta, al creer firmemente en la limitación del poder del rey por dos cauces; primero, por las leyes naturales, dice:

“nosotros no admitimos más absolutismo que el de Dios y de tal manera lo reconocemos, que la primera condición que exigimos a los reyes para serlo es que empiecen por ser súbditos de Cristo para ser después soberanos nuestros”; y segundo, por la soberanía social, expresada en una serie de libertades y derechos individuales y colectivos, limitativos del poder del Estado.

Frente al absolutismo y el simbolismo de la monarquía parlamentaria, Mella propugna la monarquía tradicional. EN la misma el rey gobierna con responsabilidad social y una serie de limitaciones que recoge, desde el “Rex eris recta facis” visigodo, o el juramento real de la antigua corona de Aragón,
al “cuidado de guardar al rey de sí mismo”, recogido como deber del súbdito en la Ley 25, tit. 13 de la Partida 2ª.

En conclusión, Mella creé que la monarquía tradicional es la verdaderamente popular y la única que, con su autoridad no desmembrada ni sometida a extrañas tutelas, aunque limitada por contenciones sociales, tiene fuerza y prestigio para resumir en sí los anhelos de los pueblos.

- El constitucionalismo.

El constitucionalismo tiene unos orígenes contradictorios. Como doctrina, el parlamentarismo apareció en la obra de Locke Los dos ensayos sobre el gobierno civil, al considerar éste el poder civil, con motivo de la revolución inglesa de 1688 que entronizó a Jorge Monk. Atribuía el poder legislativo al parlamento y el ejecutivo al rey. Con posterioridad, Montesquieu añadió un poder más a los dos de Locke, de este modo quedaba conformado el constitucionalismo difundido por el continente.

De esta evolución, Mella nos dice:

“El parlamentarismo no podía venir al mundo más que teniendo por padres a dos lógicos, de los cuales Locke, afirmaba que la materia compuesta y particular podía tener por atributo el pensamiento, simple y universal en su objeto; y Montesquieu, que proclamaba el fatalismo de su original y la libertad de las copias contra otros originales también, que mataba la libertad primero y la proclamaba después”[18]

Mella atribuye al ideal constitucionalista, el carácter de fruto y consecuencia de la propia historia inglesa. Por lo tanto, para copiar la constitución británica resulta necesario copiar la historia entera de esta nación, su carácter y su raza, toda su contextura psicológica y vital. Pero como las naciones no
se copian, resulta necesario hacerse ingleses: “lo que Montesquieu vino a decir, en resumen, a Francia, es que dejara de ser lo que era y que se hiciese inglesa. Juana de Arco debió estremecerse de júbilo en su tumba”[19] Entiende que una copia de un pueblo aplicada a otro, es un apriorismo que niega la historia de esa nación conculcando su ser: “La planta constitucionalista, como es una or
de cementerio que sólo brota alrededor de los sepulcros, siempre crece en la misma medida que un pueblo se pudre”[20]

Realiza una demoledora crítica de la constitución de 1876. Comienza por afirmar que es una mezcla de constitución y carta otorgada en la que no queda claro, salvo en la teoría de su artículo 8º, a quien corresponde la soberanía. Critica la institución del refrendo de los actos del rey, que vacía de contenido todas las atribuciones reales que la constitución contempla. De hecho, este refrendo hace que sean inútiles todas las limitaciones de los poderes reales previstas en la constitución, ya que estos sólo pueden ser ejercidos con el correspondiente refrendo ministerial. Así apreciará como sigue la relación entre la libertad del rey para obrar, la imputabilidad y la responsabilidad de éste: “Son tres conceptos inseparables. No se pueden negar sin destruir los demás, y no se puede afirmarlos sin sostenerlos todos. Si no hay responsabilidad, es que no existen acciones imputables; si no existen acciones imputables, es que no se han realizado o que no había libertad para realizarlas. Y por la misma razón, si no hay imputabilidad, es que no existe responsabilidad, ni libertad en ejercicio; y si no existe libertad actual o potencial, es imposible hacerla responsable ni imputable de nada, ni por razón ni por omisión. La psicología ética y la ética parlamentaria lo han arreglado de otra manera, y han puesto en un sujeto la libertad, y la imputabilidad en otro; pero la consecuencia ha sido no
poner la responsabilidad en ninguno”[21]

No sólo serán estas cuestiones de la responsabilidad y de los poderes del rey las que serán objeto de la atención y crítica de Mella, también se acercará a la cuestión del poder constituyente, al límite de las garantías constitucionales, al cesarismo parlamentario, y por último a lo que considera la resurrección del Derecho político pagano. Concluyamos la cuestión con sus propias palabras:

“Las constituciones doctrinarias son argumentaciones dislocadas en que hábiles sofistas o entendimientos achatadas han mezclado arbitrariamente las premisas y las conclusiones. Vistas aisladamente y agrupadas con simetría, forman curiosos mosaicos, que el vulgo toma fácilmente por obras de arte; pero cuando se les aplica la linterna de la lógica, se ve que el arte no pasa de una alfarería rudimentaria. En todas las leyes modernas, como hechas por modelos constitucionales, sucede lo mismo. Parecen obra de un jurista que se hubiese vuelto loco al terminarlas, si estar muy cuerdo al escribirlas, y que, después de un rato de furia o quizás de un momento lúcido, trastornase los artículos, mandándolos revueltos a la imprenta. El orden lógico está proscrito
como cosa del antiguo régimen”[22]

D- El Regionalismo.

No es la cuestión regionalista, algo que se sitúe en el campo de lo especulativo, sino una preocupación de primer orden en la vida de nuestra sociedad. Mella, enemigo profundo del centralismo liberal, no concebía a España desde una perspectiva uniformadora, sino de unidad en la variedad. Así no dudará en recoger lo que San Isidoro de Sevilla, al señalar las condiciones de la ley (honesta, justa y posible) en los Concilios de Toledo, añade que ha de ser, secundum natura y secundum patriam; es decir según las costumbres de las naciones. Este mismo sentir, más de mil años después continuaba vivo en Jovellanos en sus Apéndices a la Memoria de la Junta Central, en los que, ante el proyecto afrancesado de constitución gaditana, oponía los criterios fundamentales de la más tarde ensalzada, por doctrinarios y tradicionalistas, constitución interna, posteriormente, será recogido, entre otros, por Mella.

Mella afirma que para que el regionalismo exista, no es necesario un regreso al pasado, basta que las regiones sean lo que deben ser. Define este concepto como un vasto sistema jurídico que se apoya, entre otras cosas, en un hecho y un principio. El hecho es la personalidad de la región, pero no sólo la
histórica, sino la actual, y el principio es el derecho que expresa gráficamente el término autarquía, esto es, el derecho de toda persona individual o colectiva a alcanzar su n propio por sí misma y sin que otra se interponga, con su acción entre su actividad y su objeto, tratando de hacer sus veces y de
reemplazarla, aunque para esto necesite la cooperación de los demás y obre interior y exteriormente conforme al orden superior en que las prerrogativas de toda personalidad se fundan.

Mella ve las diferencias filológicas que, en mayor o menor medida, todas las regiones ostentan, y a las que se suman sus condiciones geográficas y sus nexos internos de la unión, para formar su psicología particular. Entiende que todo esto no basta para constituir una nación, si bien sobra, según expuso en el discurso sobre el fundamento del regionalismo pronunciado en Santiago de Compostela en 1902, para formar una región. Observa que España es “una federación de regiones que han participado de una vida común y colectiva a lo largo de la Historia y que se han formado una unidad superior nacional que con sus caracteres las sella y las enlaza”[23]

También nos ofrece una definición descriptiva de su noción de región y de su integración en el todo nacional, diciendo de ésta que es: “una sociedad pública y una nación incipiente que sorprendida es un momento de su desarrollo por una necesidad poderosa que ella no puede satisfacer, se asocia con
otra u otras naciones completas o incipientes como ella y las comunica algo de su vida y se hace partícipe suya, pero sin confundirse, antes bien, marcando las líneas de su personalidad y manteniendo íntegros, dentro de esa unidad, todos los atributos que la constituyen”[24]

Concluyamos diciendo que, la diferencia entre el regionalismo mellista, y el nacionalismo, reside en que para este último, el Estado es el enlace entre distintas naciones que no tienen en común más que la soberanía política de este Estado. Sin embargo para Mella, España es una congregación de regiones
que tienen personalidad histórica y jurídica distinta, pero que no son todos completos, ni unidades históricas y sustancias independientes, sino que han juntado una parte de su vida y con ella han formado esa entidad superior.

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Llamadas

[1] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Obas completas de D. Juan Vázquez de Mella. Vol. III. Ed. Junta de Homenaje a Mella. Madrid. 1931, pág. 6. Fragmento de una conferencia pronunciada en la Academia Universitaria Católica, el 13 de Noviembre d e 1908.

[2] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Op. Cit. Vol. III, pág. 62.

[3] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Op. Cit. Vol. III, pág. 64 y ss.

[4] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Op. Cit. Vol. III, pág. 66.

[5] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Op. Cit. Vol. III, pág. 67.

[6] Citado en ACEDO CASTILLO, J.. en Razón Española nº 88, Ed. Fundación Balmes. Madrid, pág. 17.

[7] Citado pr DE MIGUEL. RAIMUNDO. Liberalismo y Tradicionalismo para Dº Juan Vázquez de Mella. Edit. Católica Española SA. Sevilla, 1980. Pág. 16.

[8] Ibidem.

[9] Citado por DE MIGUEL, Raimundo.Op. Cit. Pág. 17.

[10] Citado por DE MIGUEL, Raimundo.Op. Cit. Pág. 25.

[11] ORTEGA Y GASSET, José. Ideas y Creencias. Alianza Editorial & Revista de Occidente. Madrd. 1990.

[12] Citado por DE MIGUEL, Raimundo.Op. Cit. Pág. 5.

[13] Citado por DE MIGUEL, Raimundo.Op. Cit. Pág. 11.

[14] Citado en ACEDO CASTILLO, J.. en Razón Española nº 88, Ed. Fundación Balmes. Madrid, pág. 161.

[15] PRADERA, Víctor. El Estado Nuevo. Editorial Prensa Española. Burgos. 1937. Pág. 142.

[16] Citado en Ahora Información, Nº 36. En el LXX Aniversario de Mella. Barcelona. 199

Fragmento extraído de :

http://lagranpartida.blogspot.com

Francisco José Fernández Cruz